27 julio, 2024

Este relato lo hice para el mismo concurso de cuentos que “Tocando fondo”, consciente de que aquel primer relato no tenía el aire ni el estilo de cuento necesario para competir en condiciones.

No hay mucho más que pueda decir sin destriparos la experiencia, así que espero que lo sepáis disfrutar.

Y ahora… ¡que comience la función!

—No deberías seguir por ahí.

El joven jabalí ni siquiera había visto al que acababa de hablarle, y al echar la vista, algo sobresaltado, hacia el lugar de donde procedía la voz, frunció su peludo ceño, confuso.

—¿Eres tú quien me habla?

Era un pequeño ratón de campo, de pelaje marrón, frondoso y limpio, redondito y sano, que se erguía para mirarle sobre sus dos patas traseras. No le había pisado con su pata delantera derecha por muy poco. O quizá acababa de aparecer allí en ese momento.

—¿Quién, si no? ¿Ves a alguien más por aquí? —El ratoncito tenía una voz sorprendentemente grave, nada propia de su tamaño.

—Disculpa, ¿y qué decías? —Fingió no haber oído el jabalí.

—¡Que no deberías ir por ahí, tronco!

El jabalí miró hacia la parte del bosque salvaje que el ratón le señalaba con su pequeña nariz. Le parecía que todo era igual que todo lo igual que ya había recorrido antes.

—¿Qué pasa? ¿Por qué no?

—Todo el que va para allá no vuelve, ¡no se le ve más el pelaje o el plumaje! Es raro que no lo sepas. Seguro que no eres de por aquí.

—No, no soy de por aquí. Voy y vengo por donde quiero. Me gusta moverme. “Explorar y retozar, sin parar hasta reventar”, ese es mi lema.

—Pues reventar no sé si será, pero si vas para allá, parar vas a parar —insistió el ratoncillo, encogiéndose sobre sí mismo y acariciándose la cabeza con las dos patitas delanteras, como distraído.

—¿Pararme a mí? ¿Qué me va a parar? —replicó el jabalí, pateando con las pezuñas traseras la tierra y hojas secas, y alzando la cabeza hacia delante.

—Sí, sí, ya te veo —reconoció con cansancio el ratoncillo—. Eres joven, eres fuerte, eres un jabalí. Un jabalí solitario que lleva no se sabe desde cuándo viajando y viviendo aventuras. ¡No lo pongo en duda, macho! Las cicatrices en tu hocico y la falta de pelaje en ciertos sitios me dicen que estás bien bregado, jabalí…

—Me llamo Berto —resopló con fuerza y orgullo el jabalí—. Berto Esmizyy.

—Encantado. Yo Tobias Güelinton. Tob me dicen, por el barrio…

—Encantado, Tob —resopló el jabalí, inclinando la cabeza con gentileza, pues era marrullero pero solo y siempre que la situación lo requería, y nunca con nadie que usara los modales—. ¿Me vas a explicar por qué no he de ir por ahí? —recondujo la conversación, enfilando sus colmillos curvos hacia delante.

—Hay un humano, por allí —reveló el ratoncito, volviendo su grave voz un ronco susurro cómplice. Parecía temer que, de decirlo muy alto, aquello resultara una invocación de lo nombrado.

—¡Hala, venga! —Meneó la cabeza en un bufido, el jabalí Esmizyy, mostrándose incrédulo y divertido—. ¡¿Un humano?! Nunca he visto uno. Dicen que hace siglos que se extinguieron. Y digo más: a mi modo de ver, solo son leyendas. Algo inventado.

—¡¿Ah, sí?! —replicó el señor Güelinton, asombrado ante lo que creía una bravucona necedad—. ¿Acaso no sabes por qué podemos hablar, tú y yo?

—Porque tenemos lengua, menuda cosa.

—No, ¡qué va! —negó muy rápido con su cabecita Tobias Güelinton, cerrando los negros y brillantes ojos de frustración. Aquel torpe jabalí parecía no querer saber nada de nada—. Los humanos, mucho antes de dejar de estar por todas partes, nos concedieron el habla. Así de poderosos llegaron a ser. Puede que no lo sepas, pero no es menos cierto. No voy a decir, como dicen muchos otros, que los humanos crearon el mundo, pero sí muchas de las cosas que han habido en el mundo. Algunas de las más temibles.

—¡Pues sí que se prodiga la superstición por aquí! —Intentó desanimarle Berto, algo aburrido ya de la conversación.

—Para superstición la de los humanos —seguía Tobías el ratón—. Nadie sabe cuándo ni cómo, pero ellos inventaron a sus propios dioses, con sus demonios y todo. Se inventaron héroes para luchar contra sus propios monstruos inventados. Inventaron criaturas mitológicas de todo ámbito, naturaleza y carácter. Y luego todo cayó en el olvido en favor de la ciencia. La ciencia sí que era real, y los humanos dejaron de inventar, al menos al modo tradicional. ¿Y sabes qué pasó luego?

—Adivino que alguna superchería más… —concedió el jabalí.

—Luego, de algún modo, todo cambió. Volvieron las criaturas mitológicas. Volvieron los monstruos. Y hasta los demonios. Pero de héroes ni dioses, ¡je!, de esos nada se supo. Los humanos hicieron tan real como la ciencia todo aquello que antes solo eran ideas. Las malas ideas. Nadie sabe ni cómo ni por qué.

—Todo eso que cuentas, de haber sido cierto, habría destruido el mundo, por aquel entonces… ¡pero estamos aquí! —Quiso razonar Berto, impacientándose y sin saber cómo dar por terminada la conversación sin resultar maleducado.

—Esa parte de la historia sí que no me la sé… —reconoció Tobías, rascándose con una patita la cabeza y enroscando la cola—, pero de lo que estoy muy seguro es de que, entre unas cosas y otras, a nosotros los animales nos concedieron el habla.

—Esa historia es una buena historia… pero no aclara eso que dices del humano perdido en el bosque —concluyó el jabalí, echando un vistazo a su alrededor, y olisqueando con fuerza el aire.

—¡Claro que no! —desdeñó Tobías, apoyando por primera vez, desde que el jabalí le viera, las cuatro patas en el suelo, casi como si estuviera dispuesto a irse ya—. El humano ha sido visto por muchos de aquí, del barrio. Durante varios años. Avistamientos muy esporádicos, pero seguros, fiables, contados por animales muy fiables, buenos colegas míos. E incluso los animales más viejos ya decían haberlo visto, antes incluso de que yo naciera. Como que debe de llevar décadas enteras viviendo allí, en lo profundo de lo profundo del bosque…

—¡Espera! —Le volvió a interrumpir Berto, frunciendo el ceño de nuevo, pero de escepticismo—. ¿Insinúas que tú ni siquiera lo has visto?

—No —reconoció sin pudor el ratón Güelinton—. Vamos, pero que ni quiero, ¿eh? Y ya sé por dónde vas. Que todo sean historietas. Imaginaciones. Pero mira: han desaparecido muchos animales. Algunos incluso colegas míos, que no he vuelto a ver. Pedro, el búho curioso, y el mapache Zacarías… puff, el viejo Zac, qué risas con él…

—¿Sabes lo que creo yo? —terminó por decidirse el jabalí, viendo al ratón negar con su cabecita, desamparado—. Creo que eres muy listo. Un listillo de tomo y lomo.

—¿Ein? —exclamó confuso Tobías, alzando la cabecita.

—Desde aquí… ¡no!, desde más de cien metros más atrás, vengo oliendo las trufas que se reparten por aquella zona. Lo que creo es que intentas asustarme para que no vaya por ahí a comérmelas. Que las quieres todas para ti, vamos.

—¿Cómo dices? —Se indignó el ratón, abriendo mucho los ojillos—. ¿Tengo pinta de muerto de hambre, yo, como para tener que mentir por unas trufas?

—Las trufas son un manjar. Hasta para ratones —explicó el jabalí con suspicacia.

—Hay bosque de sobra y comida de sobra. ¡Je! No habrá trufas, pero frutos secos, semillas, incautos insectos… Ni yo ni mi familia pasamos hambre, te lo aseguro, ¡ni pondríamos en tela de juicio nuestro honor por comida, en tal caso!

—De esas palabras no me queda otra que fiarme, de todos modos —refunfuñó el jabalí sacudiendo la cabeza como si acabara de sacarla del agua—. Supongo, entonces, que no te importa que siga por ahí. Me comeré algunas trufas, pero seguiré de largo. ¡Quedarán para ti y muchos otros!

—¡Vete a donde quieras, jabalí! —Le espetó el ratoncillo, conteniéndose las ganas de faltarle al respeto y empezando a alejarse a pausados saltos—. ¡Yo te he avisado, como buen compañero del bosque! Ahora… ¡haz lo que te plazca!

Berto Esmizyy observó durante un minuto cómo el ratoncillo se escabullía por el bosque, furibundo. Le pareció de lo más divertido que hubiera tratado de engañarle. En cuanto lo vio desaparecer tras unos árboles más alejados, decidió continuar su camino.

El olor de las trufas le atraía más y más. No es que tuviera hambre. Pensaba seguir su camino, recorriendo el mundo de aquí para allá, viviendo sus aventuras, pero si de paso se encontraba con trufas de tal calidad como aquellas que estaba olfateando, mejor que mejor. Porque probar la gastronomía local también forma parte de un viaje, ¿no?

Berto tardó un rato en darse cuenta de que no oía ni el ocasional escabullirse de algún escarabajo o araña sobre las hojas, o el zumbido repentino de algún saltamontes despistado. Ni el aleteo de pájaros entre las ramas de las frondosas copas, donde seguro podrían comer insectos de toda clase y montar algunos nidos. Nada de nada.

—¡Je! Se ve que el tal Güelinton debe haber engañado a todo el mundo, por aquí… —Trató de tranquilizarse el jabalí Berto, alzando demasiado la voz. Oírse tan claramente en mitad del silencio sepulcral, de algún modo, había tenido el efecto contrario. Solo había conseguido ponerse más nervioso—. Bueno… ¡trufas! Vamos a comer algunas… y si eso… luego…

“Si eso, luego, me daré la vuelta por donde he venido”, terminó de decirse Berto, mentalmente.

Se acercó hasta un tronco ni muy flaco ni muy grueso, y empezó a escarbar, siguiendo el excitante aroma, tratando de concentrarse en el alimento, que se adivinaba delicioso. Entonces, de pronto, escuchó algo. Al otro lado del árbol. Del mismo ante el cual se encontraba escarbando.

—¡Eh! ¿Qué? ¿Quién va? —preguntó muy rápido y ansioso el jabalí, retrocediendo con las patas traseras y arrastrando casi las delanteras.

De tras el árbol, una forma pálida, recubierta por un pelaje negro y raído como las pieles de una alimaña despeñada por un barranco, se mostró ante Berto, moviéndose hacia su derecha desde el árbol con movimientos suaves y ágiles, como los de una serpiente al acecho.

—Holaaaaa… —dijo el ser con un entusiasmo y candor que no pegaba nada con la situación… al menos desde el punto de vista de Berto Esmizyy.

—¡¿Hola!? —respondió y preguntó él al mismo tiempo, confundido.

La criatura era blanca, no blanca como un oso polar, pero bastante blanca. Dibujos azules con formas como las de las raíces surcaban su piel sin pelaje, en la cara, en los pies desnudos, en aquellas manos, parecidas a las de algunos monos que el jabalí había visto en otras tierras… El jabalí tardó un poco en darse cuenta de que no eran dibujos sobre la piel: eran conductos debajo de ella. Venas.

—¡Sí, holaaaa! —repitió la criatura, mostrándole los dientes amarillos y cuadrados, estirando la boca hacia los lados y hacia arriba, hacia sus orejas, redondas y pequeñas—. ¿Qué haces por aquí, jabalí? ¿Perdido, acasoooo…?

—No. Sí. Bueno, me pierdo pero porque quiero —Recuperó la compostura Berto, irguiéndose ante el ser.

El supuesto humano no era muy alto, ni parecía tener mucha fuerza. Se cubría con una especie de manto negro que no era de pelo ni de cuero, y que estaba como hecho a trazos, y entre los trozos sueltos se vislumbraba la falta de músculo y carne de sus extremidades. Sin duda era una hembra. Sin pelo ninguno en la cabeza. Con la cara afilada en el extremo inferior y muy redonda en el superior. Sus ojos amarillos dirigían unas pupilas muy pequeñas hacia él. No parecía poder ser una amenaza para el tamaño, fuerza y furia de un jabalí como él.

—¿Porque quieres? Por ventura, qué cosas más curiosas tienen que oír mis viejos oídos…

La hembra humana no era una cría, pero tampoco parecía una anciana, así que el jabalí pensó confuso en su posible edad. Sin embargo, se mantuvo impasible.

—Me habían dicho que encontraría un ser humano por estos lares… Creo que le debo a alguien una disculpa… Quizá debería regresar y…

—¡Oh no, no, no…! —La humana se apresuró a rodear al jabalí, sin acercársele lo más mínimo, manteniendo las distancias—. No te vayas ahora. Me siento sola, muy sola, por aquí. Podrías quedarte conmigo y darme algo de conversación por un rato. Solo un rato.

—Me han dicho que los que vienen por aquí nunca vuelven con los suyos —sentenció sin miedo el jabalí, suspicaz sin embargo.

—Nadie viene nunca por aquí… y ahora ya veo por qué. Así que dicen cosas sobre cosas, ¿verdad? Qué cosas, qué cosas… —La humana se volvió un momento imperceptible a mirar más allá, hacia la dirección desde la que venía Berto—. ¿Qué dicen, ein? ¿Qué dicen? Dame conversación…

—Me dijeron que un humano rondaba por aquí, y que han desaparecido animales durante décadas…

—Como ves, un humano ronda, sí, pero de animales no sé nada. ¿Ves alguno? ¿Oyes alguno?

—Que los humanos hicieron reales cosas que solo eran imaginaciones, y que por eso murieron todos… —continuó Berto, mirando al ser.

—¡Oh, sí, recuerdo eso! Los Monstruos del Id. Horripilancias de nuestro inconsciente. Nuestras mentes se volvieron contra nosotros, vaya… —La hembra humana parecía ver más allá de donde estaba Berto con sus concentradas pupilas. La boca le salivaba en abundancia, volviéndole algo pastosa el habla—. Fueron malos tiempos. Luego, los humanos empezamos a devorarnos mutuamente. ¡Je! Solo podíamos comer mentes. ¡Cerebros! Cerebros humanos… Hasta que se acabaron. Porque todo se acaba.

—Cerebros… ¡¿humanos?! ¿Comíais los cerebros de vuestros congéneres? —repitió Berto espantado ante la aberración.

—Hasta que a alguien se le ocurrió hacer algo más apetecibles los demás cerebros… Haciéndolos conscientes, más inteligentes; dotándolos del habla. Solo que ya era tarde. Ya éramos pocos… Y los cerebros de persona seguían estando más ricos… —sentenció la humana, irguiéndose ante Berto, entre él y el camino de vuelta al lugar de donde vino. Era más alta de lo que le había parecido al principio.

—¿Los demás… cerebros? Espera, te refieres a los de… ¿los animales? —preguntó Berto, con la voz quebrada, abrumado por las revelaciones.

La humana puso los ojos en blanco. Lo último en que pudo pensar Berto Esmizyy era el repentino dolor en su frente, antes de que su cráneo se abriera como por arte de magia con un fuerte crujido.

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Sólo son leyendas

El paseo de un jabalí se ve interrumpido por una intrigante conversación iniciada por un ratoncillo de campo…

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