por Elmer Ruddenskjrik
Un relato inspirado en The Crow, la película.
Cuando el sosiego, la calma y la habitualidad se vuelven a imponer tras una gran convulsión nadie espera lo peor…
El local permanecía abierto a altas horas de la madrugada. Como de costumbre, Mickey esperaba hacer dinero vendiendo perritos calientes, hamburguesas, Coca—Colas y cafés en vasos de papel para los policías que, a distintas horas de la noche, y según les acercaban sus rutas de patrulla a la zona, pasaban para repostar sus organismos y poder aguantar así los turnos de ronda nocturna, que se les hacían largos como un día sin pan.
El letrero que rezaba MAXI—DOGS en insulsos caracteres blancos sobre y a lo largo de un feo dibujo enorme de un perrito caliente, que difícilmente podía ser reconocido como tal por el deficiente diseño, la escasa iluminación y por la cantidad de mugre, mezcla del óxido de las luminarias y de la polución de los tubos de escape, relumbraba reflejado sobre el asfalto encharcado del cruce de calles delante de la esquina en la que se encontraba el pequeño local de comida rápida. El lugar era un verdadero oasis de calor y buen olor en mitad del abismo frío, húmedo y con hedor a orines del resto del barrio, que parecía completamente desalojado, vacío, en medio de la inactividad propia de la madrugada, cuando en realidad solo permanecía inhabitado en su aproximada mitad, como consecuencia de las antiguas coacciones y amenazas de la banda de Top Dollar para hacerse con diversos inmuebles, y por iniciativa propia de muchas familias, que se habían mudado cansadas de la violencia y mal ambiente. MAXI—DOGS, en cambio, seguía allí, como una reminiscencia anacrónica y un baluarte al mismo tiempo, un símbolo de que los viejos tiempos, los buenos tiempos, los de las cosas buenas y sencillas, podían aún regresar. Mickey, realmente, se mostraba muy animado, al respecto. Optimista. Y mantenía caliente la comida con entusiasmo, calculando que no faltarían mucho más de veinte minutos para que Tony y Culligan pasaran por allí en su patrullera para hacer sus pedidos habituales.
Mickey se había vuelto para repasar con un trapo húmedo la barra del establecimiento, pensando en ofrecer el mejor y más pulido aspecto posible a los agentes, cuando algo, a decenas de metros de aquella esquina, atrajo su atención. Alguien caminaba en la oscuridad del cruce, y según se acercaba hacía reverberar por las silenciosas calles el sonido de sus zapatos sobre el suelo encharcado. Tenues brillos se reflejaban en la forma de aquella persona, como si vistiera de brillante cuero negro, y según se acercaba, Mickey tuvo la impresión de que su aspecto se conformaba a partir de la oscuridad que reinaba a su alrededor. Acabó concretándose la visión cuando ya se encontraba a solo quince metros. Mickey pensó en las descripciones que el Sargento Albrecht y otros agentes le habían dado, a lo largo de numerosas conversaciones, sobre aquel anónimo y desaparecido héroe que, hacía ya dos años, había acabado él solito con Top Dollar y todos sus secuaces. Un tipo alto, de pelo largo, vestido totalmente de negro y con la cara pintada de blanco, como una suerte de mimo gótico psicópata.
Pero no podía ser: aquel que se acercaba al MAXI—DOGS, aunque vestía de negro, con una buena y larga chupa de brillante cuero negro, y aunque tenía el pelo largo y negro y la cara muy pálida, era muy bajito y esmirriado para tratarse del mismo hombre. No parecía más fuerte que una niña, y parecía no mayor de unos 17 o 18 años, a lo sumo. Lampiño, con una cara muy aniñada y tersa, pero con una expresión severa, de pómulos y barbilla marcados. Tan delgado que apenas parecía que su ropa iba colgada de una percha. Con ojos oscuros, brillantes y sagaces.
Como si lo hubiera hecho miles de veces antes cada noche, se aproximó hasta la butaca central del MAXI—DOGS y se sentó dando un pequeño y ágil salto, apoyándose con las manos sobre la barra. De inmediato, abrió los codos y apoyó la cara sobre las palmas de sus manos, como presto a escuchar una historia de boca de Mickey, quien se le quedó mirando mientras se arrevoltijaba el escaso cabello de su cabeza con un par de dedos de su mano derecha, el trapo húmedo aún en su izquierda.
—Buenas noches, muchacho. ¿Qué se te ofrece? —inquirió, poniéndose de brazos en jarras.
—Nada. Bueno, tengo la boca un poco seca. ¿Qué tal una cerveza? —El joven hablaba como en un susurro sibilante, pero con cierto júbilo, con relajación. Mickey decidió que no parecía amenazante.
—No tengo cervezas, muchacho —lamentó Mickey, con sinceridad—. Verás: mis principales clientes son policías que patrullan de noche. Se supone que no deben beber, y yo no les pongo la tentación delante. Tengo café y refrescos.
—Una Coca—Cola, entonces —convino el joven, alzando la barbilla de sus manos para mostrar su conformidad con una afable sonrisa de labios cerrados.
Permaneció erguido y se volvió a mirar a su alrededor mientras Mickey le abría una lata del refresco y se la acercaba junto a un vaso de papel.
—Un trabajo un poco deprimente, ¿no le parece? —dijo el joven, mientras fijaba su atención en la lata y el vaso, para servirse la bebida con una exacerbada parsimonia.
La Coca—Cola caía en el interior del vaso blanco y traslúcido, y parecía deleitarse con el modo en que explotaban las burbujas de gas al ir aflorando a la superficie, durante el vertido. Mickey se le quedó mirando a su vez con curiosidad, estudiando de nuevo su aspecto y su manera de moverse. O más bien de no moverse. El joven hacía alarde de una economía de movimientos que casi parecía estudiada.
—No lo es tanto. Yo diría que es tranquilo. Le da a uno tiempo para pensar en sus propias cosas. ¡Je! Han cambiado mucho las cosas. Antes, sí. Antes esto era de todo menos tranquilo. Tenía la sensación, cada noche, de que podía pasarme cualquier cosa. Estar en la calle, antes, era prácticamente estar jugándosela cada segundo.
—Habla de su trabajo como si fuera un poli, amigo —estimó el joven, que volvía a mirarle con la cara sobre las manos, con la mitad del refresco ya vertido en el vaso, casi hasta el borde.
—Los polis también lo pasaban mal, sí. Pero hace ya dos años que la cosa ha cambiado. Sigue habiendo crimen, quién lo duda. ¿Qué gran ciudad no va a tener crimen? Pero no es el terror casi diario que se sufría cada noche… y por no hablar de La Noche Del Diablo.
—La Noche Del Diablo, sí… —repitió el joven, cerrando los ojos y bajando la cabeza, como si tratara de recordar—. Se celebraba esta misma noche, ¿no? La noche del 30 de octubre, antes de la de Halloween.
—¿Celebraba? —repitió Mickey con desprecio, chasqueando la lengua antes de seguir hablando—. No era una puta fiesta, muchacho, te lo garantizo. Era una debacle, un apocalipsis anual de incendios provocados, el caos por el caos. El nombre le venía al pelo. Era una expresión de mal puro. La ciudad tardaba un año entero en recuperarse de las muertes y destrucción que causaba La Noche Del Diablo, y solo para volver a estar entera cuando llegara la nueva oleada de incendios. Ahora, gracias a Dios, solo es una noche más…
—Qué curioso, ¿no? —exclamó el joven, mirando con fijeza a Mickey.
—¿Curioso? ¿El qué? —Quiso saber Mickey.
—Curioso cómo funcionaba la cosa, ¿no? La ciudad entera preparándose para cada nueva oleada de incendios, ¿no? Porque eso era así, como dices. Yo también lo he vivido. No he nacido ayer…
—No sé qué quieres decir con eso, muchacho…
—Pues quiero decir que la cosa es así. Que la gente, de algún modo, conoce cuál es su lugar. Es como los leones y las cebras. Las cebras van a hacer siempre lo mismo, una vez tras otra, solo para que sus depredadores puedan devorarlas.
—¿Qué tiene que ver una cosa con otra, muchacho? —Le interrumpió Mickey, apoyándose con ambas manos sobre la barra revestida de aluminio pulido—. Eso son animales, las cebras esas se mueven donde hay alimento, y los leones también. Estamos hablando de La Noche Del Diablo, de violencia irracional, sin ningún objetivo. De arruinar la vida de personas inocentes…
—¿Personas inocentes? —rió el joven, repitiendo las palabras con lentitud—. ¿Quién decide quién es inocente?
—No es tan difícil, muchacho. Hablo de gente que se gana la vida honradamente —aclaró Mickey con asombro ante la contraposición de aquel joven.
—¿Como quién? ¿Como usted? —siguió riendo el joven, antes de estirar un dedo delgado hacia las espaldas de Mickey—. Reconozco esos paquetes de salchichas cocidas. Las más baratas del supermercado. Mi padre también compraba siempre de esas. De esas mismas.
Mickey volvió la cabeza para mirar por encima de su hombro los paquetes.
—Sí. ¿Y qué? —reconoció, sin saber a dónde iba esa conversación, pero intrigado, realmente.
—Cada paquete de seis salchichas cuesta 35 centavos. ¿Cuánto cobra usted por cada perrito caliente que prepara? ¿Un pavo?
—Los perritos calientes cuestan dos dólares con cincuenta, bebida incluida —aclaró Mickey sin inmutarse.
—¡Joder! —el joven silbó meneando la cabeza con incredulidad—. Sí que sale rentable, el negocio. ¿Eso es honrado? ¿Cobrar cada salchicha cinco veces, o las que sean, por encima de su precio original?
—Cada perrito lleva muchos otros ingredientes que hay que pagar, muchacho. ¿Tengo que explicarte eso? —añadió Mickey, molesto—. Y tengo que pagar la electricidad, el gas de la cocina, las bebidas, y tengo que pasarme aquí, despierto, toda la noche.
—Pero lo dice como si alguien le estuviera obligando a hacerlo, y fuera, entonces, lícito estafar a los polis.
—¿Quién estafa a los polis? ¡No estafo a nadie, muchacho! —expresó Mickey, realmente enfadado—. ¡Ofrezco un servicio que no ofrece nadie más! ¡Y si no quisieran, o no les pareciera justo, no vendrían aquí a comer cada noche!
Mickey se quedó mirando al joven tras apartarse de la barra y limpiarse las manos con el trapo húmedo, de puro nerviosismo.
—No sé qué te pasa por la cabeza, muchacho, para comparar a alguien como yo con los pirados que provocaban los incendios. —Acabó por expresar, mientras miraba al joven beber un sorbito de la Coca—Cola en el vasito de papel.
—Lo que me pasa es que me hastía —susurró el joven, tras saborear de manera exagerada el trago de refresco.
—¿El que? —preguntó Mickey, desafiante.
—Me hastía la gente como usted, amigo. La gente que lleva una vida disfrazada de sencillez, pero que no hacen otra cosa que carcomer a los demás, como pequeñas cucarachas, trabajando en solitario, poco a poco, y como que no hacen más que tomar un poco de lo suyo, de lo que les corresponde. Me hastía la gente que dice esperar lo mejor de los demás y que dice hacer lo mejor por los demás, como si eso supusiera una especie de distinción de ser humano. Porque es mentira.
—¡Estás como una cabra, muchacho! ¿Escuchas lo que te dices?
El joven terminó el contenido del vaso de papel de un solo trago.
—Por eso a un genio como Top Dollar se le ocurrió La Noche Del Diablo. Porque era la única manera de devolver las cucarachas de esta ciudad a su lugar. Iluminar la ciudad entera esta noche, demostrarles a los insectos quién manda y obligarles a corretear de vuelta a la oscuridad.
—¡Estás loco! ¡Pero que muy mal, muchacho! Mira, es mejor que te largues, antes de que se me agote la paciencia…
—¿Sabe por qué existía La Noche Del Diablo? —le interrumpió el joven, casi abalanzándose sobre la barra con medio cuerpo, y apretando los dientes al hablar—. Porque muchos odiamos a la gente como usted. La gente que hace cosas simples, buenas y constructivas, que pierden el tiempo y nos hacen perder el tiempo a los demás. A la gente que quiere que cada noche solo sea una noche más. Una noche más para seguir acumulando mierda, para seguir engordando, para seguir retozando en su pusilánime crapulencia y complacencia. Pues no, amigo. Esta mierda no va a durar. Tienen que tener miedo. Su lugar está debajo de la suela de la bota del fuerte. ¿Se entera?
Mickey, que se había apretado, sobresaltado, contra la encimera de su pequeña cocina, suspiró con alivio al ver que el joven se levantaba de repente de su asiento para irse caminando por donde había venido. No le importaba que no le hubiera pagado la bebida. Solo tenía ganas de que se largara, y de que llegaran cuanto antes Tony y Culligan para hablarles de aquel joven desequilibrado, que quizá fuera peligroso. Torció el gesto mientras agarraba con rabia la lata de refresco medio vacía con una mano y estrujaba el vaso de papel con la otra.
Un fulgor repentino atrajo su mirada, antes de que le diera tiempo a volverse para tirar las cosas a la basura. Delante del local, a apenas diez metros, una llama refulgía suspendida en la oscuridad. Encima del pequeño fuego brillaba el rostro del joven, de cuya larga sonrisa parecía escurrirse abundante saliva.
—¡Feliz Noche Del Diablo, amigo! —gritó el joven, antes de alzar el cóctel molotov por encima de su cabeza y lanzarlo con furia contra Mickey.
La botella describió en el aire un vuelo en línea recta a pesar de girar varias veces sobre su propio eje. Se estrelló contra la barra de aluminio, rompiéndose y esparciendo el contenido inflamable hacia Mickey y todo el interior del MAXI—DOGS, al tiempo que el fuego del trapo de la boca de la botella provocaba una deflagración instantánea. Mickey no pudo ni gritar de dolor. De pronto el aire era fuego, y al tratar de respirar con la boca abierta todo su interior se volvió caliente como el infierno. Primero encías y paladar, luego el esófago. El calor inundó los pulmones, y hasta estuvo seguro de que le llenó el estómago, antes de olvidarse de todo eso cuando los nervios de su piel le estallaron en el cerebro con la transmisión del insoportable dolor. Cayó derribado al instante, aunque no fue consciente de ello. Solo se retorcía, silencioso e impotente, mientras flotaba en una ingravidez sensorial absoluta. Solo existía el dolor. Y hasta tal punto, que ni siquiera podía pensar en lo agradable que sería cuando terminara. Lo cual es como decir que, para Mickey, esos instantes en los que se consumió vivo entre las llamas duraron eternamente.
Delante del MAXI—DOGS, deleitándose con ojos brillantes en el modo en que las llamas se alzaban hacia el lienzo oscuro del cielo, el joven metió las manos en los bolsillos y recitó en susurros unas absurdas palabras con la intensidad de un viejo y poderoso mantra:
—Fuego a tope, amigo.