27 julio, 2024

El Rostro De La Locura es uno de los personajes principales de la novela de aventuras y ciencia ficción “Elangel Pulois: el detective y el monstruo”. Hace ya cosa de tres años, creo yo, desarrollé este relato para participar en un concurso organizado por no recuerdo qué entidad, que consistía en desarrollar una novela en solo 32 páginas.

El resultado, amigos pulperos, espero que sea digno de vuestro disfrute…

Dedicado a María Larralde…

Y ahora, que comience la función…

Me llamo Turk Robinson, y siento que me voy a morir.

—¡Dios, Rob, vuélvete! ¡Tu puto aliento me deja sin aire!

La tía que me habla, sea quien sea, me empuja haciendo que me tumbe boca arriba. Vale, así respiro algo mejor; los pulmones se me abren, pero la cabeza me sigue matando. El dolor es tal que no quiero ni abrir los ojos. El leve resplandor de la luz del día que traspasa mis párpados ya me hace arder las retinas. Intento preguntar la hora, pero me atraganto y me pongo a toser. Siento que tengo la tráquea llena de pelos… y puede ser, la boca me sabe a coño. Hago un esfuerzo sobrehumano por apoyarme con los brazos y ponerme sentado, luchando contra el peso y la forma de mi redonda barriga peluda. 

—¡Ah! ¡¿Qué haces?! ¡¡Que me tiras del pelo!! —Se me queja la chica a mi izquierda. Su voz me es familiar, sí, pero ahora mismo no sé cuál de las dos es, y hay días que ni siquiera les veo diferencia…

—Quiero… café —consigo balbucear. Necesito el empuje de la cafeína y el fuerte aroma arrasando con los sabores pegados a mi paladar.

—¿Y? ¿A qué esperas para levantarte y hacerlo? Por cierto, se acabó el azúcar…

Ahora sé que se trata de Mara, es la que pasa de comportarse como una mujer al uso. Sólo salir, beber, ver pelis, follar, cualquier cosa que tenga que ver con actuar como una novia… pero sin servilismos femeninos. Tampoco es que los necesite… Pero en momentos como éste me vendrían muy bien.

Abro ligeramente los párpados. Ya me imagino, por la intensa franja de luz que pasa por la rendija de un palmo bajo la persiana, que es más de mediodía. Me froto la cara. Las púas de mi incipiente barba me abrasan los dedos, la resaca me hace sentir todo exagerado e invasivo.

—¿Tú… tú quieres? —Le pregunto, intentando ser agradable.

Sé de sobra que se está cansando de mí, e incluso sospecho que ya anda viéndose con otro tipo, mi sustituto… Podría averiguarlo fácilmente, si no fuera tan vago. Ya me dedico a investigar por oficio, no me sale de los cojones pasarme el tiempo libre haciendo eso mismo… No soy de esa gente que son lo que su trabajo hace de ellos. No soy poli todo el día. Y a veces no lo soy ni en las horas que en verdad me tocan. Como hoy mismo. Como ahora.

—No sé qué mosca te ha picado, pero prefiero que dejes de moverte y me dejes seguir durmiendo… ¿No deberías estar trabajando? —Oigo cómo se mueve, y supongo que se ha vuelto a mirarme. Estoy sentado en el borde de la cama, forzando a mis ojos a acostumbrarse al sol—. Te desperté hace horas, pero sólo musitaste algo, me eructaste cerveza en la cara y te tumbaste sobre la panza. Puto cerdo…

—Pues… ¡que te jodan! —Que no se diga que no lo intenté.

La mala hostia que me invade al pensar en mis duros esfuerzos cayendo en saco roto me da las fuerzas necesarias para ponerme al fin en pie y dirigirme a la pequeña cocina de su apartamento. Con manos torpes preparo la cafetera y la pongo a funcionar, y regreso al dormitorio en penumbra para buscar cada prenda de toda mi ropa. Lo único que no encuentro son los calzoncillos…

—Aquí, inútil —me anuncia Mara, y tira de algo bajo las sábanas y me lo lanza contra la cara. Sí, aquí están.

Me cuesta tanto vestirme que para cuando termino de atarme los zapatos la cafetera ya está haciendo esas gárgaras suyas de que ya terminó con el agua. Me termino de abotonar la camisa beis y me la meto bajo la cintura de los pantalones marrones. 

—Tráeme un poco, anda —dice Mara, con un tono más conciliador.

—¿En serio? ¿Aunque no haya azúcar? —pregunto sin mirarla. Aún estoy molesto.

—Hay un bote de leche condensada en la nevera. Tráemelo.

Me sirvo café en dos vasos, y a ella le traigo el suyo y su bote de leche.

—¿No quieres, tú? —Me ofrece del bote en un meneo, mientras me siento junto a sus caderas.

— No… —alzo el vaso de cristal medio lleno de café—, me viene bien un traguito amargo como aperitivo de lo que me espera el resto del día.

—Salud, entonces —responde con sarcasmo, chocando su vaso contra el mío—. Luego deberías lavarte los dientes, no creo que el café acabe con… tu aliento de dragón.

—Ya. 

—Y péinate. 

—Claro.

Salgo del sencillo edificio de apartamentos, levantándome las solapas de mi chaqueta de cuero marrón, vieja y dura, y cuya cremallera se me ha roto hace tres días. Resulta que llueve a mares, y hace un frío del demonio. Miro hacia el cielo con los ojos entrecerrados. El sol brilla muy alegre tras unos tímidos huecos entre las nubes negras de esta repentina tormenta, que se desplaza a toda velocidad como un río de rocas que vuelan. Menudo tiempecito de mis cojones. Pareciera que al bajar los cuatro pisos de escaleras haya sido teleportado a otro puto mundo, nada que ver con el que descubrí al despertar.

Suspiro y me acerco hasta el coche. Tengo que encender la radio y presentarme al servicio, pero como no tengan nada para mí, me voy a meter a la primera cafetería que vea a desayunar en condiciones… aunque sea casi la una de la tarde.

 —Aquí el agente Robinson, entrando al servicio… 

Hago una pausa para suspirar de nuevo, pensando si a alguien le importará una mierda, e iba a decir algo más, improvisar una excusa o algo, pero se me adelantan, y me responden antes de que pueda volver a pulsar el botón de emisión.

—Turk, tío, estamos en el hospital psiquiátrico —me responde entre estática la voz de Sean, uno de mis dos compañeros de equipo—. O sea, el grande… Hospital psiquiátrico Forrester, se llama, el que está en las afueras del distrito 43.

Yo ni siquiera sabía que había un distrito 43.

—Ay mierda… ¿eso para qué lado queda, hombre? —Pregunto con la voz ronca. Sólo quería desayunar en condiciones, joder.

—Es en las afueras de la ciudad, al Noroeste. Escucha, no se sabe si esto es para homicidios, pero tienes que venir. Ven, no jodas, ¿eh?

Encima eso, hacerme dar vueltas para quizá no pintar nada… Que me insista un poco más y me volveré a la cama con Mara de inmediato.

—¡Que sí, que ya voy! —Rujo ya harto de su voz de payaso constipado, pero enseguida cambio el tono a uno más tranquilo—¡Ah, oye! ¡Pilladme un café y un par de rosquillas o cuatro!

—¡¿Qué?! ¡Oye, ¿de qué vas, macho?! ¡Que siempre tenemos que invitar nosotros a los cafés, y tú…!

Como no aguanto más su voz de marica apago directamente la radio y arranco el coche para conducir hasta allí. Paro un momento en doble fila cuando un semáforo en rojo hace que la tentación de un café para llevar sea insoportable. Me bajo de inmediato dejando el coche en marcha y todo, y entro en la pequeña cafetería exigiéndole a la cansada joven del otro lado del mostrador que me dé rapidito un café para llevar, con extra de azúcar, y dos magdalenas con viruta de colores de la vitrina. Para cuando me pasa el café en el vaso de papel y las magdalenas envueltas en una servilleta, ya lleva rato que estoy oyendo insistentes pitidos de otros coches, imagino que protestando y exigiendo que el mío se quite de en medio. Al salir, me encuentro con que un puto subnormal está abriendo la puerta de mi coche y parece ir a meterse dentro.

—¡EH! ¡EH, EH, EH! ¡¿A DÓNDE VAS, CAMPEÓN!? ¡¿A TI QUÉ TE PASA, GILIPOLLAS?! —Le grito con el cuello tenso como una tortuga apareándose, pero con cuidado de que no se me caigan las magdalenas de la mano derecha y no se me derrame el café ardiendo desde la inútil tapita, sujeto como está el vasito con tres dedos de la otra mano.

—¿Es tuyo el coche? —Me replica el capullo, malhumorado pero contenido—¿A ti qué te pasa, hombre?

—¿Que qué me pasa? ¿Qué te pasa a ti, subnormal? ¿Te ibas a llevar mi coche? —Le contesto aún gritando, mientras rodeo el vehículo tranquilamente por delante. Apenas me oigo con el sonido de los cláxones de detrás, pero me importa una mierda, ya ando subidito—. Echa un vistazo dentro… ¿no ves que es un coche de policía, subnormal?

—Joder, sólo iba a moverlo, que mira la que estás armando —me espeta el tío a la cara cuando ya he llegado junto a la puerta abierta, levantando una mano hacia la fila de coches bloqueados, mientras el otro carril sigue fluyendo—. Menudo poli, hay que joderse…

—¡Anda, lárgate de aquí, que se me van a empapar las magdalenas! —Le grito, metiéndome al coche rápidamente y dejando todo sobre el salpicadero, en el lado de la guantera—¡Y ciérrame la puerta! ¡Eh!

El tipo ya se ha ido y me ha dejado hablando solo. Puto capullo toca cojones. Cierro yo mismo de un portazo. Ha quedado todo el reposabrazos de la puerta salpicado por la lluvia, gracias al gentil ciudadano de a pie. ¡Joder, qué mañanita!

Tras cerca de una hora de hacer el tonto con el coche por una parte de la ciudad que no conocía, consigo llegar al hospital psiquiátrico Forrester. No sé por qué tenía la imagen mental de que parecería una iglesia antigua reconvertida; quizá por el asunto de ser un manicomio, en un día lluvioso, donde ha muerto alguien… Pero se parece a cualquier otro hospital ordinario de la ciudad, salvo por el hecho de estar edificado en su propia parcela, convenientemente alejado de los primeros edificios de la periferia de la ciudad.

En lugar de un edificio antiguo y de aspecto gótico, recargado de gárgolas, ángeles y querubines siniestros, y rematado por torreones en los vértices de los límites de sus tejados, lo que veo es un bloque de tres edificios grises y rectangulares de hormigón, dos de ellos dispuestos transversalmente respecto al tercero central. La propiedad está cerrada por un murete de ladrillos rojos sobre el que se yergue una reja de lanzas de hierro negro, como de… unos tres metros de altura, no sé. Desde luego el interior no tiene nada que ver con lo desértico del entorno, que en lugar de resultar polvoriento, hoy sólo parece sucio y fangoso por esta puta lluvia, gruesa como escupitajos: consta de una pista de asfalto con aparcamiento y varios amplios segmentos de cuidado césped, el cual no parece servir para el recreo de los pacientes en días soleados, ni mucho menos… No tiene pinta de ser pisoteado habitualmente por tarados y mongólicos, ¡qué va!

La carretera que sigo y que parece llevar hacia la desolación de ninguna parte, allí, muy lejos, en la profundidad del desierto, se bifurca hacia el lado izquierdo para dirigir al visitante contra la alta doble puerta de más reja de hierro pintado en negro. Se encuentra abierta, y dos coches de patrulla de la policía metropolitana flanquean el paso al interior. Saludo a los guardias dentro de cada coche, pero creo que ni me estaban mirando, o han pasado de mí. ¿Quién ve nada fuera, con esta puta tormenta? ¡Bah, que les den! Aparcadas cerca del conjunto de amplias escaleras con rampa lateral que suben hasta la entrada principal del hospital, me encuentro dos ambulancias dentro de las que esperan como aburridos, alguno incluso dormido, los técnicos sanitarios, conductor y acompañante. Me pregunto cuánto tiempo llevan ahí y si es que no hay personas heridas o alteradas emocionalmente de las que ocuparse, como suele ocurrir cuando se encuentran cadáveres en lugares públicos… El coche negro y de línea larga y cuadrada, moderna, de mis dos compañeros, está aparcado a cierta distancia de las escaleras, donde se encuentran las primeras plazas de aparcamiento. Como no quiero hacerme todo ese recorrido a patita bajo la lluvia, endoso mi modelo clásico y redondeado justo entre las dos ambulancias, delante mismo de la decena de amplios escalones. Abro la puerta procurando no golpear con ella el lateral de la caja de la ambulancia a ese lado, haciendo que ambos materiales se unan en un inaudible contacto. Consigo sacar la cabeza y los hombros, pero tengo que meter tripa dolorosamente para acabar de salir del coche. Cierro de un portazo, fastidiado y empapado hasta el pecho de chupar lluvia durante ese enfrentamiento de claustrofobia con la puta puerta. Subo los escalones a toda prisa, pero todavía me quedo fuera un par de minutos, sin nada que me cubra, mientras golpeo con insistencia y cada vez más fuerte el cristal blindado, cuyas puertas corredizas automáticas deberían abrirse por sí solas. Detrás hay un puesto de control con detector de metales, y más allá un pasillo que pasa de lado a lado, quién sabe hacia dónde. No se ve a nadie, y por cómo está distribuido el espacio, tampoco parece que el sonido de mis golpes pueda ser escuchado más lejos. Ya estoy a punto de volverme al coche para ignorar mis ganas de liarme a tiros con los cristales, cuando Sean aparece correteando desde el lado derecho de aquel pasillo. Se acerca al mostrador para guardias que veo a la derecha y activa algo, que permite al fin que las puertas se abran. Paso al interior con los puños tensos y mi tripa y entrepierna empapadas.

—¡Coño, Turk! ¿Por qué no aparcaste más cerca, con este diluvio? —empieza a decirme, con su voz más nasal de alucinado.

—¡Mira, capullo! —le señalo el coche justo allí delante—. ¡¿Querías que lo metiera embistiendo la puerta?! 

—¡Ah, coño! Es que como vienes tan empapado… —tiene los cojones de decirme, el tío.

—¡Es que llevo cinco minutos delante de la puerta, aporreándola!

—¡Es que no sé por qué coño aparcas aquí delante, macho!

—¡¿Qué?! —me detengo un momento a medio camino de llegar al pasillo transversal de delante, justo tras pasar el detector de metales por el lado de fuera, sin acabar de creerme que me ande regañando, encima—. Oye tronco, ¡vuestro puto coche está ahí delante! ¡Y dos ambulancias!

—Sí, bueno, porque vinimos los primeros, y las ambulancias con nosotros, pero Gabe pensó que sería mejor cerrar la entrada de los visitantes y pedirles a todos que entraran por la zona del personal, detrás del edificio… —me dice muy rápido mientras se me acerca y hace gestos de que avance, como si fuera un paciente lobotomizado del centro.

—¡Pues a mí no me dijisteis nada, coño! —protesto echando a andar de nuevo, realmente cabreado.

—¡Joder, que te lo repetí tres veces después de que me pidieras el café! —sigue el tío, a mi lado, haciendo aspavientos—. “¡¿Recibido?! ¡¿Recibido, Turk?!” Y silencio… ¿Se te jodió la radio? La apagaste, como siempre…

—Mira, no sueltes una palabra más que no trate sobre el caso, ¿vale? —le digo feroz, mirándole a los ojos. Me detengo ante el pasillo, sin saber hacia dónde tirar, pero de pronto me doy cuenta que ambos lados sólo llevan a rodear un tabique—. ¿Qué mierda de entrada es esta?

—Prrfff —relincha Sean con sus delgados labios de marica, como una suerte de caballo homosexual. Su aspecto eternamente pulcro, la estirada actitud, su tupé negro y fino bigotillo bastan para amargarme cualquier día durante los tres años que llevamos como compañeros. Y debe ser mutuo, para ser honesto—. Tienes otro día cojonudo, ¿eh? 

Tiro hacia el lado derecho para rodear ese inútil tabique, sin decir nada más. El espacio es tan estrecho que resulta claustrofóbico… y oscuro. No hay puntos de luz, ni siquiera un solo, barato, sencillo y funcional tubo fluorescente que arroje una luz difusa hacia ninguno de los dos pasillos por los que franquear el ridículo paso. También resulta ser más largo de lo que la vista ofrecía, y ésta, curiosamente, no se aclara al acercarme hacia el extremo más alejado de la gris luz diurna del centro. No. La sensación es la de que camino hacia un callejón sin salida de oscuridad, y por ridículo que parezca, siento un escalofrío recorrerme, mientras no dejo de avanzar con paso acelerado, envarado. Tenso. Ecos del pasado tocan a la puerta de mi mente con un sonido como de nudillos pelados de toda piel y carne… de puro hueso. Desecho el augurio achacándolo a la humedad de la lluvia, y me reconforto tirándome de las ingles del pantalón mojado con los dedos pulgar e índice de mi mano derecha, intentando evitar que se me constipen los cojones.

Giro hacia mi izquierda dando una media vuelta completa en sentido contrario, y la luz del día que dejé atrás se me presenta delante a la misma distancia, como un reflejo exacto del camino que he seguido. Los nudillos huesudos, si antes tocaban tímidamente, en este momento sueltan potentes puñetazos que atraviesan de parte a parte la puerta. El olor. No es el mismo, pero… Reconozco parte del olor. Es más fuerte según avanzo, y aunque no reduzco el paso, el momento se hace tan largo como hace casi dos décadas, cuando sentí las mismas náuseas y curiosidad, mezcladas, tirando de mi aturdido peso con la parsimonia de un caracol con súper fuerza. Éste es el olor de la sangre. Sangre visceral, derramada por doquier. La que es oscura. La que apesta. Al menos no es sangre quemada… ¿Eso es un consuelo? Por el Dios en que no creo, espero que sí.

Giro hacia mi derecha. Se abre un amplio corredor por el que entra gran cantidad de luz del exterior a través de anchas ventanas laterales de doble hoja, enfrentadas a ambos lados, así que lo que esperaba encontrarme me impresiona bastante por su alcance y esplendor en detalles. Sin darme cuenta me he detenido bajo el umbral que da paso al largo pasillo, seguro de que, de alguna manera, lo mismo de hace tanto tiempo está volviendo a ocurrir. Sean me adelanta por un lado, diciendo algo, pero no le escucho.

—¿Qué? —le pregunto, sin creerme lo que veo. Mejor dicho, sin querer creérmelo.

—Digo que “sí, ya sé que impresiona”. Por eso te dije que no sé si esto es para homicidios. Ven, ven conmigo, echa un vistazo…

¿Que eche un vistazo? Será capullo, el petimetre éste… Míralo, se pasea por en medio como una estrella de la tele alrededor de un plató en el centro del cual una mala actriz finge estar muerta mientras parpadea. Pero esto no es así, ¡para nada, me cago en la puta!

Delante de mi empapada persona, de un extremo al otro del corredor que parece recorrer el edificio en su longitud hasta su aproximado centro, no hay otra cosa que cadáveres. Si me paro a contarlos, creo que no son más de trece, pero es difícil asegurarlo. Apenas un par de ellos yacen en posturas propias de un muerto, tumbados boca arriba ella y boca abajo él; el resto parecen haber sido atacados de maneras tan brutales y extrañas que sus cuerpos no han podido hacer más que retorcerse sobre sí mismos de dolor o de miedo hasta el momento justo o último de su fallecimiento. Cuando avanzo un poco, intentando no pisar los amplios charcos de sangre alrededor de las víctimas, descubro que varios parecen haber muerto a golpes en la cabeza contra la pared o algún objeto contundente, otros pocos desangrados después de que alguien les arrancara pedazos de su garganta en lo que parecen brutales mordiscos. La mujer tumbada no tiene ojos, sólo dos rosas de carne repugnante en su lugar, como si alguien le hubiera hundido los dedos en las cuencas hasta matarla. Un par de ellos están tirados contra la pared, a un lado, abrazados lánguidamente como exhaustos tras una ardua pelea: el que está debajo lleva de adorno la parte final de un bolígrafo brillando desde el interior de la oreja izquierda, casi parece un moderno auricular…

No entiendo nada. Nada de lo que veo tiene sentido. No sé si siento alivio, pese a la carnicería. Cuanto veo no me resulta familiar. No parece que nadie haya matado a estas personas. Ningún asesino quiero decir. Es como si hubiera estallado un terrible tumulto o discusión, que les hubiera motivado a pelear entre todos ellos hasta la muerte… De modo que… ¡vale, no comprendo lo que veo!, pero al mismo tiempo me siento reconfortado. Decididamente no era la humedad lo que me hacía sentir inquieto.

Suspiro y sigo avanzando, con cuidado de no tocar nada, esquivando a un par de forenses que no conozco, quizá nuevos o de otro distrito. No sé ni qué hacen aquí Gabe y Sean, ni yo mismo, claro… Por territorio no debería ser asunto nuestro. Sean me lleva hasta encontrarnos con Gabe, apoyado contra un mostrador como de recepción o secretaría, cuadrado, desde el que se pueden otear los pasillos que llevan a uno y otro edificios colindantes y perpendiculares a éste en que estamos. Lo que pensaba que eran tres edificios independientes, adosados en forma de una gigantesca cruz, en realidad parece ser una única construcción con esta forma. ¡Ah mira, qué bien! El café y una caja de rosquillas…

—¡Joder, tío! Ya era hora, ¿no? —suelta Gabe, sin ni siquiera volverse, sólo mirándonos de reojo, por encima del hombro. Paso de decirle nada, me acerco al vaso de papel con tapa del café y las rosquillas a su derecha, sobre el mostrador—. ¡Espera! ¡Que el tío sólo ha venido a desayunar!

—¡Este café está frío! —protesto, tan pronto como le echo mano.

—Turk… Hace como hora y media que nos los pediste —dice Sean a mis espaldas—. Y hubo que ir a hasta la ciudad a por ello… ¡vamos, tuviste veinte minutos, más o menos, para llegar y encontrártelo calentito!

—¡Que no sabía llegar, coño! —me defiendo, tragando un leve sorbito del café. Al menos está dulce. Estiro unos dedos ansiosos y levanto la tapita de la caja de cartón rosa, esperando palpar cuanto antes alguna rosquilla glaseada o seca, me da lo mismo. Tengo hambre—. ¿Pero qué…? ¡Me cago en todo, que no hay nada, aquí!

Y levanto de un manotazo la tapa, quedando la caja de las rosquillas descubierta, abierta como un libro, con las migajas, restos de azúcar glaseado y virutas como muestras de un catálogo del pasado. Miro a Gabe, y luego a Sean, esperando la debida explicación y consecuente disculpa.

—A ver, Turk… ¿qué esperabas? —empieza a decir Gabe, aún apoyado en el mostrador, sin mirarme—. Llevamos aquí desde antes de las diez, y son casi las tres de la tarde… Nos vimos con comida en las manos y no pudimos contenernos.

Todo eso me lo suelta tranquilo como siempre, y con su más sentido tono de cansancio, prácticamente suspirando toda la última frase. Gabe sólo lleva un año asignado a nuestro departamento de homicidios, trasladado desde otro distrito, uno de los más corruptos. Tengo entendido que daba demasiados problemas, siempre armándola con todos sus compañeros. Un tipo que estudió en la universidad, la carrera de criminología, o la criminalística, o yo qué sé qué mierdas, no me interesé tanto. Fue detective de homicidios hasta que sus enfrentamientos con los superiores les obligaron a quitárselo de en medio. Y con nosotros que acabó. A veces pienso que es mi sustituto. Es duro y diligente, las cualidades que he ido perdiendo con los años y que me dieron célebres resultados, no sé decir si malos o buenos, años atrás… Pero también cínico y violento, facetas que sí que conservo y que hacen de nuestra relación con los demás algo muy parecido a una cuerda de piano demasiado tensa: un elemento capaz de irse a partir violentamente en dos, o que es muy susceptible de verse bañado en sangre mientras rebana tierna carne…

Sé que me desprecia por vago y descuidado. ¿Yo a él? Por ser aún todo lo que yo fui. Es como encontrarme conmigo de joven, y ver en sus ojos cómo me habría mirado yo mismo: el odio al poli gordo, cansado y confortado por una rutina administrativa que le protege de toda responsabilidad real para con la seguridad y bienestar del ciudadano, que le absuelve de la obligación de ser un auténtico hombre de la ley, como debería ser. Sus escasas y turbias miradas me lo recuerdan, me señalan y me echan en cara los viejos tiempos. Sin duda él se da cuenta, porque suele evitar mirarme a los ojos, casi como si se compadeciera de mí, como si intentara comprender que ya me acerco a las cinco décadas y que cargo a las espaldas mucha mierda. No sé qué sabe de mi historia personal, pero tengo claro que sólo una cosa nos ha mantenido a raya en cada puta ocasión en que estuvimos a punto de liarnos a hostias: sabernos, el uno al otro, polis honrados.

—Pues al ir a por los cafés… —le espeto, hablándole como a un niño retrasado (qué oportuno estando donde estamos) —, haber pillado algo para vosotros, idiotas.

—Mira, mandé a este gilipollas que trajera unos bocadillos, y… ¿cómo habías dicho, Sean? —le anima a seguir, levantando un pulgar hacia él, sin volverse a mirarle tampoco.

—Joder… que allí sólo tenían comida llena de grasa, hamburguesas y variedades de perritos, nada vegetal… —se defiende Sean, atusándose con la mano izquierda el cabello engominado mientras con la derecha se agarra a la cintura de sus pantalones negros y ajustados. Me pone enfermo—. Yo no como esa mierda, chicos, lo sabéis… y tú Gabe, y que esto no te suene homosexual: ¡tienes una buena línea que deberías conservar!

—¡Claro, que no me suene homosexual! —celebra Gabe con sarcasmo.

—¡Que tengo novia, tíos!

—Tendrás novia, pero estoy seguro de que te da ella por el culo, maricón —Gabe bufa por la nariz, de pura risa, a mi lado—. Me pregunto si pensaste en tu salud mientras os comíais a carrillos llenos mis rosquillas… ¡muertos de hambre! En fin, ¿sabéis entonces qué ha pasado aquí, o no?

—Pues… —empieza Sean, y me señala con la mirada las espaldas de Gabe.

—A ver… Los forenses están aquí ahora, pero han estado echándole todo el día un ojo al resto… porque, Turk, este espectáculo se repite por buena parte del hospital. —Gabe hace una pausa para volverse, pero apoyándose de nuevo con ambos codos en el mostrador, y dejando su mirada revolotear distraída sobre los cadáveres y el examen de los forenses—. Están acabando, pero tienen claro que es más o menos lo que parece: toda esta gente parece haberse liado a hostias entre ellos hasta la muerte, en lo que debe haber sido una auténtica batalla campal. Como ves hay enfermeros, médicos… la mayoría pacientes que, asumo, debían ser inofensivos… y algunos visitantes. Va a ser una mierda identificarlos a todos. Algunos parecen haberse suicidado tras matar a los demás. Nadie ha sobrevivido, sólo los pacientes que no han salido de sus habitaciones, y, lógicamente, aquellos de las secciones de alta seguridad, tanto de la sección femenina como masculina— Gabe hace un par de gestos con la mandíbula, a su derecha e izquierda respectivamente, al nombrar dichas secciones.

—Si nadie ha sobrevivido, ¿quién dio el aviso de que pasaba algo? —pregunto, esperando que tengamos un testigo de toda esta jodida e increíble masacre.

—Una enfermera cuarentona, una mujer que entraba dos horas y media tarde por diligencias personales —apunta Sean, precisamente leyendo su negra libretita de apuntes—. Margaret Namanis, se llama… y que había avisado de que llegaría tarde para poder acompañar a su hijo al hospital, que según parece tiene infección aguda de oído…

—Bueno, ella, que llegó a trabajar, entrando por la puerta de atrás, la de personal, y se encontró todo esto, entre las nueve y cuarto y nueve y media —le interrumpe Gabe, sabiendo que no me interesa una mierda la vida y misterios de esa pobre mujer—. Ella no sabe nada, pero la han acompañado al hospital con su hijo, ya que aquí no pinta nada más… Le pusimos escolta, tranquilo. Por lo que pueda pasar. Pero tenemos más cosas, no te frustres…

—No me frustro, eso ya lo hizo el café frío y la falta de rosquillas, campeón —le bromeo, pero feroz, sin sonrisa ni tono conciliador.

—Los pocos pacientes con los que se puede hablar dicen todos lo mismo. Empezó el tumulto, y algunos se asustaron y encerraron en sus habitaciones, otros salieron corriendo a ver qué pasaba… Es evidente, si miras hacia uno y otro lado, que los de esa idea acabaron tan mal como los que alfombran el camino por el que viniste…

—Espera, espera… o sea, ¿dices que la gente oyó jaleo, se acercó a mirar qué pasaba, y se empezaron a matar entre ellos? ¿Todos?

—Bueno… no lo digo yo, es en lo que parecen coincidir los testigos, pero no vieron nada, describen gritos, gritos de angustia y rabia mezclados. Algunos dijeron que era el fin de los días, que esto era el principio del fin. Que el mundo se dirigía a su ruina, y ésta era la primera señal. No sé, mira, cosas de locos, ¿vale? Todos están asustados, aún en sus habitaciones. He mandado dos parejas de agentes a cada sección, para que les atiendan y vigilen. No quiero que salgan de aquí, porque esto es muy raro, y no quiero pensar que alguno haya tenido algo que ver en todo esto y perderle de vista… no sé, me parece un riesgo.

—Comprendo —digo asintiendo, y terminándome de un trago el café. Tengo ganas de más dulce.

—Bien, pero hay un tipo, que tiene su habitación muy cerca del paso a la galería de aislamiento, la de los varones, lógicamente… Parece bastante más cuerdo que la mayoría, aunque algo disperso… Él dice algo a lo que le doy cierto grado de credibilidad. Habla de un paciente escapado. 

—¿Qué? ¿De uno sólo? Mira, con toda esta mierda lo que me extrañaría es que se haya largado sólo uno, Gabe —protesto, cansado con antelación de pensar en dar crédito a las paridas de un tarado.

—Escucha… Él asegura que sólo una persona ha sobrevivido a esto, un paciente recluido en una zona secreta, subterránea, del complejo. Mira, pues la zona secreta no es, porque hay un registro ordinario como el de cualquier otro paciente, aunque sí que es una celda subterránea… Y digo celda, porque eso es lo que es, ya la verás… En fin, el registro. Mira, hemos tenido tiempo de sobra, y con la ayuda de otro agente de patrulla, Sean y yo hemos hecho recuento de pacientes. Están todos, los aún vivos y los muertos de por aquí. Pero falta uno, como dice ese paciente…

—¿En serio? ¿El paciente secreto de la mazmorra subterránea? Y… ¿qué pasa, Gabe? ¿Crees que él provocó esto? ¿Que él lo organizó todo, la gente empezó a pelearse por él, para liberarle?

Obviamente no hablo en serio, aunque no esté usando mi tono de sarcasmo. Y creo que no lo hago porque estoy verdaderamente confundido con todo esto. Pero dudo mucho que un grupo de gente incursionara a manos desnudas en un lugar para ponerse de acuerdo con los pacientes de un psiquiátrico y rescatar a otro paciente enclaustrado… Y ni mucho menos entiendo que los empleados del hospital fueran a ser capaces de presentar una resistencia tal como para llegar a matar a nadie. ¿Pero qué digo? Esta gente parece haberse enfrentado en un “todos contra todos”, sin bandos ni objetivo. De haber sido una batalla con un fin, se distinguiría algún bando ganador. ¡Los escasos posibles vencedores se han quitado la vida! Mejor que deje a Gabe explicarse… Si le escucho, quizá mi cerebro tenga menos tiempo para pensar locuras.

—Escucha, su dosier —Gabe estira un brazo por detrás del mostrador para coger una pesada carpeta marrón, ajada, dentro de la que parecen encontrarse revueltas cientos de hojas. La sitúa ante mí, la abre, y con pulgar e índice extrae y me anima a coger yo mismo la que debe ser la primera hoja de un expediente muy largo. Supongo que espera que lo lea, pero me quedo bloqueado en las primeras dos palabras que leo bajo la casilla vacía de la foto del paciente, mientras Gabe me recita de memoria algunas cosas—: paciente ingresado a la edad de cuatro años, padres fallecidos, informe policial clasificado, y no sé si tenemos autorización para acceder a él. Se le describe como muy peligroso, con delirios de grandes poderes. Violento e impredecible. Al parecer la idea es la de que siempre debían tenerlo encerrado e inmovilizado. Vivía como un puto vegetal, pese a ser consciente de todo. Es el que falta, Turk. Muerto no está, y no lo imagino escondido por el hospital, aunque ya puse a gente a buscar…

—Este nombre —les digo a los dos, a Gabe y a Sean, mirándoles a uno y a otro—, coño, Elmer Ruddenskjrik. ¡Yo conocí a un tal Ruddenskjrik!

Sean se encoge de hombros y relincha con una media sonrisa, mientras Gabe asiente, mirándome como muy pocas veces a los ojos. Sin desprecio esta vez. Más bien todo lo contrario.

—¡Sí, joder! El doctor Sinasias Ruddenskjrik, el médico forense que colaboró contigo en el caso de los Cauces. Murió a manos de una de ellas, las asesinas autoproclamadas Los Cauces…

—… de los Ríos de la Sangre, sí —me detengo para volver a leer el nombre, lentamente—. Sabía que tenía un hermano, mucho más joven que él, casado… Éste… ¿éste es su hijo?

—No hay más Ruddenskjrik en la ciudad. Lo que sí sé es de los rumores, de un asunto jodido, en que murieron muchos policías. Un niño, sólo en su casa, llamadas de los vecinos por los insistentes llantos del crío… La policía llega, y masacre al canto, sin ningún motivo. Es algo que tengo oído, ¡una leyenda urbana! Pero veo todo esto… ese dosier… y no sé, Turk… Se me ponen los pelos de punta. Deberías hablar con ese tipo.

—No tengo oída esa historia —dice Sean, sonriendo nervioso, temblándole el tupé en leves sacudidas.

—Esta es una ciudad muy grande, Sean —le recuerdo, y dirigiéndome a Gabe—. Está bien, joder, vamos, llévame con el paranoias ese…

—Sígueme.

Gabe empieza a caminar pasando por delante de mí y dirigiéndose a la galería a mis espaldas, la que está orientada al Oeste, hacia donde se extiende el interminable desierto. Al lado izquierdo se reparten las entradas a las habitaciones de los pacientes comunes, al lado derecho más ventanas dispuestas cada cuatro metros.

Hay casi dos decenas de cadáveres más, todos ellos visiblemente maltratados, vapuleados. Una paciente de pelo recogido en una coleta tiene ambos lados de la boca arrancados, las mejillas levantadas casi hasta las orejas. Uno de los guardias del centro, quizá el mismo que debía vigilar la entrada para visitantes por la que me empeñé en pasar, está sentado con la espalda apoyada contra la pared bajo una de las ventanas del corredor: las piernas extendidas, los brazos lánguidos, las manos levemente pálidas y medio abiertas, como para recoger agua, junto a los muslos… Solo, como si los demás hubieran respetado su retiro. El cadáver mantiene la cabeza alzada, la boca abierta, de la que asoma el mango marrón de su rudimentaria porra de madera, contra el que parece que están a punto de rechinar sus incisivos. La garganta está hinchada de una manera monstruosa, como si con hacérsela tragar al estilo fakir no hubiera tenido suficiente su agresor, y hubiera estado meneándola violentamente hasta matarlo. El tío debía ser estrábico, pero la sensación que da es la de que los ojos se le salieron de las órbitas por la violenta manera de morir, entre asfixiado y reventado por dentro. Me produce tal sensación de horror la surrealista y rebuscada violencia que me detengo a mirarlo con detenimiento, meneando la cabeza… No comprendo a quién coño se le podría ocurrir matar a otra persona así. Bueno, se me ocurren un par de personas, pero las sé muertas…

—Sé lo que estás pensando —interrumpe mis pensamientos Gabe, un par de pasos por delante—. Pero los forenses están bastante seguros de que ese tipo se hizo él solito… “eso”.

—¿Qué? —exclamo, mirándole a los ojos, antes de volver a dirigir la vista sobre la garganta hinchada y amoratada—. ¿Éste se suicidó así? 

Noto cómo Gabe asiente con la cabeza, por el rabillo del ojo, y reanudo la marcha, siguiéndole hasta una habitación al extremo del corredor.

—Aquí es, Turk, adelante —me dice, como si de repente fuera el mayordomo de algún gran señor de una mansión, y me hubiera llevado hasta la concertada cita con él.

Paso de decirle nada, quiero acabar cuanto antes con esto, así que entro, y ahí me encuentro una acogedora habitación, con un par de camastros individuales junto a las paredes a los lados opuestos de una ventana enfrentada directamente con la puerta por la que entro. Al borde de la cama a mi izquierda me mira con fijos ojos azules un hombre delgado, cuya calvicie no le impide lucir una densa melena blanca rodeándole la cabeza de una sien a la otra. Al verme acercar frunce los labios, y la espesa barba canosa se une un momento dando la impresión de que su boca desaparece. Ya estoy suspirando, pensando que eso pueda significar que no tiene intención de decirme nada, pero, para mi sorpresa, empieza a hablarme él:

—Ya les he dicho a sus amigos lo que sé… Supongo que no me creen por estar donde estoy, y eso significa que debo repetírselo a cada tipo que hagan entrar en la habitación, a partir de ahora, ¿no? Para asegurarse de que no son delirios al azar, ¿no?

—Bueno, caballero —empiezo, tras coger aire sonoramente—, en realidad todo esto tiene tan confuso a todo el mundo que más bien han querido que me lo cuente directamente a mí, sin filtros…

—Entonces… ¿es usted como el jefe de la investigación, o algo así?

—Turk Robinson, inspector jefe de homicidios —le anuncio, sacando con dificultad mi cartera con placa del acartonado y húmedo bolsillo interior de mi chaqueta—. El problema es que aún está por decidir si esto es asunto nuestro… Porque tiene todo el aspecto de tratarse más bien de un asunto de orden público, o quizá de jurisdicción federal…

—¡Ah, no! ¡De eso nada! Esta gente fue asesinada, inspector jefe… —me interrumpe enseguida el tipo, volviendo a hacer desaparecer de nuevo su boca, mientras echa un vistazo rápido por el cristal de la ventana. Sí que parece distraído, como dijo Gabe.

—Algunas personas han sido asesinadas, sí, pero otras se han suicidado, tenemos aquí a un par de expertos que están corroborándolo y…

—¡No!, todos han sido asesinados, inspector jefe. Fue el hombre del sótano, el paciente secreto del sótano… —supongo que el tipo tiene ganas de hablar, así que no digo nada, y me quedo de pie ante él, con los brazos en jarras, esperando toda su historia. Sigue mirando más allá de los cristales de la ventana, de vez en cuando, y habla despacio, como si tuviera que pensar mucho las palabras. “En fin”, me digo, “allá vamos”: —. Durante más de una década lleva ese hombre allí, y desde que le trajeron, el número de locos peligrosos no ha hecho más que aumentar. Algunas de las personas que yo conocía, incluso gente con la que compartí habitación, han acabado locos de remate tras ser llevados con él… ¡A la fuerza, por supuesto! ¿Sabe de los tiempos de la lobotomización, cuando se utilizaba para dejar como borregos a los chiflados más problemáticos? Bien, en este hospital se han estado dedicando a todo lo contrario, utilizando a ese demonio con forma de hombre del sótano…

—Así que… usted no sólo cree que ese paciente del subterráneo se ha escapado, sino que es además el responsable directo de todo lo ocurrido.

—Desde luego. No lo creo… ¡Lo sé! Precisamente porque ha escapado es que ha ocurrido todo esto… En cuanto empecé a oír todo el caos tras esas puertas de ahí fuera —explica alzando una mano con desidia hacia el pasillo fuera de su habitación—, corrí a ocultarme aquí, temiendo volverme tan loco como los demás, y acabar suicidándome… O peor aún… ¡haciendo daño a algún amigo! ¿Pero de qué ha servido? ¡Ya lo ha visto! Muchos de esos eran colegas… incluso había algún enfermero que no se merecía pasar por esto…

—Vale… —resoplo, dejando caer los brazos, como derrotado.

—Sí, ya sé que no me cree… Nadie me ha creído nunca… ¡Pero llevo aquí mucho tiempo! Sabía que acabaría pasando esto… Ese hombre no es un hombre, inspector jefe. Él es una puerta. ¡Una puerta al Infierno!

Mierda. Eso es justo lo último que necesitaba escuchar. Cabe la posibilidad de que este tipo sepa quién soy, y, si siguió las noticias hace años, además conozca algo acerca del caso de Los Cauces: el par de chicas asesinas que decían ser las guardianas de una puerta por la que habría de llegar a nuestro mundo una deidad más antigua que el habla… Pero aunque así sea, y esté intentando tocarme alguna fibra del pasado para sugestionarme y arrastrarme hacia el terreno de sus delirios, no puedo pasar por alto que cada una de las muertes del hospital es absurda y surrealista, y encima el “paciente secreto” tiene que ser un pariente del doctor Ruddenskjrik, el forense que fue mi compañero inesperado en el caso de Los Cauces. La mano huesuda que hizo añicos la puerta de paso a mi mente ahora se alza para agarrarme de la pechera y tirar de mí hacia la boca de fétido aliento de su dueño… ¿La muerte?

Ya me estoy volviendo para regresar con Gabe, cuando me detengo a observar al hombre, que estira el cuello para seguir mirando por la ventana. Sé que sólo es un chiflado, pero me muerde la curiosidad.

—¿Qué se le ha perdido allí fuera, hombre? —pregunto con un tono jocoso, casi esperando que me diga que un amigo invisible le llama detrás del cristal.

—Un coche… —masculla como para sí mismo, haciendo que se me ponga el cabello de la nuca de punta—. El demonio, el hombre-puerta, se ha ido con el coche del doctor Tripkys. No creí que supiera hacerlo funcionar… Pero oí que arrancaba y se iba.

—¡Maldita sea, hombre! ¿Por qué coño no lo dijo antes? —le grito frustrado y cansado, al puto loco de los cojones, alzando las manos—. ¡Que somos la puta poli, amigo! Estaría bien saber esa clase de cosas para empezar a ir en su busca, ¿sabe?

—No —sentencia, volviendo de nuevo sus ojos azules hacia mí—. ¿No me escucha, no ha visto a esa pobre gente? Nadie puede detenerle. Olvídense de él.

—Le necesitamos, como mínimo para hacerle unas preguntillas… ¿Alguna idea de a dónde iría?

El tipo vuelve a hacer desaparecer su boca entre la barba blanca, mientras inspira profundamente, antes de responder.

—No debí decirle nada… Le estoy condenando… A usted, y quizá a todos nosotros. Para cuando consiguió hacer el vehículo funcionar, el jaleo ya estaba terminando, y pude distinguir que el sonido del motor se dirigía más hacia el Oeste, hacia la profundidad del desierto… No sé si huye, o si busca algo… Pero si no se ha dirigido a la ciudad, inspector jefe, creo que debería olvidarse de él ¡Dejarlo en su retiro!

—Sí, vale, gracias por su colaboración —le atajo con sarcasmo, dándome media vuelta y prácticamente dejándole con la palabra en la boca.

Me ha bastado tratar con un solo pirado para saber que no quiero entrevistar a ningún otro, aunque por suerte quizá no sea necesario… Me reencuentro con Gabe, y le pregunto lo obvio.

—Bueno, apuesto a que un tal doctor Tripkys andará por aquí, tirado de cualquiera manera, con la cabeza abierta… ¿dónde está?

—Sí, el doctor Dan Tripkys… Era el director del hospital, y al parecer dirigía en persona todo el asunto respecto al paciente Ruddenskjrik —empuja las puertas dobles que llevan a la sección de varios pisos de locos cada vez más zumbados, donde me encuentro menos personas muertas, pero más repartidas, algunas por el suelo, otras dos adornando las escaleras de servicio que llevan a los cuatro pisos que hay por encima. A mitad de la sección hay un gran ascensor, en el que esperaría encontrarme al típico cadáver obstruyendo la puerta automática, pero no, está completamente limpio, y hasta ahí me lleva Gabe, pulsando una vez el botón, antes de seguir hablándome—. Su nombre aparece en el cabecero de todos los informes de años y años que había en esa y otras carpetas sobre el caso Ruddenskjrik… Pero además… Bueno… Está claro que estaba muy cerca del paciente cuando éste se escapó.

—¿Qué coño dices, cómo de cerca? —exclamo, no entiendo si se refiere a una proximidad física o a algún tipo de afinidad personal.

—¡Voilà! —imita en un burdo francés, extendiendo las manos mientras la puerta corrediza del ascensor se abre hacia nuestra izquierda—. Muy cerca, macho.

Ahí dentro me encuentro el cuerpo sin vida del doctor Tripkys; ahí, en la ensangrentada tarjetita de identificación que cuelga de la pechera de la ensangrentada bata blanca médica se lee, con grandes letras negras, su mismo apellido. El tipo está como acurrucado en cuclillas contra la esquina derecha del fondo del ascensor, resultando muy efectivo el chiste de predistigitación que se acaba de marcar Gabe, con el sonido de timbre del ascensor tocando su aviso al tiempo que la puerta lo descubría. Por las manos deduzco, sin saber nada de él, que el tipo era ya anciano. Y digo que fijándome en las manos, porque la cabeza ha sido sustituida por una maraña de carne y trozos de hueso y cosas que ni sé qué son, y que ni tengo ganas de examinar para averiguarlo. Me acerco echándome mano a la boca, más por asombro que por asco, curioso, intentando identificar esa cosa negra que el cuerpo parece tener clavada en el centro de lo que antaño era una cara humana.

—Gabe, tío… ¿Qué estoy mirando? Eso de ahí… ¿Qué es? —le digo con la voz ahogada, abriendo muy poco la boca sin dejar de cubrírmela, como temiendo que algo de todo eso vaya a saltarme de improviso a la cara.

—Eso, Turk… ¡Es una máscara! —dice misterioso, pero sin la gracia de antes.

—¿Una máscara? —Me inclino un poco más sobre el cuerpo. Distingo la forma cóncava necesaria para contener quizá un rostro humano, pero no tiene lugar para los ojos, nariz, o boca. Cuelgan tres gruesas correas de cuero rotas, a distintas alturas desde su filo… Me imagino con ello puesto, y me asalta una claustrofobia un poco tonta—. Espera… ¿Eso lo llevaba Ruddenskjrik?

—Mira eso, Turk. Diría que estaba hasta los cojones de la máscara… y que estaba hasta los cojones del doctor Dan Tripkys… ¡Coño tío, debía estar hasta los cojones de todo! No has visto aún la sala donde le tenían, macho: es un cuarto de dos por dos, comunicado visualmente con otro cuarto igual por un cristal como los de las salas de interrogatorios… Por su lado sólo hay espejo, y desde el otro se le vería a él de frente, tal y como está dispuesta la camilla de correas en la que debían tenerle atado… La camilla es abatible hasta una posición enteramente horizontal, pero creo que cuando se escapó estaban a punto de empezar otro de esos experimentos… Allí abajo hay otros dos guardias muertos y una paciente… Por cómo se encuentran, creemos que la paciente y un guardia mataron a golpes al otro antes de que ambos se suicidaran —Gabe hace una pausa en la que suspira tan fuerte tras de mí que me llega el aire hasta la nuca—. Turk, tío… Ese tipo se escapó, y todo el que se ha cruzado con él de camino a la salida, parece haberse vuelto majareta. No sé si podemos acusarle directamente de alguna muerte… Que no sea la de Dan Tripkys, aquí presente. Es muy probable que encontremos las huellas de Elmer Ruddenskjrik en esa máscara con la que le golpeó hasta la muerte…

—Pues a mí me vale —le atajo, resuelto—. ¿Sabes que el paranoias dice que Ruddenskjrik se fue en su coche, en el coche del doctor? Dice que pudo oír cómo dirigía el coche por la carretera en dirección al desierto… Supongo que quiere dejar bien atrás este lugar para que no le…

—¿Hacia el desierto? —me interrumpe Gabe—. Vaya… pues, ¿sabes quién vivía en mitad del desierto? El puto doctor Tripkys.

—¿Qué? 

—Sí, en su despacho, donde tiene toda la sección dedicada al paciente Ruddenskjrik, encontré su apartado de correos. Lo mandé comprobar por radio a la comisaría, y me dijeron que es el de una gasolinera, donde se recibe el correo para todo un distrito de parcelas de las afueras. Así que… ¡Debe tener una casita por ahí! —Mientras me termina de decir todo eso, ya me he inclinado sobre el cadáver para hurgarle todos los bolsillos. No tiene juego de llaves encima. Gabe ya está pensando lo que yo—. ¿Crees que Ruddenskjrik sabía eso? ¿Que se ha ido a la casa del doctor?

—Este tío no tiene más llaves, es posible que se las llevara todas cuando se llevó el coche… Si ha hecho eso es una estupidez, porque daremos con él… —Aprieto un momento los puños, pensando en descargar toda mi frustración y violencia contra el psicópata capaz de incrustar una máscara sobre una persona como si se tratara de la misma Excalibur en una roca musgosa—. Vamos.

—¡Espera!, ¿no quieres bajar y ver el puto cuartucho donde le tenían…? —me ofrece Gabe, pero dejando la frase como a medio terminar, y alargando con indecisión su mano hacia la botonera.

—Me has dicho todo lo que necesito de ese sitio… ¡Vamos! 

Tras mi insistencia, la cual acompaño de un gesto de mi mano, Gabe empieza a seguir mi paso apresurado de vuelta a la recepción central. Algunos de los agentes que se pasean nerviosos por los corredores (sorprendentemente silenciosos para tratarse de un manicomio) me echan miradas interrogativas, como ofreciéndose a desempeñar alguna tarea que no sea la de simplemente permanecer por el lugar. Sacudo negativo la cabeza, condenándoles a seguir en sus puestos de vigilancia, y paso de largo los cadáveres, esquivándolos con agilidad, hasta que llegamos donde Sean, quien se apoya como antes lo estaba Gabe sobre el mostrador, y justo en el mismo lugar. Supongo que sus delicados codos de petimetre agradecerán el calor remanente que allí dejara su compañero…

—¡Bueno!, ¿qué es lo que pien…? —empieza a preguntarme al verme acercar, con Gabe pisándome los talones.

—¡Tú te quedas aquí! —le corto de inmediato, rechinándome los dientes de tan sólo pensar en dejarle terminar la frase… cualquier frase que pueda decir—. Cuando acaben los forenses de recabar datos, puedes ordenar el levantamiento de los cadáveres…

—¡Turk, tío! ¿Eso no debería ordenarlo un juez instructor? —me suelta, dándose apenas media vuelta, sostenido en todo momento por la mesa de la recepción. Puto vago.

—¡Joder, llama a quien tengas que llamar, marica! ¿No sabes hacer solito ni una puñetera cosa? —me quejo, parándome a mirarle agitando las manos. Es que no me lo puedo creer.

—¿Pero a dónde vais, troncos? 

—Creemos saber dónde puede estar el paciente Ruddenskjrik, macho… —se pone a explicarle Gabe, mientras me sigue hacia la entrada para visitantes.

—¡Anda, hombre, pasa de él! —le grito, ya bastante adelantado.

Cuando ya voy a llegar hasta las puertas automáticas, un potente timbre me sobresalta. Pego un tonto brinco del sobresalto, hacia delante, mientras me giro. Acabo de pasar sin darme cuenta bajo el puto arco detector de metales, y suena por mi revólver, mis llaves, mi placa y a saber qué mierda más… Mientras, por la proximidad, las puertas se abren de par en par, dejando que una lluvia torrencial traída por un viento feroz haga crujir mi chaqueta de cuero, empapárseme el culo y refrescarse inoportunamente mi nuca, acentuando con ello el impacto del puto susto. Gabe se desvía hacia el mostrador para buscar dónde apagar la alarma. Echa dos rápidos vistazos y me mira derrotado, encogiéndose de hombros.

—¡Deja esa mierda, que la apaguen ellos! —le grito.

Y corremos hasta mi coche, al cual Gabe no le cuesta tanto como a mí entrar, pese a la proximidad de las jodidas ambulancias por ambos lados.

—Me pregunto si habrá alguna puta cosa que no hagas difícil, Turk… —refunfuña desde dentro, mientras lucho por hacer pasar mi vientre.

Nos pasamos una media hora larga en el coche, con el sonido insistente y monótono de la lluvia contra toda la línea de la carrocería. Conduzco tan rápido como puedo, al punto que Gabe me llama la atención un par de veces. Pero no le hago ni puto caso. De vez en cuando nos cruzamos con algún vehículo que se dirige a nuestra ciudad, cada uno de ellos con los focos encendidos. Deben ser casi las cuatro de la tarde, pero las nubes son tan espesas y negras, y la lluvia tan fuerte, que no parecen estos sino los minutos previos al amanecer. Este mal tiempo me pone aún de más mala hostia. Tengo muchas ganas de dar con el puto loco, y ver si tiene cojones de intentar conmigo lo que le hizo al viejo doctor. Mis gruesos puños retuercen el volante sólo de imaginar que mis nudillos se estampan contra su cabeza en sucesivas e interminables series de golpes, antes de estrujarle el gaznate. No creo en la justicia; creo en el crimen y el castigo. Nada de celdas. Es irónico: en una ciudad como esta, tan sucia y corrupta, apenas he tenido problemas durante toda mi carrera para hacer efectiva la ley como yo la concibo. Nadie se hace preguntas acerca de los violentos finales para la vida de los indeseables.

La carretera avanza en una casi inalterable línea recta que parece infinita, desviándose apenas unos grados en amplias curvas imperceptibles para cualquiera que no sostenga el volante. De repente Gabe se sacude en el asiento, mirando por su lado hacia fuera, y luego mirándome a mí.

—Te acabas de pasar la gasolinera, tío.

—Mierda —digo, empezando a frenar con suavidad.

—Te dije que ibas muy rápido… Y encima no enciendes las luces, ¡que no se ve casi nada!

Refunfuño algo sobre la puta de su madre, mientras hago salir el coche un poco de la carretera, pisando el terreno de grava desértica que la rodea para hacer el cambio de sentido en una sola maniobra. Llevo el coche a velocidad moderada, mirando con fijeza la silueta apenas visible entre la tormenta de la puta gasolinera… Su techado sobre el par de surtidores de que dispone aparece conformado de las tinieblas como si alguien hubiera aplicado un repentino filtro de color. Aparco el coche lo más cerca de la entrada que puedo.

—Espera, voy a preguntarle por la casa de Tripkys. Sabrá dónde vive… —se ofrece Gabe.

—Si se hace el tonto avísame, que voy yo a hablar con él… 

—Vamos, Turk —dice con fastidio—, hay que saber cuándo dejar de fanfarronear.

Sale y cierra de un portazo, no sé si a propósito o propiciado por el fuerte viento ocasional que hace a la lluvia desplazarse en repentinas oleadas horizontales. Espero. Intento echar un ojo, pero apenas distingo el exterior del coche, como para ver algo a través de las ventanas del local de la gasolinera. Me da por pensar en el viejo Ruddenskjrik otra vez. Con lo bien que me caía ese hombre, pese a sus rarezas… Y aquí estoy, pensando en machacar a manos desnudas al que debe ser su sobrino, al que él mismo no pudo llegar a conocer… Éste tío tiene ahora diecisiete años, según su expediente. El doctor Ruddenskjrik fue asesinado un año antes de su nacimiento. Alguna especie de presentimiento de mierda no ceja en su insistencia de traerme al paladar aquel olor (que se tornaba sabor) de la sangre quemada, casi como si el caso de Los Cauces y esto estuvieran relacionados de alguna manera que no sería jamás capaz de explicar, mucho menos probar. Antaño, la sangre que hervía dentro de las víctimas torturadas, hasta matarlas. Ahora, la gente que parece enloquecer hasta el punto de atacar lo que pille por delante y suicidarse después… ¿Un hombre que es una puerta al Infierno? ¡Bobadas, bobadas! Esto es todo sólo casualidad. Las dos chicas, Los Cauces de los Ríos de la Sangre, como se llamaban a sí mismas, no eran brujas. Sólo dos putas psicópatas. No estaban invocando nada. No existe la deidad llamada Volguus Zildrohar. Y todo eso no tiene nada que ver con el sobrino de Ruddenskjrik…

Doy un respingo cuando la puerta del acompañante se abre y entra Gabe, junto con polvo de lluvia espolvoreado por el fuerte viento. Él me mira fijamente; creo que se ha dado cuenta de mi sobresalto, el cual me afano en disimular, encogiéndome de hombros y frotándome las manos, como molesto por el mal tiempo…

—Vale, dice que sí conoce al doctor Tripkys, que vive bastante cerca… Bueno, no le dije que está muerto —Gabe hace inútiles gestos para señalarme la carretera que seguíamos y algo más allá que no soy capaz de distinguir—. Poco más adelante hay una serie de colinas hacia la derecha, me dijo, y un camino que se mete entre ellas. Por ahí se llega a su casa.

Arranco sin decir nada. Hago al coche incorporarse de nuevo a la carretera mientras Gabe estira su mano para encender por su cuenta los faros. Le miro un momento con el ceño fruncido, reprochándole que se dedique a manejar a medias mi trastomóvil. 

No tardamos en ver la serie de colinas, entre las cuales una estrecha pista de tierra se abre camino de una manera algo sinuosa, como siguiendo el cauce de algún riachuelo prehistórico que hubiera estado correteando entre ellas. Tuerzo hacia ese lado y lo seguimos. Al momento de meternos entre las pequeñas cumbres, desnudas e irregulares, escabrosas, la lluvia prácticamente detiene su tamborileo cruel sobre el coche. Por encima de nosotros se distingue la lluvia siendo arrojada de izquierda a derecha por el aire, como si fuera lanzada desde grandes cubos por altísimos forzudos hasta estrellarse el grueso de todo ello contra las amplias laderas a la derecha de nuestro camino. La pista es lo bastante sólida y rocosa como para que el barro no nos haga quedarnos estancados. Conduzco despacio, pues el paso es lo bastante estrecho como para temer rajar un neumático o como mínimo dejarme las llantas contra los pies afilados de las colinas, si no tengo cuidado. Además, si el paciente Elmer Ruddenskjrik se encuentra en la casa, preferiría no ponerle en aviso de que llegamos. ¡Ah, a propósito de eso! Mejor apago de nuevo las luces…

Gabe no dice nada. Yo tampoco. Él no sé, pero yo de repente soy incapaz de pensar: ni pasado, ni presente… incluso mi furia hacia el probable asesino se ha disipado de pronto. Apenas nos acompaña el leve roce de las ruedas y el impacto de alguna gruesa gota que acierta a estrellarse aún contra el capó… Todo es silencio. Me siento extraño. Como entrando en la boca del lobo por propia voluntad, sin ánimo de luchar…

—¿Sabes? —empieza a decir Gabe, sacándome para mi alivio del pantano hediondo de mis sensaciones—. No me encaja que el doctor, ni nadie, viva en un sitio así, casi como exiliado de todo el mundo, u oculto… ¿Tendría algo que esconder? Quizá algo relacionado con el propio Ruddenskjrik…

—Puede —su conversación me anima al fin a usar algo la mente, de nuevo—. Si el paciente sabía dónde estaba esta casa, es más que evidente que la relación entre ellos no era la de meros “médico y su paciente”…

—Sí tío… Pero, ¿eso qué significa? —pregunta al aire Gabe, o eso supongo, porque no es algo que yo pueda responder—. O el doctor le habló de ella antes de morir, o es que ya había estado aquí antes… Y no se me ocurre por qué el doctor Tripkys iba a hablarle a ningún loco de dónde vivía…

—No sé qué mierda estás pensando, Gabe —le reconozco, meneando la cabeza.

—En realidad yo tampoco… Turk, no sé, es que creo… Sabes, esa puta máscara incrustada en el doctor…

—¿Qué? —Le miro un momento, haciendo aletear mi diestra hacia mí, haciéndole ver que me muero porque me suelte lo que se le pasa por la cabeza—. ¡Vamos, vamos, suéltalo! ¿Qué pasa?

—Creo que algo se traían entre ambos… no sé el qué, pero algo pasaba entre ellos. Estoy seguro de que fue al único al que atacó directamente… ¡Al doctor! No sé tío, algo pasa con ellos. Para matar así a una persona hay que sentir cosas muy malas…

—Bueno, o simplemente ser un puto loco homicida, Gabe. Joder, no le des más vueltas, ¿quieres?

De alguna manera el imbécil este se las ha arreglado para ponerme aún más nervioso de lo que estaba. Volvemos a quedarnos en silencio el resto del camino. No pasan ni quince minutos más cuando aparece ante nosotros lentamente la cabaña del doctor Dan Tripkys, en medio de un anillo bien redondo que forman las colinas. Efectivamente, hay un coche aparcado de manera descuidada al lado derecho de la cabaña, según la miramos ahora. La puerta, adornada con un pequeño ventanuco de vidrio, está entreabierta, dibujando desde el interior una perfecta línea negra, que no parece sino una especie de subrayado vertical en mitad de todo lo que se ve gris por culpa de este mal tiempo… 

Aparco mi coche justo tras el del doctor, bloqueándole a Ruddenskjrik una posible huida con él. La amplitud del claro entre las colinas permite que la lluvia vuelva a verter su estruendoso festival de kamikaze precipitar sobre el coche y cuanto nos rodea, casi como si alguna clase de seres diminutos y extraños nos estuviera recibiendo con un potente clamor de sus diminutas palmas. Miro a Gabe, que saca su arma automática de nueve milímetros, más moderna que la mía. Abro la puerta de mi lado mientras tiro del revólver largo del 38 de mi pistolera, que innumerables alegrías (tanto a tiros como a contundentes culatazos) me ha venido trayendo durante mi carrera de policía. La lluvia nos empapa de pies a cabeza en un momento. Justo cuando el calor de mi propio cuerpo casi había evaporado por completo mis anteriores humedades… Este debe ser el día más raro e incómodo que recuerdo haber tenido en mucho tiempo. En fin, allá vamos. Gabe, más joven, se mueve hacia la izquierda, el lado de las bisagras de la puerta; yo al derecho, por el que asoma la oscuridad de dentro. La fuerte lluvia ahoga nuestros pasos, y cualquier otro posible sonido del interior, puedo suponer. Con cuidado asomo un ojo. Joder, es que no distingo una mierda. Ni siquiera el puto suelo justo ante la entrada. Gabe me hace gesto de que mire a ver si hay interruptor junto a la puerta. Meto el brazo sin mirar y tanteo hacia mi derecha. Vaya, pues sí. Tiro de él hacia arriba. Una luz naranja y tenue se desprende como de la mitad de la cabaña. Gabe da un empujón a la puerta con su codo izquierdo, apuntando al interior. Entra con paso tenso; yo a su lado, un paso por detrás, pero más relajado, y ojeando el interior.

No hay mucho que ver. La cabaña es prácticamente una única habitación, con una parte reservada a ser una sencilla cocina tras un murete, en la parte izquierda. Aquí delante hay un sofá de tres plazas, junto a un sillón que presenta mucho uso pero mantiene un aspecto confortable. Delante de los asientos se extiende una sencilla mesa larga de madera, que le quedaría a uno a la altura de las rodillas al sentarse. No hay televisor, o radio, ningún entretenimiento moderno que se vea. Estoy a punto de levantar la voz para pedirle a Elmer Ruddenskjrik que salga con las manos en alto, si es que anda agazapado en alguna de las pequeñas habitaciones que debe haber ahí delante, cuando Gabe me interrumpe, dirigiéndose hacia la mesita.

—Mira, más informes, como los del hospital —dice, manoseando con su mano izquierda los papeles, sin mucho cuidado—. Éstos tienen sus propias carpetas. No, no son del hospital. Son anotaciones a mano del doctor Tripkys…

—Bueno, ¿y eso qué mierda importa? —le atajo, y alzo la voz hacia el fondo, donde distingo puertas a uno y otro lado en mitad de un corto corredor, enfrentadas una a la otra—. ¡Elmer Ruddenskjrik! ¡Sabemos que estás ahí! ¡Más vale que salgas, sin intentar ninguna tontería ni llevando nada en las putas manitas, tarado!

En realidad estoy deseando que intente atacarnos.

—Oye, mira esta mierda… Joder, ¿qué es esto? —exclama Gabe, a mi derecha, mientras avanzo hasta ponerme junto el respaldo del sillón—. Aquí dice no sé qué mierda de fenómenos en los espejos. “El paciente Ruddenskjrik dice presenciar unas anomalías visuales en los espejos toda vez que procedemos a los experimentos de influencia de su poder. Guardias con instrucciones precisas y equipamiento de protección adecuado enfrentaron al paciente con espejos, obligándole después a introducir su propio brazo más allá de las anomalías por el paciente descritas. En las grabaciones, filmadas de manera que se evita el enfoque del peligroso rostro del paciente, se ve claramente cómo su brazo desaparece más allá del espejo hasta algo más del codo, como por arte de magia. Las pruebas demuestran que nadie más, sino él mismo, es capaz de traspasar físicamente las anomalías que sólo él parecer ver, y que describe como un sumidero infinito de nubes negras…”. Turk… ¿estaban todos locos, en ese hospital?

—No estaban locos —nos sorprende una voz desde el pasillo de delante, hacia donde de inmediato dirigimos nuestras armas—. No de verdad, al menos hasta que me liberé.

El tipo viste ropa de paciente de aislamiento, blanca, o más bien amarilla por los años de uso, salpicada de oscuros manchurrones de lo que debe ser la sangre de Dan Tripkys en una pernera y a la altura del pecho. El círculo de luz que arroja por toda la cabaña la lámpara en el centro del techo se cierra justo bajo su cuello, con lo que no alcanzamos a verle la cara.

—Elmer Ruddenskjrik —le llamo, aunque mi tono suena un poco a pregunta—, deberías acompañarnos… Tenemos que aclarar muchas cosas, y principalmente la muerte del doctor Tripkys y el hecho de haber venido tan corriendo a su casa…

—Necesitaba un lugar a dónde ir, y además averiguar cuánto había averiguado él mismo —nos explica como si fuera lo más lógico y natural del mundo. Su voz es tranquila y suave, propia en tono de su juventud, pero tan adecuadamente modulada que suena como un experimentado profesional del doblaje de voz—. Desgraciadamente, los extraños y terribles experimentos de Tripkys le han llevado, por demora de resultados a lo largo de los años, a una especie de locura muy común, pero tan peligrosa como cualquiera de las otras: la obsesión infructuosa. 

—¡Deja esa verborrea de paranoico y acércate a donde te veamos! —le animo, tirando del percutor de mi revolver, con lentitud, asegurándome de que lo oiga.

—Turk… oye… —empieza Gabe, sin dejar de apuntar hacia el jodido chiflado.

—Creo que sería mejor que se volvieran por donde han venido, agentes… Lo digo por su propio bien… —le interrumpe Ruddenskjrik, mientras levanta sus dos manos mostrándonos las palmas, y sacudiéndolas, como animándonos a dejarlo estar—. No guardo ninguna clase de acritud para con ustedes, si les soy sincero.

—¡Asómate, jodido loco, o disparo directamente contra tu puta cabeza de…!

—¡Turk, no! —me grita Gabe.

—Como deseen, agentes… —Oigo decir a Ruddenskjrik, mientras miro a los aterrorizados ojos de Gabe.

Ambos volvemos nuestras miradas hacia él al mismo tiempo. Lo último que veo del mundo que conozco es el cuerpo de Ruddenskjrik avanzando hacia nosotros, hacia la luz. Encima de él, donde debería estar su cabeza, no puedo ver nada. Ni luz ni oscuridad, simplemente nada, no sé ni cómo explicarlo. Pasa muy rápido, asumo, pero no existe el tiempo, creo. La nada se cierne sobre mí. Desaparece todo, Ruddenskjrik primero, el suelo bajo él, el techo… Llega hasta mí, y desaparezco. Siento un vértigo, dolor, una gravedad increíble, asfixia, el peso de todo, una fuerza insoportable, como si yo estuviera al extremo del universo y todo él tirara de mí como lo haría una enorme honda al extremo del brazo de un niño retrasado antes de soltarse una pedrada en su propia cabeza. Todo se detiene, pero la velocidad se mantiene. Caigo al centro de un sumidero. Primero no hay nada, pero de repente veo luz. Veo la Luz, en realidad. La Luz de la que está hecho todo. Por un momento veo todo lo que ha pasado y que pasará, todo a la vez. En todas partes. No la tierra. Otros mundos. Todos los mundos. No. ¿Qué es eso? No, no quiero ir allí. Hay algo, algo enorme que se debate entre la Luz. Él, ¿o ella?, es su dueño, pero dudo que sepa lo que hace. Es horrible, e inconmensurable. Se extiende a todo lo que existe, y es odioso, terrible, estúpido, hediondo. Sus repugnantes úlceras son como grupos de galaxias, sus infinitos ojos bizcos del tamaño y la forma de gelatinosas nebulosas de colores apagados, infectos y supurantes. No tengo claro si todas las cavidades que babean son ciertamente deformadas bocas o infectadas vaginas, pero hacia allí me dirijo. Yo y tantos otros. Todos somos luz, y todos somos de alguna manera masticados y engullidos por… “eso”. Creo que ya no tengo cuerpo, así que supongo que no dolerá. No, un momento. Sí. Duele.

Duele por toda la eternidad.

FIN

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El Rostro De La Locura

El detective Turk Robinson es solicitado para investigar un siniestro incidente en un hospital psiquiátrico de las afueras…

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