Tlalimikistli, así se llama el lugar. Es un pueblo abandonado hace más de un siglo, oculto entre la espesura del bosque que rodea las faldas de la Montaña de Fuego, un volcán en activo en el municipio de Colima, en el estado del mismo nombre que pertenece a México.
En el momento en que me bajé del camión en el que nos trajeron, descubrí sin ninguna sorpresa que el sitio era exactamente como me lo imaginaba: una pequeña localidad compuesta de pequeñas casas de fachadas desconchadas o derrumbadas, la mayoría mostrando la amalgama de irregulares piezas de piedra con las que habían sido levantadas.
El objetivo de todo el proyecto, pese a su complicación técnica, era sencillo: el desarrollo de una inteligencia artificial capaz de establecer redes de comunicación telepática entre los seres humanos, y, quizá, desarrollar la telequinesis como producto industrial.
Se requería una zona en la que los seres humanos hubieran puesto en convergencia sus conciencias, utilizando ritos o maniobras de culto para depositar una gran carga psíquica, tanto de naturaleza emocional como intelectual. Conceptos que, ordinariamente, son considerados por la comunidad científica mundial como algo etéreo e insustancial, pero que yo he sabido cuantificar y demostrar. Mis superiores se habían encargado de estudiar a fondo, con los detectores que he desarrollado, los lugares en los que más fuerte es o ha sido la creencia o la voluntad humana, y, contra todo pronóstico, todos ellos eran rincones olvidados, en los que pequeños pueblos o tribus habían rendido culto a algún dios ya desconocido, o por donde se creía que, antiguamente, había rondado alguna criatura mitológica.
Es curioso el hecho de que las creencias más aceptadas apenas generaran una energía psíquica útil para el desarrollo de nuestro proyecto; casi como si la gente no creyera de verdad en aquello en lo que dice creer, actualmente…
Tras un par de meses de trabajo, llegó la noche del 31 de octubre, y muchos de los trabajadores y miembros del equipo de investigación montaron una pequeña fiesta para celebrar el Halloween propio de nuestro país. Yo decidí seguir trabajando con mis relés neuronales, cosechando más energía psíquica. Esta parecía haber ido aumentando sin razón aparente durante la última semana, y el proyecto había avanzado a grandes pasos, permitiéndonos generar un pequeño campo psíquico de un metro de diámetro, con el que nos era posible intercambiar información de manera telepática con el ordenador que dirigía el proyecto.
Estaba experimentando con el ordenador, comunicándome con él, cuando me pareció que me hablaba con mi propia voz.
—¡Hombressss! —me dije a mí mismo, sin usar la boca. Mi voz era mía, pero sonaba distinta. Resbaladiza, gutural, ronca y monótona—. Por fin habéis vuelto al redil… Solo vosotros podíais ser más torpes e ingenuos que cualquier perro… ¡Habéis vuelto! ¡Y yo con vosotros!
Como un impulso impropio de mí, pero sabiendo que quería saber más de todo aquello, eché mano del regulador de energía psíquica y lo aumenté de golpe, casi hasta el máximo. Mi cuerpo empezó a hincharse al mismo tiempo, como si los mandos estuvieran conectados a mi forma física. Las ropas se rasgaron, y con un frenesí propio del clímax del sexo, descubrí cómo crecía en estatura y envergadura. Alrededor de mi cuello se reprodujeron por decenas mis propios testículos, como formando un collar, y mis brazos y piernas se vieron duplicados en una cantidad que no me molesté en calcular. Mis órganos internos afloraron, pasando a recubrir mi cuerpo, y alrededor de todos ellos crecía una maraña indivisible de largo y recio vello, con un denso olor como de genitales sudorosos. En lugar de horrorizarme, me maravillé, y el poder que sentía me excitaba sobremanera.
Enseguida salí de la sala del ordenador, no sin dificultad. Mi nuevo tamaño me obligaba a apretarme y retorcerme de manera algo dolorosa para pasar por las pequeñas puertas de tamaño humano, pero lo logré. Con un creciente sentimiento de furia y deseo, me dirigí a la sala comedor donde todos estaban celebrando la noche de Halloween. Irrumpí echando la puerta abajo, ocupando con mi deformado y flexible cuerpo toda la entrada. También era la única salida, así que, todos ellos, mis compañeros de trabajo y los demás operarios, empezaron a gritar y a saltar unos sobre otros para alejarse lo máximo posible de mí; aplastándose contra la mesa de la bebida y la comida de la fiesta, tirándolo todo y golpeándose unos a otros como una pequeña ola de carne enloquecida.
—¡Hola! —me oí decir alegremente, aunque usando aún aquella voz áspera y terrible, parecida al rumor del volcán—. ¡Cuánto tiempo, ingenuos! Os había echado tanto de menos… ¡Gracias por volver con Kakasbal!
Y tras decir esto, me vi arrojado contra ellos, sobre ellos, envolviéndolos a todos con mis múltiples brazos, pateándolos con todas mis piernas. Ninguno se escapaba de mi abrazo, y los restregué con sumo placer contra los órganos exteriorizados de todo mi cuerpo. Sus cuerpos reventaban, sus escuálidos miembros se retorcían y partían como astillas. Pero yo los abrazaba con más y más ganas, emitiendo un grave ronroneo de intenso placer. La masa de testículos que rodeaba mi cuello se agitó por entero, como si deseara arrojar su producción, pero sin encontrar por dónde hacerlo.
Al fin los solté, dejando que se derrumbaran como una pelota de carne, ropa y órganos despanzurrados, todo ello impregnado en sangre. Pero no era suficiente. Algunos habían sobrevivido, y se lamentaban en deliciosos gritos de agonía, incapaces de moverse, de abrirse camino entre la argamasa de cuerpos que les aplastaba. Arrojé una mirada roja como el fuego sobre los cadáveres.
—Despertaos ahora, en la víspera del Día de los Muertos —les dije a los cadáveres.
Y me obedecieron. Se agitaron y arrastraron sobre aquellos que agonizaban para devorarlos vivos.
Estos muertos vivientes se hincharán y pudrirán, pero avanzarán conmigo más allá de Tlalimikistli. Y mañana, el mundo amanecerá en el verdadero Día de los Muertos.