Este, seguramente, será para siempre el mejor videojuego ambientado en un mundo de zombis, al menos dentro del ámbito para un solo jugador. Al momento de esta reseña, los desarrolladores de Techland ya están preparando el lanzamiento de la segunda parte, a la cual se le puede echar un vistazo en su página web, pero, independientemente de cómo quede la secuela y los cambios que pueda aportar, Dying Light ya es una obra para el recuerdo: por su historia del género zombi, su desarrollo y ambientación; y en cuanto a mecánicas, durabilidad, jugabilidad y rejugabilidad (algo vital para distinguir un buen juego, creo yo).
Techland se liberó al parecer de una extraña y algo conflictiva relación con los editores de Deep Silver, junto a los cuales habían lanzado otro gran juego ambientado en un mundo abierto invadido por zombis, algo deslucido por un planteamiento muy dirigido hacia un sistema cooperativo para cuatro jugadores que pretendía llevar un paso más allá la experiencia colaborativa de la saga Left 4 Dead. Dead Island, que yo jugué completamente en solitario dos veces con dos distintos personajes, planteaba una premisa típica de los juegos de mundo abierto, la de “véteme a no sé dónde a hacerme no sé qué”.
Las gracias de esa primera versión de lo que tenía que llegar a ser Dying Light eran dos. La primera, la especial ambientación, la de un resort vacacional rápidamente asolado por la infección zombi, que pasaría a ser la de los barrios bajos de la ciudad más cercana y las zonas rurales de las afueras, según se iba movilizando el grupo de supervivientes; con unos gráficos espectaculares, te pasabas la vida avanzando por un mundo de horrores perfectamente iluminados por el sol tropical, salpicado de cuando en cuando de espeluznantes espacios claustrofóbicos de oscuridad apenas iluminada por una linterna. Es cierto que había algunos puntos de las localizaciones que parecían a medio hacer, especialmente en la última sección, pero solo te daba esa impresión si te parabas a explorar meticulosamente.
La segunda, al igual que con Dying Light, era la jugabilidad. Sí, el planteamiento de misiones que te llevan de un punto a otro del espacio libre del juego es una estructura prácticamente copiada y pegada de cientos de juegos, es verdad, pero es combinarlo con el agobio de enfrentarse a grandes grupos de zombis o a infectados especialmente rápidos y fuertes lo que lo hacía muy distinto, porque enfatizaba el interés donde precisamente muchos otros juegos del mismo tipo lo pierden, al menos para mí (y dudo mucho que sea el único): el paseíto de ida y venida hacia las supuestas misiones. Porque muchos de estos juegos, aunque te pongan al mando de vehículos o animales a la hora de ir de un punto al otro de sus mapas, no hacen otra cosa que volverse rutinarios, repetitivos… Bueno, claro que casi todo videojuego se basa en la repetición de rutinas, pero debe tratarse de rutinas divertidas, coño. Cuando un juego te hace ir de paseo de un lado a otro con no mucho mayor interés que del contemplar de cuando en cuando una bonita puesta de sol, qué quieres que te diga, acabas por perder interés antes siquiera de haber llegado a la mitad de su desarrollo, porque eso se experimenta mejor en la vida real, al fin y al cabo. Ahora, me pones un paraje lleno de peligros que debo buscarme la vida para evitar, o que puedo convertir en un Streets Of Rage en primera persona contra zombis, y, ¿cuál es mi impresión? Pues la de ser uno de los mejores videojuegos jamás creados, y el mejor de zombis que podía existir… Hasta que Techland desarrolló Dying Light.
Dying Light tiene prácticamente el mismo concepto que Dead Island, pero con todo lo que le faltaba a aquel para alcanzar esa perfección que yo no sabía que podía existir. Mejorando en mucho todo el apartado gráfico (lo cual era difícil en un juego donde ya podía disfrutar de ver cómo los zombis se deshacían en capas de piel, músculo y huesos bajo los ataques); proporcionándole una auténtica historia que va mucho más allá de la movilización por la mera supervivencia y avanzada por diálogos bastante lógicos y muy bien interpretados (en castellano, por actores de lujo); y añadiendo a la jugabilidad no solo un mayor dinamismo y posibilidades de movimiento de ataque para complementar mejor el sistema de creación de nuevas armas a base de la combinación de objetos que heredaba directamente de Dead Island: sino que añadió justo el elemento que lo convierte en el juego que, para mí, aniquila a cualquier otro de mundo abierto que haya tocado: la carrera a toda velocidad esquivando, saltando y trepando por todo objeto a la vista.
Es decir, tenemos en este juego el componente aventurero y de acción de Dead Island al tratar de movernos de un sitio a otro esquivando o apaleando hordas de zombis, pero añadiéndole el vertiginoso y estimulante componente del parkour a toda velocidad utilizando por el camino prácticamente cualquier cosa para coger impulso, trepar, saltar a gran altura y deslizarse de una manera muy parecida a la del famoso y visionario Mirror’s Edge (el original, que es el que conozco), pero mucho más intuitiva, pues no tenemos que buscar los objetos clave que se pueden “utilizar” para avanzar: aquí se puede tirar hacia cualquier lado, incluso en sentido vertical, siempre que no se trate del límite físico del mapa del juego.
Dying Light no pierde el tiempo en introducir al jugador en la acción, proponiendo un despliegue en paracaídas del personaje protagonista, un agente enviado al centro de la movida para recuperar la que debería ser la solución alternativa a una cuarentena indefinida o la esterilización nuclear para la ciudad infectada: un antivirus que evite la propagación de la peligrosa infección caníbal. Ni que decir tiene que la misión no dejará de complicarse desde el momento en que se descubra que los principales responsables de la investigación no se encuentran, precisamente, en el lugar más seguro de la ciudad…
Es cierto que la trama del juego suena a trillada, pero es el desarrollo de la misma lo que la hace interesante, como esa peli de zombis que hemos visto mil veces pero que es impresionante por la acción y el desarrollo de los sucesos. Dying Light es, argumentalmente, como el remake de 2007 de El Amanecer De Los Muertos, nada nuevo en sí mismo, pero seguro que lo mejor en su género. Eso sí, puedo resaltar que cuenta con una buena serie de interesantes personajes secundarios, la mayoría mucho más mejores que el protagonista, y entre los que destaca mi favorito, Jade Ademar.
Esta chica no toma en la historia el típico papel de interés romántico ni mucho menos, a pesar de ser la persona responsable de salvarle la vida al jugador al inicio. No tardamos en descubrir que, aunque no quiere ejercer el papel de líder, es una de las personas que más hacen por los supervivientes hacinados en uno de los edificios de Harran, la ciudad donde ocurre todo. Pero es mucho más que eso, antes del desastre era el orgullo local como campeona internacional de kickboxing y su papel en la trama es siempre el de una verdadera protagonista, hasta el punto de que la veremos tomar el mando y darnos órdenes en varias ocasiones, y hasta seremos testigos de cómo reparte hostias contra algunos enemigos.
Dying Light se dirige de forma cada vez más intensa hacia su incierto final, que recuerda mucho al de algunos clásicos del cine de zombis, y para ello nos hace recorrer los rincones más oscuros y peligrosos de Harran, poniéndonos en toda clase de situaciones: enfrentamiento contra hordas de zombis a plena luz del día, persecuciones de peligrosas criaturas a toda velocidad durante la noche, peleas y tiroteos contra otros supervivientes, enfrentamiento contra infectados especiales que hacen las veces de enemigos finales en ciertas zonas, y hasta el recorrido inquietante o tenso de alcantarillados, túneles o edificios en penumbras, llenos de resistentes zombis o frenéticos infectados que corren que se las pelan.
Como importante novedad respecto a Dead Island, Dying Light integra un ciclo dinámico de día y noche, que sirve para hacer que las escaramuzas nocturnas sean mucho más interesantes. Sobre todo, por la aparición de un nuevo tipo de enemigo, unas criaturas prácticamente invulnerables y muy peligrosas cuando se juntan más de una, que persiguen al jugador de manera incansable hasta que lo pierden de vista durante algunos segundos. Pero también el resto de criaturas se vuelven más feroces y activas, incluidos los atrofiados zombis. Este nuevo elemento sirve también para hacer que los puntos de experiencia se multipliquen por dos al seguir jugando, lo que permite al valiente conseguir más rápidamente muchas interesantes habilidades.
Esta es otra cosa que me ha encantado de Dying Light, que pese a su realismo en la historia y en el aspecto gráfico, sigue siendo consciente de ser un videojuego y recompensa al jugador con habilidades de movimiento y combate centradas puramente en la acción y en el pragmatismo jugable, en ser realmente útiles para avanzar en el juego, manteniendo, si es que no aumentando, el nivel de diversión. Una de las habilidades más cojonudas, por ejemplo, es la inclusión de un garfio que, para mí, está inspirado directamente en el de la saga de sigilo Tenchu, donde los ninjas usaban el mismo tipo de artilugio para subirse “volando” toda velocidad a los tejados y evitar así ser vistos. En Dying Light, este garfio tiene por finalidad hacer más fácil y rápido el movimiento por la ciudad, y pudiera parecer que va contra su estilo jugable, pero nada más lejos. La progresión paulatina de alcance y capacidad de uso de este garfio hace que tengamos que acostumbrarnos a utilizarlo solo cuando es realmente necesario y a coordinar las carreras y saltos y a prever en qué momento utilizarlo para hacer efectiva una huída o para llegar a tiempo a ciertos sitios. Para cuando la experiencia de nuestro personaje nos permite usar el garfio tanto y tan lejos que prácticamente es un nuevo medio de transporte, habremos apreciado tanto la carrera por las calles de Harran que apenas lo utilizaremos, salvo para hacer auténticas virguerías contra el reloj en algunas de las misiones secundarias…
Pero este es solo un ejemplo, el más representativo, de las habilidades útiles y tremendamente divertidas que podemos adquirir en el juego. Está de más explicarlas, cuando lo que quiero es que cualquiera que lea esto se decida a quedarse con este juego, pero cada uno de los tres tipos de habilidades incluyen capacidades nuevas de movimiento para correr y para combatir a los muertos vivientes de muchas maneras, proporcionando una libertad total en el estilo de juego que uno quiera desempeñar.
Los escenarios de Dying Light, como en Dead Island, son tan protagonistas como todo lo demás. Por eso creo que amo este juego, porque cada cosa que lo compone es buena por sí sola, pero ha sido diseñada como parte de un todo, y esta es la manera en que de verdad se erigen las obras maestras, no hay ninguna duda. Aparte de estar llenos de detalles a un nivel casi psicopático (ya sé que los gráficos siempre seguirán mejorándose, pero cuando tenemos este nivel, ¿es realmente deseable más?), están diseñados para ser desafiantes e interesantes durante el descubrimiento de cada una de las zonas de esta compleja ciudad. Recorremos zonas ricas de apartamentos y urbanizaciones, partes de chabolas, zonas turísticas, algunas partes totalmente devastadas por la lucha furiosa contra las oleadas de infectados y una compleja, laberíntica, zona del barrio antiguo de la ciudad, tan abrumadora en detalles y rincones que para cuando llegamos a ella casi parece que tengamos un juego nuevo entero para explorar. Allí se sucederán toda una nueva variedad de misiones de la historia y secundarias, y es donde la noche se volverá aún más peligrosa con enemigos más poderosos y huidas más difíciles. En esta abarrotada y en ocasiones claustrofóbica zona podremos desarrollar como nunca las habilidades de movimiento que habremos ido adquiriendo a lo largo de la anterior mitad del juego.
Sin ganas, como siempre, de despacharos nada del argumento, es momento de recomendaros que os dejéis atrapar por este juego, uno de los pocos en el abarrotado catálogo de los de mundo abierto que puedo considerar realmente valioso como auténtico juego: divertido como ninguno al moverte por el mapa, rejugable y siempre espectacular, tanto si te va el paisajismo virtual como el espectáculo de las hostias, las balas o el fuego y las explosiones haciendo migas a todo tipo de enemigos.
Como anexo a este juego principal se encuentra lo que podemos considerar una auténtica continuación lineal del argumento del juego, llamado adecuadamente “The Following” (literalmente, “Lo que sigue”). Lo he jugado también después de adquirirlo en una oferta de solo 8 euros y vale la pena por su extensión, y quizá también por el enfoque distinto que le da al juego. Es más de lo mismo, eso que quede claro, y quizá no es imprescindible en un juego que, repito, por sí solo es infinitamente rejugable y perfecto, hasta en el final de su argumento (quizá algunos no estén de acuerdo, pero cualquier aficionado al cine de zombis lo comprenderá).
Lo más llamativo de “The Following” es que, en su nuevo mapa de juego, situado a las afueras, en un entorno rural, nos moveremos utilizando un buggy, imprescindible para recorrer las grandes extensiones, tan llenas de peligros como en el juego principal. Esta zona, que prescinde de edificios en su mayor parte (salvo por un reducido barrio parte de la ciudad, al sur del mapa) está llena de carreteras de asfalto y tierra por las que hacer el cabra con el rápido y divertido vehículo, que, aunque en sí mismo es un arma al circular a toda velocidad, nos deja bastante expuestos a los ataques zombis si nos detenemos lo más mínimo cerca de ellos o nos empeñamos en avanzar con las averías a cuestas, pudiendo apenas alcanzar una velocidad máxima segura con la que evitar a los rápidos infectados, que corren que se las pelan.
Para esta parte del juego tenemos dos opciones, acarrear la experiencia acumulada en el juego principal o empezar de cero, pero elijamos lo que elijamos no será fácil. Se suman nuevos enemigos a los que ya existían: una especie de super tocho zombis, aún más resistentes que los más grandes del juego principal, y unos monstruosos coléricos (los hambrientos monstruos que solo salen de noche) de brillantes ojos verdes, todavía más rápidos y fuertes que los originales… que también andan por ahí.
El argumento en esta acertada expansión avanza sobre la esperanza de que exista la elaboración de un remedio natural para conseguir la inmunidad para las personas que aún viven en la ciudad de Harran, que sigue cerrada para una cuarentena que parece indefinida. El protagonista, como siempre, tendrá que hacerse de confianza desempeñando una serie de misiones.
En esta ocasión se añade al menú de experiencia, además de los árboles de habilidades relacionados con las mejoras del coche y su conducción, una barra de confianza por parte de la secta que, supuestamente, controla el remedio natural anti zombi. Sin embargo, debo confesar que no entendí mucho su utilidad, pues tuve la impresión de que no servía como valor para decidir si podía avanzar o no en el juego de una u otra manera, como pasa con los registros de moral o confianza de otros juegos. En esta expansión es muy simple: o haces los trabajos para la secta (misiones de la historia) o te quedas estancado a tu aire, haciendo misiones secundarias y explorando, como pasaría en el modo principal. Supongo que se incluyó para dar al jugador una sensación de urgencia a la hora de acercarse a los miembros y entresijos de la secta, pero creo que no era necesario. Al parecer la expansión tiene dos finales distintos según una dramática decisión final, pero solo he tenido tiempo de ver uno… y no es mi rollo el desvelarlo.
En definitiva, Dying Light, con expansión o sin ella, es uno de esos juegos de los que enamorarse durante meses y meses y al que volver con recurrencia una y otra vez. Uno por el que vale la pena olvidarse de tendencias y de las necesidades de jugar a lo último que se crean tan artificialmente por empresas y Youtubers afines, y que nos recuerda que, a pesar de tratarse de productos que vender, los videojuegos se pueden (deben, si de veras le gustan a uno) disfrutar como obras de arte únicas que, por sus características de interacción, pueden integrarse con nuestra forma de ser como pocas otras cosas creadas por el ser humano.