27 julio, 2024

Cuando Pitazoti hundió sus pies en la cálida arena de la playa volvió su semblante hacia el océano como si deseara abarcar de un vistazo la enorme distancia que el navío de su amo había cubierto para arribar a esta nueva tierra. La flotilla de su señor había zarpado de las costas de un país devastado por las correrías de los antropófagos para aventurarse en las aguas del océano confiando en los buenos augurios que le dispensaron los sacerdotes que iban a bordo.

Ahora, pese a encontrarse pisando la arena de aquel país ignoto, sentía el mismo recelo que le inspiró el viaje desde el momento en el que empezaron a alejarse de las pirámides que configuraban su perdida urbe. Su mente supersticiosa no consideraba que el auspicioso fin del éxodo fuera el principio de una coyuntura favorable, al contrario, suponía que en cualquier momento los acontecimientos volverían a tornarse adversos, como lo eran cuando fueron obligados a emigrar. Y aunque se esforzaba en ocultar su pesimismo ante su amo, si las circunstancias lo obligaban a sincerarse podría aducir que su pueblo estaba marcado por un  destino adverso. De otra manera no podía explicar por qué una urbe tan opulenta había sido arrasada por una hueste de antropófagos, impelidos por una deidad sedienta de sangre. Por eso los augures aconsejaron a su señor que apresurara la construcción de la flotilla que partiría a explorar el mar del sur, de esa manera una fracción seleccionada de su gente tendría la oportunidad de sobrevivir, cuando fuera imposible resistir el empuje de los guerreros antropófagos. Y llegó el terrible día en el que debieron evacuar la ciudad, utilizando los túneles secretos que comunicaban con la bahía donde los esperaban los navíos. Atrás quedaban los soldados que deberían sacrificarse para que las castas superiores tuvieran su oportunidad en otra parte del mundo. Quisieron las deidades que su periplo a través del mar no fuera nefasto, y que pudieran llegar a buen puerto sin lamentar pérdidas atroces.

Para los demás miembros del séquito era razonable suponer que después de aquel viaje tan azaroso les esperaba una era de prosperidad en aquella tierra del sur. Pitazoti era demasiado aprensivo para compartir esta presunción, era un hombre triste, incapaz de solazarse con las breves alegrías que le ofrecía el destino, pues prefería mortificarse con las tribulaciones que había vivido en el pasado para mantener su espíritu vigilante. Durante la singladura se fue habituando a la idea de permanecer callado para no perturbar el ánimo de los remeros de la nao, ni siquiera cuando algunas naves del convoy perdieron el rumbo durante una tormenta se atrevió a decir algo. E hizo bien pues las dificultades lograron superarse, además si hubiera dicho algo lo habrían arrojado al mar sin mayores contemplaciones. De todos modos no valía la pena enturbiar el buen ánimo de su señor ante la navegación tan feliz que se le presentaba, y el no era nadie para llenarlo de pesar hablándole de las visiones que sus dioses le enviaban para mostrarle el caótico festín que las fieras tropicales habían hecho con los insepultos cadáveres de los hombres que cayeron en la lucha y no fueron llevados a la pirámide de los sacrificios. También se abstenía de decir algo sobre los terribles alaridos de los prisioneros  a quienes los sacerdotes abrían el pecho para extraerles el corazón, para exhibirlo ante el dios que había determinado el exterminio de su pueblo.

No obstante había llegado el momento en el que sus deberes oficiales le inducían a dejar de lado sus sombrías cavilaciones para obedecer los requerimientos de su amo. Así, cuando la litera del Gran Señor dejó la nao para dirigirse hacia la orilla sobre los hombros de sus porteadores, Pitazoti elevó hacia el firmamento la enhiesta bocina de su enorme corneta y empezó a soplar como si deseara ensordecer al cielo con su estruendosa melodía. De pronto, todos los miembros del séquito se sintieron invadidos por el entusiasmo que dominaba al soberano. La melodía de Pitazoti había obrado el portentoso efecto de apuntalar el ánimo de los cortesanos y la poca plebe que los acompañaba.

Mientras tanto la litera de su amo se desplazaba grácilmente sobre la arena mojada de la orilla, sostenida por el vigor de aquellos fuertes lacayos. La escena era majestuosa, parecía significar un nuevo comienzo después del infausto episodio que los había obligado a dejarlo todo atrás. Para no ser menos que su señor, el séquito de cortesanos se atavió con su indumentaria más lujosa para refrendar la toma de posesión de aquella fracción del país, recorriendo la purpúrea vereda que Fengaside había trazado sobre la arena.

De este modo y antes de que el sol se pusiera, el desembarco concluyó y aquel pueblo de exiliados se alejó de la orilla e inició su marcha a través de los médanos. Iban tierra adentro, y se guiaban sirviéndose del vuelo de los pájaros que buscaban alimento en el interior del país. Después de unos días de viaje se encontraron en una región en la que el desierto era sustituido por un feraz oasis en el cual  decidieron hacer un alto. Después de plantar sus tiendas, el Gran Señor reunió a sus cortesanos y les encomendó la tarea de explorar la tierra exhaustivamente para hallar el lugar idóneo donde establecerse. Y cada uno de ellos partió tomando diferentes rumbos.

Cuando Pitazoti se encontró en tierra extraña advirtió que los parajes que le había tocado explorar parecían encontrarse despoblados. Por lo visto. en aquel lugar la vida había permanecido ausente desde el principio de los tiempos, sin embargo, pese a la evidencia, lo que observaba no parecía lógico. Si los dioses habían creado el mundo, lo hicieron para que el hombre imperase sobre él; ahora, si existía una comarca carente de presencia humana, eso podría significar que la potencia creadora del dios local no había afectado a esta zona en concreto debido a un conflicto con otra deidad cercana. Después de cerciorarse de que se encontraba en una tierra totalmente vacía, considero necesario retornar para informar a su señor. Cómo sabía que el ánimo de su amo era favorable a establecerse y poblar la tierra confiaba en que su relato sobre la extraña condición de aquellos parajes conseguiría desalentar el proyecto colonizador del Gran Señor. Obviamente tendrían que marcharse de aquella región y buscar un país que contase con los recursos suficientes para sostener a una población en ciernes.

Se encontraba pensando en lo que iba a decir cuando el paisaje se tornó amenazante. Las nubes se aglomeraron sobre el cielo ocultando al sol de golpe, y todo lo que estaba bajo su influjo adquirió un aspecto que despertó el miedo en su corazón. Parecía como si una voluntad suprema hubiese determinado de manera inexorable que las sombras reinasen sobre el mundo. Al rato, una sensación de gelidez empezó a difundirse, y su cuerpo semidesnudo acusó de inmediato el golpe del frío .El pesado silencio que imperaba en el ambiente se disipó y un silbido ululante y perturbador se hizo notar en medio del paisaje que poco a poco se iba cubriendo de niebla. Esa alteración de los elementos hizo presumir en el cornetero que el poder del dios local se había despertado bruscamente. Entonces escuchó un rugido que le indujo a buscar refugio entre unos arbustos que había cerca de allí. Paulatinamente, aquel rugido se fue haciendo más unánime y no pasó mucho tiempo antes de que reanimase toda la vida latente en aquel paraje del valle. Con cierta aprensión, Pitazoti asomó su cabeza sobre los arbustos y contempló una tierra poblada de seres de aspecto fiero y extraordinario que empezaban a aproximarse atraídos por las feromonas de aquel bípedo asustado. Pitazoti se incorporó de un salto y echó a correr con los cuadrúpedos pisándole los talones. Poseído por el pánico, desenrolló la honda que llevaba en torno a la cintura para hacer frente a las bestias que le perseguían. Se detuvo a sabiendas del riesgo que corría y metió la mano dentro del morral que colgaba de su hombro para sacar una piedra bastante gruesa, que colocó entre las tiras de su honda e hizo girar para dotarla del impulso necesario antes de arrojarla contra la bestia que encabezaba la jauría. La piedra impactó en el rostro del animal convirtiendo uno de sus ojos en una espesa pulpa sanguinolenta, la fiera emitió un rugido de dolor y dejó de correr. Casi al instante sus congéneres imitaron su ejemplo y se olvidaron la persecución del bípedo. Ahora se presentaba un conflicto de jerarquías entre ellos, el jefe estaba herido y eso significaba que había dejado de ser el más fuerte. Los más jóvenes aprovecharon la situación para rematarlo a dentelladas y disputarse entre sí la supremacía sobre los demás.

Pitazoti no perdió tiempo contemplando aquella lucha y se alejó lo más rápido que pudo de un lugar que se presentaba peligroso. Sin embargo, un sonido sibilante detuvo sus pasos obligándole a prestar atención. La melodía era tan dulce que se sentía incapaz de sustraerse a su influencia y se dejó llevar por ella. Así se fue apartando de los parajes que había explorado para adentrarse en una zona absolutamente desconocida. Lo peor de todo era que no podía evitarlo, pues el miedo ya no le servía de freno. No pudo decir cuánto tiempo anduvo sometido al influjo de aquella música, pues prácticamente no era dueño de su voluntad. Solo tuvo consciencia de dónde estaba cuando perdió el equilibrio y cayó de bruces sobre el polvo. Tenía la impresión de que alguien lo había empujado, pero no podía demostrarlo pues no recordaba nada anterior a su caída. En ese momento, para proteger su rostro del inminente impacto, extendió sus brazos como una pantalla protectora, sin embargo su asombro fue mayúsculo cuando en vez de toparse con una eclosión de piedras y polvo hizo contacto con una superficie vertical, rígida como una pared. Sorprendido por su hallazgo, Pitazoti palpó muchas veces aquella superficie impermeable y consiguió, a costa de mucha paciencia, despojarla del camuflaje que la cubría. De esta manera dejó al descubierto el material translúcido que había detrás de las piedras. A continuación reptó hacia el panel  y aplicó su ojo derecho sobre el área que había quedado despejada, y pudo contemplar qué había detrás.

Alguien se encontraba allí, pero era evidente que no pertenecía a su propio pueblo, su indumentaria así lo indicaba. Era un hombre no demasiado viejo y de semblante adusto, vestido íntegramente con un ropaje de color azul. Sus manos estaban cubiertas por un tejido blanquecino que se adaptaba perfectamente a ellas confiriéndoles un aspecto solemne. El hombre se encontraba frente a un objeto de forma rectangular que refulgía ante su rostro como si fuera una pequeña estrella, y sus dedos manipulaban una serie de rectángulos que brillaban de forma  intermitente si eran tocados, sin embargo lo más insólito de su aspecto era el color de su piel. Aquel ser tenía la piel completamente gris. En ese momento Pitazoti tuvo la intuición de que aquel hombre no había nacido en el mundo de los hombres.

De pronto, el uniformado se incorporó de su butaca de un salto, al parecer algo le había informado sobre la presencia de un ser extraño al otro lado del panel. Dio media vuelta y desenfundó un objeto anguloso que seguramente era un arma por el modo en el que lo blandió, mientras escudriñaba detenidamente la superficie del panel. Pitazoti era consciente del peligro en el cual se encontraba si aquel ser de piel gris continuaba husmeando, debido a eso decidió alejarse sigilosamente de la posición que había ocupado para irse corriendo a cualquier parte, pero no pudo hacerlo pues la música que antes había atrapado su voluntad volvió a hacerse audible y consiguió detenerlo sin que él pudiera hacer nada para evitarlo.

Aterrado e inmóvil, contempló la aparición del intérprete de aquella poderosa melodía. Se trataba, evidentemente, de un camarada del hombre que estaba al otro lado. Lo sabía porque bestia de una manera análoga, y tenían el mismo color de piel, pero este individuo era mucho más joven y usaba una copiosa melena que le daba un aspecto menos formal. En su mano derecha llevaba un delgado tubo metálico con una serie de agujeros que horadaban su superficie. Pitazoti supuso que aquel era el instrumento del cual provenía el sonido inmovilizador.

El hombre gris de aspecto más joven se acercó a él  y cuando pudo verle el rostro esbozó una amplia sonrisa de satisfacción. Había hecho un buen trabajo, y lo sabía. Aquel ejemplar dominado constituía la mejor prueba de la eficacia del emisor de ultrasonidos que estaba usando. En ese instante el panel que servía de barrera entre aquellos sectores de la nave se hizo permeable dando paso al ser que estaba al otro lado. Apenas lo vio, el hombre más joven se cuadró ante él juntando las botas para producir un curioso ruido que sonó como un latigazo, mientras elevaba el brazo derecho a guisa de saludo.

—Al parecer tu dispositivo de control funciona muy bien Joram —dijo el recién llegado—, de no ser por tu iniciativa, muchos ejemplares como este podrían constituirse en un problema debido a su natural curiosidad.

—Gracias, Excelencia —replicó el aludido—. Advertí la falta de vigilancia del sector y me animé a actuar para superar esa deficiencia.

—Tienes razón, la nave es demasiado grande y se han presentado problemas de navegación. Nuestro personal no se da tiempo para controlarlo todo, y menos aún para vigilar lo que hacen estos individuos en su parte de la nave. Afortunadamente, tu invento se está demostrando eficaz a la hora de controlar las intrusiones, aunque a veces me vea tentado de emplear la violencia —dijo señalando la pistola térmica que todavía empuñaba.

—Comprendo su perspectiva Excelencia, pero debemos evitar interferir con ellos, recuerde que son muestras de gran valor para la ciencia de nuestro mundo.

—Sí, sí, conozco las directrices de sobra. No debemos interferir directamente, nuestra acción debe ser sumamente sutil, de esa manera pueden prosperar las explicaciones sobrenaturales que alimentan los mitos que queremos estudiar.

—Exacto, nuestro deber es trasladar estas muestras del tercer planeta del sistema solar hacia a nuestro mundo. Recuerde que la Nube Menor de Magallanes se encuentra cerca.

El comandante de la nave emitió un suspiro de satisfacción imaginando los placeres que le esperaban en su planeta, pero rápidamente regresó a la realidad y le dijo a su subordinado.

—Llama a un aeromóvil y traslada al prófugo a su zona de origen. Los antropófagos se encargaran de él.

—Se hará como ordene, Excelencia —respondió Joram.

Pitazoti despertó tendido sobre la piedra de los sacrificios, se encontraba asido por cinco  fornidos sacerdotes que cogian su cabeza y cada extremidad de su cuerpo para impedirle cualquier movimiento. Pero la visión del poste de los decapitados, que se alzaba frente al ara sacrificial, le inducía a resistir pese a la ineficacia de sus esfuerzos. El sacerdote se acercaba blandiendo un enorme cuchillo de pedernal que consumaría el sacrificio. Era el momento de intentar influir en la mente de aquel energúmeno de largos cabellos diciéndole que los dioses a los cuales servía eran falsos.

—No tienes por qué matarme. No existe ningún dios sediento de sangre que exija mi muerte para que este mundo continué funcionando. Son hombres como nosotros los que controlan todo lo que parece ser obra de los dioses.

—Silencio, infiel —bramó uno de los esbirros que lo sujetaba, a la vez que le propinaba un par de bofetadas para amedrentarlo, sin embargo Pitazoti no se calló, y continuó vociferando cubriendo de insultos al sacerdote.

—Creo que tendré que amputarte la lengua antes de abrirte el pecho y extraer tu corazón, miserable —le espetó el sacerdote mientras uno de sus esbirros le obligaba a mantener la boca abierta para proceder a ejecutar la anunciada amenaza.

En ese momento la melodía que Pitazoti ya conocía volvió a oírse, inmovilizando a todos los que se encontraban a su alrededor. El sacerdote y sus esbirros se convirtieron en unas patéticas figuras de carne que evidenciaba escasa inteligencia en sus rostros petrificados.

Joram penetró en el recinto del sacrificio y contempló su obra satisfecho. La nueva versión del emisor funcionaba perfectamente sin afectar a quien deseaba salvar. Luego se encaminó hacia el ara donde Pitazoti iba a ser inmolado, y extrajo su pistola térmica. Con un gesto de su cabeza le indico al cornetero que se alejara, y este obedeció sin hacérselo repetir.

La pistola térmica escupió un haz de fuego que envolvió en sus llamas a las cinco figuras inmóviles que se encontraban en torno al ara. En el acto aquellos seres se convirtieron en teas humanas, desprendiendo un macabro olor a carne chamuscada que inducía a taparse las narices.

Pitazoti temió correr una suerte semejante cuando vio que Joram se estaba aproximando. Tal vez había cambiado de idea respecto a él y pretendiera incinerarlo para eliminar al único testigo del crimen que acababa de cometer. En cualquier caso no confiaba en él pese a haberlo salvado, sin embargo su asombro no tuvo límites cuando contemplo la extraordinaria metamorfosis que se operó sobre Joram. Una luz cegadora y radiante cubrió al magalláneo hasta tornarlo borroso, luego su intensidad menguó dejando ver a un ser de apariencia humanoide, aunque tuviera el rostro velado por una especie de película luminosa. Instintivamente Pitazoti se cubrió el rostro cegado por el resplandor y Joram se dirigió a él hablándole en su propio idioma.

—No temas Pitazoti, no pretendo hacerte daño.

— Dime qué clase de ser eres tú —preguntó el aludido—, ¿acaso eres una especie de dios?

—No soy un dios, simplemente poseo la facultad del polimorfismo.

—No entiendo.

—Quiero decir que los seres de mi especie pueden cambiar su aspecto físico si así lo desean. Nos sirve para protegernos de nuestros enemigos. Los humanos como tú carecen de esa facultad y por eso comprendo tu temor. Pero eso no importa ahora. Tanto ustedes como yo fuimos capturados por los secuaces del amo de esta nave. Me tomó un poco de tiempo aprender el idioma y las costumbres de los magalláneos, y una pizca de paciencia evadirme de mi propia zona, pero conseguí hacerlo y poner en práctica mi plan. Elimine al llamado Joram y lo suplante, mientras ganaba la confianza del amo que puso a mi alcance los medios para desarrollar el emisor, luego conseguí fabricar muchas copias que repartir entre los cautivos más receptivos. Los hemos empleado contra los magalláneos, y ahora somos los dueños de la nave.

—Y ahora qué pasará —le preguntó Pitazoti, tan azorado como si acabara de despertar de un sueño extraordinario.

—Terrícola, yo sé navegar en el espacio, y  pondré esta nave en curso hacia tu planeta. Ahora tu pueblo, y el resto de las etnias cautivas, podrán vivir una existencia real en su propio mundo.

Chiclayo, Abril de 2004— 3 de junio de 2007.

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