“Dedicado a todos los hijos de Satanás, a los poderosos que nos mienten y nos asesinan cuando no pueden callarnos”. María Larralde
18 de marzo de 1314.
Pater noster, qui es in caelis:
sanctificetur Nomen Tuum;
adveniat Regnum Tuum;
fiat voluntas Tua,
sicut in caelo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris;
et ne nos inducas in tentationem;
sed libera nos a Malo.
Su oración era como un murmullo constante que nadie escuchaba salvo Dios…
El fuego se retorcía alrededor de la pira como queriendo abrazar la figura del anciano amordazado que todavía estaba vivo. Con la cabeza gacha y los ojos clavados en el suelo, el Papa Clemente escuchó el último alarido de aquel al que sabía inocente. No podía mirarlo. Una fuerza descomunal y aterradora le impedía alzar la cabeza y mirarlo de frente. El sudor corría por la frente del clérigo. Su angustia era perceptible por todos. Sus ojos desorbitados se movían como queriendo buscar algo, quizás una explicación de cómo había podido llegar hasta aquí. Su sufrimiento era más aterrador que el del condenado a la hoguera. Se sabía perdido… ¿Cómo iba a obtener el perdón o la absolución de su alma? Bien sabía que eran sus últimos días vivo. Lo había intuido desde que todo aquel sucio asunto propiciado por el usurero Felipe IV comenzó. Si se hubiera negado… Pero ahora no había marcha atrás. Aquel maldito hijo de puta, aquel rey rebajado a fantoche lo había arrastrado con él al lodazal y algo peor, al infierno. El miedo, el miedo es mal consejero, el miedo a perder el papado, el miedo a ser ridiculizado, denostado, acusado de pecados infames. Había sido el miedo. Ahora ya no sentía miedo, era algo mucho peor. Peor que el miedo a morir.
Mientras el rugir de las llamas y el olor a carne se le metía hasta el cerebro, mientras el color y el brillo de aquel infierno le dañaban la vista, Clemente miró de reojo al despreciable Rey de Francia. Este mantenía la mirada en la hoguera, con actitud jactanciosa, creyéndose libre del yugo de aquel a quien debía tanto dinero como su reino entero pudiera valer. La avaricia relumbraba al compás de las llamas. Se encontraba rodeado de su cohorte y de los inquisidores, aquellos que lo habían servido con gran diligencia. “¡Bastardo, nos has condenado!”, pensó enfurecido. Pero era un cobarde. Él, el Papa, sería recordado como un cobarde, un indigno de representar a Cristo en el mundo. Estaba siendo un fariseo, estaba crucificando a un hombre fiel, a un verdadero creyente. Sentía cómo el cuerpo le temblaba haciéndole sentir que si no se apoyaba en alguien se desvanecería. Felipe no lo miró ni una sola vez durante todo el tiempo que duró aquella parodia. Para él, para el Rey, Clemente no era nada. Un peón en su ajedrez, una pieza que eliminar, un idiota útil.
No podía pensar con claridad. Algo negro bloqueaba su mente, un hueco en medio de las imágenes mentales convertía en un foco la hoguera. Podía verse allí delante, ¡quemándose en lugar del templario! Sentía el rugir de las llamas cada vez más compactas alrededor del anciano Jacques De Molay. ¡Cobarde! Se gritaba interiormente. Debía alzar la vista y mirar, mirar hacia la Santísima Catedral, afrontar su crimen y pedir perdón. Su arrepentimiento le hacía sentir un dolor punzante y profundo, una náusea física indescriptible. No sabía si lo soportaría pues su corazón comenzaba a desbocarse al pensar en mirar a aquel injustamente condenado a pena de muerte.
El Mal estaba presente, lo sentía. Rondaba entre los hombres, alrededor suyo, con un pestilente olor a basura podrida, a cuerpo quemado, a azufre. Escuchó una leve risa detrás, entre los que lo acompañaban. Se volvió rápidamente. ¿Quién se reía? ¿Se reían de él? Se mofaban de su actitud aterrada y cabizbaja, ¡de cobarde! Miró las caras, las caras de los monjes a su alrededor, de los hombres cercanos, del Rey. Pero nadie le prestaba atención. Volvió a clavar su mirada en el suelo. Por nada del mundo miraría. Entonces la risa, la risa aguda, otra vez a su alrededor. “¡Gallina!”, escuchó, y acto seguido sintió alaridos ahogados. Salían de la mordaza que tapaba la boca del templario, llegaban desde la pira. Pero no miraría, no. Entonces, mientras el cuerpo de Clemente estaba punto de sucumbir, una descomunal fuerza, como si dos grandes manos frías lo ahorcaran desde atrás, lo obligaron a levantar su indigna cabeza. Cerró los ojos. ¡No, no, no podía mirar! Pero sus ojos comenzaron a sentir un ardor indescriptible y los abrió para que algo de aire entrara en ellos.
Allí estaba. Con una mueca de odio en la cara. Odio y no dolor sentía el último Gran Maestre de la Orden de los Templarios. Dios, Cristo, Salomón estaban mirando a la caterva de inquisidores desde el fuego de aquellos ojos. La soga que ataba la boca retorcida de De Molay se soltó como si unas manos la hubieran deslazado, cayendo hacia delante y quemándose inmediatamente pasto de las llamas.
El silencio más absoluto se apoderó como una sombra en la noche. La Catedral, Nuestra Señora, refulgía de dolor, al fondo, mirando aquella abominación que era contra ella, ¡era contra ella! Y mientras Clemente lloraba sin querer llorar, la voz de Jaques De Molay se alzó como era imposible que se alzara. Sobre el silencio, sobre los hombres, sobre las llamas, sobre la Catedral, y llegó en hondo alarido hasta el cielo mismo. Pero la mirada estaba clavada en los ojos muertos de Clemente.
“Yo te maldigo, Clemente, te maldigo a morir, maldito seas por toda la eternidad. ¡Te maldigo a ser abominado por Dios!”
Acto seguido Clemente pidió salir. Tambaleándose, sudoroso, pidió que lo alejaran de la plaza, del balconcillo dispuesto para el Rey, donde se sentía preso. Unos metros más adelante, con el olor aun quemándole el cerebro, tuvo que parar a vomitar. Pero aún pudo escuchar cómo aquel anciano, quemándose en un fuego que parecía eterno, gritaba:
“Yo te maldigo Felipe, ¡a morir! ¡Te maldigo a ser abominado por Dios! Tú y tu descendencia seréis muertos, y tu estirpe se borrará de la faz de la tierra. ¡Y serás recordado como el abyecto!”. Un silencio en el que el rumor comenzaba a extenderse por los allí presentes que, temerosos, comenzaron a retirarse, se adueñó del lugar. Sin embargo, aún pudieron escuchar. “¡Os emplazo ante el Tribunal de Dios!”
Después, un rugido acompañado de una tromba de aire ardiente recorrió desde la Catedral toda la plaza. Los hombres se miraron y buscaron la mirada del Rey. El Papa se alejaba ya, veloz, en su carruaje. Llorando cual solamente un condenado a muerte puede llorar. Pero los hombres de la plaza no vieron al Rey. Se había retirado prudentemente a meditar sobre cómo apropiarse de las grandes riquezas de la orden. Para él, ni Dios mismo era autoridad suficiente. Él era Dios, y tomaba lo que necesitaba de los hombres. Nada podía la estúpida maldición de un decrépito y torturado anciano contra él.
Clemente se alejaba de aquel lugar ignominioso sabiendo que su suerte estaba echada. No era tan estúpido como ese rey de tres al cuarto que había atentado contra Dios. Secuaz, cómplice y ahora víctima de la codicia de un rey de este mundo, de un villano, sabía que su muerte sería terrible. Pero lo que verdaderamente le preocupaba era su alma. Nadie podía absolverlo, solo Dios. El dolor supuraba a través de cada centímetro de su piel. ¿De qué le servían ahora sus obras, de qué el apoyo a reyes, de qué la fundación de universidades, de qué la sumisión para con Felipe? Su vida había sido una suerte de sumisión perpetua a los vicios del poder de este mundo. Sabía lo que eso significaba. Mientras se alejaba por el camino que le conducía a su destino final se preguntó con un pensamiento casi de niño inocente, aterrado ante el castigo del padre: ¿cómo seré recordado?
CANTO DECIMONONO
CIRCULO OCTAVO: FRAUDE
ARO TERCERO: SIMONIACOS
PAPA NICOLÁS III
Imprecación contra la simonía. Aro tercero del octavo círculo donde
son castigados los simoníacos. Prelados y pontífices enterrados en
los antros ardientes, con excepción de los futimos que tienen de fuera,
las piernas ardiendo. Suplicio del papa Nicolás III, que espera para
hundirse del todo la venida de Bonifacio VIII, y anuncio de la
condenación de Clemente V. Discurso de Dante contra los simoníacos.
Los dos poetas continúan su viaje infernal.
La Divina Comedia. Dante.