19 marzo, 2024

Mucho, mucho tiempo antes de que Rubén Mesías Cornejo, María Larralde y Elmer Ruddenskjrik trabajaran juntos en esa obra de arte que es “Marciano Reyes y La Cruzada De Venus“, nuestro compañero de Perú ideó una alocada premisa sobre la que improvisar a cuatro manos una historia de ciencia ficción, misterio y aventuras…

Sobran más palabras, así que esperamos que disfrutéis de este triunfal experimento, solo queda decir aquello de…

Y ahora… ¡que comience la función!

Alan, La Gran Cosa y Hitler

La ciudad de Northsweed, colapsada de tráfico, alberga una amalgama de
seres de toda condición que, sin que nadie se percate de ello, producen un
rumor continuo que me revienta la cabeza: los cláxones intermitentes pero
constantes, los frenazos de los coches, las motos que se introducen por
cualquier hueco que permite su paso, por milimétrico que sea, los colosos
de las ciudades (esos vehículos pensados para hacinar personas sin coche
propio) que colapsan el tráfico gracias a que las vías de varios carriles
tienen uno de ellos para su uso y disfrute (como si ser más grande fuera
necesariamente ser más importante) y los taxis. Los taxis son una auténtica
tribu urbana. Tienen sus propios territorios, sus lugares de reunión, sus
normas internas, sus propias formas de identificación e incluso un lenguaje
peculiar y propio, distinto del de los demás conductores.

Todo, absolutamente todo lo que ahora voy a relatar, me sucedió a raíz de
haber cometido el error de coger un taxi. Podría haber ido andando al lugar
donde me dirigía, pero se me hacía tarde, y jamás me hubiera imaginado
que este simple acto, habitual y cotidiano en una gran ciudad, me traería
tamañas consecuencias. Para empezar, me costó muchísimo parar uno.
Aquel día la ciudad tenía indigestión. Sí, a mí se me hace como un ser que
ha tragado mucho, ha caído en el pecado de la gula y anda dispéptica, como un hipopótamo que traga y traga y sus tripas se remueven de tanto digerir.
La comida sube y baja, se mueve de un lugar a otro del tubo digestivo,
avanza y retrocede sin sentido e incluso, en ocasiones, sale por donde no lo
tiene que hacer.

Llamé, a modo manual tradicional, a varios taxis que pasaron de mi cara.
Hasta que logré frenar a uno pasaron unos diez minutos. En esos diez
minutos podría haber llegado a la boca de metro más cercana a mi lugar de
trabajo, pero mi lugar de trabajo parecía no querer deshacerse de mí aquel
día.

En los diez minutos en los que estuve enfervorecidamente llamando taxis,
como el que maneja un rebaño de ovejas, silbando, corriendo, alzando los
brazos, gritando, gruñendo por la frustración e insultando a Dios, en esos
diez minutos debí perder la razón. El maletín que llevaba en mi mano
derecha, típico maletín de oficinista, pero con algo completamente distinto
en su interior, me pesaba muchísimo y esto entorpecía mis movimientos.

El 10345, fue el único que paró. Ya me resultaba raro el numerito. Un
número muy alto para un taxi, que podría simplemente haber llevado como
identificación y licencia una letra y un número, como por ejemplo: D-324.
Pero eso pasó casi desapercibido para mí, cuando al entrar en la parte de
atrás del coche vi, sentado como conductor, a un tipo cetrino y
tremendamente pequeño. Aquella cosa parecía no llegar a los pedales.

¿Cómo era posible? ¡De todos los conductores de taxi del mundo, que
seguramente eran muchos, pocos, (por no decir ninguno), debían ser un
enano! Y ese único liliputiense tenía que llevarme a toda hostia hasta mi
destino: el aeropuerto Montgomery. Me quedé algo atónito por su poca
amabilidad y sus maneras groseras. Porque si uno tiene defectos físicos, lo
mínimo que puede ser es amable, suavizando así la impresión repulsiva
inicial que produce en los demás. Pero este tipo era maleducado hasta decir
“basta”. Y sus primeras palabras al entrar y verme en aquel estado de
alteración nerviosa, fueron:

— ¡¡Oye, oye tranquilito, ¿Ey?, que no se acaba el mundo!! —, y me
torció el hocico desagradablemente negro, gracias a su asqueroso gusto por
las pastillas Juanola. (Unos caramelos de regaliz que pringan la saliva, el
paladar, los dientes y los labios de un color negro como si fueras un ser
contaminado salido de una fosa séptica)

— ¡No me jodas tío! Ando detrás de un taxi diez minutos ¡Así que
cállate y llévame al aeropuerto, que pierdo el vuelo!

— ¡Que te jodan! —, me suelta el tipejo con su misma mueca perversa
y, sin inmutarse, sigue con su discursito—, si no te interesa te bajas y tan
amigos…

— ¿Pero qué coño…?

El tipo se puso en marcha cerrando los pestillos y acelerando a tope aquel
taxi que olía a regaliz.

— Entonces al aeropuerto, ¿no? —, me repitió como si fuera imbécil y
no se hubiera enterado a la primera.

— Sí al Montgomery. Y rápido por favor.

— Sí, sí ya dejó claro que tiene mucha prisa. Parece que anda huyendo
de alguien, ¿no? No se preocupe, llegará a tiempo.

Y se calló, mirándome por el retrovisor con unos ojos azules demasiado
insertados en las cuencas de los ojos de modo que parecían hundidos y
doblados hacia dentro del cráneo. En un gesto del todo intrascendente
encendió la radio mientras me miraba a intervalos, atendiendo a cada poco
la conducción. Buscó una emisora, y tras unos segundos de músicas
alienígenas dejó puestas las noticias de las tres, en Radio Northsweed
Noticias o RNN.

Ya eran más de las tres y cuarto, y mi avión salía a las cuatro y media de la
tarde. No tardaríamos demasiado si el tráfico se comportaba de manera
benevolente y nos permitía avanzar por las avenidas atestadas de cacharros
con los semáforos en verde. La primera impresión de repulsión causada por
el taxista, fue desapareciendo de mi cabeza y andaba mirando el paisaje
urbano, con sus edificios variopintos y sus desestructuradas calles, con sus parques vacíos de gentes y llenos de sol, con sus carreteras abarrotadas y
sus aceras maltrechas, con las hileras de árboles a ambos lados de las
avenidas y calles (siempre me llamó la atención pues nunca entendí por qué
se plantan tantos árboles en las calles de las ciudades) con sus tiendas y
comercios que resplandecen lustrosos de productos reclamo, con los
innumerables paseadores de perros y sus inútiles bolsitas para heces, con
los puentes que atraviesan el río para cruzarlo por arriba, con todo lo que,
al fin y al cabo, compone una ciudad de más de diez millones de habitantes
como la que me vio nacer.

En este estado de incipiente relajación, creo escuchar algo que me
sorprende en la radio y le digo al tipo que suba el volumen.

“Alan, no vas a escapar… Aaalaan, Aaalaan, AAAlaaaan…cuidaaado…
cuidaaado, viene el otro… AaalaaAAAnnn”

La voz se entrecortaba y el sonido se perdía unos instantes, las
interferencias hacían difícil escuchar aquella voz que parecía múltiple
(voces muy graves, voces gritonas y agudas hablaban al unísono gritando
mi nombre) pero que a un mismo tiempo era muy definida y uniforme y,
mientras, la voz del locutor seguía relatando las noticias de actualidad
como si este mensaje fuera simplemente una interferencia.

Pero no parecía serlo, al menos parecía intencionada, pues aquel mensaje se
repetía una y otra vez. El conductor parecía no escuchar lo que yo estaba escuchando. Pero lo peor de todo es que soy Alan Salamanca, y aquello no
tenía explicación. Mi cabeza comenzó a dar vueltas, sintiéndome
mareado… las náuseas se apoderaron de mí y tuve que pedir al taxista que
parara.

Enfadado por mi inoportuna indisposición aquel capullo paró en el arcén
derecho, en medio de la carretera N-332, salió del vehículo haciéndose
invisible y, rodeando el coche por su parte trasera, se acercó gritándome:

— ¿Qué cojones te pasa pirado?

Yo vomitaba mientras el mensaje de radio seguía repitiéndose una y otra
vez. Aquel enano me gritaba que bajara del taxi porque estaba ensuciando
el asiento con esa asquerosa sustancia verdosa que salía de mi boca a
borbotones sin que pudiera hacer nada para impedirlo, aunque en realidad
tampoco me hallaba en condiciones de hacerlo, pues mi cuerpo había
dejado de obedecer a mi mente, y me había convertido en el títere de
alguna fuerza extraña que había conseguido invadirme a través de aquel
mensaje radial.

Aguantando el asco que le inspiraba mi figura cubierta de baba maloliente,
el taxista intentó arrojarme de su vehículo a empellones sin conseguirlo. La
aparición de esta inesperada resistencia acabó por desquiciarlo por
completo, induciéndole a echar mano de la pistola que seguramente escondía debajo del asiento para casos de emergencia, y esta sin duda lo
era, aunque tuviera un cariz diferente de lo usual.

La aparición del arma de fuego no me amedrentó para nada, y me comporté
como alguien que ignorase las horribles heridas que producían los
proyectiles que podría escupir el cañón que apuntaba contra mí, aquel
chofer asqueado, enloquecido, cuyo dedo estaba presto a apretar el gatillo.

Lo miré con la indiferencia del que se sabe más fuerte que todas las
amenazas juntas, y abrí mi boca, pero no para decirle algo sino para
rociarlo con la misma baba que había manchado la tapicería del vehículo
que conducía. La sustancia verdosa que salía de mi boca cayó sobre él
como una especie de catarata poderosa y veloz que lo cubrió en un
santiamén de la misma mierda que intentaba erradicar de su entorno, pero
esta vez esa mierda no solamente olía mal, su mero contacto era capaz de
hacer daño, y precisamente eso era lo que le estaba haciendo a la ropa, y
por ende, a la piel de aquel infeliz que ahora empezaba a gritar y a
retorcerse de dolor, mientras la baba que lo cubría se extendía más y más
por su cuerpo, abriéndole las carnes hasta llegar a los huesos. Cuando el
proceso culminó, una especie de vaho luminoso se desprendió de la momia
del taxista, para dar un salto en el aire y meterse dentro de mi cuerpo. De
repente me sentí más fuerte, más capaz y con unas ganas enormes de servir con entusiasmo a la Gran Cosa por la que sentí haber sido reclutado para
su rebaño.

A través del parabrisas, atisbé el exterior, y me di cuenta que las cosas
habían cambiado mucho desde que había abordado el taxi: el cielo estaba
repleto de estelas ascendentes, parecidas a las que dejan los misiles
antiaéreos cuando despegan, y cada una de ellas se hallaba rematada por un
núcleo luminoso que titilaba en pos de la Gran Cosa que presentía
camuflada por encima del techo de nubes. El tráfico se había detenido
convirtiendo el asfalto en una especie de gigantesco cementerio de
vehículos de toda índole en cuyo interior podrían estar desarrollándose
dramas semejantes al que me había acontecido a mí: “después de todo
siempre hay aparatos de radio instalados en las consolas de los vehículos,
por ende era posible que el Llamado de la Gran Cosa hubiera afectado, a
través de ese medio, a miles de ciudadanos que estuvieran a bordo de un
taxi o de cualquier tipo de automóvil de manera coordinada en el momento
en el que había irrumpido en el éter de Northsweed” —pensé para mí.

Abrí la puerta del taxi, y descendí del mismo, no tanto para alejarme de la
triste momia que se quedaba ante el volante, sino porque sentí la necesidad
de entrar en contacto con otros prójimos a los cuales el Llamado de la Gran
Cosa habría convertido en leales secuaces de sus deseos.

Con paciencia y habilidad logré sortear el dédalo de vehículos detenidos
que obstruían la pista por completo. Decidido a hacer a pie el trayecto que
todavía me separaba del aeropuerto Montgomery, mis pasos me condujeron
hacia la acera más próxima cuando me di cuenta que algo extraño también
estaba sucediendo ahí. Un perro pastor alemán, con el collar puesto, se
encontraba vomitando sobre el cuerpo de un hombre caído de bruces sobre
la acera, y vestido con ropa deportiva. Al lado de la mano izquierda se
observaba una bolsita plástica llena de heces de perro. El animal vomitaba
con vehemencia, y emitía un ruido muy semejante al de la tos, sin embargo
no permanecía quieto mientras realizaba esta acción, por el contrario se
movía alrededor del yaciente con el fin de cubrir todo el cuerpo de aquel
hombre con la sustancia que evacuaba de sus fauces; la ejecución de ese
procedimiento me dio a entender de que el perro también formaba parte de
la legión de contactados por el Llamado. En ese momento comprendí que
el mismo, se había manifestado de diversos modos en las distintas partes
que componían el conglomerado urbano de Northsweed, como si una
especie de bomba hubiera estallado imperceptiblemente sobre la ciudad
afectándola por completo y para siempre; por asociación de ideas pensé en
las bombas atómicas que arrasaron Hiroshima y Nagasaki, y aunque
Northsweed continuaba vigente en el mapa, estaba claro que algo raro
estaba sucediendo, y que la ciudad se había convertido en la antítesis de lo
que usualmente era, es decir, un lugar silencioso y fantasmal plagado de peleles que iban de aquí para allá, sin que pudiera saberse adonde iban y
qué querían hacer con sus vidas. Lo mismo podría ser aplicado a mi caso,
pues aunque yo tenía claro que mi destino era el aeropuerto de
Montgomery, no sabía el porque me urgía llegar a ese lugar, lo único que
podía decir era que tenía que hacerlo, aunque los motivos fueran
completamente nebulosos en el actual estado de mi mente. Quizá el antiguo
Alan Salamanca hubiera podido recordar su objetivo cabalmente, pero
lamentablemente esa parte de mí se encontraba ausente en ese momento.

Cuando el animal terminó de cubrir el cuerpo de aquel hombre con la
sustancia que manaba de su hocico, el mismo principió a resplandecer
mientras, a la par, se iba encogiendo hasta quedar reducida a la condición
de unas volátiles pavesas luminosas que el perro atrapó haciendo
entrechocar las mandíbulas para luego engullirlas con voracidad y rapidez.
La culminación del rito me hizo saber que el can y yo pertenecíamos a la
misma legión de convocados por el Llamado que, misteriosamente, se
había esparcido por toda Northsweed. Lo que acababa de contemplar: un
perro tragándose la esencia vital de su amo (porque no me cabía duda de
que ese hombre estaba en calidad de tal en el anterior estado de cosas) me
lo confirmaba.

El perro me dirigió una mirada plena de inteligencia, a la par que movía la
cola, luego sacudió su cabeza, se dio la vuelta y echó correr hacia una arboleda situada muy cerca de donde acababa la acera; la acción del perro
me generó una tormenta de sentimientos encontrados, por un lado estaba
mi destino primigenio: el aeropuerto de Montgomery, y por otro la
perplejidad que experimentaba ante el hecho consumado de que la entidad
que había emitido el Llamado hubiera considerado que también los
animales podían ser herramientas útiles para sus designios; podría decirse
que me hallaba ante una encrucijada, indeciso ante que ruta seguir. De
pronto sentí un leve mareo y en mi mente las imágenes de ambas sendas se
entreveraron de manera acuciante, formando un camino único que sólo
esperaba ser seguido, así que me eché a andar con los ojos cerrados, como
si estuviera ciego y tuviera una especie de sonar guiando mis pasos.
Cuando los abrí me di cuenta de que había seguido las huellas del can;
ahora me encontraba en medio de un espeso bosque, y cobijado por las
umbrosas copas de unos árboles gigantescos a través de los cuales se
filtraba unos tenues rayos de sol, que iluminaban débilmente el claro
adonde había llegado. No paso mucho tiempo para que mis ojos se
adaptaran a aquella cavernosa claridad, entonces pude distinguir la silueta
de un hombre joven con el pelo largo y la barba crecida, como si fuera un
hippie. A su lado estaba ese perro cuya pertenencia al clan de los Llamados
por la Gran Cosa me había asombrado tanto. Ambos se encontraban muy
cerca del tronco de uno de esos árboles enormes; en concreto el tipo con
apariencia de hippie se encontraba apoyado con la espalda recostada sobre el tronco, como si descansara de algún trabajo realizado durante la jornada,
sin embargo el resto de su cuerpo se mantenía bastante activo, sobre todo
sus manos y sus ojos, los cuales se hallaban enfrascados en un febril
intercambio de información con un misterioso destinatario, a través de un
teléfono móvil. Mientras tanto el can permanecía sentado sobre sus patas
traseras, en actitud vigilante, con los ojos y el hocico apuntados
directamente hacia mí. Por un momento aparte mi vista de ellos, y me di
cuenta de que se hallaban rodeados por un montón de bultos fláccidos
esparcidos por aquí y por allá, como si fueran las bajas de un combate
reciente. A pesar de verlos muy de reojo, pude advertir que se trataba de
prendas de vestir masculinas y femeninas entremezcladas y superpuestas en
los mismos lugares donde debieron estar los cuerpos que las habían
cubierto. La sola visión de ese amasijo de ropas dispersas daba pábulo a
preguntarse ¿dónde demonios estarían los cuerpos?

Volví a mirar al hombre barbudo, vi en su frente una cicatriz de forma
extraña, parecida a un monograma particular, y sentí la frialdad de sus ojos
clavándose en medio de mi frente como si fuera la punta de un proyectil
dirigido por un francotirador. Me pregunté qué estaría pasando por la
mente del barbudo cuando separó sus labios para mostrar una boca erizada
de dientes puntiagudos y enrojecidos, muy parecidos a los del perro que
estaba a su lado, el cual a empezó a ladrar con ferocidad como si estuviera invadiendo su territorio. El barbudo apaciguó al can con una caricia de su
mano cubierta por un sucio mitón de lana, pese a ello permanecí alerta,
atento a lo que pudiera pasar, pues la visión de aquella ropa diseminada
sobre la tierra me hacía suponer que la capacidad de asimilación de almas
humanas por parte del Hippie (algún nombre tengo que darle y no se me
ocurre otro mejor) era mucho mayor que la mía, y en teoría, eso le hacía
más fuerte que yo. Por aquella razón mi cuerpo permanecía en tensión,
pues hasta ese momento ignoraba todo sobre aquel individuo e incluso
sobre mí mismo y mi misión. No sabía si era lícito que nos hiciéramos la
guerra entre nosotros mismos.

El Hippie frunció el ceño, en señal de desaprobación, por la evidente
desconfianza que estaba manifestando hacia su persona, y para romper el
hielo me dirigió la palabra

— Te ruego que disculpes a Hitler, forastero. Le gusta mucho enseñar
los dientes y gruñir pero sería incapaz de hacerte daño. Tienes la marca
del Amo sobre la frente, igual que yo.

Esas palabras me hicieron llevarme la mano hacia mi frente, y en efecto
comprobé que alguien había labrado una cicatriz de contornos angulosos y
retorcidos.

—Eso quiere decir que somos parte del mismo equipo—respondí con una
sonrisa en los labios, ahora que sentía que la tensión había bajado. El perro lucía amistoso, como la más plácida de las mascotas. Todo estaba
bien entre nosotros.

— ¿Te gustaría saber dónde estás forastero?—dijo el Hippie con una voz
melosa, en la que se adivinaba un matiz de sabelotodo. ¿Provenía esa
actitud del tipo de conexión que existía entre la Gran Cosa y él?

—Por supuesto—repliqué—mi verdadero destino es el aeropuerto de
Montgomery, debo estar ahí para cuando la Gran Cosa Que Nos Llama
tome tierra, pero me desvié un poco porque supuse que aquí pasaba algo
realmente importante, además de sentir una atracción irrefrenable que no
puedo explicarme.

—En efecto, así es—contestó el Hippie pavoneándose un poco—yo era un
don nadie hasta que sentí el Llamado, me dedicaba a cobrarles un peaje a
las parejas que venían a La Arboleda en busca de intimidad. Escuchaba los
gemidos de las féminas cuando las penetraban. Eso me daba mucha
envidia, pues a mí las mujeres nunca me han hecho caso, pero todo
cambió… encontré justamente al pie del árbol este teléfono, al principio
pensé que me serviría para entretenerme y no pensar en el placer ajeno.

— ¿Quieres decir que la Gran Cosa se te manifestó a través de ese
móvil?—dije asombrado.

—Así es—clamó el Hippie con voz estentórea— ¡Ahora todos esos
malditos fornicadores ya no están aquí para seguir copulando y haciendo
ruidos perturbadores!

— ¿Y dónde están?—le interrogue sumamente interesado en el destino
final de aquellos chicos.

—Pues la respuesta es obvia, y seguro que te la imaginas—dijo el Hippie
con un tono de superioridad que se estrelló contra el muro de mi silencio
— ¡los envié directo al vientre de la Gran Cosa! Hasta el momento soy el
que más almas le ha enviado de todos los llamados de Northsweed—se
puso a clamar el Hippie como para que pudiera oírlo alguna oreja
escondida en el bosque. Pero lo único que consiguió fue poner en estado
de alerta a Hitler, que se puso a ladrar para espantar un peligro inexistente.

—Creo que tú y yo debemos ir a Montgomery a recibir nuestra recompensa
¿Qué dices? ¿Hacemos el camino juntos?—dije en voz alta intentando que
mis palabras fueran oídas por encima de los ladridos de Hitler…

Ladridos, ladridos martilleando en mi cabeza como queriendo transmitir
algún mensaje que no llego a comprender. Dolor, un dolor de cabeza
insoportable cuando abro los ojos y me veo en el asiento de atrás del taxi
con el enano sobre mí, atizándome de guantazos en la cara y gritando:

— ¡Despiertaaa! —su cara roja y su aliento de perro hacían que me sintiera
aun peor de lo que ya estaba.

Afuera un perro grande y bastante fiero ladraba junto a su dueño, un
extraño individuo humano de aspecto fachoso y mugriento cuyos dientes
afilados y podridos exponía sin pudor en una sonrisa perversa ante la
escena del enano que, montándome cual amazona al galope, agitándome
bruscamente, y cogiéndome de la pechera, me golpeaba la cara con furor.

Abrí los ojos pesadamente, me sentía completamente deshecho y con tal
malestar físico que me impedía mover ni un músculo de mi desgraciado
cuerpo. El enano al ver que reaccionaba se sentó a mi lado, estaba sudado
del esfuerzo. El perro seguía ladrando y el hippie riendo. Le pregunté sin
casi fuerzas para hablar:

— ¿Qué me ha pasado?

— ¡Desgraciadooo! — Gritó el enano enojado— ¡Te pusiste a vomitar en
mi taxi, intenté que lo hicieras fuera y te caíste redondo al suelo…! ¡Eso ha
pasado! ¡Y llevo como diez minutos intentando reanimarte!—y mirando al
hippie continuó—y este tío quiso ayudarme y lo empeoro todo con ese
perro repugnante que se te hizo pis encima… y…

— ¡Ey, Ey, Ey… para! ¡Que te pasas tío… que Hitler solo quería ayudar!
—y con cara de verdadera repulsión hacia el enano, se apartó del coche y
siguió su camino cagándose en nosotros.

Tras mirar al enano a los ojos, casi como identificándonos contra aquel ser
abyecto de perro sádico, intenté salir del coche para airearme. Estaba claro
que ya no llegaba al aeropuerto. No quedaba muy lejos pero, aun así, mi
vuelo estaba perdido. El taxista me miró apenado, y acercándose con mi
cartera en la mano me soltó:

—Mire, no sé qué lleva usted aquí adentro, pero debe ser muy importante
para querer salir del país por ello. Venga, súbase que le llevo. Me cae bien,
al fin y al cabo, solo es un tipo asustado huyendo de algún otro que debe
estar cagándose en su madre. Suba que le llevo.

—No, déjelo, y…en cuanto a lo que llevo aquí, es algo personal. No puedo
decírselo.

¿Me hablaba de usted después de haberme insultado?

Yo no sabía si lo que acababa de vivir en mi inconsciencia era una
pesadilla producto de una enfermedad psiquiátrica incipiente, producto del
estrés, o era una especie de visión reveladora de algún mensaje oculto
desde el más allá, pero tenía claro que aquel taxista podría ser alguien que
estaba metido en todo el ajo. La cuestión era que el asunto no podía ser tan complicado para que a mí alrededor estuviera formándose una especie de
conspiración. La clave estaba en lo que llevaba en mi cartera de trabajo.
Eso valía incluso la vida misma. Sin embargo, no podía ser… era
completamente imposible que nadie más supiera sobre el asunto y menos
un taxista cualquiera que, aunque peculiar, era uno más, aleatorio, casual,
imposible de conectar conmigo o mi empresa de ninguna manera. Así que
despedí al tipejo pagándole más del doble de lo que suponía aquel trayecto
tan accidentado, y me dispuse a llegar al aeropuerto en metro.

El enano me remiró de arriba abajo y me soltó un:

— ¡Que te jodan, Alan Salamanca, a ti y a tu misión, no acabarás con la
vida en la tierra porque aquí estamos los de la resistencia para impedirlo!
— no entendí aquella repentina revelación del taxista, que parecía entender
mejor que yo mismo, lo que estaba ocurriendo. Pero se montó rápido en su
coche y desapareció entre la multitud de enjambres sobre ruedas.

Me di media vuelta y fui por la calle con mi cartera asida en mi mano
derecha. Con la izquierda intentaba limpiarme la chaqueta americana con
un clínex que el enano me había dado para tal menester cuando, de repente,
escucho una voz desde atrás, como salida del suelo. Me volví asustado:

— ¡Aaaalllaaaannn Salalmancaaa!

Cuál no sería mi sorpresa al ver, plantados detrás de mí, al Hippie y a su
perro observándome con una sonrisa medio sociópata en su cara. Y digo en
la de ambos porque aquel chucho sonreía mostrando las mismas
deformidades en su boca y dientes que su decrépito dueño.

— ¡¿Qué hacéis aquí?! ¿Me habéis seguido?

Ambos mantenían la sádica sonrisita que producía en mí un auténtico
escalofrío en la piel y una sensación agobiante de irrealidad. Entonces para
sacarme de quicio, quedándome además de paralizado por el terror, mudo,
completamente mudo, el perro se me puso a hablar y el tipejo a ladrar. La
gente que pasaba miraba la escena y sonreía de manera igualmente sádica:
y yo allí paralizado de terror pensé que debía estar volviéndome loco.

—No te preocupes Alan Salamanca, sabemos lo que tratas de ocultar.
Danos el maletín y asunto arreglado—dijo el perro sonriendo a un mismo
tiempo que hablaba con voz grave y profunda nada acorde a su tamaño.

— ¡Guau, guau, guau, guau, guau…!—dijo el hippie, poniéndose colorao.

— ¡¿Pero qué es estooo…?!—y cogiendo mi maletín entre los brazos y
apretándolo sobre mi pecho, comencé a correr hacia la boca del metro, en
una carrera frenéticamente peliculera.

Ambos me observaban perdiéndome en la distancia sin perseguirme y, al
girarme un segundo para comprobar que estaba a salvo, les vi mirarse, sonreír y, entonces sí, comenzar una carrera veloz hacia mí. Sus caras
estaban descompuestas y la mía más aún porque un terror profundo se
apoderó de mi cuerpo. Creí que me quedaría paralizado por el horror al ver
aquellos dos rostros deformes que, a la carrera, parecían perder parte de su
homogeneidad natural, como si la inercia se llevara tras de sí sus carnes. El
perro sacaba la lengua y ésta le babeaba una sustancia pastosa y verdosa
como en mi supuesto sueño y que, a todas luces, era más real de lo que me
había pensado al despertar. El hombre parecía correr con sus articulaciones
de las rodillas invertidas, como las aves, lo cual aumentaba el miedo que
sentía al ver como se acercaban a mí. Seguí corriendo hasta la boca del
metro “ Highblood Square” y bajé a todo correr las escaleras con suerte de
no resbalar ni caer en ningún momento. Sin embargo, a los pocos segundos
de haber entrado por aquella boca, me di cuenta de que algo terrible estaba
pasando. Había gente tirada por el suelo, parecía que estaban muertos, sin
embargo, algunos de ellos seguían moviéndose en el pavimento sucio de
baldosas blancas y negras, retorciéndose de dolor y gimiendo. Yo estaba al
límite de mis posibilidades de comprensión y me paré en seco al ver que si
seguía hacia abajo, me topaba con que la oscuridad envolvía los túneles
subterráneos y que las escaleras mecánicas estaban completamente paradas,
todo el suelo y paredes parecían llenos de aquella sustancia viscosa y
maloliente.

Alguien parecía llorar desde debajo de una de las escaleras mecánicas
averiadas pidiendo auxilio; yo, desde arriba, no sabiendo si bajar, porque
me aterrorizaba la negrura de aquel agujero, miraba desde arriba intentando
ver en la oscuridad; el hippie terrible y Hitler entraban lentamente en el
metro y conforme se acercaban, sus ojos comenzaron a brillar como
linternas. El perro gritó ronco:

— ¡El maletín, danos el maletín y todo se acabará…Alaaaan
Salamaaancaaaa!

Entonces, bajé aquellas escaleras y ahora sí me tropecé con algo o alguien
allí tirado, y rodé por ellas magullándome el cuerpo y dándome un terrible
golpe en la cabeza que debió dejarme inconsciente.

De repente al despertar, me veo rodeado de personas intentando ayudar, el
metro está a pleno rendimiento, un hombre de pelo canoso que dice ser
médico está reanimándome y otros hacen hueco alrededor mío para que
pueda levantarme y respirar sin agobios. El médico me mira a la cara de
frente y dice:

—Se ha caído por las escaleras y se quedó inconsciente, pero mucho me
temo que un vagabundo ha aprovechado la ocasión para robarle. Le vi salir
corriendo a él y a su perro—y señala con su dedo índice el túnel del
metro—por allí. Si va a denunciar tome mi teléfono, iré gustoso de testigo,
ojalá les pillen, ¡menudos sinvergüenzas!

Nada pude decirle al buen hombre. Mi cara lo dijo todo, había perdido el
maletín…ya nada tenía sentido. Mi vida podía, muy bien, terminar en ese
momento porque a partir de ahora todo se iba al traste. Y recuperar el
maletín, era casi imposible.

La tensión me estaba destrozando los nervios, pero no sería saludable
permitir que me dominase por entero, quizá era momento de
incorporarse y calmarse un poco, mientras sopesaba posibilidades: ante mí
tenía un móvil que este buen samaritano me estaba prestando, lo miré
durante unos segundos como si fuera la pieza más valiosa de un tesoro
oscuro; Pelo Canoso ( decidí bautizar así al galeno con vocación de
samaritano) había pronunciado la palabra “ denunciar”, y la acepción de
ese verbo se convirtió en un rayo de luz en medio de mi desesperación,
pues tuve la percepción de que la Gran Cosa, me enviaba aquel aparato
para comunicarme con su omnipotencia. Cogí el móvil y mi dedo pareció
bailar sobre su pantalla táctil, mientras componía el número mágico que
haría que mi voz llegase hasta donde se encontraba. El monótono tono de
espera suministró la expectación necesaria al momento, mientras Pelo
Canoso me miraba con unos ojos llenos de piedad, quizá sentía que estaba
haciendo su buena obra del día y se sentía orgulloso por ello, pero a mí no
me gusta que me miren así. Sin embargo ahora lo más importante era
hablar con la entidad que me había convocado para que hiciera algo que me ayudase a recuperar el maletín que el Hippie me había hurtado… A mi
alrededor el círculo de ociosos que me había rodeado se estaba
deshaciendo, ahora que no estaba ocurriendo nada que justificara su
presencia, el único que se quedó fue Pelo Canoso, mi nuevo amigo.

De pronto oí una voz estentórea saliendo del móvil que sostenía sobre la
palma de mi mano, hablaba un idioma extraño y quizá incomprensible para
Pelo Canoso, más no para mí; el sonido era tosco y gutural, y un no
iniciado podía suponer que estaba hablando en alemán, pero yo sabía que
no se trataba de esa lengua, sino un idioma que se gestó más allá de lo
límites de este mundo. Pelo Canoso no lo sabía, y su ignorancia me haría
el favor de quitarle el cariz extraordinario a lo que estaba sucediendo aquí;
a fin de cuentas lo que importaba era que no se le ocurriera entrometerse.
Empecé a hablar, en el mismo idioma en el que se estaban comunicando
conmigo, y le dije todo lo que me había pasado desde que abandoné el taxi,
sin omitir ningún detalle. Cuando terminé me sentí bastante confortado,
casi como si me hubiese quitado un pesado lastre de encima, y solo
esperaba que la Gran Cosa no se le ocurriera castigar mi torpeza
tirándome al suelo y haciéndome convulsionar como un epiléptico. Sin
embargo mi temor no se vio justificado pues nada ocurrió: pero lo peor no
era precisamente esto, sino que la entidad todavía no me había respondido.

Pelo Canoso me sacó de mi abstracción pidiéndome con mucha educación
la devolución del móvil (que tan espontáneamente me había prestado),
pero el caso era que, por el momento, no podía devolvérselo pues tenía una
comunicación pendiente. Le di la espalda y eché a correr hacia afuera del
metro con toda la rapidez de la que eran capaces mis piernas. Mi acción
bastó para transformar a mi benefactor un ser desairado y enfurecido que
clamaba desaforadamente intentando llamar la atención de los policías de
aquel sector del metro. Gritaba mucho y el ruido que producía podría
distraerme de la recepción del mensaje que esperaba cuando éste fuera
emitido. Raudamente volví la cabeza, y divisé a Pelo Canoso parado en
medio de la estación, con el brazo derecho alzado y señalando la dirección
por donde había escapado. Una pareja de policías había acudido y corrían
detrás de mí, lo que me obligaba a hacer algo radical para deshacerme de
ellos. Lo que menos me convenía era enfrascarme en una lucha contra ellos
cuando tenía algo más importante que hacer; en ese instante abrí la boca
como si fuese a decirles algo para convencerlos de que dejaran de
seguirme, sin embargo no fueron precisamente palabras las que brotó de mi
boca, sino mi lengua escindida en tres porciones bastante gruesas que
salieron proyectadas, como cables de sujeción, hacia Pelo Canoso y los
policías (como lo haría un sapo cuando pretende cazar a un insecto) Del
mismo modo, mi lengua tripartita latigueó el aire y acabó enroscada
alrededor de sus cuellos. Me concentré en la idea de estrangularlos y empecé a apretarlos con mucha fuerza para que la agonía de estos tipos no
fuera demasiado larga; al rato tres figuras inertes se desplomaron sobre el
piso… ¡algo luminoso pareció emerger de aquellos cuerpos yacientes para
dirigirse hacia el grisáceo cielo que cubría Northsweed! En ese momento
los apéndices linguales soltaron el cuello de mis presas, y mi lengua
recuperó su aspecto original, volviendo a ocupar el lugar que le
correspondía dentro de mi boca ante el asombro de los viandantes. Yo
quedé tan asombrado como el resto de personas que habían presenciado tan
extravagante fenómeno, pues hasta ese momento desconocía que tuviera la
capacidad para hacer algo parecido. Todo había ocurrido en un abrir y
cerrar de ojos, y no sabía si sería el momento de darle rienda suelta a mi
ser jactancioso debido el inusitado poder que acababa de descubrir en mí
pero, al instante, comprendí que ninguna facultad extraordinaria me
pertenecía realmente, era tan sólo una aditamento añadido por la Gran
Cosa. Sin duda lo que acababa de ocurrir me presentaba como un ser
extraño y abusivo ante los ojos de mis congéneres humanos, pero me
serviría para instaurar una barrera de miedo entre ellos y yo, por lo menos
mientras esperaba el mensaje que la Gran Cosa sobre lo que podría hacer
para recuperar el maletín de las manos del Hippie y su malhadado perro.

De pronto, el tono de llamada del móvil llenó mis oídos por completo, ¡por
fin la Gran Cosa se dignaba comunicarse conmigo para decirme como podría localizar al Hippie y a su pulgoso acompañante! La entidad
pronunció las palabras en un tono extraño y amenazante que al principio
me sorprendió, aunque luego comprendí que no estaba dirigido
precisamente hacía mí sino hacia el Hippie y su can, por haberse apropiado
de algo que no estaban autorizados a tener, ni manipular.

—Ignoramos con qué propósito nuestro acólito Clifford Woermann (en ese
momento recién me enteré como se llamaba el Hippie) ha hurtado la
Baliza Número Uno. No presagia nada bueno para los miembros menores
de la Manada que me han acompañado en mi viaje por la fría oscuridad del
espacio. La Baliza indica la zona en la cual ellos pueden aterrizar con
relativa seguridad, si eso no ocurre en las condiciones adecuadas los
miembros de mi Manada pueden resultar lesionados, y hasta perecer.
Después de todo son naves biológicas y vienen agotadas por una travesía
bastante larga.

—El maletín… ¡ahora cobra sentido! — Me dije a mí mismo en voz alta—
Eso quiere decir que los entes de la Manada solo siguen la señal que les
envía la Baliza confiando en que están arribando a terreno seguro—
continué, casi inconscientemente, mientras la Entidad proseguía hablando.

— Mantengo una débil conexión con él, y sé por dónde anda, es más, el
maldito cínico continúa enviándome la energía que le quita a las personas que encuentra en su camino, pero no envía su tributo adecuadamente y eso
debilita su localización…

—Sin duda su conducta resulta inexplicable, aunque parece propia de un
doble agente o tal vez lo mueva un simple interés anarquista por
revolverlo todo—reflexioné intentando comprender.

— ¡¿Te puedes callar mientras hablo?!—estalló la entidad molesta por las
constantes interrupciones que venía haciendo. El súbito sermón no me hizo
perder la compostura, simplemente permanecí callado y deje que
continuará perorando.

— ¡Cierra la boca, solo quiero que escuches! Woermann y su pulgoso
Fuhrer no están demasiado lejos de donde estamos hablando tú y yo. Han
regresado a ese bosquecillo donde lo encontraste, al parecer pretende
manipular la Baliza para hacer que la Manada tome La Arboleda como un
punto de referencia y aterrice en un lugar más amplio y adecuado. Reitero
que no sé lo que pretenda, su mente es una maraña. Ha cruzado la línea más
peligrosa de todas y quiere jugar con cosas que apenas comprende. Quiero
que lo dejes con las manos vacías, que estrujes su cuello y el del perro líder
con esa gran lengua que te otorgué y con la que asesinaste a tus
perseguidores. ¿Puedes hacer el trabajo?

La pregunta era meramente retórica, realmente no se me daba a elegir nada.
Simplemente se me encargaba una misión y tenía que demostrar mi valía aceptándola sin chistar. De súbito, la comunicación se cortó y en mi mano
solo quedó un aparato que había cumplido con creces su función primaria
de poner en contacto a dos partes distantes, y que ahora no servía para nada
demasiado importante.

Ahora me enfrentaba al problema de llegar a tiempo a la Arboleda, y
aunque estaba cerca del lugar donde me encontraba, me sentía sin fuerzas
físicas para llegar a tiempo. Tuve el pensamiento de volver a marcar el
número mágico, pero la vergüenza me detuvo, pues aunque la misión me
había sido impuesta, creí necesario mostrar ingenio e iniciativa. Tomé la
decisión de arrojar el móvil a un cubo de basura cuando una inesperada
irrupción del tono de llamada me disuadió de hacerlo. Presioné el botón
virtual que abría la comunicación, acerqué el móvil a mi oído y volví a
escuchar la voz gutural de la entidad hablándome con el apuro de quien
está manejando varios asuntos al mismo tiempo.

— ¡Salamanca, quédate dónde estás! Acabo de enviar a por ti una nodriza.
Levanta la cabeza y escudriña el cielo… la verás emerger desde el techo de
nubes, aleteando como un enorme pájaro negro ¿Puedes verla ahora
mismo?

Examiné escrupulosamente el cielo en busca de la criatura que venía por
mí, al principio la divisé como una punto casi insignificante que fue
creciendo paulatinamente hasta aparecer, ante mis ojos, como una especie de cometa viviente y oscura que se deslizaba con pericia a través de las
corrientes de aire. Me pareció una criatura muy parecida a las mantarrayas
oceánicas.

—Sí, ya la veo—contesté a la par que agitaba el brazo que tenía
desocupado para hacerme notar en medio del paisaje.

—Muy bien—replicó la Gran Cosa—lo único que tienes que hacer es
esperarla y mirarla a la cara cuando llegué a tu lado. Te reconocerá como
uno de los nuestros. No habrá más contactos telefónicos contigo, Alan, ve y
cumple tu cometido.

Aparte el móvil de mi cara y lo dejé caer al suelo sin pensar más en su
destino, ahora toda mi atención estaba puesta sobre aquella sinuosa silueta
que se acercaba. Era casi hipnotizante verla volar en medio del aire con esa
parsimonia tan elegante y llena de fascinación natural. Fue un espectáculo
delicioso, y lo disfruté hasta que la criatura llegó a mi lado y su cuerpo
romboide hizo un ejercicio de equilibrio sobre su diminuta cola; enseguida
enfocó varios de sus ojos sobre mí abarcando no solo mi rostro sino todo
mi cuerpo como si lo estuviera escaneando de pies a cabeza. En ese
instante, me pareció caer en los brazos de un sueño dulce y profundo que
no duro demasiado pues cuando abrí los ojos supe que estaba cobijado,
cuán largo era, dentro de aquel cuerpo romboide que ahora hacía las veces
de una carlinga desde la cual podía atisbar, a ojo de pájaro, toda la parálisis que afectaba a Northsweed, la ciudad estaba colapsada. La invasión había
comenzado.

No me hallaba demasiado cómodo en esa posición pues me encontraba
apiñado y con el aire justo para respirar pero, al menos, estaba haciendo el
viaje mucho más rápido de lo que tenía previsto. La criatura descendió y se
posó con firmeza sobre el suelo cubierto de hojas. Me pareció que abrió su
vientre como si fuera una especie de bodega de bombas, para expulsarme
afuera con vigor. Una vez hecho esto se olvidó de mi existencia y agitó sus
alas membranosas para volver a remontar el vuelo.

Quedé posado sobre el prado de La Arboleda y eché a andar por una
especie de trocha abierta entre los árboles, que me condujo hacia un
extenso claro, en cuyo centro destacaba la silueta de Woermann sentado
con las piernas cruzadas, con la mirada concentrada sobre una especie de
rectángulo brillante que, a esa distancia, podía tomarse como una pantalla;
a su lado estaba Hitler, el pastor alemán, sentado sobre sus cuartos
traseros, atisbando al cielo y ladrando desaforadamente cada vez que sus
sentidos captaban algo de movimiento en el cielo. Sin duda habían hecho
contacto con la Manada y estaban intentando orientar su aterrizaje. La
Manada parecía luchar contra las fuertes corrientes de aire de las capas
altas de la atmósfera.

El maletín, abierto completamente sobre el suelo delante de Woermann y
Hitler, emitía aquel holograma que proyectado hacia el cielo asemejaba un
rectángulo brillante cuya luz pulsada, ondeando en círculos de manera
potente, acababa de ver unos segundos atrás. Me quedé observando mis
posibilidades de intervenir. ¿Cómo podía evitar que la Manada aterrizara en
el lugar equivocado? Me sentía completamente impelido a evitar este atroz
acontecimiento. Éste no era el lugar elegido por la Gran Cosa del Cielo,
(yo sabía exactamente qué era lo que tenía que hacer: recuperar el maletín)
así que me acerqué sigilosamente desde atrás, intentando que no se dieran
cuenta de mi presencia. Me puse a cuatro patas y, gateando, me acerqué a
ellos. Ambos parecían extasiados mirando la figura geométrica en el cielo,
y parecía que la Manada comenzaba a bajar. Miles de puntos oscuros,
parecidos a titilantes estrellas negras, emergían detrás de las nubes grises
que, aquel día, encapotaban el cielo produciendo en mí un mareo al
mirarlas fijamente. Tuve que mirar unos segundos hacia abajo, fijar mi
mirada en el suelo y respirar hondo, porque si seguía mirando hacia arriba
iba a desmayarme. Me encontraba detrás de los dos ladrones, podía
haberles asestado un golpe mortal y haberles robado la baliza número uno,
llevarla al aeropuerto y allí, sí, proyectar la señal que cual faro en el mar,
señalaría el lugar correcto de aterrizaje de aquellos seres extraterrestres
cuyo fin último no se me había revelado.

Woermann y Hitler, al escucharme respirar con fuerza y agitación, se
volvieron hacia mí. El perro rabiaba, sin ladrar, mostrando ferocidad y unos
dientes terriblemente afilados que amenazaban con destrozarme el
pescuezo, el hippie sin embargo parecía mirarme con cara de tristeza.

—Déjalo Alan, no te esfuerces más… esto es solo un sueño, ven y lo
comprobarás.

— ¡Méntiraaa, la Gran Cosa me ha elegido para que su manada aterrice
donde debiera!, ¡van a eliminarnos a todos y yo, Alan Salamanca, he sido
elegido para procurar que su fin llegue a buen término!—le grité
horrorizado, pues de repente aquel tipo despreciable quería mostrarse como
mi aliado. Mi corazón palpitaba como ahogándome con su feroz trasiego de
sangre. Me sentí enfermo, realmente enfermo y desamparado. Miré a
Woermann de manera inquisitiva, pidiéndole una explicación racional sin
decirle nada.

—Sí, cierto, sin embargo estás equivocado conmigo Alan. No dejaré que
La Gran Cosa del Cielo se apodere del mundo de los hombres. Ni de ti.

Mientras el hippie seguía sermoneándome, yo me sentía cada vez más
débil, y fue entonces cuando el perro se me acercó y puso sus fauces
abiertas delante de mi cara. Pensé que era mi fin, este animal me iba a
propinar un mordisco en toda la cara e intenté que mi lengua volviera a
salir proyectada hacia él para poder estrangularle, evitar su mordida y para ayudar a mi amo. Los seres alados parecidos a las rayas marinas estaban
aterrizando en La Arboleda. No era el lugar apropiado. No lo era. Y mi
lengua tampoco esta vez se transformó en la prensil de los batracios,
dejándome con la boca abierta y mi lengua humana de cuatro centímetros
fuera, dándome aspecto de bobo.

Una mantarraya bajó veloz y me introdujo en su maternal seno, de repente
vi que me alejaba sobrevolando la Arboleda y que ambas figuras seguían
mi trayectoria a través del firmamento. Ascendí cobijado en el vientre
cálido y confortable de aquel ser de otro mundo, y sin darme cuenta caí de
nuevo en un profundo sueño.

Al despertar sentí frío, mucho frio, estaba congelado. Reposaba sobre una
superficie dura y fría. Quise moverme, pero me di cuenta de que no podía.
Me sentía paralizado. Abrí los ojos como buenamente pude, y sentí que
unas presencias se movían a mi alrededor. Presencias que no podía
observar, pero que se hacían perceptibles en su atareado movimiento,
parecían estar manipulando mi cuerpo. Sin embargo, no puedo afirmar que
fuera realmente así, porque no sentía dolor ninguno solo un frío infernal. Sí
infernal, ya que el calor y el frío intenso se confundían cual si de una
misma sensación corporal se tratara. Tras un tiempo indeterminado
sufriendo esta parálisis, y recordando la experiencia vivida durante las
horas posteriores a mi salida del trabajo, volví a dormir sufriendo pesadillas parecidas a las vividas durante mis horas de vigilia, la Gran Cosa del Cielo
seguía mandándome mensajes imperativos en los que me obligaba a
perseguir a aquellos seres horrendos que, en la ciudad de Northsweed,
parecían oponerse a su llegada, ya fuera engañándome o evitando con
ahínco mis acciones en pos de su advenimiento, y de repente, desperté en
una sala de quirófano habilitada para la recuperación tras las operaciones
quirúrgicas. Una amable y bella enfermera se me acercó y me dijo:

—Alan, ¿cómo se encuentra?

— ¿Dónde estoy? —fue mi respuesta un tanto agitado por la incredulidad
del lugar en donde me encontraba postrado.

—Acaba de ser intervenido de un tumor cerebral, pero no se asuste, los
cirujanos han conseguido extirparlo. Se encuentra fuera de peligro señor
Salamanca—dijo la enfermera regalándome una sonrisa de oreja a oreja
diseñada para tranquilizarme y darme confianza.

Mentiría si confesase que la noticia no me impactó, pues ignoraba sufrir
una dolencia semejante, pero viendo las cosas desde otro ángulo me sentí
muy aliviado porque aquella extinta tumoración enquistada en mi tejido
cerebral daba pábulo a creer que todas las experiencia previas a mi
internamiento pertenecían más al terreno de la alucinación que al de la
misma realidad, y suponer eso me confortaba, pues me daba a entender
que no había perdido la razón ! Siempre es satisfactorio saber que uno todavía juega en el equipo de los cuerdos!, y aunque no acertaba a intuir
porqué las espinas de aquella locura se habían cebado precisamente en
mí, encontrarme bien atendido y cuidado me daba la certeza de haber
sobrevivido a los tribulaciones de un mundo quimérico al cual jamás
escogería volver, por eso lo mejor que podía hacer era empezar a olvidarme
de todos los personajes estrafalarios que habían dado sustento a esa
pesadilla pretérita y terrible.

Repentinamente me sentí excitado, la enfermera deambulaba por la sala
trajinando distraídamente, pero algo en ella, algo en sus movimientos, en su
olor, en sus gestos suaves y cálidos hacia mí, me hicieron enfocar mi
atención en la exótica belleza de la mujer, tal vez era el momento de flirtear
un poco(a pesar de que casi no podía moverme por la sopor que todavía
sentía, seguramente debido a los anestésicos) y hacerme una nueva amiga a
quien visitar cuando me diesen de alta: era muy bella, de cara ovalada y
tez broncínea, dotada de unos preciosos ojos verdes que parecían invitar al
observador a perderse en su fondo de jade. La chica frisaba en la treintena
y su larga melena negra se encontraba presa dentro de una cofia blanca, sin
embargo aquel rasgo de sobriedad impuesto por la normativa sanitaria no
bastaba para anular el encanto que emanaba de aquel rostro moreno y terso,
presidido por una mirada seductora e inocente que realzaba su encanto al
unísono de una sonrisa perfecta.

— Alan… Mi nombre es Jessica—dijo la enfermera con coquetería en un
abrupto arranque de confianza, mientras se quitaba la cofia y dejaba a su
cabellera en plena libertad de caer lenta y majestuosamente alrededor de su
rostro, mientras sus ojos verdes parecían mirarme con una intensidad cada
vez más fuerte.

Me sentí algo contrariado por esta actitud, y creí que estaba de nuevo
soñando. Quise moverme un poco, pensando que no podría hacerlo, pues
estaba completamente sujeto a la cama por goteros y aparatos que medían
mis constantes vitales, pero cuál no sería mi sorpresa al comprobar que mi
cuerpo comenzaba a tener un vigor inusitado y con urgencia arranqué
goteros y me quité todos aquellos cables que me tenían sujeto en aquella
cama. Me senté para poder levantarme, y ella se me acercó despacio,
contoneando su cuerpo de caderas anchas y piernas perfectas, hacia mí:

— Tienes una mirada preciosa, —le susurré— cualquier mortal perdería el
sentido de la realidad mirándote a los ojos.

— ¿De verdad lo crees así, Alan?—dijo Jessica esbozando una sonrisa de
satisfacción ante el cumplido, pero realmente no era un cumplido, sino algo
que estaba experimentado mientras nuestras miradas se entrecruzaban, con
ternura por mi parte, y con un no sé qué por la suya…

La respuesta de Jessica dio alas a mi pasión e impulsó mi audacia, se
acercó más aún, y mis labios se aproximaron a los suyos en pos de un beso, ella no se resistió y nuestras bocas se unieron para disfrutar de la
pasión que nos embargaba. Yo con los ojos cerrados y el corazón
desbocado, experimenté un placer distinto al de cualquier beso con otra
mujer. Parecía estar poseyéndome. No sé bien cuanto duro el contacto,
(aunque a mí me pareció eterno). De pronto sentí que me empujaba contra
la almohada, y se apartaba bruscamente de mí, como si yo hubiera hecho
algo que la hubiese molestado.

Deseaba seguir experimentando aquel placer, deseaba seguir hundiendo mi
lengua en aquella boca de sabor dulce, de tacto húmedo y cálido. Y sin
saber de dónde me vino aquel arranque de desprecio, me enfadé
abruptamente, sintiendo desprecio hacia ella:

— ¿Qué te pasa nena? ¿Justo cuando lo estamos pasando genial te entran
ganas de escurrir el bulto? Si te parezco feo, pues hablo con el cirujano
para que me componga la cara y asunto arreglado —dije pensando que el
tono socarrón de mis palabras servirían para atenuar aquello que la
estuviera perturbando, fuese lo que fuese.

Jessica ignoró por completo lo que dije, y más bien me exigió en un tono
imperativo (que me chocó bastante) que la mirara fijamente a los ojos.
Pero mirarla no resultaba tan placentero como besar sus labios, sin
embargo tampoco era cuestión de desairarla, y más aún después de haber
contribuido tan generosamente con mi recuperación, así pues la miré fijamente a sus preciosos ojos verdes que reclamaban toda mi atención con
frenesí.

Pero aquellos ojos se transfiguraron— ante mi atónita y perpleja mirada—
en pedazos de cielo gris, muy similares a los del dantesco Northsweed que
había elaborado durante mi pesadilla. Este firmamento no solo mostraba
aquel triste cariz; también se encontraba cubierto de un conjunto de seres
flotantes de aspecto alargado que navegaban dispersos, y que guardaban
una fuerte semejanza con grandes dirigibles que, en una especie de viaje
en el tiempo, me recordaron a los que los alemanes enviaron a bombardear
Londres hace un siglo. Mi intuición me decía que no me hallaba
precisamente ante una vetusta flota de aeronaves más ligeras que el aire,
sino ante los restos de la Manada que debí haber ayudado a aterrizar en
Montgomery Airport. Aquellas naves reflejadas en los ojos de Jessica
parecían bastante maltrechas; como si hubieran sido atacadas desde tierra y,
en algunos casos, se veían con la piel rasgada y sangrante. Su deplorable
aspecto me hizo pensar en ellas como si fueran grandes ballenas heridas en
pos de una playa para fenecer, entonces me pregunté si el Hippie habría
sido el causante de aquellas heridas, era posible que las Naves hubieran
adivinado su ardid y en represalia por ello las hubiera agredido para
obligarlas a tomar tierra. Todo era posible. De pronto, la voz de Jessica adquirió un tono sobrecogedor, casi de
admonición, y me empezó a hablar en la lengua que la Gran Cosa usaba
para comunicarse conmigo.

— ¡¡ Alan, eres un inepto, confíe en ti y me has decepcionado por
completo!! ¡¡Mis hijos están heridos y la culpa solo recae en ti!! ¡Ahora
debes pagar por ello!—clamó la fémina mientras cargaba contra mí, con los
brazos extendidos y las manos engarfiadas buscando mi cuello para
estrangularme.

No había tiempo para pensar si estaba loco o cuerdo, si lo que estaba
pasando era real o quimérico, simplemente me hallaba en un trance
semejante al de un soldado en plena batalla, y tenía que apelar a todas mis
habilidades para sobrevivir. La empujé con fuerza y calló al suelo
golpeándose la cabeza con el barrote de la cama vacía de enfrente.
Entonces miré a mi alrededor y comprendí que aquello no era una sala de
hospital. No había nadie más que yo y la supuesta enfermera. ¿Habían
estado experimentando conmigo? La chica intentó levantarse y le caí
encima, agarrándola del cuello para asfixiarla, pero ella no se amilanó.
Prosiguió su ataque temerario y feroz; me golpeaba con sus manos,
transformadas en garras, rasgando mi espalda y haciéndome heridas
profundas que sangraban profusamente impregnando mi ropa de sangre. El
dolor era terrible, pero no la solté, sabía que estaba poseída por una fuerza sobrenatural, sabía que la Gran Cosa quería eliminarme pues aquella
convicción en la mujer, revelaba que no quedaba el menor resquicio de
piedad hacia mi persona, simplemente era un instrumento de venganza a
merced de la Gran Cosa que se abocaba a su tarea con furor y
vehemencia; sin el menor remordimiento, seguí apretando y apretando con
fuerza cada vez mayor, hasta asfixiarla, reduciéndola así a la condición de
un cuerpo muerto.

Me separé por un instante de ella, su cara había adquirido un gesto
grotesco, un color violáceo y su lengua salía algo hinchada por su pequeña
boca morada. Sus ojos estaban desorbitados. Aquellos preciosos ojos de
color verde jade, habían desaparecido por completo, ahora eran unos ojos
opacos, muertos, e inyectados de capilares reventados y coágulos de sangre
en las córneas. Tras observarla unos segundos, aún sentado sobre ella, cogí
aliento y con gran esfuerzo levanté su cuerpo en brazos y me deshice de él,
arrojándolo por la ventana abierta de aquel extraño lugar.

Suspiré aliviado, por el momento estaba a salvo de los intentos de la Gran
Cosa por acabar conmigo, aunque no dudaba de que volvería a atacarme.
Le había fallado y, por así decirlo, mi cabeza tenía precio, por el momento
me senté en orilla de la cama para pensar que podría hacer para largarme de
Northsweed.

De repente, la puerta se vino abajo y la sala donde me encontraba
saboreando mi victoria se inundó de gente uniformada de mirada perdida y
armada hasta los dientes, eran verdaderos gigantes, medían casi dos metros
de altura; dos de ellos se dirigieron directamente hasta donde yo estaba y
me tomaron de los brazos, mientras un tercero se ocupaba de sellar mi boca
con un pedazo de esparadrapo, tal vez en previsión de que se me ocurriera
hablar. Estaba atrapado, a completa merced de la voluntad que dirigía a
esos colosos que parecían autómatas sin inteligencia propia. A
continuación el perro Hitler hizo su aparición en la sala, motivando una
súbita ola de genuflexiones entre los soldados como si el pulgoso fuera el
comandante supremo de todos estos gigantes fornidos que inclinaban sus
cascos de acero ante el pastor alemán.

Hitler trotó majestuosamente hacia donde me encontraba, y se sentó justo
frente a mí a la par que empezó a ladrarme como si yo fuera un malhechor
al cual tratase de amedrentar a base de ruidos y, de algún modo, era así
pues los ladridos del can no sonaban como tales para mí, sino como
palabras del idioma alienígena que la Gran Cosa usaba para hablar con sus
súbditos.

— ¡Alan eres un desastre como súbdito! —me increpó el chucho.

Mi boca olvidó que estaba sellada y pretendí responder, pero lo único que
pude emitir fueron gruñidos carentes de significado, que provocaron la
hilaridad de los secuaces del pulgoso.

El perro siguió ladrando, aunque esta vez sus “guau”, “guau” sonaban más
pausados, menos agresivos, pues se dirigían a los soldados que me tenían
prisionero. Éstos, obedeciendo dócilmente las órdenes del peludo, me
sacaron de la sala del supuesto hospital en una ambulancia que me llevó, en
un largo trayecto repleto de imágenes desconcertantes, de caras burlonas,
de voces múltiples gritando mi nombre y de la Gran Cosa que seguía
dándome ordenes de manera imperiosa, hacia a un asilo para enfermos
mentales regentado por el doctor Clifford Woermann.

Fin

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Alan, la Gran Cosa y Hitler

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