20 abril, 2024

Este curioso relato de terror está basado en un vergonzoso episodio de la vida real.

De una vez en que, yendo de caminata de noche por el campo, me entraron unos absurdos arredros a la hora de saltar una pequeña zanja en el terreno, seguro de que las suelas de mi calzado iban a resbalar en el borde al tratar de saltar, o al aterrizar al otro lado, provocándome, en mi mente, una aparatosa caída.

Me sentí como uno de esos repipis caballeretes de ciudad del siglo XIX, ansiosos por cualquier leve desliz que ponga en duda su verticalidad, símbolo de su civismo y bienhechura. Una calamidad, vamos.

En fin, olvidemos eso…

Y ahora… ¡que comience la función!

Ha pasado mucho tiempo, pero aún ocurre. Algunos amigos míos se acercan a la valla que delimita el terreno de las obras, donde se está trabajando en los cimientos de un nuevo centro comercial.

—¡Vente pacá, Javier! ¡Mira a estos inútiles, fingiendo que trabajan! —Me dice Mauro, ya medio muerto de la risa, situado entre Pascual y Rinouro.

—No, es que voy seco. —Es como me suelo disculpar, aunque uso distintas palabras cada vez. Debo tener cuatro o cinco frases hechas para decir lo mismo—. Me voy a por el vermú donde Amparo, amigo.

Y me escabullo arrastrando con rapidez las suelas de mis zapatos, casi como si temiera que algo reparara en mí y empezara a perseguirme, y yo tratara de moverme sin que pareciera que lo hago realmente. Y es verdad que me acerco donde Amparo y me pido un vermú, pero bien que tardo en bebérmelo, haciendo poco más que dejar la mirada perdida entre los gajos de limón y los bloques de hielo, apreciando ocasionalmente el breve movimiento del conjunto al irse calentando con el discurrir de las decenas de minutos. Pienso en el miedo, en lo irracional del mismo y en lo lejano de su origen. Por muy consciente que sea, es incontenible, a lo sumo disimulable de una forma precaria, recurriendo a poner tierra de por medio, a echar pies en polvorosa en cualquier dirección que me aleje de una zanja. 

Da igual que sea una depresión natural, como el lecho seco de un río o la estrecha huella de una violenta riada; o una excavación, bien poco importa que su objetivo sea el de cimentar una construcción, servir de acueducto para una población, o que se trate de una antigua trinchera para protegerse del tiro y la explosión. Sea como sea, si su profundidad insinúa llegar al menos al metro, se me eriza el vello de la nuca y me entran escalofríos, se me nubla la visión en los bordes y se me ensordecen los oídos. Entro en un estado cercano al del colapso nervioso, y solo puedo sentir una cosa: oigo el “gggg… gggg… gggg…” de aquellos otros tiempos. Sí, los tiempos en que se originaron mis miedos a cualquier zanja. 

En aquellos tiempos (insisto), yo tenía otros tres amigos, pero no eran Mauro, Pascual ni Rinouro. Aquellos eran Tomás, Toño y el Cazuelas, cuyo nombre real no recuerdo. Yo tenía en torno a los diez años, quizá alguno más o alguno menos. No me preocupaba por fechas ni cumpleaños ni nada. Me pasaba el tiempo esperando a salir de clases para pasarme las últimas horas de las tardes correteando por las callejuelas del pueblo y saltando por las agrestes y desnudas colinas de los alrededores. 

Y hubo un día, aquel sí que lo recuerdo, un 4 de mayo de 1973, que íbamos Tomás, Toño y el Cazuelas aburridos y cabreados como monas por nuestros ridículos desempeños en el examen sorpresa de lengua que nos habían hecho esa misma tarde, cuando vimos a los atontaos de Lucas y Grimonio en lo alto de una cresta. A saber qué hacían, andaban como acuclillados, como precavidos, y mirándonos a nosotros, como si nos espiaran. El Cazuelas enseguida dijo de ir a por ellos, como si de enemigos nuestros y declarados se trataran, y fuimos corriendo tras de él, que encabezaba la penosa marcha hacia lo alto. 

El Lucas y el Grimonio, ni cortos ni perezosos, bien que se incorporaron y se liaron a tirarnos piedras, pero fallando a propósito todos los tiros. No solíamos tratarnos demasiado con ellos y la situación era tensa de una forma extraña, pero para cuando el Cazuelas llegó hasta donde estaban, enseguida se puso a hablarles como si nada.

—¿Qué hacéis aquí, cebollinos? 

—Jugamos a las guerrillas. —Oímos todos que le contestaba Grimonio, mientras tratábamos de recuperar el aliento en los últimos pasos hasta ellos.

—¿A… las… guerrillas? —Recuerdo que pude preguntar, sin entender qué era eso, si una guerra pequeña o qué cosa.

—Sí, a las guerrillas —contestó Lucas, mirándome—. Como hacen en Vietnam, pero es que aquí no hay selva ni ná.

—Espiamos y asaltamos —explicó Grimonio—. Lo que pasa es que andáis muy cucos, vosotros.

—Venga, va —interrumpió enseguida el Cazuelas—. ¿Qué vais a saber vosotros de guerras ni guerrillas?

—¡Hombre que no! —insistió Grimonio—. Conozco un sitio y tó donde se escondían soldados para las guerras. Una trinchera. Profunda como para colocar morteros, barricadas enmedio y tó el percal. 

—Bueno… Trinchera no es. No hagáis mucho caso, que es que a este le pirran los libros de las Guerras Mundiales… —Trató de quitarle importancia su amigo, el Lucas.

—¡Calla tú, pingajo! —Le hizo callar el Grimonio, dándole una palmada en el pecho. 

—Pero si aquí no ha habido guerra ni ha habido ná en miles de años —apuntó el Toño.

—¡Hostia! Si no me creéis, veníos a este mismo punto a las nueve y media, que os lo enseño.

—¿A las nueve y media? —Recuerdo que exclamé, reacio a esa proposición—. Oye, ¿por qué tan tarde?

—Porque de noche se cree que parece más grande —explicó con tono burlón el Lucas.

—¡Que te calles te digo! —Grimonio volvió a darle otra palmada en el pecho al Lucas, que no dejaba de reír—. ¡Menudo amigo estás hecho tú! A las nueve y media, que es cuando acabo de cenar. Yo aquí voy a estar. Si no tenéis cojones, pues os podéis callar. ¿O qué?

—Yo aquí voy a estar —contestó el Cazuelas desafiante, pero conteniéndose la risa al ver al Lucas aún descojonado. 

—¡Pues hala! Hasta entonces, ¡a mamarla! —dijo Grimonio fastidiado, y empezó a descender la colina vaya uno a saber hacia donde, con el Lucas pegando saltos detrás.

—¿Estos dos de qué van? —comentó mirándolos el Tomás. Aunque ninguno supimos qué contestar.

Y llegaron las nueve y veintiuno. Me cené un bocadillo de chorizón para no tener que esperarme a la cena, que en mi casa suele ser más bien de las diez de la noche en adelante, y salí sin que nadie me viera. Como mucho darían por sentado que estaría en la calle haciendo el parguelas con los demás, y que volvería para la cena, como otras veces. Dudaba que el espectáculo de la trinchera de guerra diera para mucho más que cinco minutos de descojone, de todos modos, y daba por sentado que regresaría enseguida. Antes siquiera de me echaran en falta, seguro.

Debían ser más de las nueve y media de la noche cuando llegué a lo alto de la misma colina. Allí estaban todos, menos el Lucas, que seguro que ya tendría bastante por un día de las historias de guerra y las trincheras de su colega, el Grimonio. 

—¡Por fin estamos todos! —celebró el Cazuelas—. Y tu amigo el Lúcas, ¿qué? —preguntó, precisamente. 

—Ese ya no me aguanta más por hoy —reconoció Grimonio—. Anden, ¡adelante, señoritas! ¡Les enseñaré una auténtica trinchera! —alentó a todos a seguirle, usando un tono como de sargento militar. 

—Este es un poco flipao, ¿no? —Me susurró Tomás, desde un lado. 

El sol ya se había puesto, y apenas brillaba en el lejano horizonte, sobre las colinas lejanas, una franja de luz solar anaranjada, contra la que se recortaban los perfiles de algunas pequeñas y evocadoras nubes. Grimonio, muy orgulloso, nos guiaba iluminándose el paso con una linterna de petaca que me parecía, por aquel entonces, un trasto de lo más chulo. Recuerdo que inspiré y exhalé el aire, satisfecho de aquellos reconfortantes momentos de libertad, de la sensación de que podíamos ir a cualquier parte, que podíamos hacer cualquier cosa y que cualquier cosa podía pasar. El Grimonio nos llevó caminando colina arriba y colina abajo un buen rato. A saber por cuánto tiempo, pero ya estaba yo convencido de que no iba a llegar a casa para la hora de la cena. Igual que momentos antes estaba del todo relajado, lo cierto es que ya me estaba agobiando, y empezaba a pensar en lo fastidioso y estúpido que era ir a ver los restos de una estúpida trinchera. 

—Ya llegamos, mochuelos —anunció Grimonio, como para dar alivio a mis pensamientos—. ¡Una verdadera trinchera de la Primera Guerra Mundial!

Desde lo alto de una pequeña elevación, en el descenso de una colina, Grimonio había abierto los brazos como abarcando la longitud de la excavación. Bajamos varios pasos más hasta repartirnos a ambos lados de él, para contemplarla. A nuestros pies, hacia una estrecha zanja que parecía poco más que un canal de agua, descendían dos cortos terraplenes. Lo cierto es que la zanja era ridícula, salvo por su extensión, que se alargaba hacia la oscuridad de las sombras de las colinas hacia uno y otro lado. Apenas servía para dar cobertura a una persona, y eso hablando de su anchura, porque a oscuras era imposible determinar su profundidad. Grimonio la iluminaba aquí y allá de forma azarosa, pero el haz de la linterna no llegaba a hacerla más impresionante, sino más bien todo lo contrario. 

—Menuda mierda. ¡Pero si esto es un canalillo! —Se quejó Toño, pateando tierra hacia lo profundo de la zanja.

—Además, lo mío no es la historia, pero estoy casi seguro de que aquí no hubo batallas de la Primera Guerra Mundial. —Acertó a apuntar Tomás, con un tono bastante despectivo. 

Ante el comentario no pude evitar reírme, porque llamar trinchera aquello era mucho más que echarle imaginación. Era mentir como un bellaco, porque Grimonio era, además, mayor que nosotros, como de trece años. Para mi gusto, nos había engañado, debo reconocerlo. Y era una mentira tan absurda que me partía de risa. 

—Esto es una trinchera —gruñó Grimonio—. Lo que pasa es que no tenéis ni puta idea.

—Lo que pasa es que tú eres un flipao —dijo el Cazuelas, sin mirarle, y sin tomarse a risa todo aquello. Hasta me pareció que estaba molesto. 

—¡Esto es una trinchera! Sois unos ignorantes —insistió Grimonio, alzando una mano, desdeñoso. 

—Los cojones. Será un acueducto o un agujero para tirar animales muertos. —El comentario del Cazuelas sonó terriblemente cansado. 

—¡No haber venido, maricones! —Explotó el Grimonio, agarrando del pelo al Cazuelas con una violencia inusitada. 

Me eché atrás para que no me empujaran hacia la zanja al revolverse, pero el caso es que el Cazuelas, pese a ser más pequeño que él, se zafó del cobarde agarre del Grimonio y le soltó un puñetazo en los morros con todas las ganas. El hostiazo fue tal que Grimonio cayó grogui. 

—¡No! —gritó con alarma Tomás. Pero tarde, ninguno pudimos reaccionar. 

Grimonio cayó sin sentido hacia el terraplén, donde aterrizó sobre las rodillas, antes de hacer una voltereta con el cuerpo rígido como barra de hierro y caer de través hacia la zanja. El sonido de una buena cantidad de piedra rozada y tierra corrida fue lo que acompañó a nuestra silenciosa y brevísima contemplación de la desaparición del cuerpo de Grimonio. No parecía haber tocado fondo. 

—¡Joder! —gritó Toño, un par de segundos de estupor después—. ¡Grimonio! ¡Grimonio, chaval, contesta!

De pronto me di cuenta de que el Cazuelas ya no estaba. Creo que se había vuelto corriendo por donde habíamos llegado tan pronto como le soltó el hostiazo al Grimonio. No sé siquiera si llegó a verlo caer a la zanja. 

—Yo… yo me largo, tíos —lloriqueó Tomás—. Que le den a este flipao.

—No, no te vayas, ¡cabrón! —Toño intentó agarrarle de un brazo, pero el Tomás, entre enfadado y asustado, se escurrió y echó a correr colina arriba, para coronarla y seguir de vuelta al pueblo. 

—Joder… —Me llevé las manos a la cabeza. Miraba la zanja y solo veía oscuridad. Solo oía silencio, roto por mi propia respiración agitada. 

—Tenemos que hacer algo, tío. —Toño se me acercó, sin dejar de mirar la zanja oscura—. ¿Has visto cómo ha caído? Lo ha dejado tieso. Hay que bajar y despertarlo. ¡No podemos dejarlo ahí toda la noche!

—Yo ahí no bajo, Toño. Que no. —Le contesté, poco dueño de mí. 

Mirarla no me había dado miedo, pero veía difícil bajar por cualquiera de los dos lados hacia la zanja para tocar fondo con seguridad, sobre todo sin conocer su profundidad. 

—Yo soy alto. —Me razonó Toño—. Te cojo de la mano y te voy dejando caer hasta que hagas pie. 

—¡Que yo no bajo por ahí, te digo! —Me alejé de él manoteándole el brazo, al notar que me agarraba para animarme a acercarme a la zanja. 

—¡Vale, vale…! ¡Tranquilo! —Toño miró hacia detrás de mí—. Mira, allí parece que no está tan profundo. Te ayudo a bajar ahí y caminas hasta Grimonio. 

—¡Oye! ¡Baja tú! —Le espeté, harto de aquello.

—¿Sí? ¿Y luego me ayudas tú a subir a Grimonio, retaco? ¿Y me ayudas a subir a mí?

—¡Pues vamos a llamar a los mayores, y ya está!

—¿Tú querrías quedarte ahí tirado más de media hora? Porque menos de eso no tardaremos en regresar, por mucho que corramos. No me seas mierdas, Javi. Estamos solos, tenemos que hacer algo. 

Resoplando me di la vuelta y caminé hacia donde decía. A la luz de la media luna, que apenas aparecía por el horizonte, sí que distinguía que en aquel lado, quizá a unos treinta metros de donde había caído Grimonio, se veía el suelo de la zanja. Era evidente que la profundidad era variable, y donde nos había llevado Grimonio tenía que ser de las secciones más hondas de la zanja. A pesar de todo, por lo menos había cincuenta o sesenta centímetros de profundidad desde los terraplenes en aquella parte. Difícil de descender y mucho más de subir para uno solo. 

—Dame la mano, y déjate resbalar por la tierra —dijo Toño.

Le obedecí. Con más resignación que valentía arrastré piernas y culo por la gravilla pardusca que a la luz de luna reflejábase en un gris mate, hasta pisar el fondo negro.

—¿Ves, cómo no pasa nada? —Me dijo Toño, cuando le miré con los ojos abiertos como platos. No me gustaba estar ahí abajo. De pronto pensé en que hubiera arañas y ciempiés correteando por aquel suelo, a montones—. Venga, avanza, te voy siguiendo desde aquí arriba. 

Le hice caso. Procurando no tocar las paredes de la estrecha zanja, empecé a caminar hacia la negrura. La zanja no tardaba en profundizarse, o en hacerse más altos los límites de las paredes, como quiera verse. 

—Esto está muy oscuro —dije, creo, más para mí que para mi amigo.

—No necesitas ver nada, es todo recto hasta Grimonio. Tira palante.

Recuerdo que no me volví a mirar a Toño, pero su voz, encima de mí, sonó ahogada y débil. Demasiada altura nos separaba ya, dados muy pocos pasos. Avancé más. Por algún motivo, estaba convencido de que no me quedaba otra. 

Todo era silencio y oscuridad. El fondo de la zanja era blando, y al pisarlo, aunque mis zapatos encontraran debajo alguna piedra, esta se hundía, silenciosa, en aquella tierra que yo imaginaba arcillosa, pero no húmeda. No producía ningún sonido con mis pasos, y mantenía alejadas las manos de las paredes, cuyos relieves solo intuía por la aparición del cielo nocturno por encima de las monolíticas sombras que me rodeaban. Tampoco oía a Toño avanzar por ahí arriba, a pesar de lo ruidosa que era la piedra menuda de aquellos parajes, cuando uno caminaba. 

—Tas ahí, ¿no, Toño? —grité. Me asusté de oír mi propia voz, terriblemente sonora pero queda al tiempo. Como si no pudiera salir de ahí. Como si no pudiera ser oída.

—Sí, claro. Oye, vas muy despacio. —Oí que decía, notando que su voz retrocedía hacia mí, por allí arriba—. ¿Le has encontrado?

—¡Qué va! No veo nada, además —volví a gritar. 

No me gustaba hablar, tenía la sensación de que ahí abajo estaba llamando la atención de alguna cosa que tuviera la zanja por guarida.

—A ver, es que te queda aún para llegar a donde cayó, creo yo. —Me gritó toño, a su vez. Me dieron ganas de mandarle callar, pero mi temor era absurdo—. Camina, hombre. ¿Te has hecho daño, o algo?

—No, estoy bien —respondí en un largo suspiro. Estaba haciendo un increíble esfuerzo por controlar un miedo irracional—. Voy, voy. 

Continué, tratando de dar más vitalidad al ritmo de mis cortos pasos. Temía perder el equilibrio con algún tropezón y caer sobre los insectos que me imaginaba cubriendo el fondo. Entonces fue cuando lo oí.

“gggg… gggg… gggg…”

Era un sonido muy débil. Del fondo de la zanja, delante, desde la oscuridad, aquella especie de bufido, de gruñido espirado, me puso los pelos de punta. Me quedé quieto y aguanté la respiración durante no sé cuánto tiempo, prestando atención a aquello.

“gggg… gggg… gggg…” 

No parecía moverse, pero tenía claro que había algo vivo ahí abajo. 

—¡Toño! —grité, cerrando los ojos de terror, seguro de que iba a desencadenar algo—. ¿Oyes ese ruido?

—¿El qué, hombre? —Me preguntó, como estupefacto.

—El ruido, ese bufido. —Toño se me quedó callado. ¿Qué hacía?—. ¡¿Toño?!

—Calla, estaba escuchando. No oigo nada, yo. ¿Qué oyes?

—No sé… —Escuché un poco más. El sonido seguía—. Es como un siseo. ¿No lo oyes?

—¿Un siseo? Será agua de una tubería, o natural, que brota ahí en la zanja. Camina y no te resbales. Oye, se va a hacer de día, ¿eh? ¿Lo encuentras o no?

La manera de hablar de Toño me hacía sentir ridículo pasando miedo en la zanja. Creo que si continué, si seguí adelante, era por eso mismo. Por la increíble discrepancia entre estar arriba, esperando, y ahí abajo, buscando. Porque para él aquello era cuestión de tiempo, una eventualidad sin mayores problemas que el de esperarnos a nosotros. Para mí, en cambio, estar ahí abajo implicaba decenas de cosas, todo un mundo de sensaciones, a pesar de que me empeñaba en no tocar nada, y de que apenas veía, ni escuchaba nada… salvo el sonido ese. Era como estar en otro mundo. Claustrofóbico en cuanto a mis posibilidades de movimiento, pero infinitamente abierto a peligros. La zanja parecía abrirse por encima de mí a una altura de al menos el triple que la mía. Las paredes, invisibles por oscuras, no parecían sino simas horizontales que se extendían con el suelo negro como lo hace el profundo mar alrededor de un buzo que se hunde hacia la muerte por la presión. Y a cada paso que daba, aquel siseo, en nada parecido al del agua, en nada parecido al de una serpiente, o al de un gato, se hacía más fuerte. 

“gggg… gggg… GGGG…”

Tenía la impresión de que me estaba metiendo, a oscuras, en la inmensa mandíbula abierta de una monstruosa criatura abisal que respiraba con discreción. El sonido era rítmico, constante, pero tenía una cualidad viva, como el del aliento contenido pero ansioso de un ser que espera el mejor momento para soltar el mordisco sobre la presa. Era como la luz de las criaturas de los abismos del mar. Era un sonido inquietante, pero soporífero, sedante, hipnotizante. Al oírlo, casi era como si lo viera, incluso en la total oscuridad. Lo tenía localizado. Se producía en un punto, muy exacto, a una altura determinada, a cierto lado, cerca, muy cerca ya de mí. 

“GGGG… GGGG… GGGG…”

Mi zapato derecho chocó con algo. Al fin un ruido distinto. Era metálico. ¡La linterna de petaca de Grimonio! Se había caído y apagado por el meneo tan pronto como el Cazuelas había derribado a su dueño. Olvidando por completo mis delirios de millares de insectos correteando por el suelo, lancé mi diestra con increíble precisión para coger el compacto y reconfortante peso de la linterna. Tenté con ambas manos hasta que me cercioré de que estaba cerrada, que la pila debía seguir dentro, y empujé el duro interruptor de la luz, haciéndome algo de daño en la yema del dedo gordo. Dirigí la luz hacia donde sabía que estaba el sonido. 

Lo primero que vi fue el reflejo de la luz en los ojos de Grimonio. No sé si veía realmente, a pesar de estar vuelto hacia mí, porque no cambió el gesto. El sonido procedía de su boca, entreabierta, con la mandíbula inferior contraída en un rictus complicado. 

“GGGG… GGGG… GGGG…”

Pasados los años, comprendo que debía estar dislocada o completamente rota. El cuello estaba plegado de una forma imposible, doblado en un ángulo bastante más agudo que uno de noventa grados, con su oreja izquierda aplastada contra el hombro del mismo lado. El torso se sacudía con espasmos como nerviosos, como si los pulmones trabajaran al máximo, tratando de desembozar la salida para el intercambio de gases naturales en el cuerpo. Su espina dorsal no podía estar bien, porque el cuerpo parecía encogido como un acordeón. Las piernas apenas se le veían. Parecían replegadas hacia su espalda, aplastadas desde la altura de sus muslos del mismo modo en que le había quedado el cuello.

“GGGG… GGGG… GGGG…”

Todo él estaba sujeto ante mí, apretado entre las paredes de la zanja de un modo imposible, como a la mitad de la altura antes de llegar al fondo. Estaba tan encajado, y tan alto, que de haber tenido alguna entereza, me hubiera sido imposible moverlo lo más mínimo. Pero ni siquiera tuve tiempo de pensarlo. Me di media vuelta y corrí. Corrí a toda leche, tan rápido que, antes de darme cuenta, ya había llegado a la parte menos profunda de la zanja y había salido por mí mismo haciendo uso de una fuerza y agilidad para trepar de la que nunca he vuelto a hacer alarde. 

Corrí hasta el pueblo y el Toño, supongo, conmigo detrás. Fue él quien explicó lo que había pasado, y el que llevó a los del pueblo hasta la zanja, para sacar a Grimonio. Todo el mundo tenía claro que, por cómo había caído, tenía que haber muerto en el acto. Mis padres me lo repitieron mucho, eso, porque durante un tiempo yo insistía e insistía en que lo había visto vivo. Pero dejé de insistir.

Pero sé que estuvo vivo. Estuvo vivo todo el tiempo que me tiré caminando hacia él en la zanja.  Y quién sabe cuánto del tiempo desde que me fui corriendo y hasta que volvió Toño con los del pueblo. Ví cómo se movía, y lo oí respirar. Quizá su mente no funcionaba, por Dios, espero que no. Pero su cuerpo… Su cuerpo agonizó, estoy seguro, durante una eternidad. 

Allí dentro. En la zanja. 

15 de agosto de 2020

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La Zanja, por Elmer Ruddenskjrik

Desde hace mucho tiempo, una inquietud incontrolable me atenaza con la sola visión de cualquier surco medianamente profundo en el suelo…

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