Como cada viernes de cada semana, sin falta, salió de la casita que tan providencialmente se encontraba alejada de las cabañas de cabreros y borregueros que eran sus vecinos condales. Aún no despuntaba el sol en aquella jornada de primeros de enero, sólo se vaticinaba su llegada por el leve clarear sobre las lomas lejanas del Este, de las cuales tenía una vista casi cenital, al avanzar por la ladera verde salpicada de roca viva de la montaña a cuyo pie vivía. Al Oeste, aún inmersa en un mar de oscuridad oleosa del que parecían salir a flote las partes aún encendidas del alumbrado público, la gran ciudad, al final de una larga caída de la vista por encima de colinas y laderas de los picos circundantes, más bajos.