SANGRE AL VIENTO
María Larralde.
Dedicado a José Larralde.
Hay una locura que nace de adentro. Hay otras, las más, que nos llegan arrastradas por el viento. Aquí en el Este se suceden tormentas en Septiembre. Tormentas que no son de lluvia, tormentas que no traen la calma, tormentas. Al alba, los tábanos tejen una red de siluetas en el aire sobrevolando nuestras cabezas inclinadas sobre la comida matinal cargada de vino y migas con chorizo. El zumbido cadente me hace recordar una melodía de Korsakov que mi padre adoraba y que conozco gracias a él. Los tábanos y moscardones son acompañantes molestos, por su sinfonía, para algunos hombres. Pero se visten de colores azules y verdes metálicos, o negros fúnebres con los que quedo admirado, seguramente porque son advertencia de su calaña.
Las mañanas son calurosas aquí en el Este, y los insectos voladores recorren sin cesar los olores y sabores humanos. Quizá crean que así se acercan a la inmortalidad de sus Dioses. Los néctares de nuestros alimentos en nada se parecen a las carroñas y desechos que la naturaleza les ofrece. Somos Dioses nutritivos, alimentamos con mil ambrosías sus vidas ponzoñosas. Por eso, nos adoran y nos ofrecen en ofrenda sus melodías insistentemente. Quieren estar presentes, quieren existir para nosotros. Pero no siempre pueden.
Aquí en el Este, en el mes de la vendimia, comienza a soplar de repente, un día no sabido, un viento extraño que trae sonidos de otros lugares. Puede ser que sea cosa de la clarividencia, pero a muchos nos parece que su lengua es extranjera, una jerga de otros tiempos o quizá de otras dimensiones. Y en esa época del año, tanto moscardones como tábanos, moscas y mosquitos, abejas y avispas, todos desaparecen espantados por esa voz o por esa lengua amenazante y fría.
Los campos se retuercen en vibrantes bailes con el viento extranjero que, al llegar la noche, ululan como seres que deben vivir dentro de su seno y que provienen de remotos lugares. Se me imaginan pantanosos, lúgubres, tristes, solitarios, plagados de pena y llanto. Son un flujo de sonidos, como relinchos cabalgados por jinetes de la muerte, lo que cada noche nos atormenta cuando los insectos voladores se han marchado para no volver hasta mayo.
Solo ha podido acallarse el acoso de los vientos abriendo las venas de algún hombre, dejando que su sangre volara en miles de gotitas de rocío bermejo. El viento gélido se torna entonces cálido, y sus corrientes toman un color rosado formando nubes de distintos tamaños donde los hombres imaginamos formas demoníacas que, con muecas grotescas, no nos agradecen el alimento, sino que nos requieren más y más. Por eso, aquí en el Este, todos somos hombres pálidos. El viento reclama su alimento como los moscardones solicitan el suyo. Insistente, obstinado. Viento pertinaz y terco.
No somos tristes, no somos callados y taciturnos, como se cuenta que somos, allí en el Oeste. Pero poco podemos hacer más que sufrir el tormento del acoso del viento. A pesar de que cuando se marcha hacia el Oeste sus ansias de muerte han cesado y su tibieza lo apacigua, y su voz es como la melodía de los violines, y su color rosado y plácido se mete por los poros de la piel, por las grietas de las casas, por las rendijas y agujeros de la tierra de manera suave y calma. A pesar de todo, cuentan los del Oeste, historias extrañas sobre nosotros. Dicen que somos culpables, los hombres pálidos del Este, los que vivimos sin sangre, los que alimentamos al viento, los que calmamos, en la noche, sus ansias de muerte. Porque no saben lo que, navegando en la galerna, trae con voz de trueno el viento de Septiembre al Este.