9 octubre, 2024

Siguiendo con la recopilación bajo un mismo sello de las obras creadas durante largo tiempo por María Larralde y Elmer Ruddenskjrik, en esta ocasión Historias Pulp se enorgullece de presentar una obra con potencial para convertirse en imprescindible de la literatura universal.

Deprimencia, que no era más que el intento de Elmer Ruddenskjrik de crear un cuento al estilo clásico, ha acabado convirtiéndose en una obra con un atmósfera única, de un valor narrativo único y cuyas implicaciones metafísicas no dejan indiferente a la gran mayoría de sus satisfechos lectores. Mientras su autor sólo buscaba crear un cuento como a él le gustaría leerlo, el agobiante mundo de Deprimencia cobraba su propia vida, como parecen hacerlo los personajes de su admirada La Historia Interminable.

Decir más es inútil, así que os dejamos con los diversos enlaces a través de los que acceder a la obra a un justo precio, tras un pequeño extracto.

Y ahora… ¡que comience la función!

Extracto de Deprimencia

Deprimencia no tenía hambre. La verdad, no recordaba haber tenido hambre nunca, hasta donde le llegaba la memoria. Comía porque Histerancia la obligaba a ello, y porque suponía que de verdad era necesario comer, claro, aunque nunca tuviera ganas.

Se hallaba ya sentada a un lado de la pequeña mesa de madera rectangular; Repelencio, a su izquierda, en un extremo; el otro vacío, a la espera de ver sentada a Histerancia, que freía algo de carne en la pequeña cocina de carbón.

Deprimencia no estaba de buen humor ese día. Nunca hubiera podido decirse que estuviera alegre alguna vez, siempre se debatía entre la más absoluta indiferencia y una intolerable repulsa, como toda sensación de estados de ánimo, pero ese día se encontraba… no sabía… sí, sí lo sabía: ¡furiosa!

Permanecía con la vista clavada en la pared del pasillo más allá de la puerta de entrada a la cocina, pensando en volverse a su cuarto cuanto antes. El olor, de textura húmeda y nauseabunda, carácter pegajoso y caliente, y sabor entre dulzón y rancio de Repelencio la estaba exasperando especialmente.

—¡Psé! —hizo él, acompañando ese ruido silbante de una sacudida espasmódica de todo su temblequeante ser de grasa envuelta en piel—¡Pareces una tarada, niña!

Y soltó una carcajada falsa, para nada de verdadera diversión, tan solo hiriente, para dejar claro que pretendía reírse de ella.

Deprimencia no dijo nada, no se movió lo más mínimo, ni siquiera se dignó a mirarle. No parpadeaba. Inmóvil.

Histerancia cogió el último de los trozos de carne sanguinolentos que tenía en un plato sucio junto al fuego, no sin antes espantar con un ademán a las moscas gozosas que lo recorrían, y lo echó en el aceite de la sartén oxidada. El intenso crepitar inundó una vez más la cocina.

—Pero, bueno —añadió Repelencio manteniendo esbozada una sonrisa con sus ridículamente estrechos y cortos labios, migajas del pan que había estado picoteando pegadas en las comisuras—, ahora, recién lavadita y tal, estás muy guapa, ¿eh?

Alzaba la voz, sonando aguda y estridente entre el chisporreteo del aceite hirviendo. Estiró la mano derecha hacia la cara de Deprimencia, pasándole los dedos gordos y húmedos, grasientos, por la mejilla. ¿Era esa la mano con la que había hurgado en el contenido de sus pantalones, poco antes? No, no era esa, había sido la izquierda.

Deprimencia era una roca. Ni se inmutó ante ese desagradable contacto.

Repelencio se llevó los mismos dedos hasta sus fosas nasales algo porcinas y aspiró profundamente, sin apartar sus pequeños ojos de Deprimencia.

Histerancia sirvió los tres platos, cada uno con una porción de carne demasiado pasada por la sarten, requemada. Se sentó a su sitio y se puso a trocear su parte usando tenedor y cuchillo, con unos aires como de alta aristocracia.

Repelencio cogió su trozo de carne con ambas manos y le empezó a dar mordiscos, como quien come con ansia un bocadillo, hombre y alimento tan intrínsicamente unidos que no se sabía dónde acababa uno y empezaba el otro.

Deprimencia bajó al fin la vista hasta el plato ante ella. Aquello era una maraña, enrollada en los bordes por efecto del calor, de gruesos nervios marrones y grasa amarillenta que apenas envolvía algunos jirones de carne carbonizada. Casi parecía la representación de una vieja telaraña olvidada por la negligente araña que la diseñara. El aroma cálido de la fritanga se le metía como ácido bajo los párpados y se le pegaba al pelo limpio…

—Deprimencia, hija, ¿no comes? —inquirió Histerancia con un tono de sorprendente afabilidad.

Histerancia había dejado para ello de luchar por partir el sebo cuarteado de su plato, y miraba el modo en que Deprimencia tenía la frente inclinada sobre el suyo propio, su cabello negro cubriéndole toda la parte alta de los pómulos y los ojos. De repente la odiaba a muerte.

—¡¿Quieres ponerte a comer, tarada?! —le gritó, golpeando con el mango del cuchillo sobre la mesa.

Deprimencia era una férrea estatua. No se sobresaltó con el golpe o con aquel desesperado grito de su madrastra. Definitivamente, no estaba de humor, ese día…

—No pienso comerme esta… cosa —soltó Deprimencia en un seco susurro, tan quieta, tan quieta, que Repelencio e Histerancia se miraron el uno al otro, no estando muy seguros de quién había dicho tal cosa.

—¡¿Qué has dicho?! —reaccionó al fin Histerancia, mostrando sus dientes amarillos en mueca furiosa, escupiendo las palabras a través del chirrido inaudible que hacían unos contra otros, de tan apretados que los tenía.

Antes de que pudiera contestar, Repelencio intervino, dejando caer su trozo de “casi algo de carne” sobre su plato desde la altura a que estaban sus manos, los codos apoyados sobre la mesa.

—¡Sssshhh! ¡Déjame a mí! —gruñó con la voz mal modulada, sonando como un payaso mentalmente desequilibrado durante una representación infantil—¿Sabes lo que nos cuesta conseguir esto para comer?

La pregunta iba dirigida a Deprimencia, que no dijo nada, tenía la mirada perdida más allá de la telaraña orgánica de su plato. Dos segundos esperó Repelencio alguna respuesta, algún gesto de miedo o, aunque fuera, de desafío.

—A veces parece que no quieras estar aquí… ¿No quieres estar aquí? —empezó de nuevo Repelencio, uniendo sus manos sucias como un negociador muy seguro de sí mismo—¿Quieres irte, quieres salir fuera, salir con Lobo? ¿Quieres que Lobo te coma, es eso? ¡¿Quieres que te coma Lobo, eh?! ¡¡¿Te sacamos con Lobo?!!

Repelencio se estaba poniendo rojo mientras su voz se volvía más ridícula a la par que chillona, sus diminutos ojos muy abiertos hacia Deprimencia, venillas azuladas hinchadas alrededor, entre sus párpados y sus cejas.

—No pienso comerme esta cosa… —dijo Deprimencia con voz clara, aún sin moverse.

Repelencio explotó. Se puso en pie derribando, con un fuerte golpe de sus voluminosas posaderas, la silla. Cogió a Deprimencia de los pelos, obligándola a levantar la barbilla. Con su otra mano empuñó el trozo de “casi algo de carne” sin tocar que ella tenía delante, y se lo estampó en los morros, restregándoselo con fuerza. Le hacía daño, tanto en el pelo como en la cara. La mano que sujetaba el supuesto alimento contra sus labios sí que era esta vez la del masajeo indecoroso, por cierto…

—¡No desprecies nuestra hospitalidad, tarada! —le chilló él, acercando su aliento podrido a su oído izquierdo, escupiéndole algunos trocitos diminutos de sebo sobre la mejilla y el pelo—¡Si te damos de comer, comes! ¡Come, tarada, o te sacamos con Lobo!

Deprimencia se vio así atacada unos segundos más, sintiéndose obligada a abrir la boca para que sus labios dejaran de sentir dolor. La carne quemada chocó contra sus dientes con una presión que amenazaba arrancárselos del sitio para ir a acabar al fondo de su garganta. Pero entonces él paró, como satisfecho de haberla obligado, al menos, a sentir el sabor de la comida.

Tiró el trozo retorcido sobre su propio plato, encima del que tenía a medio roer, y soltó el cabello de Deprimencia, no sin antes darle un fuerte meneo a uno y otro lado. A Deprimencia le recorrían las mejillas lágrimas de verdadero dolor. La costra negra del trozo de “casi algo de carne” se le había quedado pegada a los labios y bastante alrededor. El golpe le había abierto el labio inferior justo en medio, y sangraba bastante, un hilillo oscuro que ya goteaba desde su barbilla.

—¡Ahora te quedas sin comer! —le chilló Repelencio, recogiendo su silla volcada y sentándose de nuevo, agarrando con furia el trozo con el que la había atacado y poniéndose a devorarlo con saña.

—¡Eres un caso, hija! —le chilló también Histerancia, meneando la cabeza negativamente, con un gesto de desprecio y decepción en su cara—¡Anda, ve a lavarte y te metes en tu cuarto, que siempre tienes que estar sangrando por algo…!

Deprimencia se pasó el dorso de la mano derecha por el mentón para aliviar el cosquilleo que la sangre le hacía, eso mientras se levantaba e iba hacia el cuarto de baño. Notó que, al dirigirse a la salida de la cocina, Repelencio la seguía atentamente con la mirada.

Al llegar al baño y cerrar tras de sí, se sintió un poco mareada y se quedó un momento con la espalda apoyada contra la puerta. Cerró los ojos y respiró, pero no sirvió de nada. Necesitaba el aire limpio que pasaba por la rendija de la ventana de su cuarto. “¡Vamos, límpiate un poco y corre hacia allí!”, se dijo.

Se acercó al lavabo y se miró al espejo que había justo encima. Parecía que hubiera metido la cara en el barro. El hilo de sangre era bastante grueso. Las lágrimas se habían secado bastante rápido y le habían dejado marcado su recorrido en líneas oscuras e irregulares sobre su pálida piel. No supo explicarse por qué, ni siquiera le parecía haberlo hecho ella misma, pero de pronto se encontró sonriéndose de esa guisa desde el espejo.

Eso la hizo sentirse de mejor humor. Bueno, de verdadero buen humor por vez primera, desde que ella tuviera memoria.

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