26 abril, 2024

Relatos del Valle del Incapur

Hoy os dejamos un pequeño regalo, un extracto de una de las obras de María Larralde. En ella se incluyen tres relatos que acontecen en distintos momentos históricos en el Valle del Incapur, un lugar creado por la autora como centro de una serie de acontecimientos que van desde lo grotesco y fantástico a lo sobrenatural y apocalíptico. Una nueva invasión silenciosa se cierne sobre la humanidad.

Y ahora… ¡que comience la función!

Funzo de Incapur (Extracto)

Si miras hacia el norte desde el Valle del Incapur verás montañas muy altas y algo escarpadas, no tanto como para que en sus cumbres permanezcan las nieves perpetuas, pero sí lo suficiente como para aclimatar la región de manera peculiar. El valle es muy profundo y se sumerge debajo del nivel del mar, sin estarlo. La presión atmosférica pesa más que en las regiones circundantes por lo que al llegar a lo más bajo de la hondonada vertical, la sordera por compresión es habitual en el viajante iniciándose en el organismo un estado físico de malestar que aumenta conforme te adentras en la región. Las condiciones ambientales peculiares dan forma a toda una amalgama de seres divergentes, dándole un toque distinto al de todo ecosistema conocido, incluidos los habitantes humanos del único y pequeño pueblo que existe en el valle, que también presentan peculiaridades antropológicas, morfológicas y supuestamente genéticas que les confieren una fenotipia algo rara: todos son albinos, todos. Y si uno mira más atentamente, percibe que no solo los humanos mantienen estas peculiaridades físicas heredadas excéntricas sino que también las plantas y vegetales son algo raros a pesar de pertenecer a especies conocidas. Y ocurre, con frecuencia, que si uno busca entre las boscosas especies de enmarañados setos y bosques bajos de arbustos retorcidos aparecen, ante su absorta mirada, alimañas desclasificadas hace tiempo de los anales de la evolución.

El río, que da nombre al valle, recorre sinuosamente todo el conjunto de laderas escarpadas, gargantas oscuras y meandros estériles. Sus aguas no son cristalinas sino más bien de un color o tonalidades cobrizas, pero toda la población bebe y da uso doméstico a la misma y nadie, nunca, ha sufrido consecuencias perniciosas para su salud, al menos que las autoridades sanitarias competentes hayan detectado. Aunque las autoridades sanitarias quizá no sean competentes en este estado de cosas anómalas.

Pocos son los visitantes que por turismo o placer visitan este valle alejado del resto del país pues no tiene peculiar belleza, ni lugares espectaculares naturales y salvajes; el pueblo tampoco destaca por poseer construcciones bellas o artísticas, y si destaca en algo es por no tenerlas. Casas y edificios de color cobrizo asemejan el conjunto a un termitero como la “Ola” del desierto de Arizona, afeando el lugar de manera que pareciera que los adoquines de las calles y los ladrillos, que se asoman en las fachadas como buscando tu mirada, hubieran padecido el acoso de una intemperie liderada por un viento huracanado o una lluvia chaparrónica durante siglos, erosionando las fachadas a lametones gigantescos. Sin embargo el valle es apacible y, justamente, es el tiempo calmo lo que prepondera, con mucho, sobre el resto de condiciones meteorológicas. No se puede comprender por qué todo parece desgastado y viejo, y el lugar vacío y sin vida. No ofrece ni posadas, ni hoteles, ni pensiones al viajante pues, como en un círculo cerrado de acontecimientos en perpetua repetición, el hecho de que nadie visite el pueblo y el valle, no ayuda a los lugareños a decidirse por inaugurar ningún lugar de reposo y cobijo; pero hay quien apuesta a que es porque no existen hospederías, por lo que nadie visita la zona. Sea por lo que fuere, las gentes autóctonas prefieren mantener a los foráneos a raya, lejos, si es posible al otro lado del valle y fuera de la cadena montañosa que ejerce de barrera natural.

Pero los bosques que rodean al pueblo son quizá, y con mucho, lo más llamativo de todo. Son espesos, retorcidos, enmarañados pero, sobre todo, son negros. Algo que nadie se espera, algo incomprensible y del todo desconcertante. Y no son negros metafóricamente, son negros literalmente. Su oscuridad contrasta con la tierra roja de las montañas y del suelo del lugar. Y desde las montañas, cuando uno se va acercando y ve que es vegetación lo que antes parecía un mar de petróleo, queda absorto en esas tonalidades sobre las que destaca, en su centro, el pueblito rojizo. Un pueblo que en los mapas aparece como un pequeño punto al que se le denominó hace tiempo Incapur por el estado al que pertenece pero que en realidad nunca tuvo nombre. Un  pueblo sin nombre es como un hombre sin alma, no es persona. Incapur es un pueblo muerto hace mucho, un muerto que lleva a rastras su cuerpo vacío pero repleto de desechos de generaciones huecas.

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El Ingeniero (extracto)

Ahora, en la vida real, todo le parecía más surrealista, si cabe, que en su propio sueño. El agujero de la montaña aparecía ante él. Habían dinamitado la montaña más alta que daba directamente al Valle, al que se llegaba solamente por un camino rural que la rodeaba por completo en circunvalaciones imposibles y precipicios aterradores. Aquella mole de cobre y piedra era un titán interpuesto entre el Valle y el mundo de los hombres. El mundo de luz quedaba a este lado, las sombras de los bosques umbríos y negros del Valle, al otro. Conrad estaba, sin saberlo, adentrándose en la oscuridad.

Un coche pequeño necesitaría ir a 20 o 30 kilómetros por hora para no salirse de aquel caminucho de cabras montesas que los del Valle usaban desde tiempos inmemoriales, andando, por aquellas sendas vertiginosas. Por eso, la voladura de la montaña estaba justificadísima. Pero los vecinos del pueblo del Incapur estaban en contra de las obras y en absoluto estaban dispuestos a colaborar en ellas. Ni aportaban hospedaje, ni alimentos, ni colaboración de ningún tipo. Todo lo necesario era traído de fuera. Y los obreros estaban muy a disgusto en aquellas tierras tan poco agradables cuyas gentes los rechazaban o, más bien, los ignoraban como si no existieran. La misión tenía que durar lo menos posible para salir de allí lo antes posible.

Conrad, coordinaba las voladuras. Y aquel coloso de piedra iba cediendo ante la potencia de la pólvora milenaria, quizá a regañadientes, pero cedía lentamente. Y las vetas de piedra solemne caían como los brazos, caídos por el abatimiento, de un gigante moribundo. El estruendo era su llanto, los temblores de las explosiones, sus estertores. La montaña era un ser descomunal que gemía ante su propia destrucción. Todos los obreros e ingenieros miraban expectantes la llegada de la luz al otro lado del túnel. Y Conrad con ellos pero, apartado de los demás, se debatía consigo mismo en un conflicto de pensamientos encontrados y emociones entremezcladas. Algo no iba bien en todo aquello, algo sombrío acechaba desde el interior de aquella piedra maciza,  pero solo él era consciente. Solamente él pensaba que todo era una grave equivocación. No era una simple intuición personal, era evidente que aquellas hurañas gentes no querían salir de su aislamiento ancestral. Pocos extranjeros se habían adentrado al valle para quedarse definitivamente en él, y los que lo hacían acababan convirtiéndose en sigilosos y escurridizos personajes alienados por las rarezas del lugar y sus lugareños, perdiendo, la mayoría de ellos, su relación con las familias de origen. La pregunta estaba servida en su mente: ¿por qué?, ¿para qué?… no existen intereses económicos en el lugar. Si sus gentes están en contra de formar parte de la humanidad, ¿a qué viene el empeño de la humanidad por hacerles formar parte de ella? Mucho mejor sería —según barruntaba mientras barrenaba la montaña— dejarlos en paz.

Conrad sabía todo esto de manera inmediata e intuitiva. Miraba el túnel y sabía que algo acechaba desde el interior de la montaña. Algo ancestral, algo que siempre había estado allí, aletargado en el tiempo infinito del subsuelo, algo que esperaba ser descubierto, desatado, liberado, algo informe, tal vez, pero que no tardaría en dar su rostro a conocer. Y apareció, apareció al otro lado la luz oscura del Valle. Esa luz que eran tinieblas. Todos supieron que, a partir de ahora, cambiaban de espacio y de tiempo, dejándose engullir por la montaña y pasando a ser su alimento. El Valle del Incapur, aquella fosa repleta de encantamientos, de seres extraños con forma humana, de plantas modificadas por las condiciones ambientales deformes; aquel lugar de otro tiempo que deseaba descansar aislado eternamente y que estaba siendo violado por los hombres mortales; aquel pedazo de tierra invertida en su estructura, siendo, más bien —como Conrad pensaba—, el interior del planeta dado la vuelta sobre sí mismo y recreando, a su manera, la vida del exterior como una copia inmadura y aberrante.

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