
Dedicado a Miguel Hernández, inspirado en Las desiertas abarcas.
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Tradiciones
La triste mirada de Marcos era la tragedia misma hecha mirada. Pasaba hambre, no tanto sed, pero sí mucha hambre en aquel barrio malditamente pobre. Pero no era esto lo que en su cabecita minúscula pesaba como un yunque. Era otra cosa.
Al levantarse cada mañana de su cama repleta de huesos flacos y barrigas rugientes se preguntaba, ya a su corta edad, por qué tenía que vivir. Y si vivía por qué tenía que ser así.
Los días parecían grises, aunque el Sol rabiara encolerizado con el mundo de aquí abajo. Marcos pensaba que el Sol era el único que verdaderamente se daba cuenta de lo que tenía que sufrir.
No iba al colegio porque su vida era puro deslome en las minas. Escuálido y famélico niño de las minas de cobre. Perdido entre otros mayores o pequeños que ya no parecían humanos. Pasaban como sombras a su lado, sus almas eran negras de tanto sufrir e iban desapareciendo hasta dejar de existir.
Las costillas de su lomo reflaco eran el único agarre para su piel. Su altura era mucho menor que la de un menor de su edad y altura. Pero no era esto lo que en su cabecita minúscula pesaba como un yunque. Era otra cosa.
No había almuerzos, nada de comidas o meriendas, algo de pan y agua al final de la tétrica y delirante jornada de peón. Y la Luna aparecía en el negro tapiz del cielo como la bola de queso más imposible de todo el universo. Marcos hubiera deseado mil veces que el Sol se la hubiera zampado y así, hubiera acabado con su sufrimiento. Pero no era esto lo que en su cabecita minúscula pesaba como un yunque. Era otra cosa.
El dolor en sus piernecitas descarnadas de tanto acarrear las carretas doloridas y chirriantes, como las barrigas de sus hermanos en la noche, era la melodía que acompañaba a sus días. Contaba la cuenta atrás todos los años. Uno tras otro, todos, sin faltar ninguno. Y cada vez que se aproximaba el día, en su pequeña cabeza un hilo débil de esperanza, como solamente los pobres pueden esperar, se arremolinaba en alegres pensamientos de juegos infantiles nunca satisfechos. Pero no era esto lo que en su cabecita minúscula pesaba como un yunque. Era otra cosa.
La triste mirada de Marcos era la tragedia misma hecha mirada. No entendía, no comprendía, no concebía por qué los Reyes Magos de Oriente nunca pasaban, y nunca es nunca, por la puerta de pobres de sus pobres padres.
Y su cabecita minúscula dejó de saber, dejó de esperar. Partió un cinco de enero con una triste y trágica mirada en sus ojos carentes de vida, pero abiertos de par en par. Marcos no pudo llegar a ser un hombre sin esperanza, no pudo vivir en un mundo donde todas esas hermosas tradiciones no contaban con él.
LAS DESIERTAS ABARCAS
Por el cinco de enero,
cada enero ponía
mi calzado cabrero
a la ventana fría.
Y encontraban los días,
que derriban las puertas,
mis abarcas vacías,
mis abarcas desiertas.
Nunca tuve zapatos,
ni trajes, ni palabras:
siempre tuve regatos,
siempre penas y cabras.
Me vistió la pobreza,
me lamió el cuerpo el río,
y del pie a la cabeza
pasto fui del rocío.
Por el cinco de enero,
para el seis, yo quería
que fuera el mundo entero
una juguetería.
Y al andar la alborada
removiendo las huertas,
mis abarcas sin nada,
mis abarcas desiertas.
Ningún rey coronado
tuvo pie, tuvo gana
para ver el calzado
de mi pobre ventana.
Toda gente de trono,
toda gente de botas
se rió con encono
de mis abarcas rotas.
Rabié de llanto, hasta
cubrir de sal mi piel,
por un mundo de pasta
y un mundo de miel.
Por el cinco de enero,
de la majada mía
mi calzado cabrero
a la escarcha salía.
Y hacia el seis, mis miradas
hallaban en sus puertas
mis abarcas heladas,
mis abarcas desiertas.
(Miguel Hernández, 1910-1942)