27 julio, 2024

Mi nombre es Elangel Pulois, y estoy a punto de morir.

—¡Toma esto!

Pero no sin antes recibir una tremenda paliza. El puño de este cretino se estampa contra mi demasiado larga nariz, la pliega sobre sí misma y la hace estrujarse contra el resto de mi cara. Noto la carne de mi rostro vibrar, formándose pliegues en mis mejillas y barbilla que chocan entre ellos debido al impacto. Siento respirar líquido y lo escupo por la boca: sangre. Cae a borbotones de mi nariz retorcida formando burbujas con el aire espirado.

—Trabajando para el amo, ¿verdad? Esto le servirá de lección a todo el que contrate en el futuro.

Y el cretino le hace una seña a uno de sus compinches más cercanos, el de la sonrisa más sádica, y ese tipo entra en una habitación y vuelve de ella empujando una pequeña mesa de ruedas tapada con una sábana blanca. Ya me imagino qué hay en ella. Le acerca la mesa al cretino, que es quien lleva la voz cantante, y éste se vuelve a dirigir a mí.

—Antes de matarte haré que te hagas una idea muy exacta de cómo debe ser el infierno —aquí me agarra de los pelos. No tengo el cabello muy largo, pero lo suficiente para que el muy cabrón tire de él obligándome a mirarle—. Odio a los polis y a todo lo que se le parezca, como los detectives privados.

Arquea las cejas como señalándome con ellas y me escupe en un ojo. Me pega un puñetazo en el estómago y me retuerzo en la silla. No soy un tipo duro y mis manos quieren volar hacia mi tripa en un reflejo para aliviarme, pero, claro, las tengo atadas a la espalda. Respiro un poco de sangre sin querer y me entran ganas de vomitar, pero me aguanto. El cretino destapa la mesa. Los instrumentos quirúrgicos reflejan con su metal la poca luz del local. Va empezar mi fiesta de despedida. Y entonces ocurre el milagro.

La puerta principal de lo que debía haber sido en otro tiempo un bar de mala muerte se abre de golpe. Un fuerte viento, la lluvia y un relámpago adornan su entrada. Todos los indeseables, unos doce, se vuelven hacia él murmurando y maldiciendo la interrupción. Permanece bajo el marco, su cara oculta por el enorme sombrero de ala ancha y torcida y por las grandes solapas de su gabardina del mismo color gris. Sus botas están sucias del barro de la calle sin asfaltar y pequeños torrentes de agua que se escurren desde el sombrero y de los pliegues del impermeable encharcan el suelo. Todos quedan petrificados ante la enorme forma.

—¡Jones! —llamo ahogadamente, un poco suplicante, con el abdomen entumecido.

—Nasser —me responde. Como siempre ocurre cuando habla, todo el vidrio de la habitación parece vibrar al son de sus graves tonos.

—¡¿Qué cojones pasa aquí?! ¡Os dije que vigilarais la puta puerta! —el cretino escupe al decir esto y parte de la saliva se le queda en la barba.

—Os presento a mi compañero Jones —digo jovialmente, sonriendo.

Otro puñetazo acaba con mi sonrisa, partiéndome un diente y saltándome otros dos, ¡joder, qué dolor!

—¿Tu compañero? ¿Os dais por culo o qué? —me replica masajeándose los nudillos—. Matad a ese cabrón.

Y empieza la carnicería, aunque al menos no es la mía. Jones se abalanza sobre los tipejos que tiene más cerca como si la orden de atacar fuera para él, sin darles tiempo a reaccionar. Los coge y lanza por los aires como muñecos, nunca deja de asombrarme su fuerza, pero tampoco deja de repugnarme cuando empieza a desmembrarlos con sus enormes garras; y cuando digo “garras”, no es una forma de hablar. Dos de los “malos” aterrizan enteros cerca de mí, pero el tercero es decapitado de un manotazo, y el cuarto me cae encima, derribándome con la silla a la que estoy atado, e inundándome de la sangre que borbota como una fuente de su pulmón abierto en canal.

Todo el mundo empieza a reaccionar y disparan sobre Jones con sus armas automáticas. Mientras, el cretino de la voz cantante salta por encima de mí y le veo entrar en la habitación del fondo, donde debe mantener a la chica, el meollo de la cuestión.

—¡Joder, Jones, deprisa! —grito, pues me temo lo peor.

Jones está ocupado. Se cubre de los disparos con una mesa, devolviendo el fuego con su revólver de cinco tiros que yo hice fabricar a su medida. ¡Menuda pasta me costó, por cierto!

—¡Siempre me llevo la peor parte!

Oigo su gruñido de queja, profundo y fuerte, con bastante claridad a pesar de los disparos, como si lo tuviera al lado mío, en el suelo. Lanza la mesa contra uno de los tiradores y avanza veloz entre los demás esquivando algunos disparos y recibiendo la mayoría para que no me alcancen a mí cuando se acerca a liberarme. Me pone en pie cogiéndome por los sobacos. Detrás de su gran corpulencia un infierno de fuego automático está destrozando su gabardina mientras me dice: “Es hora de que vayas haciendo algo, ¿no?”. Entre la oscuridad que cubre su cara destellan un momento sus ojos con la luz de una puerta abierta a mis espaldas, y me estremezco, no lo puedo evitar, con los globos carmesí que parecen a punto de estallar de ira.

—¡Vamos, Nasser, muévete! —ruge, empujándome con toda la delicadeza que la situación le permite.

Soportar disparos le pone de mal humor, y a juzgar por la que le cae encima, hasta el diablo debe estar buscando dónde esconderse de él. Yo me doy media vuelta hacia la puerta abierta, aliviado de pensar que no tendré que ver lo que les va a hacer a los pobres desgraciados, y apremiado por la suerte de la chica.

—¡Te tengo dicho —grito, con la sangre de mi nariz en los labios— que no me llames así!

Con cuatro zancadas alcanzo la habitación de atrás, mientras maldigo este jodido día. Me apoyo contra la pared, a un lado de la puerta, y echo un vistazo. Es una habitación vacía, sin ventanas ni luces, pero con los destellos de los disparos veo una única silla, unas cuerdas tiradas sobre ella. ¡Se ha llevado a la chica! Más allá hay una puerta entreabierta, la luz se filtra hacia mí desde ella. Aquel cretino me quitó el arma. Miro a Jones y pienso en pedirle que me pase una, pero está demasiado ocupado pintando de rojo el local. Oigo golpes y ruido de cristales rotos en aquella habitación. ¡El hijoputa se larga! Salgo corriendo contra la puerta entreabierta, cogiendo de paso la silla de madera por el respaldo. Mi hombro izquierdo golpea la hoja, clavando el pomo en el yeso de la pared. ¡Qué pedazo de entrada de héroe! Pero me detengo en seco, con la silla en alto, lista para golpear.

Junto a una ventana rota, el cabrón rodea a la chica por el cuello con un brazo mientras con el otro sostiene mi querido calibre 45 contra su sien.

La chica todavía lleva el uniforme con faldita de la escuela, pero tiene la boca amoratada y una ceja abierta, con un gran pegote de sangre seca alrededor. Su pelo de color ¿morado? yace suelto sobre sus hombros y rostro, los ojos oscuros brillan pero no lloran, mirándome con resignación. A pesar de todo no parece asustada.

El cretino me sonríe. Me mira divertido mientras cierra todavía más su presa sobre la chica. Ella alza la barbilla intentando aliviar la presión.

—Mira que eres gilipollas —suelta una sonora carcajada. Los gritos y disparos más atrás cesan de repente mientras lo hace—. ¿Me vas a matar con tu silla? Jodido cabrón, no debiste venir, porque ésta —le da una sacudida a la joven— lo va a pagar. El amo sólo tenía que ser razonable y todos contentos, pero su hija lo va a pagar ahora.

Me apunta con mi arma y dispara. Intento cubrirme con la silla, aunque no es protección a esta distancia. Le oigo aullar de dolor. Abro los ojos y veo que su mano es un muñón de carne y venas retorcidas. Él no ha disparado. Miro detrás de mí y ahí está Jones con su arma humeante en alto. Comprendo que le ha disparado al arma. ¡Joder, la ha destrozado en su mano! Con lo que me gustaba esa pistola…

El tipo suelta a la chica e intenta detener la sangre que sale en torrente de su brazo. Ella cae de rodillas primero y después de costado, me pregunto qué le pasa mientras me acerco al cretino, decidido a hacerle pagar lo que le haya hecho y lo que le fuera a hacer, y también lo mío, claro está.

—Jones, sácala de aquí.

Jones obedece sin decir nada, se le acerca y la coge en brazos; ahora se muestra algo asustada, cuando es alzada por la inquietante figura gris. Parece una muñeca comparada con Jones.

—Está herida, Nass —la joven se estremece al oír su voz ronroneante, como siempre suena cuando quiere hablar en voz baja, sin darse cuenta que todavía resulta más extraña y siniestra a los demás.

—Ya lo sé —respondo sin dejar de mirar al cabrón encogido en un rincón, que no para de suplicar, sangrando como un cerdo.

—En el muslo, Nass. Un trozo de tu arma. Sangra mucho.

—¡Mierda, Jones, sólo a ti se te ocurre disparar al arma, al lado de un rehén! ¡Sácala de aquí, joder!

Por fin se la lleva. Me acerco más al cerdo gimiente. Balbucea perdones y súplicas. Sujeto con firmeza el respaldo de la silla. Golpeo. Golpeo más. La silla es de las buenas. Golpeo un poco más mientras pienso en que se lo ha ganado, no hay duda, nunca nadie me había cabreado tanto. Termino de golpear. No iba a parar hasta romper la silla, pero la muy puta aguanta más que yo. La tiro a un lado jadeante, con los pulmones abrasados.

—Nass, a veces te metes conmigo, pero yo no veo la diferencia entre tú y yo. —Jones me ha estado observando desde la puerta. La chica no está con él.

—¿Dónde está?

—Aquí, no te preocupes.

Paso a la habitación anterior. La chica me mira desde el suelo, sentada con la espalda contra la pared. La falda está manchada de sangre y un charco se va formando bajo sus muslos. Tiene cara de sueño y la piel muy pálida.

—Pero bueno, ¿no la has curado?

—¿Te parece que soy médico? —Jones me ruge muy molesto. Me acojona, pues no espero esta reacción—. Ya te he dicho que sangraba, pero tú tenías que destrozar a ese tipo.

—Vale, vale —no me disculpo porque me jode reconocer que he sido como él por unos momentos—. Cógela otra vez. Nos vamos, yo te cubriré.

—No —responde resentido—. Tú la llevas —me obliga a cogerla. Por lo menos es ligera—. El único que puede cubrir a alguien aquí soy yo.

Jones desenfunda de nuevo su revólver, le cambia la munición, y por fin nos largamos de este infierno.

Llegamos a mi coche sin problemas. Meto a la chica en el asiento trasero y me pongo al volante. Jones, acurrucado como puede en el asiento de al lado, guarda silencio en una postura abatida; ¿qué demonios le pasa? Conduzco todo lo rápido que puedo hasta casa de un médico amigo mío. Miro hacia atrás por el espejo retrovisor: la chica sigue sentada, pero con los ojos cerrados, supongo que debido a la pérdida de sangre. Miro a Jones, que sigue quieto sin hacer nada. Me entra un escalofrío. Es una sombra inquietante dentro de su gabardina destrozada; tiene las manos, o lo que sean, sobre sus rodillas, que tiene apretujadas entre el salpicadero y él mismo; los hombros están encogidos, para no molestarme a mí al conducir, y los codos apoyados contra el estómago por el mismo motivo. Los relámpagos me permiten, por un momento, ver el brillo de los largos dientes asomando bajo el ala del sombrero, que curiosamente sigue intacto a pesar del tiroteo. Tiemblo y clavo de nuevo la vista en la carretera. Es mi amigo, pero no puedo dejar de sentir un miedo instintivo, primario, cuando lo tengo tan cerca de mí.

—Nass —ruge con un gruñido de baja frecuencia—. Siento lo de antes. No tengo derecho a hablarte así.

Su disculpa me coge desprevenido, y me parece sinceramente fuera de lugar.

—No tienes por qué disculparte —digo un silencio después—. Tenías toda la razón. No debí perder el tiempo con ese gilipollas. Es que no estoy acostumbrado a llevar golpes y me puso hasta los huevos.

—Ya lo sé, Nass —su voz destila algo de culpabilidad.

—Y no me importa que destroces a la gente si se lo merece, aunque lo encuentre desagradable y de mal gusto para el negocio —continúo, intentando mostrar buen humor, a pesar de mi nariz rota—. Eres la mejor persona que conozco, Jones, tenga yo algo que ver en ello o no.

Sigo mirando la carretera, intentando ver algo entre la furiosa lluvia, pero noto que Jones me mira, abrumado seguramente por la solemnidad de mis últimas palabras. El pobre se merecía oírlo.

—Siento lo de tu 45 también —termina de decir, más animado.

Llegamos a casa del médico. Es una clínica privada, montada en el primer piso de un viejo edificio rodeado de solares vacíos de otra cosa que no sean escombros. Sin que yo le diga nada, es Jones quien recoge a la chica del asiento trasero.

—Está inconsciente —me comenta, aunque ya lo sabía.

—Pero aún respira, ¿no?

—Sin duda, pero el pulso es débil. Alarmante, diría.

Mientras hablamos no dejamos de movernos, y poco después ya estamos en la consulta.

—¿¡Pero qué me traéis aquí!?

Thomas Hardman mira con espanto a la chica en brazos de Jones. Hardy, como yo lo llamo, es la única otra persona a la que considero digna de mi trato en este mundo. Es un hombre de 56 años un poco obeso, de rostro muy, muy redondo rematado por unos escasos pelos canos que de alguna forma consigue llevar siempre de punta. Su cara de horror y sorpresa me haría gracia si no fuera por la urgencia de la situación.

Jones sigue sin detenerse ni a saludar hasta la camilla de la consulta.

—Ha perdido mucha sangre, abuelo —es todo lo que dice antes de dejar con gran delicadeza a la chica.

—Está herida en el muslo —añado—. Más vale que la salves, me va mucha pasta y quizá la vida en ello.

—Esperad en el vestíbulo —consigue decir Hardy en su apuro, sin escucharme lo más mínimo—. Vamos, vamos.

Sin más, nos echa a la pequeñísima sala de espera. Jones se sienta en una de las seis pequeñas butacas de plástico, no sin problemas. Está nervioso, preocupado sin duda por el estado de la chica, de no ser así nunca se sentaría en esas sillas, ridículamente pequeñas para él. No se quita el sombrero, ni la gabardina, aunque esta última ya no parece tal, sino que ha quedado como un par de alas de murciélago raídas bajo sus brazos. Sus largos y huesudos dedos se entrecruzan bajo su barbilla picuda.

Yo no aguanto los nervios y entro al despacho de Hardy, enfrente de la consulta donde está con la chica. Rebusco entre los cajones de su escritorio. Sé que lo guarda en uno de estos, pero no sé en cuál exactamente… ¡Ah, lo encontré! Bourbon, en una pequeña petaca marrón. Si me ve me mata. Le doy tres tragos cortos y la guardo en su sitio. Salgo y me siento frente a Jones. ¿Qué coño le pasa? Tampoco es para tanto…

—La chica se va a poner bien —le digo intentando que se relaje.

—Dime, Nass —empieza, alzando del suelo la mirada—, el día que nos conocimos, ¿no viste nada raro?

¿A qué viene esto? Ya le había hablado de todo eso hacía tiempo…

—¿Raro? ¿Cómo qué? Nada, salvo que llovía tanto o más que hoy. —Jones suspira sonoramente. Nunca para de hacer ruidos inquietantes.

—Y el abuelo, ¿no encontró nada especial, especial de verdad, cuando me examinó?

Especial de verdad. No sé qué quiere que le diga. Bastante especial es ya toda su constitución: pulmones, corazón, sistema digestivo, todo normal salvo por el mayor tamaño de todos los órganos, y curiosidades tales como el corazón en el centro justo del pecho, esternón y costillas más largos, y así todo. Eso por dentro. Por fuera estaba claro que era diferente, diferente a cualquier cosa viva que yo haya visto nunca.

—Nada que nos indique de dónde vienes —de eso se trata, otra vez pasamos por esto—. Te encontré llorando en el suelo, en un charco, en aquel callejón.

—Hace quince años —apunta.

—Sí, hace mucho ya, no sé qué edad tendrías entonces, pero no eras más que un bebé.

—No un bebé normal, desde luego.

Jones abate su postura de tal modo que casi creo que quiere tocar el suelo con la cabeza.

—Jones, déjalo ya, no eres un monstruo, no quiero seguir toda la vida recordándotelo.

Vuelve a erguirse, del todo esta vez, de modo que le veo toda la cara. Sus ojos, dos enormes bolas rojas en cuyo centro palpitan pupilas negras, elípticas, como lagos estancados alrededor de los que fluyen ríos oscuros que son las venas, me miran directamente. Me cuesta aguantar esa mirada sobrenatural, pero es mejor que mirarle a la nariz, que no consiste más que en el tabique nasal de su cráneo, cubierto de piel, sin apéndice alguno; o a la boca, aterradora cavidad repleta de larguísimos dientes que, al carecer de labios, presenta eternamente en sonrisa inerte. Me habla, con su siempre perfecta, y en teoría imposible, vocalización.

—No soy un monstruo. Pero no hay ser vivo en la tierra capaz de hacer lo que yo hago con la gente.

Las comisuras de su boca parecen estirarse hacia sus orejas puntiagudas, carentes de lóbulo, al decir esto. Pero vuelven a la normalidad inmediatamente. Pienso que debió ser impresión mía.

—No soy un monstruo, pero debo ocultar mis formas y rostro para no aterrorizar a la humanidad. Pero siento tus escalofríos cuando me tienes cerca, algo que tú no puedes controlar, y sé que muchas noches no duermes sabiendo que estoy en la habitación de al lado, sentado en la oscuridad. Sé que nunca te has sentido seguro en todo el tiempo que nos conocemos.

Tiene razón en todo. Yo creía que nunca lo había notado, pero probablemente siempre supo que yo no podía, ni puedo ahora, dejar de sentir un terror muerto en la mayoría de la gente, un miedo primario, instintivo, una continua alerta animal contra él.

—Y lo siento enormemente —su voz suena más grave que nunca, casi no entiendo las palabras, parecen venir de debajo del agua—, porque siempre te he considerado como un padre.

Intento que no se note mi conmoción al oír esto. Cierto es que yo le he criado, le he alimentado y dado cobijo todos estos años, pero nunca había pensado en él como un hijo. Me doy cuenta, por primera vez, del dolor real que le tiene que hacer sentir su diferencia, no respecto al resto del mundo, sino respecto a mí.

—Vamos hombre, ¿insinúas que yo te tengo miedo? —mis propias palabras me suenan falsas. No sé bien cómo reaccionar a la aflicción de Jones, intento contrarrestarla con indiferencia—. Como tú dices llevamos toda tu vida juntos, sé que eres bueno. Lo eres, Jones. La única persona en quien confío en este puto mundo.

Jones vuelve a bajar la cabeza. Si tuviera párpados, cerraría los ojos, y si tuviera lacrimales, sin duda lloraría en silencio. No creo que quisiera escuchar lo que he dicho, pero no tengo nada mejor.

—Noto algo, Nass —me sobresalto, pues no esperaba que dijera nada más. Ha recuperado su voz ronca pero clara—. Algo ocurrirá. Siento en mis tripas como algo llamar. No creo que sea malo, no lo siento como algo malo, pero algo va a pasar.

—¿Qué es? ¿Un mal presentimiento sobre el caso?

Hardy entra de pronto, mejor dicho, sale de la sala de consulta. Jones no me contesta, y le da tiempo de sobra mientras Hardy entra en su despacho, oigo que abre un cajón, lo cierra y vuelve con nosotros con la petaca de bourbon en la mano. Me la ofrece cerrada. Declino la invitación con un gesto de la mano.

—La chica se pondrá bien. Con dormir se recuperará ella sola —permanece de pie, abre la petaca y la termina de vaciar de un solo trago largo—. Creí que había más aquí dentro. Por cierto, esto es tuyo, ¿no?

Hardy me entrega un pedazo del cañón de mi 45 negro que saca de un bolsillo de su bata blanca. Un trozo de la pieza corredera.

—Me encantaba esta pistola —digo con afectada melancolía.

—Sobresalía por detrás del muslo. Solo cogió carne, ha tenido suerte. ¿Quién es?

—La hija del amo. —Hardy me mira con la boca abierta—. Uno de sus secuaces se cabreó con él y quiso zanjar la discusión con un rapto.

—No sabía que el amo tuviera una hija. Entonces, la ceja que le he tenido que coser…

—Se han ensañado con ella, sí. Pero no parece que se hayan atrevido a más. Al fin y al cabo, supongo que el tipo esperaba conseguir lo que quería, devolviéndola a su padre más o menos intacta.

—Puede que mañana esté bien, pero no es seguro. ¿Os quedaréis a dormir aquí?

—Yo me quedaré —interrumpe Jones, sin levantar la cabeza. Su sombrero nos tapa todo su ser—. De todas formas no duermo, así que prefiero vigilar —me mira y casi parece ordenarme—. Tú vete a casa a dormir, buena falta te hace.

Pensaba quedarme yo también, pero Jones se basta y se sobra para cuidar de la chica si es necesario. Además, parece que quiere estar solo, y entiendo por qué. Hardy se ocupa de mi nariz y mis otras magulladuras, y finalmente me despido de ambos hasta el día siguiente.

Llego a mi pequeño apartamento—oficina en veinte minutos, tras conducir bajo la lluvia con no poca precaución, pues los limpias de mi coche no van muy finos. Aparco en el sitio de siempre, junto a la acera, debajo del ruinoso cartel que me anuncia como detective privado. Los vecinos no pusieron pegas a que se instalara sobre la entrada al edificio, aunque mi oficina se encuentre en el tercer piso.

Me bajo del coche y la lluvia fresca, por llamarla de alguna manera, me azota de inmediato sobre la calva coronilla. Mis cabellos, escasos y lacios, cuidadosamente echados hacia atrás poco antes mientras conducía, se esparcen sobre mi frente y orejas. Debería usar un sombrero como el de Jones, uno bien grande, pienso en ocasiones como esta.

Resignado, seco de torso gracias a mi gabardina, calado hasta los callos gracias a mis escuálidos zapatos de cuero barato, me arrastro más que camino sin prisa ninguna, pero no porque me guste la lluvia, sino porque estoy hecho una mierda, hasta la entrada. No necesito usar llave, la puerta lleva años con la cerradura rota, entro sin más empujando la hoja con el hombro derecho, el que no me duele.

“Dios, ahora seis tramos de escaleras”, me digo para animarme, yo soy así. Un rastro de agua helada se desprende de mi abrigo chorreante y de mi calzado, que es como un par de esponjas estrujadas a cada paso. La madera agrietada de los escalones parece quejarse cada vez que piso, absorbe diligentemente no poca parte del agua que voy soltando y deja el resto para más tarde, supongo. Me apoyo lo menos posible en el pasamanos de cobre, no me vaya a clavar una viruta de esas, no sería la primera vez.

Por fin llego ante mi puerta, casi puedo saborear ya mi ansiada y acostumbrada copa de antes de dormir. Ahora sí que me veo obligado a usar llave, la vieja cerradura de tres vueltas nunca me ha fallado en todos los años que llevo aquí. Sólo necesito girarla una vez para entrar, nunca he visto necesidad de echar el cerrojo completo. Empujo la puerta con cansado desdén.

El corazón se me encoge de terror. La puerta se abre hasta atrás mientras un largo relampagueo dibuja desde las ventanas del fondo el sillón de Jones. Está ahí, y aunque es mi amigo, qué coño, es como un  hermano para mí, la sorpresa y el miedo instintivo a su antinaturalidad me hacen retroceder dos cortos y torpes pasos, mientras me doy cuenta de lo que ocurre.

Jones no está ahí. Sólo uno de sus anchos sombreros, apoyado en lo alto del respaldo. Sintiéndome ridículo, entro por fin cerrando la puerta de un taconazo a mis espaldas. Me quito la eficiente gabardina mientras un escalofrío me recorre toda la columna, no tanto por el frío del agua como por el recuerdo fresco y agrio del espejismo.

Tan real como casi media hora antes, cuando estaba con él, creí verle hundido en su asiento a medida, sus altas rodillas cubiertas por las huesudas garras, el brillo imposible de su larga sonrisa inerte. Él tiene razón: algunas noches me cuesta conciliar el sueño, mi mente se pone a recorrer distintas líneas de pensamiento rodeando esa idea fija, intento distraerme a mí mismo del núcleo animal de mi cerebro que me grita “¡corre!” sin cesar, dando vueltas en mi precario lecho, viendo continuamente en mi imaginación al horrible ser que es mi amigo allí sentado, en la oscuridad, sin dormir, con su gran gabardina y sombrero como si fuera un infernal espantapájaros.

En una ocasión, hace algunos años, se me ocurrió salir de mi cuarto para beber algo, de madrugada. En mi trayecto, se me ocurrió mirar en dirección al sillón de Jones, donde él pasa las noches en vela. En la penumbra, el brillo rojo oscuro de sus ojos me paralizó. Sus negras pupilas, elípticas, enormes, me hipnotizaron como los ojos de una serpiente.

—Vuelve a la cama, ¿quieres?

Fue cuanto dijo Jones. Ahora que lo miro en retrospectiva, creo que estaba molesto por el hecho de quedarme mirándole aterrado. No he vuelto a salir de mi cuarto en mitad de la noche desde entonces.

Me dirijo a la pequeña y estrechísima cocina, abro el armario bajo el fregadero, donde el whisky embotellado me ofrece el vaso vuelto que tiene por tapón. Me sirvo un largo trago y me lo estampo entre pecho y espalda sin ceremonias, cerrando los ojos mientras enciende mi esófago en voluptuosos ardores. Qué bueno. Lo dejo todo donde lo encontré y me salgo.

No ceno, primero porque no tengo el estómago para ello, quizá por los nervios; segundo porque no está Jones, que es quien sabe cocinar y que me obliga a seguir una dieta sana y sabrosa. Irónico, cuando se piensa que él no necesita comer como el resto de nosotros, a veces se pasa hasta cuatro días sin comer y luego, cuando le da, no come más que yo; pero siempre le interesó la cocina, se pasa horas enteras contemplando en el televisor programas sobre el tema, poniéndolos a grabar cuando no estamos en casa, y es la única afición de que hace gala mi extraño compañero. Toda una suerte, si no, ya me veía sustentado de alcohol y hamburguesas solamente.

Por fin en mi camastro, estrecho y chirriante, puedo abandonarme, como pocas veces lo he hecho, a un sueño cansado e inmediato, que se me antoja va a ser gratamente reparador, sí señor.

No sé en qué momento de la noche, empiezo a revivir en sueños mi primer encuentro con Jones. Paradójicamente, el recuerdo me resulta mucho más vívido que el hecho en sí, pues me encontraba bajo los efluvios de mis consumiciones habituales aquella noche. No sé si será el violento repiquetear de la lluvia contra las ventanas o la reciente conversación con Jones lo que activa de esta manera mi subconsciente, pero en mi sueño REM, como lo llaman los científicos de los documentales, me veo a mí mismo, como si un actor parecido a mí lo representara, desviando mis vacilantes pasos de borracho hacia los histéricos gritos del bebé. Aunque lo veo todo como desde fuera, siento la vibración de mis pulmones según mi personaje se acerca a la desesperada voz.

El callejón cruza de lado a lado la manzana, dando a él solamente algunas ventanas de los edificios. Mi personaje mira dubitativo, con verdadera cara de estúpido, a lo alto, buscando una luz encendida en algún sitio, parpadeando a causa de la lluvia que le azota el rostro. La voz, poderosa, aguda como ella sola pero al tiempo reverberante como el sonido de un trueno, procede de pocos pasos delante, tras unos contenedores de basura sorprendentemente pulcros y vacíos. Mi alter ego se tambalea sorprendido, ve con horror la escuálida criatura, la escucha llorar a grito pelado, pero parece que se ríe: la enorme boca dentada, abierta a todo cuanto da; el movimiento compulsivo, frenético y amenazador de sus pupilas de gato flotando en aquellos hemisferios rojizos.

Minutos enteros estuve en su momento, con la borrosa ponzoña del alcohol omnipresente, pensando qué hacer. Creo que de todo se me pasó por la cabeza, desde rematar a la agonizante criatura hasta llamar a servicios sociales. Eso en el sueño queda resumido y me veo recoger al bebé entre mi corta chaqueta, dejando que la lluvia haga transparente mi camisa barata. No me arrepiento de la decisión, pero en el sueño me oigo gritarme “¡No lo hagas!” una y otra vez, de manera desesperada, sin motivo ninguno, pero mi personaje no me oye.

Se va con el ser, lo cuidará y lo educará en secreto junto a Hardy, y yo lo veo alejarse en el sueño y siento el horror de la condena segura, como ver un tsunami sobre uno, presto a engullirle.

Elangel Pulois en PDF

Elangel Pulois es un nombre que se ha convertido en sinónimo de miedo y misterio, en una nueva fuerza que viene a sacudir el equilibrio de poder entre los miembros del hampa de la ciudad.

Sin embargo, no es ese mismo hombre, alguien para nada tan duro ni heroico como se le atribuye, quien realmente acongoja a los miserables, sino su extraño acompañante, un titán de extraordinaria fuerza y bestiales métodos a quien la gente ha dado en llamar simplemente “el monstruo”.

Elangel Pulois se bate en continua lucha por su supervivencia, progresa como puede como detective privado, la vida que ha elegido, pero el remordimiento y la duda le asaltan de cuando en cuando, sentimientos que no hacen más que aumentar ante la sola existencia de su singular compañero…

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