27 julio, 2024

El espíritu del pueblo

Desde lo alto de un pedestal observo sobrecogido a la multitud ingente, escucho sus universales cánticos estremeciendo el mundo que ruge enfurecido por el clamor popular.

Desde lo alto de un pedestal, con mi mirada puesta en el infinito inconmensurable de la humanidad, imbuido por un éxtasis emergente de todos los corazones unidos por el mismo fin último.

Desde lo alto de un pedestal, creyendo que el mundo está bajo mis pies, ignorando la grandeza de los que no hacen acto de presencia.

Desde lo alto de un pedestal, sin diferenciar el tú del yo, el nosotros se ha convertido en un todo contra el resto de la humanidad.

Desde lo alto de un pedestal… pasé, en milésimas de segundos, a lo más bajo de la condición humana.

Y la vorágine de la multitud arrasó con mi cuerpo, con mi alma y con los mitos de nuestro mundo en su estampida siniestra para conquistar “lo más alto del pedestal”.

 

Benito

Siempre me quisieron —allí donde estuve—, por mi alto compromiso, mi constancia en el trabajo, mi manera completamente aprehensiva de tomar los más nimios acontecimientos. Fui pues, un buen director de periódico. Valorado por mi partido. El bien común ha sido mi prioridad por encima de cualquier otra consideración durante toda mi vida. Sin embargo, los compromisos con la patria no son del agrado de los pusilánimes pues dejan que los vientos pasen por su lado sin acogerse al huracán de la historia. Y la nuestra, la mía, sería una Historia con mayúsculas.

Aquella tarde, en la redacción, a solas, completamente abstraído, con mi conciencia hipertrofiada por la gran cantidad de información relacionada con La Gran Guerra, sentía cómo el cansancio se apoderaba de mi mente. Mi cuerpo pedía urgentemente que me alejara de la máquina de escribir. El editorial podía ser escrito una hora o dos más tarde. Todo estaba preparado. Iba a contravenir la línea de pensamiento débil que hasta este momento todos los directivos del periódico habían mantenido, en otra muy distinta: el pensamiento del Hombre Fuerte, del Hombre Nuevo. Mi tiempo se acercaba.

Siempre sentí por el ambiente hostil de la redacción que yo estaba muy poco valorado en aquél cubículo infecto de “bien pensantes” mediocres.

Los hombres que hacen historia son los que rompen convenciones, los que crean a su alrededor una convulsión en las conciencias y en la forma de sentir el mundo.

Así pues, la consecuencia del editorial que ese día saldría a la luz, de buena mañana, en Avanti!, mi periódico, sería a un mismo tiempo mi despedida del mismo y mi comienzo en el mundo. Sería mi principio y mi fin. Sería mi comienzo y el primer paso hacia mi muerte.

Las tinieblas envolvían la estancia, lóbrega ya de por sí. Entre ensoñaciones y pensamientos, más o menos racionales, me debatía contra el sueño. Me resistía a dormir. Y en esta lucha conmigo mismo estaba enzarzado cuando, en una esquina del despacho, observé cómo se formaba una sombra negra. Una especie de mancha en el aire más densa que una nube. Aquel agujero del espacio, aquel nimbo de la muerte me asustó y me espabiló lo suficiente como para encajar con mi índice, sobre mis narices, las gafas que me permitieron discernir su realidad.

Pero no se modificó aquella distorsionada visión por la mejora de mi agudeza visual. Más al contrario, su deformidad era mayor en cada mirada. Tuve pues que alzarme de mi sillón de ejecutivo. Acercarme sigilosamente. La negra nube hizo sus veces: se acercaba, suspendida en el aire. Mi pensamiento racional me impedía creer que estaba despierto. Miré a mi alrededor. ¿Qué mierda estaba pasando? Me toqué la cara, junté y separé las manos, volví hacia la mesa y pegué un golpe fortísimo sobre la misma. Aquel humo compacto no se diluía, no surgía de ningún lugar, simplemente estaba observándome. Me acechaba y analizaba, yo lo sentía así.

Sin saber qué decir o qué hacer, me dirigí a “esa cosa” informe:

— ¿Qué es lo que quieres de mí? —dije un tanto contrariado por la estúpida pérdida de mi tiempo con aquella masa indefinida.

—¡Benito! —respondió aquello, con una voz múltiple y profunda—, ¿cuándo vas a decidirte?

— ¿Qué eres, y por qué vienes a buscarme? —se me ocurrió contestar, casi sin pensar lo que le decía.

—Debes ponerte a mi servicio. Tú debes guiar mis pasos. Soy la simple forma amorfa de lo que seré. Subsisto atrofiada, pero gracias a ti dominaré el mundo —contestó entre susurros dispares, que se unían en una sola y única voz, al finalizar las frases.

— ¿Qué quieres decir? —pregunté abrumado, aunque aquel engendro decía palabras a las que yo daba un significado muy concreto y especial ¡Por fin alguien se dirigía a mí de la manera en la que yo creía merecer!

— ¡Haz ese editorial! No temas. Ponles entre la espada y la pared. Tú no eres un hombre cualquiera, y lo sabes. Tú eres el gran hombre que tu patria estaba esperando desde hace decenios —contestó la bestia oscura.

—Así será, pero debo saber tu nombre, ¿a quién sirvo? —aquel ser, ni siquiera contestaba a mis preguntas. Iba por libre y ejercía un potente influjo sobre mí.

— ¡Sin prisas! —Y ordenó— ¡Deberás seguir mis instrucciones! ¡Volveré a verte, pero ya no en este antro de cobardes y timoratos! —me contestó en una especie de aullido.

— ¡Nada ni nadie, me da miedo! ¡A nada ni a nadie, le debo servicio ninguno! ¿Qué recibo a cambio, entonces? —le dije con voz potente y rotunda, para darle forma de negocio serio.

Pero aquel “ente”, sin contestar, se diluyó en el espacio dejando un poso de pesadumbre en mi corazón. En verdad, mi temperamento no era proclive a la obediencia servil, como lo es el ánimo de los hombres débiles, y nunca aceptaba órdenes de nadie. Pero sabía, dentro de mí, que aquel “Ser” se me presentaría en más ocasiones. Reconocía su influjo. Aquella bestia se apoderaría de mí. Pero quise adelantarme a su jugada, escribiendo como un poseso. En unos cuarenta y cinco minutos tenía listo mi revolucionario editorial. Después, si esa “cosa” se me aparecía de nuevo, la subyugaría, mi capacidad dialéctica me ayudaría en esa tarea.

En aquel momento desconocía lo que aquella voluntad feroz era capaz de hacer, ya que era un espíritu infinito.

Pero yo era un espíritu libre, y me propuse dominar a ese espíritu oscuro aparecido de la nada. Todo el poder del engendro negro pasaría a formar parte de mi voluntad. Entonces el país caería rendido ante mis pies.

Pasé la noche en vela. No pensaba en absoluto en el Periódico, en las consecuencias que aquel editorial demoledor tendría para mi partido, más bien intentaba hilvanar un argumento que pudiera situarme por encima de aquel espíritu o voluntad pura, que vendría con toda seguridad a visitarme en adelante, para subyugarme. No se lo iba a poner fácil. No era alguien al que se puedía domesticar. Yo siempre llevaba la fusta.

Tampoco pensé en un posible origen psicógeno de la presencia. Era un hombre cuerdo, no creyente en las fuerzas espirituales que envuelven el mundo para otros. No creía en seres sobrenaturales, esos que se supone que influyen en los hombres. Nunca me había topado con uno de ellos pero conocía las leyendas arcanas en las que los grandes hombres eran visitados por estos seres para anunciarles su misión en la vida. Y yo, sabía que era un momento crucial en mi vida. Era mi momento. Mi intuición me imponía esta creencia.

La tirada del periódico fue extraordinaria, a la par que desconcertante. El Comité Central del Partido me llamó inmediatamente. Debía rectificar o largarme.

Mis improperios contra aquellas alimañas decimonónicas debieron escucharse en todo Milán. Yo, no consentiría jamás un trato vejatorio de aquellos imbéciles morales, a los que despreciaba desde hacía mucho tiempo. Me largué con el propósito de iniciar mi anhelada nueva vida. Debía esperar, sin embargo, la deseada visita del espíritu que me guiaría en adelante.

Esa misma noche, a solas, (sin aceptar que ningún amigo me consolase por el supuesto descalabro que había sufrido en el día de autos), me metí en casa. Miraba ansioso las paredes pues mi intuición me decía que desde alguna de ellas debía reaparecer aquella masa informe que tanta afectación había causado en mi alma. Repasé con mis manos los centímetros de los muros del salón, de mi habitación… pero ¡nada! Cansado y abatido, algo desolado, pensé en descansar. No había dormido en más de 30 horas. Mi excitación y estado de alerta me lo habían impedido por completo.

Tirado como un verdadero cafre en un sofá de dos plazas (regalo de un amigo artista que amaba decorar las casas de los demás, y al cual yo despreciaba pero soportaba por el hecho de ser el hermano de una bella mujer, que me había hechizado con sus suaves ojos de gata), tendido en aquel sillón de diseño, con tapizado basado en líneas zigzagueantes blancas y negras que me mareaban hasta el vómito, cerré los ojos. Apagué la luz.

Creí dormirme cuando un zumbido potente en mis oídos me despertó súbitamente. La oscuridad no permitía discernir absolutamente ningún cuerpo. Pero aquella vibración parecía provenir de un gran panal de laboriosas abejas o de rabiosas avispas. Me levanté poco a poco, mi sangre se había congelado. Un frío intenso ocupaba el salón, entumecía mis extremidades y articulaciones haciendo de esta maniobra un pesado ejercicio que me hizo pensar en mí mismo como si fuera un viejo buey derrotado. Varias voces emitían sus dispares timbres al unísono, y comenzaron a hablarme a cierta distancia. Podía percibir que aquella cosa, que había vuelto a por mí, se acercaba poco a poco, como temiendo el momento final del impacto:

 — ¿A qué vienes a buscarme de nuevo?, ¿qué quieres de mí? —le grité, intentando apartar ese sonido insectívoro que acariciaba mi rostro.

Un olor fétido y nauseabundo emergía de la inmensa y oscura nube amorfa.

— Sabías que vendría —dijo, entre risitas agudas, cuchicheos, susurros y murmullos demoníacos.

—Sí, sabía. Te esperaba. Pero: ¿acaso crees que vas a infundir miedo en mí? Ha, ha, ha, ha, ha… —proseguí—. No temo a nada ni a nadie, ni al mismísimo diablo si se presentara ante mí.

— Lo sabemos —contestaron las múltiples voces—, esa es la razón por la que has sido elegido de entre todos los hombres, porque careces de miedo y sobrevaloras la moral y la ética. Serás capaz de sacrificarlo todo y a todos, por la Idea y por el Hombre Nuevo.

—¡Sí, claro que soy capaz! Solamente pongo una condición: yo llevaré las riendas de mi vida. Yo decidiré, el cómo, el cuándo y nunca pondréis en duda mis capacidades, ni mis decisiones. ¡Voluntad amorfa, horror de este mundo! —Le grité armado de valor— ¡No habrá trato sin estas premisas!

—Nos complace que, además, tengas esa personalidad de roble, ese carisma…

— ¡Nada de adulaciones, monstruo del infierno! Quiero saber las condiciones. Sé que vas a permitirme llegar a lo más alto, pero: ¿a cambio de qué? —me agobiaba que aquello fuera una trampa infernal, no podía permitirme salir de un Partido, en el que se me ninguneaba, para acabar víctima de un espíritu indefinido.

—Es demasiado pronto para que te lo pueda desvelar, sin embargo, te daré una pista:

“CUANDO ÉL VENGA,  SERÁS SU FIEL SIERVO”

— ¡No acepto, entonces! ¡No seré jamás lacayo de nadie! —Le repliqué indiferente y como dando por terminada aquella conversación.

—Bien, como eres el hombre nuevo, tú mandas,—silencio ensordecedor, y repentinamente—  “o eso crees”… —rieron las voces vibrando y alejándose, retrotrayéndose hacia el fondo oscuro del techo, como para tomar impulso.

Sin esperarlo, aquella masa negra y apestosa se dirigió velozmente hacia mi cabeza. Me envolvió completamente el cráneo y me penetró por oídos, boca y nariz. Yo intentaba apartar aquel plasma informe y gelatinoso, pero era del todo imposible. ¡Me asfixiaba! Los oídos comenzaron a pitarme y un zumbido horrible se introdujo en mis sienes. Una fuerte presión intracraneal instauró un dolor tan agudo y potente dentro de mi cabeza que acabé desmayándome en el suelo. Las voces que surgían de aquella amalgama deforme, se introdujeron en mi mente. Voces que gritaban todo tipo de amenazas, injurias, órdenes y hasta burlas grotescas. Voces de mujeres, hombres y niños, voces indefinidas, sin género, voces mecánicas… Me sumergí en un profundo sueño de años, años en los que soñé que el mundo estaba a mis pies.

Cuando desperté, los golpes me estaban reventando los ojos y las narices. Mis brazos y mis piernas ya estaban rotas y el dolor era tan insoportable que dejé de sentir. Las patadas eran tan fuertes que volví a desmayarme perdiendo la consciencia. Las voces del Espíritu del Pueblo, del espíritu negro, se reían todo el tiempo de mí. Burlas, desprecios, humillaciones y esputos verbales se mezclaban con los golpes.

Después, mienras permanecía colgado por los pies, escuche gritos y clamores de venganza… eran las mismas voces que me hablaron en la redacción del periódico, era el espíritu negro. ¡Estoy seguro! ¡Estoy seguro! ¡Estoy seguro!

FIN

 

 

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