9 octubre, 2024

Para señalar la mitad del libro que resultó ser este recopilatorio, María Larralde y Elmer Ruddenskjrik escribieron juntos este relato de misterio, terror y acción. Emparentado lejanamente con Elangel Pulois, y más cercano al relato El Rostro De La Locura, esta historia narra unos sucesos paralelos a la investigación de unos horribles crímenes que se contarán en otra novela: Psicokiller.

Y ahora, que comience la función…

El Tomo Oscuro

Llevaba sólo unos instantes allí dentro, y ya se sentía como en una realidad paralela. No, no tenía nada que ver con el surrealismo de la pesadilla de carne de cada uno de los escenarios de los crímenes de la sangre quemada. Hacía calor, eso sí. Pero el ambiente era seco, y olía a papel y madera, de una manera suave. Libros viejos, pero bien conservados, se apilaban en estanterías puestas contra las paredes del estrecho y angosto local, que prácticamente era un pasillo recto y largo que se perdía para la vista más allá de un viejo escritorio sobre el que alguien tenía amontonados un montón de carpetas de archivos y otros papeles desbarajados alrededor. El suelo era mullido, protegido como estaba por una delgada pero recia moqueta de un rojo oscuro, y absorbía como por arte de magia el agua que aún resbalaba desde el empeine de sus zapatos de cuero negro y su larga gabardina beis, sin dejar aparente rastro de humedad a la vista.

Una sacudida de potente luz desde sus espaldas (más allá de los cristales de la puerta contra los que retumbaban ocasionales gotas de la gruesa lluvia) hizo titilar por unos segundos las tenues bombillas de las sencillas lámparas de pantallas de cristal que colgaban del techo cada cuatro metros. Era el primer rayo de la tormenta, y su estruendo inundó todo en ese momento, casi como si la oscuridad tuviese voz y conciencia, y le hubiera seguido desde su propia ciudad hasta allí, tras aquel viaje de más de siete horas conduciendo, e intentara detenerle justo en ese momento, imponiendo su presencia mientras le rugía desde todas partes, ya dentro de sus fauces, entre sus cuerdas vocales.

Pero él no era el tipo de hombre capaz de sentirse abrumado por esas sensaciones, y mientras las bombillas se apagaban completamente por un segundo debido a la brusca subida de la corriente, se decidió a saludar alzando la voz, pues nadie se había asomado de momento pese al reciente sonido de la campañilla golpeada por la puerta.

— ¿Hola? —saludó con naturalidad, y justo al inquirir así hacia las tinieblas, la luz se hizo de nuevo, como invocada por un hechizo involuntario— ¡La puerta estaba abierta!

Era la media tarde de un jueves, no creía que la pequeña tienda de libros pudiera estar por cerrar, pero ya se sabía cómo eran esos negocios pequeños y familiares… Aunque tampoco parecía la clase de sitio en el que entrara mucha gente. No era una buena época para la literatura, todo era ya revistas de tendencia, televisión y cintas de video. Quizá sólo le estaban esperando a él, y ya habían sobrepasado por varias horas el horario regular… él no había visto ninguna placa especificándolo en el exterior. Sólo el nombre de la librería: Sally’s Closet, que sonaba más bien a boutique de moda, o algo así…

Una figura humana se removió desde más allá del escritorio a mitad del local, como si saliera de una habitación a un lado, en el fondo.

— ¡Voy! —respondió al tiempo una cansada voz femenina.

Sus pasos ligeros apenas se oían ni al aproximarse hasta él. Era una mujer de cerca de 50 años, bajita y robusta, pero de atractivas formas redondeadas. Vestía una falda marrón hasta las rodillas, y una camisa de botones blanca sobre la que llevaba abierta una chaqueta de lana de color dorado apagado. Un mechón de cabello blanco relucía a lo largo de su sien izquierda, entre su corto peinado, ondulado y lacado.

—Dígame… ¿qué se le ofrece? —preguntó ella, deteniéndose a cinco pasos de él, y cruzando los brazos bajo sus pechos, tirando antes con rapidez de cada una de las mangas de la lana, como sintiendo el frío del mal tiempo, de pronto.

—Buenas tardes, soy el doctor Ruddenskjrik —se presentó, levantándose el negro sombrero (también de lana, por cierto) con la mano derecha y dejando que se le derramara sobre la frente, húmedo, el blanco cabello que normalmente llevaba arremolinado en enhiesto tupé. Sonrió ligeramente, sabiendo a la perfección que era su extraña y siniestra estampa lo que hacía a la mujer sacudirse en escalofríos, y no la tormenta—. Hemos hablado ayer por teléfono… creo. Si es que no me equivoco al reconocer la voz…

— ¡Ah, vaya, perdone! —se apresuró a disculparse la mujer, y avanzó tendiendo su mano derecha en saludo cordial, algo avergonzada pero igualmente inquieta—. Ya pensé que no vendría hoy… Sí, soy Vera Stevens. Sé que parece ridículo… Sally era el nombre de mi madre, mi padre puso su nombre a la librería, ya sabe…

—No pensaba comentar nada al respecto… —repuso Ruddenskjrik, y haciendo un gesto con el sombrero aún en la mano, señalando hacia un sencillo taburete junto a la estantería a su izquierda, empezó a pedir permiso—. ¿Puedo…?

— ¡Ah, sí! Claro, deje ahí encima su gabardina y sombrero, si quiere… Sólo aparte un poco el taburete, para que no se empapen los libros —le animó Vera Stevens, haciendo ademán de ir a hacerlo ella misma—. Vale, eso es…

—Bueno, disculpe el retraso, pero es que la tormenta me pilló a medio camino, y aún me ha seguido hasta aquí —se explicó él, atusándose la americana negra, cerrada sobre su camisa de color crema. Ella pensó que parecía un bajito y decrépito gerente de funeraria, con todo su traje negro, su físico seco y la estirada sonrisa de blancos dientes, pequeños y afilados. O quizá un sediento vampiro, en las últimas, a punto de camelarse una víctima—. ¿Le importa que la llame por su nombre de pila? Se me hace raro, si no, esto de tratar a personas a las que debo de doblar en edad…

La nerviosa bibliotecaria suspiró un momento, como tratando de tranquilizarse, y aunque el doctor Ruddenskjrik no podría saberlo, era en realidad que ella misma había valorado que, de producirse algún tipo de movimiento extraño o hasta agresión por parte del anciano, poco le costaría ponerle la cabeza del revés de una soberana hostia. De modo que sí, aceptó.

—Claro, llámeme Vera, ¿cómo puedo llamarle a usted, a cambio?

—Bueno, el nombre no es cómodo ni agradable, Sinasias me llamo… Suena a enfermedad, ¿verdad? ¡Pero llámeme “Sin”! ¡A secas! Es una costumbre que un compañero de la policía ha tomado, y he de reconocer que me gusta bastante más… —pidió el doctor, sonriendo y echándose de vuelta sobre la cabeza el mojado flequillo blanco, al recordar su peculiar y agradable relación con el joven e infame inspector Turk Robinson, allá, muy lejos, en su propia ciudad.

—Está bien, Sin, entonces…  —repuso Vera Stevens, mas de pronto algo la sacudió, y dejó a medias la media vuelta que se estaba empezando a dar, presta a invitarle a seguirla para lo acordado—. Escuche, Sin, no se lo tome a mal… pero, ¿no dispondría usted de alguna identificación, ya que trabaja para la policía de la “Gran Ciudad”? Debo pedírsela, dado el carácter exclusivo del documento…

— ¡Oh, por supuesto! —exclamó Sinasias Ruddenskjrik, tras haber torcido ligeramente la cabeza como un perro confuso mientras escuchaba la petición de la mujer—. Bueno, como le dije por teléfono, trabajo para la policía, como médico forense, pero no dispongo de placa, un momento… —se hundió con un gesto difícil de su brazo derecho la mano en un bolsillo interior de su americana, en la pechera izquierda, sin desabotonarla. Vera pensó que no podría hacer aquello más difícil—. Tengo esta tarjeta que me acredita como el forense de mi comisaría… Es la que llevo para enseñar a los agentes en las escenas del crimen.

Ruddenskjrik dejó que la mujer, a la que apenas superaba en un centímetro en altura, cogiera con suavidad entre sus cortos pero delgados dedos la cartera abierta, y dirigiera hacia sus ojos marrones la tarjeta deslizada tras un gastado plástico. En ella se veían sus datos y una foto en blanco y negro de un Ruddenskjrik totalmente serio, casi malhumorado o peligrosamente suspicaz, y con el tupé de su cabello blanco en perfecto estado. Bajó la cartera de sus ojos para encontrarse de nuevo con la cabeza torcida del doctor, que la miraba con sus ojos negros y una sonrisa que no podía decidir si tomar por nerviosa o impaciente.

—En fin, sí, creo que todo en orden —sentenció ella, conforme, pero sintiendo que algo en aquel hombre no andaba bien—. Sígame… ¿Puedo preguntarle, cómo ha sabido de la existencia del documento, y por qué lo necesita? Realmente es un bien muy exclusivo, entiéndame la curiosidad…

—Claro que puede, Vera, era lo que faltaba… —concedió él, mirando distraídamente los lomos de todos los libros apilados a uno y otro lado en las estanterías, hasta el mismísimo techo, siguiéndola a su muy parsimonioso paso—. No sé si sigue usted con asiduidad las noticias de la Gran Ciudad, pero una serie de espantosos crímenes parecen estar relacionados con los mitos de este “Tomo Oscuro”…

Ruddenskjrik dejó en el aire lo que decía, volviendo sus pupilas hacia la mujer, que caminaba algo adelantada a él. Ella negó con la cabeza y le miró desde encima de su hombro, como animándole a seguir.

—Sin entrar en mucho detalle, en todo lo que es información clasificada y demás, estoy en calidad de afirmar que las responsables de los asesinatos están llevando a cabo, o mejor dicho, creen estar llevando a cabo alguna especie de serie de rituales relacionados con Gozer el Gozeriano, y su advenimiento a la Tierra…

— ¿Cómo? —Vera se detuvo para que Ruddenskjrik la alcanzara, y le miró a los ojos, para preguntarle—. Esos mitos son muy poco conocidos, doctor Ruddenskjrik…

—Sin, por favor…

—Sin… —Vera hizo un chasqueo con la lengua de puro desprecio por ese reparo en el nombre, mucho más interesada en preguntar—. Son muy poco conocidos, ¿por qué cree usted eso? ¿Cómo ha llegado a esa conclusión?

El doctor Ruddenskjrik repasó mentalmente en décimas de segundo todo lo vivido. Su enfrentamiento con una de las asesinas, y cómo había respondido al hechizo revelando su verdadera identidad. Las semanas posteriores de incertidumbre que había sufrido, durante las cuales había estado intentando redirigir la furiosa investigación del inspector Robinson en el camino correcto, sin hablarle nunca del carácter sobrenatural o extraterreno de las sospechosas que aún no tenía ni identificadas. Él mismo no sabía cómo revelar a su compañero el aspecto e identidad de una de ellas sin tener que explicarle cosas increíbles de sí mismo, interminables experiencias pasadas, terribles e inconcebibles, y sin hacer peligrar su vida o la de otros agentes si le ponía tras la pista directamente. Pero… No había motivo para no decir algo de verdad a aquella mujer, que no sabía nada del caso de Los Cauces de los Ríos de la Sangre, y así agilizaría las cosas con ella…

—Realmente, una de las sospechosas, ya detenida, confesó algo bastante vago pero inquietante acerca de esos mitos… —mintió, sonando tan creíble que incluso por un instante sintió la sensación reconfortante de tener cautiva a una de ellas, pese a ser una falsedad absoluta—. Ella dijo ser la Maestra de las Llaves, ¿sabe? Y algo de investigación por mi cuenta me ha llevado a los mitos de Volguus Zildrohar, el Viajante. Y a llegar a saber, por cuenta del registro histórico nacional, de que algo llamado Tomo Oscuro, o Libro de Gozer, existía de hecho, y qué librería poseía el único ejemplar…

—Pues sí… Éste es de los muy escasos documentos de los que la Biblioteca del Congreso ni siquiera tiene registro. Mi padre, que era un fanático coleccionista, siempre lamentó no haber logrado hacerse con uno de los cuatro ejemplares existentes del Necronomicón parido por Abdul Alhazred, pero estaba muy orgulloso y satisfecho de haber llegado a conseguir a muy bajo precio, según él, este manuscrito, escrito en nuestro idioma no se sabe por quién, traducido de no se sabe qué idioma de origen…

— ¡Vaya, cuánto misterio! Ni siquiera imaginaba que este libro fuera un objeto valioso… —declaró el doctor, sinceramente sorprendido.

— ¡Pues vaya si lo era! Yo aún era una niña cuando mi padre lo añadió a su orgullo de biblioteca, y siempre le he recordado como una persona feliz y completa desde que lo consiguió… —Vera Stevens parecía hablar con bastante cansancio e incluso cierto desprecio sobre el afán de su padre por el Tomo Oscuro—. Se pasó toda su vida, que yo sepa, estudiándolo, con no poca colaboración de mi madre, claro… Ambos eran dedicados libreros…

— ¿No podría hablar con su padre acerca de cómo lo llegó a conseguir, y el resultado de sus estudios? —quiso saber Ruddenskjrik con toda la delicadeza de que era capaz, imaginando que de aún seguir vivo, el señor Stevens podría tener su misma edad, o más aún.

—Mis padres desaparecieron sin dejar rastro de su sencilla casita a las afueras, mientras yo cursaba filología en otro estado, a los 22 años. Este maldito libro, precisamente, estaba entre los preciados ejemplares que tenían en su estudio, en ese tiempo…

—Parece que le tenga cierto rencor al Tomo Oscuro, si me permite decirlo…

—Bueno, no sé usted qué quiere que le diga… Si su padre hubiera dedicado más tiempo y atenciones a un único libro que a su propio hijo durante toda su vida, quizá me comprendiera… Además, no soy una vieja loca, pero, si le soy sincera, siempre he creído que el Libro de Gozer tuvo que ver con su desaparición.

— ¿De verdad cree eso? —insistió el doctor, no con un tono que denotara incredulidad, si no como con una esperanza mínima, un cierto ansia, aflorando. Vera Stevens pensó que sólo sería otro fanático del ocultismo, pero la animó a hablar su actitud expectante.

—Podríamos decir, querido Sin, que desde que ese libro llegó a mi familia mis padres fueron desapareciendo paulatinamente de mi propia existencia, y a decir verdad, de la del resto del mundo. No diré que se hubiera convertido en una obsesión para ellos, porque sus vidas continuaron con total normalidad, ocupándose de mí lo suficiente para que nunca me faltara de nada (salvo su compañía y humanidad, claro está), y su trabajo con la librería y sus encargos como documentalistas siempre fueron desempañados con total rigor hasta que se esfumaron sin dejar rastro. Pero todo lo que no requiriera por fuerza de sus energías, era desechado en favor del Tomo Oscuro, de su lectura y el estudio histórico de los mitos que en él se detallan, y también, estimo, de la práctica de sus ritos e invocaciones…

—Me está diciendo, sin parecer para nada usted una supersticiosa, que sus padres desaparecieron de la faz de la Tierra por medio de este libro.

—Una agencia para la que estaban preparando un dosier mandó a un hombre a hablar con ellos para saber de la causa del retraso, ya que no contestaban nunca al teléfono. El tipo vio por una ventana, según su declaración a la policía, que en la casa parecía haber unas leves señales de lucha: dos sillas de madera volcadas y una pequeña mesa redonda para el té cuya tabla de mármol había estallado por todo el suelo. ¡Ah, y el Tomo Oscuro! Abierto de par en par en mitad de la habitación… La policía no encontró nada, ni huellas ni apariencia de allanamiento, y las señales de lucha no se podía decir con total seguridad que fueran tales. La puerta cerrada con llave por dentro, todas las ventanas con los cierres asegurados… A mis padres se los llevó el Tomo Oscuro, a mí que no me jodan… —terminó diciendo, desinhibida, la mujer, soltando una risita nerviosa y cómplice que Sinasias Ruddenskjrik compartió.

—Creo que puede tener razón —reconvino, dejando de sonreír cuando ya llegaban al fondo del largo pasillo que era toda la librería—. Y dígame, ¿estuvo usted leyéndolo estos años? ¿Investigándolo?

—En absoluto… Podría haberme deshecho de él, encontrar algún comprador, pero no estaba al tanto de los contactos especializados que sí conocía mi padre, ni tenía registro alguno de ellos, que yo sepa… Y en círculos ordinarios, parece carecer de total interés, ya ve… También sí que se me pasó por la cabeza leerlo e intentar encontrar el modo de hacer regresar a mis padres, si es que a través de él se fueron realmente… Pero han ido pasando los años, y he acabado olvidando la idea. He llegado a la conclusión de que… no sé, mis padres supongo que me querían, pero al mismo tiempo creo que no les interesó nunca la vida como la conocemos, la existencia en esta realidad o en este planeta, este plano, llámelo como quiera… —explicó Vera agitando ante sí las manos.

—La comprendo —aclaró Ruddenskjrik.

—Quizá se fueron por propia voluntad. No lo sé. Cuando llamó usted, sentí cierto recelo. Hasta pensé que fuera un antiguo colega de mi padre, esperando la conclusión de un trabajo conjunto sobre el libro. Pero me alivia sobremanera que lo quiera sólo por su valor enciclopédico…

—Le aseguro que esa información será de gran valor para nuestra investigación…

Vera Stevens se inclinó a un lado de la estantería de la derecha, el extremo más bajo, junto a la puerta que quizá llevara a los servicios o a algún trastero de la tienda. Ruddenskjrik observó cómo llevaba su índice de corta uña sobre el lomo negro de un libro de unas dimensiones que parecían las de una edición de bolsillo. Tiró de él y con habilidad lo recogió por entero en su pequeña palma, para después dejarlo reposar sobre su mano izquierda, volviendo la portada del ejemplar hacia él.

—Pone Tomo Oscuro, y todo… —exclamó en un susurro el doctor, enarcando las cejas canosas.

Contempló con fijeza el símbolo sobre el nombre del libro, en el cual lo que parecía la representación de un ojo entrecerrado con sencillas líneas circulares se situaba sobre una especie de “M”, en la que a ambos lados de sus extremos, por dentro, había señalados dos gruesos puntos. Sobre el ángulo abierto hacia el ojo, otra pequeña circunferencia. Y cerrando el pequeño conjunto de símbolos, una amplia circunferencia que se curvaba hacia la misma “M” con puntos, por debajo. La cubierta era indudablemente de un material negro, que no era cartón ni papel plastificado, qué duda cabía. Las letras y todo el símbolo estaban grabados con alguna sustancia de un rojo oscuro que parecía fosforescente, y la misma superficie negra de la cubierta, de una textura como de cristal, parecía soltar débiles reflejos rojos, según cómo se la mirara.

—Como le dije, se supone que es una traducción a nuestro idioma. Si mira por dentro, no encontrará ni editor ni autor, absolutamente nada. Sólo texto. Mitos y rituales, indistintamente, sin un orden aparente ni un índice que los relacione. La cubierta, como ve, es algo excepcional, parece algún tipo de carbón cristalizado con no se sabe qué proceso, ni se sabe a cuento de qué haría nadie semejante cubierta para un libro. Cubierta, contracubierta y lomo se unen por una dura tira de cuero negro que parece haber sido soldado al carbón durante el proceso… sea cual sea.

Vera dejó que el doctor Ruddenskjrik pasara de sólo acariciar el símbolo y las letras a recogerlo con sus dos manos, y empezar a hojearlo sin entrar en mucho detalle.

—Escuche, no soy un experto en libros ni mucho menos… —aclaró él, como abrumado.

—Las hojas son de un papel ordinario, de unos cien años de antigüedad (relativamente joven, el ejemplar), y el interior está escrito a mano con una tinta común de aquel entonces. Carece de símbolos o ilustraciones, todo es texto —continuó ella, como si todo aquello tuviera alguna importancia para el doctor, que no sabía de qué manera reiterarle que no necesitaba toda aquella información—. Según las notas de mi padre, que sí que revisé varias veces, el libro trata de hechos narrados sin correlación mucho antes de la era de la civilización Sumeria, y todos ellos versan de cómo Gozer, o Volguus Zildrohar, hijo de Amot, libró una guerra en este y otros mundos por su libertad, contra su padre y algunos de sus hermanos. Al parecer los sumerios adoraban a Gozer, más por miedo que otra cosa, y el libro describe tanto los métodos para conectar con Gozer como para invocar a su padre, Amot el Completo, un dios que se remonta a la Era Hiboria. Según las investigaciones de mi padre, si alguien usara el libro para invocarlos, ésta sería la sexta vez…

— ¿Cómo que la sexta vez? —preguntó sin pensarlo Ruddenskjrik, agitando el libro ya cerrado en su manos, con delicadeza, deleitándose en los destellos rojizos de su negra superficie pulida, de tacto de cristal.

—Según las investigaciones de mi padre, Amot, que es tanto el dios como el mismo reino del que procede, es decir, un Todo Absoluto, un universo completo en sí mismo, estaría otorgando seis favores a la humanidad, digamos que sin coste ninguno. Pero, al pedir un séptimo, se entenderá que la transacción se ha completado, y éste universo será suyo. Amot lo tomaría, o asimilaría, eso es algo que supongo que ni mi padre supo esclarecer… Vamos, que sería el fin de todo…

— ¿La sexta vez? ¿Cómo sabía su padre que toca la sexta vez?

—No. Él estimaba que tocaba la quinta. Soy yo quien dice que ahora queda una última, la sexta. Porque creo que mis padres lo usaron su quinta vez…

—Curioso, muy curioso… —susurró el doctor, agitando el libro—. Dígame, Vera… ¿Tiene alguna indicación especial, o alguna fecha pensada como límite para cedérmelo?

—En absoluto. No tengo ningún interés económico ni intelectual en ese libro —sentenció Vera Stevens, agitando su mano izquierda en un gesto de desprecio absoluto—. Puede quedárselo. Ese libro ha sido para mí como un hermanastro con el que nunca me he hablado.

—En fin, pues muchas gracias, Vera, de verdad que sí. Confío en que esto nos ayude a terminar con estos brutales crímenes. La Gran Ciudad le acabará debiendo una…

—De nada, Sin, ha sido un placer conocerle, y extrañamente terapéutico hablar de todo esto con usted… Siento que me ha quitado un peso de encima.

—Espero que así sea, amiga mía. Estaremos en contacto.

Vera Stevens le acompañó hasta el taburete, donde Sinasias Ruddenskjrik recuperó su gabardina beis y sombrero negro (aún muy húmedo), y, con una leve reverencia, finalmente salió a perderse en la oscura tormenta.

No volvería a saber de él.

 

****

 

Cuánto más duraría aquella tormenta inoportuna, no podía saberse. Era inusual en aquella zona del país que el cielo se tornara un mar oscuro y siniestro, con nubes bajas que casi podían tocarse si uno subía a algún edificio medianamente alto, y alargaba su mano hacia ellas. Una humedad fría penetraba adentro del vehículo y hacía que las desgastadas articulaciones del forense se resintieran por el dolor de su artrosis. Sinasias, ya de vuelta hacia la Gran Ciudad, paró su destartalado y anciano coche, un Chrysler de más de quince años de color gris perlado metalizado, en el arcén de la carretera de regreso hacia la ciudad.

Contrariado por algo que no acababa de tener claro en todo el asunto, paró y observó el libro. Anochecía y llovía profusamente, por lo que la conducción se le hacía pesada, sintiendo el cansancio en sus sienes (ya no era un joven al que horas de conducción continua no afectaran en su capacidad de alerta), y además se sentía fascinado por su adquisición; quería ver de nuevo ese reflejo cromado, negro y rojo, que tan extraño le parecía, por lo que encendió la luz interior del coche.

El libro estaba bocabajo tirado en el asiento del copiloto, como si lo hubiera dejado deliberadamente en esa posición para no ver el símbolo (más bien el conjunto de símbolos) grabado en la portada del mismo y que parecía, si se observaba por un cierto espacio de tiempo, que producía una influencia extraña en el observador, invirtiendo las posiciones de observador a observado. Se diría que todo aquel manuscrito tenía voluntad propia. Lo acarició con las yemas de sus dedos para poder sentir el tacto de ese material vidrioso…

Entonces cayó en la cuenta: ¿cómo podía habérsele pasado? ¡Debió llevarse las anotaciones e investigaciones del padre de Vera! ¡Toda una vida desentrañando e investigando sobre aquellos misterios escondidos en ese valioso libro y él, Sinasias Ruddenskjrik, se había marchado sin ellos, al menos los que Vera conservara!

Inmediatamente se puso en marcha, dio media vuelta y se dirigió hacia la librería: debía remediar esta falta de juicio y diligencia por su parte.

— ¡Viejo tonto! ¡Son más importantes los datos que el forense obtiene en una autopsia que el mismo muerto! —Y en este caso, el muerto era el Tomo Oscuro, y el forense, ese hombre que había pasado toda su vida diseccionando y estudiando sus enigmas; estaba claro que había cometido un grave error—. ¡Estás perdiendo facultades viejo imbécil, no estás ni para diseccionar una rata!—se recriminaba a la vez que aceleraba pisando a fondo el pedal, como si la librería fuera a desaparecer sin ninguna explicación.

La lluvia apretaba todavía más, si cabe, que en la tarde, pero la tormenta eléctrica se había alejado en el horizonte, hacia el norte, con el viento frío y la noche. Tras los cristales se observaba un cielo completamente encapotado por nubes negras que amenazaban con mantenerse durante las siguientes horas. Sinasias comenzó a impacientarse, tenía un mal presentimiento.

Al llegar, paró el coche frente a la puerta de Sally’s Closet. Un golpe emocional le invadió con horror al mirar el lugar, porque sí, allí había una librería, pero cerrada. Abandonada. No había más que un cartel desgastado cayéndose de medio lado, sucio y mugriento, como si hiciera años que nadie lo limpiaba. Los cristales y la puerta estaban igualmente opacos por la suciedad, y una persiana enrejada que se descolgaba, rota por el lado derecho del marco de la puerta, impedía el acceso al vestíbulo de la entrada. Aquello estaba abandonado. ¿Entonces?

El viejo forense recapacitó por un segundo con el libro en sus manos. Algo estaba comenzando a ponerse en marcha a través del Tomo Oscuro, atávicas fuerzas parecían emanar de aquella pequeña y, aparentemente, insignificante obra de maléficos orígenes y no menos perversos propósitos. Miró a través del cristal, indagó el umbral con sus ojos atravesando la lluvia ingente, y se estremeció al pensar que acababa, hacía nada más que un par de horas, de salir de aquella librería y de hablar con una mujer que, quizá ni siquiera existía. Estaba seguro de que la había visto. Y también de que había hablado por teléfono con ella el día anterior para avisar de su visita.

¿Qué fuerzas intangibles habían podido producir tal desorden en la realidad? ¿Con qué propósito? ¿A caso estaba él, Sinasias Ruddenskjrik, destinado a esclarecer todo aquel oscuro caso? ¿Él, un forense anciano, que ya no pintaba nada en las fuerzas de seguridad de la comisaría? ¿Por qué Ella Waters le había interrogado sobre sus descubrimientos en las autopsias más allá de los datos médicos y forenses puros, y le incitó a investigar sobre este libro, en concreto, planteándolo como una nueva línea de investigación de la que Turk Robinson no quiso saber nada por parecerle absolutamente descabellada y fruto de una mente calenturienta?

Era hombre reflexivo, y siguió manteniendo el libro entre sus manos, lo miró, y remiró aquellos extraños símbolos recordando las palabras de Vera. Quizá el libro poseía a quien lo adquiría y producía distorsiones de la realidad, mezclas espaciotemporales imposibles o bucles de materia que incidían sobre distintas realidades deformándolas. ¡Él qué sabia, llevaba demasiado tiempo siendo sólo un forense, muy alejado del ocultismo, las fuerzas psíquicas oscuras y la mitología arcana! Y, pese a sus experiencias con drogas chamánicas que alteraban la percepción del tiempo, no se imaginaba otro modo de explicarse nada lo que en ese momento le estaba ocurriendo…

Simplemente había venido por necesidad, y, bueno, por Ella… pues nadie más en el cuerpo de policía tenía la información que él poseía, ni le habría apoyado como ella, de estar ninguno de ellos al tanto… Nadie sospechaba la existencia de aquel libro, ni que tuviera conexión con el caso imposible de resolver, y que traía de cabeza al inspector Turk Robinson. Creía que volvería por el mismo camino por el que había venido, eso sí, con el manual necesario para derrotar a Los Cauces entre sus manos, pero nunca sospechó, ni por un segundo, que aquel libro comenzaría a realizar alteraciones de la realidad desde el mismo momento en el que cayó en sus manos.

Ruddenskjrik metió el libro bajo su camisa, pegado al cuerpo, para evitar que se mojara. Había decidido entrar en la librería. Tenía que encontrar respuestas inmediatamente o se volvería loco de remate. Así, con el libro abrigado contra su pecho, salió del coche y corrió hacia la entrada cerrada de la librería. La persiana, algo descolgada, se movió fácilmente cuando con ambas manos intentó sacarla hacia afuera del marco. Había espacio suficiente para meter su enclenque cuerpo a través del hueco, lo atravesó y dejó de mojarse. La lluvia, para ese entonces, andaba cediendo un poco pero era, aun así, lo suficientemente intensa para chopar a un hombre en menos de un minuto.

Incomprensiblemente, la puerta de la librería estaba entreabierta y Ruddenskjrik entró. Un olor a humedad y decrepitud le golpeó las narices haciéndole retroceder un paso hacia atrás con su mano derecha, tapándose nariz y boca para no aspirar aquel polvo maloliente. Lo que hacía unas horas era una librería repleta y ordenada, ahora parecía un lugar abandonado cuyas estanterías estaban vacías de libros, rebosantes de polvo, cucarachas, arañas y sus peculiares e hilvanadas construcciones para la caza. Alguna que otra rata husmeaba apaciblemente por el lugar. El forense encendió una potente linterna que siempre llevaba en su coche y vio cómo las criaturas huían de la luz.

Aquel lugar era profundo. A unos metros de donde él se encontraba aparecía, como dibujada, la mesa tras la que Vera se le había aparecido hacía pocas horas. Ahora no había nada sobre ella y detrás, cuando enfocaba con su linterna, sólo se vislumbraba una profunda oscuridad interminable. Algo escuchó afuera, además del incesante repiquetear de la lluvia en la acera; el doctor se volvió como sintiendo la mirada intensa de alguien que le observara desde el exterior.

¡En su coche se observaban figuras oscuras de contorno humano, tanto dentro como fuera del viejo cacharro! Rebuscaban en él ¿Qué coño era aquello? ¡¿Que buscaban?!

Ruddenskjrik se estremeció, apagó la linterna por puro instinto para no ser descubierto, pues aquellos seres los intuía peligrosos. Sus movimientos eran animalescos, como bestias que revuelven la basura en busca de comida. Se acercó a la puerta sigilosamente; miró, escondido tras la puerta, por el cristal sucio que apenas dejaba ver nada con claridad, a lo cual se sumaba la distorsión producida por la lluvia constante. La escena parecía irreal y horrenda, pues aquellos seres, que ahora estaba seguro no eran personas, estaban destrozándole el coche. Uno de ellos repentinamente miró hacia la librería; sus ojos eran rojos y pequeños, y estaban completamente envueltos por la oscuridad de su cuerpo. Ruddenskjrik se sobresaltó de tal manera, al darse cuenta de que le habían descubierto, que saltó hacia atrás. Aquellas bestias se agruparon ante la entrada, eran al menos cinco. Sinasias se internó hacia el fondo de la librería mirando hacia las depravadas criaturas para ver si entraban y le atacaban, ya que parecían estarle buscando a él, o más bien… ¿El Tomo Oscuro?

¡Estaba perdido! ¿Qué fuerzas sobrenaturales se habían desatado? Se escondió en la oscuridad tras las estanterías. Ni se había dado cuenta, pero por puro instinto de supervivencia había cerrado la puerta con pestillo… y, precisamente, ese pequeño ruido al echar el seguro de la vieja puerta era lo que había llamado la atención de aquellas criaturas. Husmeaban en la entrada, subían y bajaban alrededor del marco, en el pequeño vestíbulo que daba acceso a la entrada. Desafiando la ley de la gravedad deambulaban a cuatro patas por paredes y techo. Una de ellas estampó su cara de manera brusca en el cristal, dándose un golpe en su frente, como para adentrarse con su mirada sanguinolenta hacia el interior oscuro y escudriñar a distancia.

Aquella “cosa” miraba hacia donde él estaba escondido, se mantuvo así unos interminables segundos y, emitiendo un grito estremecedor, llamó la atención de sus amorfos y contrahechos compañeros que comenzaron, al unísono, a golpear con sus cuerpos la puerta, a mordisquear los bordes de madera y a arañar con largas y duras uñas, cual garras de topo, la enclenque puerta. El resultado de aquello no fue sino estremecedor para Ruddenskjrik, que sintió por primera vez, en muchísimo tiempo, que realmente su vida corría peligro. Su corazón no aguantaría, o eso le pareció a él, pues sentía una opresión en el pecho que le dificultaba hasta los andares. No iba armado. No era policía. Se había metido en un problema que podía llevarle a la muerte. Aquellas bestias seguían intentando tirar abajo la puerta, estaban como poseídas por una fuerza inmensa y atacaban como una manada de hienas hambrientas ¡¿Cuánto aguantaría el cerrojo?!

Dio media vuelta y miró hacia el interior de la librería, se adentró más y más en la oscuridad; aquel túnel no parecía tener fin, las paredes dejaron de estar cubiertas de estanterías para pasar a ser simplemente de roca y tierra escarbada en una suerte de gruta. La oscuridad total le envolvía, pero había dejado de escuchar a aquellos seres que le amenazaban, en la entrada de la librería, con despedazarle. Sacó entonces su linterna y siguió más y más. En un momento determinado de su aparatoso caminar, y su dificultad ya más que evidente para respirar, mostrando una fatiga casi apneica, encontró el camino dividido en dos posibles alternativas. Se sentó en el suelo, procurando calmarse y darle respiro a su fatigado cuerpo. Miró hacia atrás con la linterna, y nadie le seguía, al menos de momento.

Sacó el Tomo Oscuro. Miró sus extraños símbolos y los recorrió con sus dedos de nuevo. De repente, el viejo escuchó un ruido dentro de una de las dos rutas alternativas, la de la derecha. Ruddenskjrik, con linterna empuñada en mano derecha y Tomo Oscuro en la izquierda, cual predicador adventista, se puso en pie y escudriñó la gruta de la que provenía el zumbido metálico. Sin saber por qué se adentró en ella, aún sin miedo, pero con cierta ansiedad recorriéndole los nervios, haciendo que la luz blanca de la linterna temblara levemente en su mano, lanzando un torrente luminoso ondulante contra las paredes de los lados. En el centro, en el aire, estáticamente, levitando, Sinasias percibió una esfera negra. Entonces un flashback se apoderó de su mente.

“¡Esa esfera es la que pude estudiar sin ningún resultado hace años, en el caso del loco de las voces! Pero, ¿cómo es posible?”

Nadie se había vuelto a interesar, ni siquiera él mismo, sobre aquella estúpida bola supuestamente parlante. Salvo la misma Ella Waters, ¿era sólo una casualidad? El objeto había sido encontrado por un hombre de edad ya ciertamente avanzada, en aquella época, en la parte trasera de su propia granja, y que, según mantenía él tras ser interrogado repetidas veces, no había parado de hablarle hasta volverle loco y hacerle asesinar a su mujer…

Un zumbido semejante a un enjambre, pero algo más metalizado, salía del objeto. Y sin más, aquella esfera negra se perdió en la oscuridad de la gruta. Ruddenskjrik permaneció unos segundos estupefacto, paralizado por la extrañeza de todo lo que estaba ocurriendo. Una ola de calor le subió desde la mano izquierda hasta la cabeza, recorriendo su cuerpo entero. El libro tenía una apariencia distinta. Aquellos símbolos extraños estaban completamente encendidos en color rojo intenso y brillante. El mismo libro parecía haber subido de temperatura. Los dos puntos centrales bajo la M parecían mirar a Sinasias directamente, como los ojos de los engendros que acababa de ver afuera de la librería destrozándole el coche… Diríase que eran exactamente iguales a ellos. Y el forense se volvió a estremecer. Un miedo atroz le envolvió por primera vez desde su difuso y prematuro paso de la infancia a la adolescencia, creando vacío a su alrededor. Le resultaba casi insoportable, sentía punzadas en el corazón…

Y sin saber por qué, corrió hacia el interior de la gruta tras la esfera desconocida, con el libro en la mano y dejando caer la linterna en el suelo, encendida y dando vueltas de peonza, creando, sin quererlo, un ambiente estroboscópico que nadie observó.

 

****

 

Ella Waters, tenía un pelo largo color azafrán y una tez blanca, llena de preciosas pecas esparcidas por su naricilla y pómulos, cual si de estrellas de una nebulosa se trataran. Sus ojos verdes almendrados llamaban la atención de cualquier observador, como si ejercieran cierta influencia atractora sobre las demás personas; con una mirada algo esquiva por timidez, pero a un mismo tiempo altiva y serena; alta, atlética, con unas hermosas y largas piernas capaces de correr los 50 metros en menos de 32 segundos; criminóloga y médico forense, como Ruddenskjrik, una lumbreras de provincias, que había dedicado su vida a estudiar y trabajar, ascendiendo rápidamente de policía raso a inspector de policía, y ahora a jefe de comisaría.

A sus 37 años, sin hijos, sin pareja conocida… Acababa de aterrizar en la comisaría donde el caso de Los Cauces de los Ríos de la Sangre andaba sin resolver y daba muchos quebraderos de cabeza a los miembros del equipo de investigación, sobre todo a Turk Robinson, el inspector encargado del caso (más que nada porque su superior, el jefe de homicidios MacNaidry, se desentendía de cualquier ejercicio de sus funciones). Muchas muertes, demasiadas muertes extremadamente violentas y extrañas, eran archivadas sin resolver desde hacía un tiempo.

Cuando, en el primer día de trabajo de Ella Waters, Sinasias la vio entrar, (antes de las ocho de la mañana, vestida con sencillo y elástico pantalón vaquero, camiseta blanca básica de cualquiera de esas marcas tan de moda en esos tiempos, y una cazadora americana azul que realzaba el anaranjado tono de su pelo, sus pequitas y sus ojos verdes), algo se removió en el interior del viejo forense. Ella le hizo recordar lo mucho que le gustaban las mujeres pero, sobre todo, algo en su entrepierna le hizo de repente sentir una suerte de excitación próxima a la sexual, pero que no lo era exactamente. Su corazón pareció detenerse al verla pasar y saludar a cada uno de ellos en la reunión de las nueve en punto de la mañana, y algo parecido a un leve perfume que emanaba de aquella preciosa y joven mujer le alteró, más si cabe, enrojeciendo sus mejillas por una subida de tensión arterial completamente inesperada.

Turk Robinson la miraba entrar desde el fondo de la sala de reuniones, con gesto torcido (porque así se mira a un nuevo jefe, y más si es mujer), pero sus ojos revelaban que aquella hermosura le causaba una alteración física involuntaria, una simple atracción sexual. La rastreó cual sónar, de arriba abajo, sin cortarse ni un pelo. Le fastidiaba que una mujer fuera un superior. No por ningún menosprecio hacia el género femenino en general, sino porque cualquier comentario que, en caso de ser hecho sin intención, sonara obsceno, sería tomado como prueba de que era un misógino, aunque no lo fuera.

Cuando Ella comenzó a hablar, Turk y Sinasias se miraron, y supieron que a ambos les gustaba aquella mujer, pero que ninguno lo admitiría jamás. Su voz era firme, sin acento alguno que delatara origen ni procedencia, y sin embargo una sensualidad natural envolvía las palabras y los movimientos de “la generala”, como inmediatamente fue apodada por Turk… en su mente, claro. Al hablar a todo el personal y presentarse fríamente, como tocaba a su cargo y situación novel, no mostraba nerviosismo alguno y movía levemente las manos como para reafirmar sus palabras, lo cual la hacía parecer inteligente y segura de sí misma.

—En nombre de la Comisaría Local y en el mío propio, gracias por su presencia en esta reunión de presentación. Mi nombre es Ella Waters Gilmur. A partir de este momento soy su máxima superior, lo cual es un orgullo para mí. Espero mantener, al menos, el mismo nivel de diligencia, perfección y resultados positivos que el anterior comisario, el Señor Michael Boudelaire, quién, como todos ustedes saben, se mantuvo al frente durante 20 años. Podría recordarles una gran cantidad de intervenciones exitosas durante este largo periodo, pero se haría interminable y, sinceramente, no me gustan los actos protocolarios. Mi intención es aumentar aún más, si cabe, la resolución de los casos asignados a nuestros equipos. Les animo a consultar conmigo cualquier incidencia, dificultad, falta de recursos materiales y humanos o cualquier consulta o duda que les surja durante el curso de las investigaciones que cada uno de ustedes tengan asignadas. Sé, sin embargo, que hay un caso que se nos está resistiendo. Son demasiadas muertes y muy pocas evidencias que nos lleven a ningún sospechoso, o sospechosos… —Ella miró directamente a los ojos de Turk Robinson, y mantuvo su verde mirada hasta que él apartó la suya hacia el suelo… ¿le estaba culpando de que no hubieran resultados en la investigación?

 

 

— ¿A quién, si no? Eres el inspector del caso, Turk —comentó con un café en la mano el viejo Sinasias, mientras le daba vueltas en su cabeza a la idea de poder desvelar los nuevos datos e información sobre las responsables de los asesinatos tan extrañamente retorcidos y tan difíciles de realizar para un ser humano.

Él sabía que todo aquello tenía tintes sobrenaturales, pero no tenía una manera razonable o fácil de asimilar para revelarle sus descubrimientos al testarudo del inspector Robinson. La forma de ser torturados todos aquellos cuerpos… sin duda trascendía de toda capacidad física para un asesino común… de uno “simplemente humano”, para decirlo de alguna manera. Y tampoco podía descubrirle a nadie que él mismo, sin ser siquiera un policía de verdad, estaba llevando su propia investigación paralela, utilizando sus escasas artes de necromancia para seguirles la pista al (así lo estimaba él) probable dúo de asesinas. Porque si bien los asesinatos (masacres mejor dicho) más escandalosos habían sido causados, siempre según ocasionales testigos, por una mujer con sus propias manos desnudas, él, por su cuenta, había dado con la causante de los más extraordinarios escenarios de asesinatos… Los del olor a sangre quemada.

Pero, de momento, tenía que seguir lidiando con la eterna frustración y estrechez de miras de su único y leal compañero.

— ¿Qué coño dices? Mira Sin, ¿no te das cuenta de que viene creyendo que esto es una comisaría de verdad, con policías que no actúan como putas sanguijuelas? ¿No has oído las patrañas que ha tenido la cara de soltar sobre Boudelaire? Hay dos posibilidades, o es una jodida mentirosa, o simplemente una ingenua de tres pares de…

La cara de Turk era de enojo, aunque Sin no entendía exactamente qué era lo que enojaba a su colega, de todo aquello. Simplemente era un nuevo comisario. Nada más. ¡Él era viejo y había pasado por tantos servicios, equipos y jefes que ya ni podía recordar a ciencia cierta sus nombres, sin confundirlos a todos ellos en una suerte de “mare magnum” de nombres y rostros conocidos! Lo normal para un poli era estar siempre dispuesto a seguir las órdenes, nada nuevo había en aquel cambio de jefe de comisaría, a no ser que a Turk le jodiera que un bellezón así le ordenara nada a él.

— ¿Turk Robinson? —la contundente y aséptica voz de la comisaria sonó justo detrás del inspector, interrumpiéndole; sin embargo, no había nada de actitud desagradable hacia su subordinado en su llamada.

Ella Waters estaba detrás del inspector y frente a Sinasias, mirándole con cara sonriente, y se había acercado directamente sin evitar que Ruddenskjrik la viera llegar, pero a éste le pareció divertido que la comisaria escuchara las quejas del inspector. “Una buena forma de romper el hielo”, pensó el doctor, con cierta malicia.

— ¿Eh? —la cara de Turk era un poema, pasando del blanco lapidario al rojo iracundo en segundos, y mirando con mala leche a Sin, por no avisar de que Ella llegaba, aunque hubiera sido a través de gestos… ¿Qué menos se le podía pedir a un colega?— Ah, sí, dígame señora…

—Ni de usted ni señora, por favor. Llámame Ella —dijo la mujer con un poco de sorna en su mueca—; acompáñame a mi despacho, necesito comentar algunas cosas contigo.

— ¡Ok, Ella! — dijo Turk, alargando las “eles” de su nombre, y sonriéndole.

Le gustó la cercanía de la mujer que, aunque mayor que él, tenía un cuerpo perfecto, esbelto, de curvas marcadas, y un aspecto sencillo. Su hermosa cara y su pelo largo y pelirrojo embelesaban al inspector, muy a su pesar. Y su olor: “el perfume que se gasta la tipa, es de aúpa, para resucitar a un muerto”, le dijo Turk a Ruddenskjrik al pasar por su lado para meterse con Ella en el despacho.

Ambos se marcharon juntos, y Ruddenskjrik se quedó mirándolos alejarse hacia el despacho de la hermosa mujer. Se imaginó a sí mismo con 30 años menos, y se dijo que jamás hubiera dejado pasar a una mujer así sin probarla, al menos una vez. Y no es que fuera un mujeriego, pero Ella le había hecho despertar un deseo que hacía tiempo que no sentía.

Pero el bruto de Turk salió enfadado y rabioso de la reunión tras una hora o más allí dentro. Ella le había “invitado” a ampliar su enfoque de miras hacia posibilidades menos comunes, hacia algún grupo o secta ocultista o con fines esotéricos, ya que las opciones más racionales comenzaban a ser auténticos callejones sin salida. Y tras él, la comisaria o generala, se asomó y miró en derredor, como buscando a alguien, y al toparse con Sinasias, alzó su mano en señal de que se acercara a su despacho. Él incluso se sintió aliviado, pensaba que no estaría cerca de Ella, y al cruzarse con Turk mientras se dirigía hacia la oficina de la mujer, éste le soltó un improperio en voz baja para que solamente Ruddenskjrik pudiera escucharlo:

— ¡Zorra! Peor que MacNaidry. Acabará como él… ¡Pasando de todo, pero por incompetente, en vez de vaga! —y mientras se cruzaba con el forense hizo una mueca despectiva con su cara, mirándole a los ojos de manera intensa.

Sinasias le sonrió disimulando lo que acababa de escuchar. Y sintió alivio por el hecho de que Turk reaccionara tan mal ante la nueva jefa; le jodería que quisiera ligársela, de algún modo le jodería, aunque él nunca podría tener opciones a Ella, por su edad, claro…

Le esperaba en la puerta, sonriente, aunque sólo como muestra de cordialidad. Nada más. Una vez en el despacho, la mujer cerró la puerta y…

—Tome asiento, por favor, doctor Ruddenskjrik… —mientras ella misma se sentaba tras la mesa del pequeño despacho de Comisaria Jefe, con su reluciente nombre recién inscrito en la placa sobre la mesa.

—Sí, sí… claro. ¿Cómo ha comenzado “la cosa” en su nuevo puesto? — Sinasias no sabía cómo comenzar una conversación en la que Ella no notara su inquietud, y quiso ser lo más intranscendente posible dado que era lo único que podía hacer, o al menos lo único que se le ocurría en aquel momento. Le fastidiaba un poco que no le ofreciera un trato más cercano, como al mismo Turk, y supuso que se debía a una mezcla de respeto como colega en el mismo campo y a la distancia infranqueable entre al menos dos generaciones de edad—. Espero que Robinson no se haya pasado mucho con usted…

— ¿Robinson? No. ¿Por qué lo dice? Se ha mostrado colaborador y muy atento a todo lo que le he planteado… No sé por qué lo menciona… —y la mujer le miró apoyada en la mesa con su mano derecha en la barbilla, esperando una explicación por parte del doctor.

—Bueno, él es muy tiquismiquis, ya sabe, no le gusta que le digan lo que tiene que hacer en su trabajo, ni cómo hacerlo…

—Pues no me lo pareció, pero vamos a lo que vamos, doctor —comenzó a sacar todos los informes de las autopsias de las muertes del caso de Los Cauces.

—Sí, claro—y removiéndose en su asiento, más por placer que por nerviosismo, la escuchó atentamente. Sinasias se sentía por fin reconocido por alguien importante en su difícil, arduo y triste trabajo. Ella se había estudiado cada una de las autopsias en todos sus detalles, era forense aunque no había llegado a ejercer como tal. Estaba puesta al día respecto a la forma en la que él había determinado las más curiosas de las muertes. La sangre hirviendo en las víctimas había destruido tejidos y órganos, eso además de los destrozos, mutilaciones y esa otra peculiaridad casi imposible: algunos de los cuerpos estaban dados la vuelta sobre sí mismos, a veces dejando toda su estructura interna de cara al exterior, otras sólo con la piel totalmente del revés, como quien se pone una prenda con el exterior hacia dentro…

— ¡Esto es imposible, doctor Ruddenskjrik, y usted lo sabe! La sangre no puede hervir de ninguna manera dentro del torrente sanguíneo… —y dio carpetazo a los informes.

—Lo sé, lo sé… claro que lo sé… pero esto es lo que me encontré. Nada más puedo añadir… —y subiendo los hombros la miró ejecutando una tierna mueca infantil de culpabilidad, como si sus descubrimientos médicos hubieran sido puestos ahí, de algún modo, a propósito por él mismo.

Ella sonrió levemente por el humor histriónico del anciano, pero enseguida continuó hablando.

— ¿Y no sería posible que “algo” desconocido esté actuando en estos asesinatos y no “alguien”? O si es alguien el que comete estos crímenes, que utilice, de algún modo, alguna forma de… —Ella se levantó de la mesa, se acercó a Sin y se apoyó, con su hermoso trasero, en el tablero junto a la cara perpleja de Ruddenskjrik, que la miraba de cintura para arriba, encogido en su butaca, como un adorador prehistórico a una deidad tallada en piedra. Finalmente suspiró, y luego dijo la palabra como en un sensual susurro, casi como si quisiera convencerle, seducirle— ¿“magia”?

El doctor Ruddenskjrik se la quedó mirando embelesado, sintiendo casi una sensación de peligro, de un sabor excitante, como el de sus enfrentamientos con las peligrosas brujas iraníes durante su juventud, muy lejanos ya en su memoria… Pero repasando los ya más de tres meses de extraños asesinatos reflejados al detalle en los informes (que salvo su propio compañero nadie se había venido molestando en estudiar), reconoció que el plantearse una solución sobrenatural podía muy fácilmente caber en las reflexiones de una persona inteligente y no tan tozuda como Turk Robinson.

—Pues… Como habrá visto, si en verdad los ha estado revisando… No es para nada algo que yo insinúe… —empezó a explicar como quitándose de encima el muerto, no sabiendo aún decidir si la comisaria tanteaba su nivel de senilidad o si realmente se planteaba una fuerza supernatural en todo ello.

—Lo sé, doctor Ruddenskjrik, puede relajarse… En confianza, le confesaré que no es la primera vez que intento resolver un caso semejante, de connotaciones casi sobrenaturales…

— ¿Ha visto esto antes? —la interrumpió Ruddenskjrik con cierta emoción, pero al mismo tiempo dándole un tono severo a la pregunta, como haciendo ver que era un hombre de ciencia, totalmente escéptico.

—No era como esto, doctor, en absoluto… Cuando era novata en el cuerpo del sheriff de mi localidad, muy lejos de aquí, fui de refuerzo al escenario de muchos crímenes relacionados con la licuación de órganos y huesos…

— ¿Licuación ha dicho? —volvió a interrumpirla Sinasias, esta vez realmente confundido, pensando que sacaría a relucir algo más próximo o similar al caso de Los Cauces.

—Si… —Ella removió su trasero sobre la mesa, como inquieta por los recuerdos—. Las autopsias demostraron que parte del cuerpo de las víctimas habían sido sometidas a algo parecido a unas variaciones exageradas de la presión, de una manera selectiva, normalmente buscándose su mutilación o la destrucción de los órganos vitales, casi como si alguien dispusiera de un arma de variación de la atmósfera, pero de una forma direccional… ¿qué le parece eso?

—Suena a auténtica locura… —el doctor bajó la mirada un momento, negando con la cabeza, y volvió a mirarla a los ojos de inmediato, enarcando sus finas y blancas cejas—. Es sólo una expresión, ¿eh? Me imagino que las pruebas eran sólidas…

—Sí, lo eran. Fue un caso que nunca se resolvió, no tuvimos nunca ni siquiera un indicio de sospecha sobre la identidad del responsable de los asesinatos… si es que realmente eran eso. Y, para ser sincera, aunque hubiéramos dado con el culpable, ni siquiera sé si se le hubiéramos podido acusar de algo… de manera fehaciente, comprobable, me refiero. Pero lo que sí sé, es que aquel caso era antinatural, o sobrenatural, dígalo como quiera, y de haber estado al mando, habría abierto bastante las vías de investigación, pero sólo estaba de ayudante en prácticas del cansado y superado forense que allí teníamos… —Ella levantó ambas manos a la vez, como señalando la situación misma en que se encontraba en ese momento—. Esta vez no quiero dejar ninguna teoría sin explorar…

—Si ha estado leyéndose mis informes y me dice todo esto, es que algo tiene usted en mente… —la animó a seguir Ruddenskjrik, sintiéndose incapaz de reprimir una especie de hormigueo latente sobre los testículos, teniéndola tan cerca, tan excelsa y segura, tan bonita.

—En los periódicos se filtró que en uno de los escenarios se encontró pintarrajeado en el suelo, con sangre humana, “Los Cauces de los Ríos de la Sangre anegarán la Tierra, y por el Mar Carmesí, en una nave en llamas, arribará Gozer, el Viajante”…

—Si, eso es verdad… el inspector Robinson no quiso que se tomaran fotos, para que no se produjera un brote de pánico a las sectas satánicas o algo parecido, como ya ocurrió en otros estados hace unos años…

—Pero eso no impidió que la misma información se filtrase a la prensa…

—Claro… ¡Vamos, comisaria, ya sabe cómo es esto…! No puede responsabilizarnos…

—No es esa mi intención, doctor, de verdad… —defendió Ella levantando una mano para detener sus explicaciones—. Simplemente, quiero saber si, siendo usted tan inteligente y meticuloso, no tendrá alguna idea de a lo que dirigen esas palabras… Porque yo sí.

— ¿Qué? —quiso saber Ruddenskjrik, inclinándose de verdadera curiosidad, al punto de que su nariz se acercó a escasos centímetros de su muslo izquierdo, por un instante. Imaginó el sabor y textura de la joven y tersa piel bajo la tela vaquera… Perfecto, estaba a punto de tener una erección incontenible, y hacía años que no recordaba ni el recuerdo de tener una, ¡no entendía a su propio cuerpo!—. ¡¿Usted?! ¡¿Usted qué sabe…?!

—Vaya, doctor Ruddenskjrik, no es casualidad que me hayan puesto con esta celeridad al mando… —le empezó a responder bajando la voz y tañéndola de una cierta candidez, algo impropia para la situación y el discurso—. Llevo tiempo siguiendo muy de cerca este caso, el de Los Cauces, así como el orden de las cosas en esta comisaría. Verá, ha habido presiones al alcalde para que se empiecen a limpiar, primero moderadamente, las comisarías más grandes de la ciudad. Estoy aquí para acabar con la corrupción sistemática, y también para poner punto y final a estos asesinatos, que están dando una malísima imagen de la ciudad.

—Presiones… ¿por parte de quiénes?

—No lo sé, pero imagíneselo… grandes empresarios, grandes propietarios, quizá grupos u asociaciones de indignados ciudadanos… El caso es que investigué sobre ese nombre, el tal Gozer… y al parecer es una deidad antigua, muy antigua, pero real… Real el culto, quiero decir, no me atrevo a asegurar nada más —se excusó con una sonrisa, levantándose de la mesa y poniéndole el culo en la cara a Ruddenskjrik al volverse y empezar a rodear la mesa para sentarse en su lugar—. Justo antes de que me mandaran presentarme aquí, ayer mismo, tenía pensado ir a esta dirección. Es la de una vieja librería, donde según el registro histórico nacional existe el único ejemplar que hace alguna referencia a Gozer el Viajante; bastante lejos de aquí, por eso no he tenido el tiempo de comprobarlo yo misma… Ya sabe, todo lo que tenía que preparar para mi llegada de hoy… —le alcanzó a Ruddenskjrik una pequeña nota blanca con un número de teléfono y la referida dirección, arrastrándola sobre la mesa bajo las yemas de sus dedos índice y corazón—. Por lo poco que sé, es un libro sobre mitos y ocultismo, Tomo Oscuro, se llama… Parece ser que es un ejemplar único, y que está relacionado con invocaciones a seres o dioses antiguos que incidirían en nuestra realidad a través de teóricas puertas energéticas. Supongo que su propósito sería el de invocar a estos seres a través de conjuros con el propósito de dañar a alguien, asesinarlo… Quizá, aunque este caso finalmente no tenga nada de sobrenatural, en él hallemos algún indicio de a dónde cree que se dirige el asesino con todo esto, con su solitario culto a Gozer…

Ruddenskjrik recogió y observó con detenimiento la nota, el nombre de la librería, como si mostrara algo de reticencia a todo lo que le decía su nueva jefa, pero en realidad estaba sopesando desvelarle a Ella todo lo que en verdad sabía sobre el caso. Como que eran dos las asesinas, y que de hecho, al menos una de ellas, sí que poseía poderes de naturaleza esotérica… Pero, por mucho que la mujer le atrajera y le estuviera causando tan buenas impresiones, no la conocía de nada, y quizá inmiscuirla en su escaramuza secreta no haría más que confundirla y hacerla equivocarse en sus primeras decisiones como jefa del departamento, llegando incluso a ponerse ella misma en peligro, en el peor de los casos. No, no le diría nada.

— ¿Quiere que vaya yo mismo a buscar el libro éste? —preguntó Sinasias, fingiendo un cierto desinterés.

—No, hombre, envíe a cualquier agente, quien peor le caiga… De usted sólo espero que lo pueda analizar del mismo modo que yo lo haría, y que comparta conmigo sus conclusiones.

—Me pondré a ello de inmediato… —repuso Ruddenskjrik suspirando mientras se ponía en pie.

—Perfecto, me alegro de que esté usted colaborando tan activamente en este caso, doctor Ruddenskjrik… Sé de sobra, pese a todo lo que dije hace un rato, en la sala de reuniones, que esta comisaría es un nido de ratas, y que los únicos que hacen su trabajo son el inspector Robinson y usted mismo, que se extralimita bastante de sus funciones en pos de la resolución del caso, y personalmente se lo agradezco… —le sonrió y miró intensamente, sonriendo, para añadir: —. Pero, por favor, descanse, empiece con todo esto mañana, si quiere; si fuera algo de vida o muerte, yo misma hubiera corrido a buscarlo…

—No se preocupe, comisaria, tengo más tiempo que el resto, y apenas duermo, en realidad soy un viejo insomne —dobló con cuidado la nota garabateada con la letra sinuosa pero clara de Ella y se la guardó en el bolsillo interior de la pechera izquierda de su americana—. Además, estoy muy contento de su llegada, y de su actitud ante nuestro caso. Me temía que me pidiera dedicarme exclusivamente a las labores propias de mi puesto… ¡no vea cómo me anima ver que confía en mí!

—Todos deberían tomar ejemplo de usted y el inspector Robinson, doctor Ruddenskjrik… —reconoció la comisaria, reclinándose con suavidad en su nuevo pero muy usado sillón, como si con ese gesto y declaración, ultimara su toma de poder—. Soy yo la que les agradece a ambos su disposición, sobre todo tal y como están las cosas en esta ciudad… Pero juntos, las cambiaremos. Poco a poco.

— Por supuesto… Bien, pues vamos a ello…— y se volvió para marcharse, no sin antes inhalar profundamente el dulce olor que la mujer dejaba impregnado en el ambiente.

 

****

 

Turk Robinson se descojonó de él en su cara.

— ¿Pero qué mierdas te ha contado “la generala” para convencerte de que esto tiene que ver con el puto más allá? —le increpó con risa irónica y un café frío en su mano derecha.

—Mira, hace tiempo que vengo pensando en este tipo de posibilidades, Turk —empezó a explicarse el doctor. Realmente, la actitud de la nueva comisaria le brindaba la ocasión de mostrarse más honesto y abierto con su compañero. Y, quizá, tenerle más informado le permitiera evitar cierta clase de peligros más adelante, sobre todo si, como parecía, toda la parte sobrenatural del caso acababa por alcanzar a todos, antes o después—. Los cuerpos hablan, y los cuerpos me dicen que algo extraño está pasando, Turk. Tú mismo ya lo sabes, no hace falta ser médico para verlo, ¿verdad que no? Imagínate cómo me siento yo, que no encuentro manera científica de explicar nada de lo que nos encontramos. Porque un hombre… un hombre no puede hacer esto con sus manos. Y, bueno, no creo que esté de más abrir otras líneas de investigación…

Sonaba convincente. Sinasias quería además suavizar la impresión de Robinson acerca de la nueva comisaria, y hacerle ver que la lógica acerca de lo ilógico le daba a Ella Waters cierta credibilidad, la creía la mejor de las maneras. Pero Turk era escéptico, y pese a su juventud y breve carrera como policía, estaba muy quemado, cansado de corruptos e incompetentes.

—Mira Sin, te ha comido el tarro. Las personas matan, descuartizan, rebanan, hacen picadillo, sodomizan, pervierten, destripan, dan la vuelta a la carne, hierven la sangre… todo, todo lo que aparece en un crimen es obra de personas. ¿Qué cojones haces perdiendo el tiempo en chorradas, en supercherías y gilipolleces de otras dimensiones? No entiendo nada, tío —de repente Turk suspiró, cerrando por un par de segundos los ojos, como si la mirada le pesara—. A mí me preguntó por la esfera.

— ¿La esfera? —Sinasias se sintió muy confuso, pero algo como un percutor sometido a una altísima tensión se disparó en su cerebro.

—La esfera, como te lo digo. Me habló de un caso de hace dos décadas, ¡cuando te llamó a ti pensaba que quería hablarte de ello! —Turk se mostraba realmente incrédulo al ver en la cara de Ruddenskjrik una expresión de sorpresa que nunca le había visto antes—. Ya veo que no te dijo nada, pero sabes de qué hablo, ¿no? En el informe pericial acerca de la puta bola, como prueba, aparece tu nombre, tu firma…

—Sí… claro. Lo del tipo de la esfera parlanchina, sí… sí.

—Exacto… eso es algo que a mí me pilló en pañales, y creo que a ella también, pero casi una hora me ha estado hablando de ese caso, como si ella misma lo hubiera llevado, en su día… —explicaba totalmente acelerado Turk, susurrando con furia las palabras—. Bien, pues “la generala” cree que hay una relación, y quiere que investigue si hay conexiones entre ambos casos—, y Turk se encogía de hombros y meneaba su cabeza de lado a lado expresando incredulidad ante lo que él mismo había escuchado de boca de Ella—. Para empezar, quiere que hable con el pirado que mató a su mujer. Yo le dije que ni estaría vivo a estas alturas, pero me dijo que sí, que ya se ocupó ella de comprobarlo. El hombre tiene como setenta años, y aún vive, encerrado en un psiquiátrico a las afueras del distrito 43. Me ha dado la dirección y espera que vaya cuanto antes a… “entrevistarle” —concluyó Turk haciendo el gesto de las comillas con dos dedos de la misma mano con la que sujetaba el pequeño vaso de café.

— ¡Puff! Eso no lo esperaba —exclamó Ruddenskjrik, sin saber qué otra cosa decir, rascándose la sien derecha con el dedo índice.

— ¡Para mí, que está como una puta cabra, Sin!

—No sé… ¿y no te explicó el porqué de la conexión?

— ¡Bah! Bobadas en plan… que la esfera había sido sustraída del depósito en aquel entonces, que si podría tener propiedades que nadie ha investigado y que quizá fuera cierto algo de lo que aquel tipo declaró entonces… ¡Coño, putas locuras! No tiene sentido nada de esto. Está chiflada, y nos hará perder nuestro tiempo.

—Sólo era una esfera de un material indeterminado, parecía algún tipo de carbón… Pero el caso se cerró rápido, y la esfera pasó a almacenarse con otras pruebas, ¡me olvidé rápido de ella! En fin… ¿Y qué le dijiste?

—Me quedé tan pillado que le dije que sí a todo, porque pensé, para mis adentros, “como se me ocurra llevarle la contraria, ésta me saca un puto machete y me degüella…” —y se notaba que Turk lo creía en serio.

Sin, lo miraba incrédulo pero no dijo nada. Era mejor dejar pasar la situación y cada uno hacer lo que pensara que era mejor para el caso. Además, no quería enfrentarse a Turk Robinson. Era un tipo de modales agresivos e impertinentes y no quería tener una bronca con él, y menos por Ella. Tendría que dejar de lado su pretensión de acercar posturas… de momento.

—Bueno Turk, voy a hacer unas llamadas. Luego nos vemos por aquí.

El inspector le miró como si le fuera a preguntar por lo que le pasaba por la mente al viejo forense, pero tampoco lo quería saber en realidad; estaba bastante frustrado con las pretensiones de la nueva jefa… por lo que se despidió de él con un simple:

—Vale… — y se tomó el café amargo y frío de un trago, observando cómo Ruddenskjrik desaparecía de su vista.

Y de su vida.

 

****

 

El coche de Sin, había sido hallado en muy malas condiciones. Ni rastro del forense. Hacía dos días que nadie sabía nada de él, y rastrearon su teléfono. El último en verlo había sido el propio Turk, al salir del despacho de Ella Waters o “la generala”. Sólo tenían una pista: una llamada a una librería cerrada hacía más de diez años. Y por supuesto el número de teléfono al que el forense había llamado no existía desde que fue cerrado el negocio. Lo demás, irrelevante. El coche estaba aparcado justo enfrente de aquel negocio destartalado y cerrado. La dueña, una tal Vera Stevens, había desaparecido justo hacía 10 años. Nadie supo nunca cómo, pero no regresó de la librería a su casa, un diez de septiembre.

Vivía en una casa adosada, por lo que sus vecinos dieron rápidamente la voz de alarma. Era una mujer afable, y Marian, la vecina de al lado, la visitaba a diario para llevarle algunas cosas de la compra que ella, debido a que su trabajo implicaba estar en la librería todo el día, no podía hacer. Marian llamó a la policía. Se investigó durante más de un año. No había signos de violencia, no había ninguna pista que indicara que no se había marchado por propia voluntad. Sus padres habían desaparecido en similares circunstancias, hacía años. Sólo le dejaron el negocio, y ella sola tuvo que hacerse cargo de la librería. Nunca había querido dedicarse al negocio familiar. Tenía otras aspiraciones, pero no le quedó más remedio que mantener el negocio para sobrevivir. Y así, durante más de 22 años, estuvo llevando la librería que antes llevaban ambos padres.

Se comentaron infinidad de historias extrañas y macabras. Todas ellas relacionadas con un supuesto libro de brujerías, encantos y mitologías oscuras y antiguas que sus padres adquirieron, custodiaron y estudiaron como si de un tesoro se tratara. Ahí vino su desgracia. Y sin embargo, nadie había visto el libro hasta el día de la desaparición de los padres de Vera. Ella recuperó el Tomo Oscuro, la policía no halló relación directa alguna con la desaparición de sus padres. Vera guardó el libro.

Años después confesó a Marian y a otras amistades que creía que aquel libro era el causante de la desaparición de sus progenitores y que lo investigaba concienzudamente. Había hallado distintas secciones en el mismo. Por un lado habían ensalmos y conjuros para realizar todo tipo de acciones e influencias malignas sobre otras personas, otra parte central en la que ya no eran actos de magia negra, sino conjuros para invocar a un antiguo dios o ser inmaterial antiquísimo: Volguus Zildrohar.

Éste actuaba, al parecer, sobre el dueño del libro, convirtiéndole en una especie de esclavo, al realizar ciertos actos rituales e invocar a su señor. La persona acababa convertida en un ser espectral, quizá con algunos rasgos humanos, pero que fundamentalmente tenían la capacidad de viajar entre las dimensiones paralelas del espacio con el objetivo de buscar una entrada a este mundo para su amo. Eran seis, los esclavos que Volguus necesitaba. Y según Vera, sus padres habían entrado a formar parte de este maligno séquito. Conformaban un ejército tenebroso al que solamente le faltaba un miembro. El sexto miembro, y se necesitaba una sexta vez, una penúltima invocación, para obtener a los seis que, unidos, buscarían a un séptimo hombre; éste serviría como puerta de entrada a nuestro universo de ese terrible ser: dios y verdugo, que sometería a los hombres a su voluntad.

La tercera parte del libro, hablaba sobre Amot. El Dios Único, inmóvil y perfecto, que se representaba como una esfera negra. Había unas cuantas descripciones de la esfera en el libro. Se decía que estaba compuesta de materia desconocida u oscura y que era todopoderosa. Amot no requería de conjuros para actuar a voluntad en el mundo, aunque pocas veces lo hacía. Y su descendiente, Volguus Zildrohar, codiciaba esa potencialidad total y absoluta, pues quería reinar en este mundo sin necesidad de ser invocado, sin necesidad de portales o de humanos que tuvieran que realizar acciones por él. Esta esfera podía crear vida de la nada, podía realizar acciones sobre la materia y cambiar realidades sin que nadie fuera consciente de ello, ni siquiera el mismísimo Volguus. Sin embargo, las pocas veces que la esfera, había sido observada o poseída por algún humano, éste había acabado completamente loco. Demasiada energía para estar cerca de los hombres. Sólo habían sido registrados unos cuantos avistamientos de la esfera a lo largo de la historia de la humanidad.

Pero nadie hizo caso a esta pobre y solitaria mujer. Y ella prosiguió, sin más, durante largos años, abriendo puntualmente su negocio y estudiando el Tomo Oscuro, hasta su desaparición.

Vera Stevens, contó todo esto a Marian, que por años de trato se había llegado a convertir para ella en una verdadera amiga, y ésta, en cambio, pensó que su vecina andaba medio trastornada por la extraña desaparición de sus padres y por la influencia de aquel misterioso y macabro libro que tenía, de por sí, “mala pinta”.

Esto es lo que le pudo decir, Marian Suárez, la vecina de Vera Stevens, al inspector Turk Robinson, diez años después de la desaparición de Vera, cuando éste se presentó en su casa para esclarecer alguna pista sobre una nueva desaparición, en extrañas circunstancias, la de Sinasias Ruddenskjrik. Su amigo Sin.

Turk creyó marearse al escucharla. Nada de todo aquello aparecía en los informes de investigación en el caso de la desaparición de Vera. Y, seguramente con razón, porque ningún inspector en su sano juicio daría por buena ninguna explicación sobrenatural de una desaparición. Todos los informes tenían que ver con hábitos de la mujer, personas conocidas, problemas económicos, enfermedades psiquiátricas, animadversiones hacia sus padres venidas del mundo de las subastas de libros valiosos. Pero no se encontró nada que explicara la desaparición de Vera, así como la de sus padres, años antes. Todo era un misterio. Ambos casos archivados sin resolver.

Turk volvió a la comisaria dispuesto a poner patas arriba todo el sistema policial si era necesario, iría a por Ella Waters. Primero quería saber qué es lo que le mandó investigar y porqué a él, porque siendo el forense del caso no tenía que realizar investigaciones fuera del campo de la medicina. Era cierto que, desde hacía meses el doctor se había estado pateando con él las calles, como un detective más, pero… ¡había sido una negligencia imperdonable como superiora, y aprovecharía el momento para hacérselo pagar!

Su grito llamando a Ella Waters al regresar a la comisaría, recordó a Jack llamando a Wendy en El Resplandor. Y más de uno en la oficina y en los equipos que andaban por allí trabajando, se apartaron al verle entrar en tal estado de enajenación emocional. Turk daba miedo.

Carl tuvo que ponerse delante de él, y Turk estuvo a punto de tumbarlo de un empujón de no ser porque sus palabras fueron estas:

— ¡No está!

— ¿Qué cojones dices? —El inspector estaba rojo de ira. Una tensión física recorría sus músculos. Nadie sabía de lo que era capaz Turk en estas condiciones—. ¡Mientes! ¡Déjame pasar o te reviento…! ¡Esta tipa ha mandado a Sin a una trampa mortal! ¡Ellaaaaa…! —y continuaba en modo Jack, sacando su cabeza entre los hombros de Carl en dirección al despacho de la jefa.

— ¡Que no está, cojones ya! —y el grandote de Carl, le metió un empujón hacia atrás que lo hizo estamparse contra una mesa, tirando el ordenador que había sobre ella al suelo.

Turk se le quedó mirando. Levantándose del suelo con parsimonia, miró alrededor y en un tono más calmado, levantando ambas manos en señal de disculpa, insistió.

— ¿Y dónde coño esta? —babeó Turk la cara de Carl, pegando su nariz a la de éste con gesto furioso. No aguantaba a los pelotas, comeculos de los jefes. Y menos de esa tipa que había metido en un lío cojonudo a Ruddenskjrik, su único colega desde que comenzó en este caso extraño y retorcido.

—Se fue a la escena de la desaparición de Sinasias. A la librería Sally’s Closet. Se llevó a John y a Max con ella.

— ¡Joooder, si vengo de allí! ¡Acabo de venir de esa puta ciudad de mierda!  —y se cogió la cabeza con las manos. Comenzaba a tener un terrible dolor que le subía desde la zona occipital hacia adelante y le presionaba en las sienes.

—Mira Turk, sé que te importa lo que le haya pasado al doctor… ¡como se diga!, pero a ver si crees que a Ella no… creo que esto es un signo de que algo de razón tenía. A ver si me comprendes… Cálmate, coño. Si quieres le digo por radio que vas para allá.

—No… no. Me voy a casa. Tengo que descansar unas horas… si hay algo nuevo me avisáis—, y señalándole con el dedo, como increpándole, se marchó con aspecto cansado y andares poco firmes.

 

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Repentinamente, la oscuridad fue agolpándose sobre él. Al volverse un segundo hacia atrás, Ruddenskjrik vio la linterna dando vueltas en el suelo… pero unos segundos nada más, porque inmediatamente todo se hizo negro, como el carbón más negro. Hasta el punto que se podía respirar oscuridad. Una voz que provenía de delante, al fondo de la gruta, y que parecía como un enjambre de abejas distorsionado y metálico se escuchaba decir repetidamente:

— Volguus Zildrohar, el Viajante, ha venido.

Entonces, Sinasias, se volvió hacia la voz múltiple y flotante. Pensó que venía de la esfera negra. Sabía que algo demoníaco se había apoderado de la situación. Él no controlaba nada, estaba siendo manipulado por fuerzas superiores e imposibles cuya intención, si es que la tenía, no podía si quiera llegar a imaginar en su mente de simple mortal. El libro en su mano izquierda estaba caliente y los símbolos en color rojo oscuro como la sangre se distinguían perfectamente. Y allí delante, percibió algo. Algo con entidad física le observaba, pero no se veía nada moverse ¿Era la esfera? El enjambre seguía con un cántico casi ultrasónico llenando el vacío de luz con su desagradable sonido.

— ¿Quién anda ahí? —Sinasias dijo algo completamente ridículo para el caso. Sabía que no tenía sentido preguntar por quién o quiénes estaban allí, en aquella gruta fría y oscura. Pero fue lo único que se le ocurrió decir por la ansiedad que tenía.

— ¡Abre el Libro! —fue lo único que pudo escuchar.

La voz era múltiple pero acompasada, cosa que él no esperaba. Sintió que una presencia se aproximaba en la oscuridad. No veía nada. Nada. Unas manos comenzaron a tocar su cuerpo, su rostro… y el miedo le encogió el corazón y el alma.

Pudo ver multitud de ojos rojos a su alrededor. Aquellas criaturas de la entrada, aquellos engendros repelentes, lo rodeaban. Y uno de ellos le habló al oído en un susurro espectral, como una voz imposible, gutural, chirriante, perteneciente a algún ser maligno:

—Eres el séptimo hombre. Lee en voz alta. Volguus Zildrohar se acerca…

— ¿Quién eres? — y acojonado, casi se hizo pis encima cuando escuchó la voz en su oído, con aliento pútrido, decir:

—Llámame Vera…

Sinasias obedeció al instante, comenzaba a darse cuenta de que su voluntad estaba siendo anulada. Su entero brazo izquierdo le ardía, y su cuerpo había dejado de responderle. Sentía que su espíritu y valor se consumían en una áspera brasa bajo su axila. Los cánticos seguían, y se descubrió abriendo el libro por el centro. Las letras garabateadas por una mano anónima eran rojas y se veían en la oscuridad. Con voz grave comenzó la lectura de aquellas palabras que se iluminaban conforme iba siguiendo con sus ojos lo que estaba escrito en aquel ensalmo:

—Yo te conjuro, Gran Volguus Zildrohar, para que penetres en el mundo y reines en él sobre los hombres. Te conjuro para hacerte poseedor de los poderes supremos de Amot. En su nombre y por Él, actuarás esclavizando a todo ser viviente sobre la Tierra. Todo lo vivo y fértil perecerá a tu paso… Junto con los seis, que son tus siervos, y yo, el séptimo siervo, me encomiendo a ti. Ahora vendrás a mí, y en la hora de nuestra muerte y resurrección en la nueva vida seremos uno contigo. La oscuridad será eterna, y tú, el todopoderoso…

Cuando iba a terminar aquellos párrafos, un golpe seco en su cabeza le interrumpió bruscamente haciéndole perder el conocimiento. Ruddenskjrik se desplomó en el suelo de un lugar oscuro, rodeado de seres demoníacos. Nadie sabía dónde se encontraba…

Hacía dos días que no sabían nada de él. Pero el tiempo allí adentro era otro. El libro se le cayó de las manos y se apagó su fulgor bruscamente. Un grito horrendo se escuchó en la gruta. Miles de almas parecían ser torturadas a un mismo tiempo.

Pero Sinasias esto ya no pudo vivirlo.

La esfera interrumpió su invocación haciendo manifestarse a una mujer cuyo cuerpo entero parecía compuesto de lava ardiente. Los seres empezaron a sentir sus fuerzas vitales oscuras vibrar dentro de sí, al punto de que su roja carne rebosaba entre el vidrio negro y espinoso de sus pieles como una plastilina derretida. Sus formas se retorcían a la luz del intenso fulgor de la bella y roja piel brillante de Álex, la autoproclamada ante el mismo Ruddenskjrik como Maestra de las Llaves durante su casual encontronazo de un par de semanas antes…

Amot había intervenido, y su plan no era, ni mucho menos, dejar que su odiado hijo reinara en el mundo.

Al menos por el momento…

 

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Turk Robinson se largó a su casa completamente desconcertado, sus ideas bailaban en su cerebro aturdido de manera aleatoria pasando, a través de imágenes, desde Sinasias muerto a palos tras ser asaltado, en algún callejón, hasta a la idea de estar retenido por una secta ocultista que lo utilizaría para sus rituales de misas negras. Estaba saturado de información contradictoria que incluso podría volver majareta al más cuerdo de los inspectores de la comisaria. Era hombre de acción, aunque siempre dejaba momentos en los que, con un buen caldo en su copa, ponía en orden sus impresiones y decidía el rumbo de las investigaciones.

Llegó a casa. Quiso dormir y no pudo. Bebió una copa de whisky añejo, solo y sin hielo:

— ¡Nada de mariconadas! —se dijo en voz alta— ¡¿Cómo coño voy a dejarle tirado de esta forma?! Es el único con el que podría resolver el caso… El caso… o más bien los casos. Debo ser sensato, y atar cabos… Sinasias mandado por la Waters a buscar un libro de ensalmos o brujería, y a mí me come la bola con la bola parlanchina… algo no anda bien en todo esto, lo sé.

Turk se tocaba la cabeza para calmar su dolor y tensión psíquica. Su barba de tres días y su incipiente delgadez, le hacían parecer un pobre desgraciado insomne, que es lo que era… como buen policía. Creía que algo fallaba en todo aquello, pero no sabía cómo conectar los casos, ni siquiera estaba seguro de que los asesinatos de Los Cauces fueran producto de un solo asesino o de una organización criminal ocultista y ritualista. Nada hacía que pudiera decantarse por una opción u otra. ¿Qué tienen en común? Hasta ahora, nada. Sólo tienen en común la conexión que Ella Waters Gilmur dice que existe entre ellos. ¡Ella Waters Gilmur!

“¿Será hija de…? Sin es el único que pensó en un origen sobrenatural de los asesinatos, avalado por sus autopsias, sé de sobra que se puso a investigar por su cuenta, aunque él piense que no me entero de nada… y por eso mismo le dio crédito a todas las majaderías de la tipa… ¡Ella le mandó, sabiendo lo que le pasaría! ¡No busca la resolución del caso, busca deshacerse del único miembro del equipo, y de toda la comisaría, que creía que algo más que humano, fuerzas sobrenaturales, estaban implicadas en las muertes! ¿Por qué si no le mandó a una librería que andaba cerrada desde hacía tanto tiempo? Porque no me creo que eso ella no lo supiera… ¿Ha sido una trampa para el palurdo de Ruddenskjrik, habrá sido hipnotizado por la belleza y sensualidad de la jefa? Bueno, eso no encaja con él…”, pensaba Turk, a solas, incrustado en su sillón y dándole vueltas al vaso vacío entre sus dedos, con las sienes retumbándole y planteándose el rellenarlo. Reconocía que su paranoia y el rencor injustificado hacia “la generala” estaba dirigiendo sus pensamientos de una forma un tanto irracional, pero al mismo tiempo sentía que había una certeza en todo ello… fuera la que fuera.

En aquella vieja y abandonada librería no parecía que nadie hubiera entrado desde hacía tiempo, y por eso y porque el Chrysler del forense aparecía destartalado y saqueado, Turk había supuesto que unos simples maleantes de barrio lo habrían asaltado, con funesto destino para Ruddenskjrik, al cruzarse casualmente con ellos. Pero ahora… Comenzaba a pensar que no era así, comenzaba a barruntar otras opciones.

— ¡Bien, vamos a estudiar, Turk!

Sin moverse de su casa, con su terminal, indagó a través del servidor de la policía y del FBI todo lo relacionado con Vera Stevens, y ahí estaba, ante sus narices. De nuevo se repetía una y otra vez la misma idea: un libro llamado Tomo Oscuro, de brujería (decían algunos), de ocultismo (creían otros), de mitología arcana sobre dioses antiguos (decían los eruditos), de putos chiflados (decía Turk Robinson)…

La única conexión entre los padres desaparecidos, Vera, Sinasias, el caso de los Cauces, la bola (esto él lo ponía en duda, pero era un dato que había salido a la luz y no podía descartarlo en absoluto, debía ser exquisito en sus deducciones) y Ella era ese libro, y quizás era lo que “la generala” buscaba, obtener el libro. Porque, aunque no se había interesado en absoluto por los detalles, estaba claro que la aparición de una novata sustituyendo al viejo y corrupto Michael Boudelaire precisamente en aquellos momentos era algo no sólo sorprendente, si no además impensable. ¿Qué coño podía estar pasando para que las sanguijuelas con mayor poder de la ciudad, en especial el mismo viejo comisario, cedieran el control de la segunda comisaría más importante de la ciudad a aquella… auténtica advenediza, aquella inútil?

Revisando por encima los detalles oficiales del currículum “online” de Ella Waters, parecía que la tipa había sacado adelante una meteórica carrera a base de trabajo constante y muy consecutivos éxitos, resultando ascendida muy rápidamente en los cuerpos policiales rurales… Pero todo eso no daba para poder siquiera especular con cuál era la clase de respaldo que se necesitaba para acabar de la noche a la mañana colocada en su misma comisaría, por mucho que el tema de Los Cauces apremiara presión por la opinión pública…

Suspiró y se levantó quitándose su terminal de sobre las rodillas. Necesitaba otro trago, definitivamente. Todo lo que tenía que ver con “la generala” le tenía hasta los huevos. Iría de nuevo a la librería en busca de Ella, pero antes tenía que saber qué había sido de la esfera negra parlanchina…

En la comisaría, sus colegas, al verle entrar tan pronto (hacía dos horas que se había marchado y cuando Turk hacía esto no aparecía, como mínimo, hasta el día siguiente) rápidamente le interrogaron. Él contestó con la recíproca:

— ¿Qué haces aquí de nuevo Turk? —le espetó Carl con cara de fastidio y poniéndose en pie para ver si el inspector tenía ganas de revancha por el empujón tan feo que le había propinado.

— ¡Eso digo yo, cabrón! ¿Qué haces tú aquí?

— ¿Eh? —Se quedó sorprendido mirándole pasar de su cara, y seguir recto hacia el depósito de pruebas de la comisaria, en el sótano.

Aquel andrajoso poli del depósito que tiempo antes había dejado que el supervisor de administración Knightingale se llevara la esfera por 200 dólares ya no trabajaba allí, había sido trasladado a otra comisaría local de un barrio marginal, San Crisóforo, hacía ya casi un año. ¿Quién podía acordarse de aquella esfera?

El encargado buscó en los documentos y, efectivamente, estaba registrada su llegada, pero no su salida. Nadie se había preocupado por eso, y aunque era grave que los objetos desaparecieran del depósito de pruebas, aquel artefacto era irrelevante para la resolución de un caso tan simple y claro: un loco que mata a su mujer porque no la aguanta y le echa la culpa a otra cosa, en este caso a la esfera… Era casi de risa si no fuera porque había muertes como consecuencia de estas locuras esquizoides.

Pero nadie sabía que Knightingale, el administrativo que se dedicaba a reparar los programas informáticos en la comisaría, se la había llevado, así como tampoco nadie podía sospechar las terribles consecuencias que este acto había desencadenado…

 

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Página 19, Tomo Oscuro

 

~ Él, que es el centro del gran círculo de lo existente, no ha intervenido a lo largo de la historia del mundo, en los asuntos menores de los hombres, ni de los semidioses:

sus hijos e hijas.

Pero ésta intromisión de Volguus Zildrohar, a través del Libro Sagrado, será un asunto de la mayor importancia.

Supondrá revivir una lucha antigua, la del hijo de la envidia contra el padre y su poder.

Amot el impasible, el perfecto, el inmutable, el absoluto e inmóvil, el todopoderoso, ha sido molestado.

A Él, el mundo de los hombres no le perturbaba, ni le influía en su quietud y equilibrio infinito.

Pero a través de este mundo, Volguus Zildrohar, Gozer, quiere imponer su voluntad sobre el padre y optar a reinar la Tierra …

y desde ella, el universo entero.

Amot deberá impedirlo, por su propio bien, y el de sus otros hijos e hijas.

Envía pues Amot a sus dos hijas, la Maestra de las seis Llaves de Gozer y la Guardiana de la Puerta , a resolver el “asunto” por Él ~

 

 

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Ella Waters hizo que tiraran el muro hueco que tapaba el angosto paso que, al fondo de la librería estrecha y oscura, impedía la entrada a la profunda cueva. Una cuadrilla de obreros fue llevada “ad hoc” para tal menester. Tardaron un par de horas, nada más, en tirar abajo aquel muro superpuesto y frágil, al fondo de la librería. Mientras, Ella observaba, junto con los dos compañeros que se había traído con ella hasta allí, cómo se venía abajo aquel muro. Parecía abstraída, y miraba cada cierto tiempo hacia el techo, como si algo le llamara la atención. Los dos policías, Max y John, hablaban entre sí sobre toda aquella locura.

Max era un hombre bajito, calvo y cincuentón, que se había hecho policía hacía unos 30 años por aquello de tener un trabajo estable. Nunca había tenido pretensiones de ser algo más que un simple poli, sin más ambición que llegar a casa para ver la televisión, zampando patatas fritas y hamburguesas. No entendió nunca eso de la ambición personal. Más bien carecía de toda pretensión, hasta el punto de que se conformaba con pagar cuando le apetecía a Lissa por un amor fingido. Vivía con su madre viuda, una anciana que cobraba una pingüe pensión de viudedad y cuyo marido, algo borrachín, había trabajado siempre de peón, viajando de un lugar a otro del país sin más ambición que tener un trabajo que le diera para beber y para mantener una mujer y un hijo.

John, cuarentón, casado y con tres hijas, tenía como prioridad tener un empleo fijo para mantener a su familia y con un horario estable, para poder estar con sus niñas y mujer. Un trabajo que le dejara tiempo libre. Cuando era joven, sin embargo, soñó con llegar a inspector, pero aquellos sueños se truncaron cuando ella se quedó preñada inesperadamente, después vino la boda y dos bebés más. Con esta familia tan numerosa, que requería mucho tiempo y dedicación, su sueño dejó de importarle. No sería un sueño muy firme, claro. Su mujer, Lucía, trabajaba como cajera en los supermercados ALPINO, muy conocidos por haber crecido como la espuma por todo el país durante el último año, ya que gestionaban todo su negocio con marcas blancas, baratas pero de calidad. John estaba siempre deseoso de salir de su trabajo para cenar con su familia. Y, en el día de hoy, Ella Waters le había jodido el monótono pero deseado plan.

— ¡Pero qué jodida mala suerte tengo! —se quejaba John en un susurro, mientras miraban, apartados de Ella, el trabajo laboriosamente incesante de los obreros— ¿Es que esta tipa no podría haber traído a otro como tú, sin familia?… ¡No, claro, me tiene que elegir a mí…! ¡En serio que comienzo a pensar como el inspector Robinson! ¡Esta mujer es insoportable y le faltan tornillos en esa hermosa cabecita de Barbie pelirroja! ¿Qué se supone que estamos buscando? ¡No será el cuerpo de Sinasias, porque cómo coño se supone que va a estar detrás de un muro construido hace años! Aquí no se ven signos de que haya sido manipulado. ¡Hasta un memo como yo es capaz de entender eso!

—Ya, ya… —le contestaba (sin perder ojo del trabajo de los obreros armados de mazas, palas y carretillas) Max a su enfadado compañero de penurias, al cual no prestaba realmente atención pues estaba cavilando sobre si no habría sido mejor para él haber seguido los pasos de su difunto padre, y haberse conformado con ser un peón de albañil porque, en realidad, eso de construir y destruir “cosas” era más divertido que soportar a todos aquellos jefes y compañeros presuntuosos y narcisistas, o a los pestilentes delincuentes y asesinos, igualmente presuntuosos y narcisistas. Max parecía el típico abuelo “mira-obras” que en las calles tapizan los lugares que son, cual hormigas laboriosas, construidos y deconstruidos por obreros una y otra vez.

Mientras, se acabó de tirar y desescombrar aquella pared. Entonces, Ella decidió entrar junto con sus dos compañeros y tres agentes de policía local que habían sido avisados por pertenecer la librería a su jurisdicción. Igualmente se había personado un agente judicial, dado que se estaba interviniendo en una propiedad privada, para esclarecer un posible caso de desaparición, pero se retiró al exterior a despedir a los obreros y solicitarles sus firmas en unos permisos… Aquella propiedad era inviolable, al fin y al cabo, ningún heredero había reclamado la propiedad de la librería ni de la casa, y las propiedades de la familia Stevens habían pasado a manos del ayuntamiento local hacía menos de un año.

Afuera, otro grupo de agentes, estaba revisando el vehículo del forense. El coche había sido despedazado, literalmente; estaba destartalado, destrozado, tanto por dentro como por fuera; los asientos habían sido rajados de tal manera que parecía que, con grandes cuchillos, alguien se había dedicado a romperlos como intentando encontrar algo en su interior; la puerta de la guantera y la radio estaban arrancados de cuajo; las ruedas habían sido rajadas y pinchadas con algún objeto punzante de al menos 10 centímetros de largo y unos 5 de ancho, con lo que el coche debería ser arrastrado por la grúa para poder moverlo de allí; la carrocería presentaba arañazos largos y profundos, hechos con algún objeto metálico grande y fuerte; el maletero abierto y todos los objetos que Ruddenskjrik llevaba acumulados, sin ningún orden, tirados por el suelo alrededor del coche, y el fondo del maletero rasgado igualmente. Estaba claro que alguien había estado buscando algo en el vehículo. Pero no se encontraron siquiera huellas.

 

 

Cuando Ella Waters y los cinco restantes miembros del equipo entraron en la gruta, un olor pútrido, húmedo y, aunque no sabían cómo era posible, a quemado, invadió sus narices, por lo que todos se pusieron las mascarillas suministradas antes como precaución. Avanzaron sin encontrar nada hasta el lugar donde había una bifurcación del camino en dos grutas distintas. En la de la derecha se observaba una tenue luz en el suelo. Al acercarse comprobaron que era una linterna tirada en el suelo, a la que se le estaban acabando las pilas. Debía llevar encendida más de 24 horas y se recogió como prueba para comprobar las huellas de quien la hubiera metido allí. Ella pensaba que era de Sinasias, por supuesto, pero no dijo absolutamente nada. Más adelante encontraron algo que nadie esperaba: un gran charco de sangre, ennegrecida y quemada, cuyos cuajos eran de un color más oscuro de lo habitual. Aquel engrudo olía muy mal, como a huevos podridos, y mezclado con una especie de rocas negras de cristal, como ascuas de un volcán; parecía que alguien se hubiera dedicado a cocinar allí dentro usando un lanzallamas.

Más adelante, una prueba crucial apareció ante la atónita mirada de Max y John, que se miraron sorprendidos y asustados: el sombrero de Sinasias estaba tirado en el suelo, en la oscuridad. Otro aspecto o hallazgo inquietante, y que mantuvo a Ella un tiempo inspeccionando la zona, era que parecía que un cuerpo había sido arrastrado. Siguieron el fino rastro de sangre seca, que subía inesperadamente por la pared de aquella cueva profunda. ¿Y luego qué? ¿Por dónde había desaparecido el cuerpo? Era como si las paredes se lo hubieran tragado todo.

La gruta desembocaba al alcantarillado del pueblo, pero nadie podía haber salido por allí pues una abertura de medio metro de alto y poco más de ancho, cerrada con una reja que nadie había movido de allí, era el único final de aquel agujero.

Ella se quedó otro rato más husmeando todo aquello, junto con John. Los otros, se marcharon con Max, que se sintió importante en aquel momento: fueron a recorrer la otra gruta, la de la izquierda. Pero fue frustrante ver que estaba completamente cerrada. Era una gruta sin salida y poco profunda. No había ni rastro de pisadas. No parecía que nadie se hubiera adentrado por ella nunca. Tras aquellas largas horas de intensiva investigación de campo, todos los miembros del cuerpo de policía, tanto locales como Ella y sus dos hombres, se dispusieron a salir de la librería.

Turk Robinson estaba plantado en la puerta, y enseguida Max y John se adelantaron para ir a hablar con él; sabían que el tipo andaba de mala hostia por no saber dónde andaba su incauto compañero, aquel viejales que nunca debería haber salido de su sótano de cadáveres…  Pero sólo pudieron ver su figura a contraluz durante unos segundos. Una ráfaga de disparos acabó con la vida de los dos policías que, como en una ratonera, fueron acribillados sin piedad por Ella Waters y los tres policías locales desde atrás, cogiendo a los dos hombres por la espalda y completamente a su merced.

La figura de Turk desapareció en el suelo, tras el escritorio húmedo y maltrecho que separaba el local en dos mitades, mientras sacaba su arma rápidamente sin saber qué estaba pasando, pues no esperaba nada así y no sabía de dónde ni de quién o quiénes procedían los disparos que acabaron en segundos con la vida de sus dos compañeros. Tanto hijoputa corrupto que había para matar en el cuerpo, y se le acababan de morir dos de los policías de verdad… de los buenos. Su rabia se transmutaba en un sudor que no hacía que se le resbalara su pistola semiautomática porque sus tensos dedos la apretaban al punto de que se le ponían blancos los nudillos.

— ¡Alto! ¡Dejad de disparar…! —pudo oír Turk que Ella les gritaba a los policías locales—.¡Inspector Robinson, déjelo, váyase de aquí! No tiene ni idea de dónde se está metiendo…

— ¡¿Dónde ha quedado el trato informal, puta de mierda?! —gritó Turk sin asomarse, percatándose por el ruido de que alguno de los agentes recargaba su pistola.

— ¡Esto es una guerra, Turk, y hay que tomar partido! —le gritó la comisaria, con un deje intenso de rabia en la voz— ¡Tú no puedes ni hacer eso, porque ni siquiera eres capaz de comprender cuáles son los bandos, ni por qué luchan!

—Sí… ¡Conozco un bando, tarada…! ¡El mío!

— ¡Acabad con él!

A la escueta orden de “la generala”, los policías locales reanudaron el fuego de sus armas reglamentarias contra el escritorio. Turk sintió que una bala le pasaba a unos centímetros de la cabeza traspasando de parte a parte la destartalada mesa. No podía seguir oculto tras ella. Asomó la mano diestra, armada, y empezó a disparar a discreción, sabiendo que en tan estrecho y oscuro lugar los tipos no tenían modo de protegerse como él. Uno de ellos se tumbó en el suelo al sentir el fuego recíproco, y otro se apretó contra las podridas estanterías de su lado, pero el tercero recibió los disparos, uno en la cara y otro en el pecho consecutivamente, a pesar de lo cuál sólo había perdido el conocimiento. Los demás le daban por muerto.

Turk oyó los gritos de sorpresa y de dolor, y se sintió revitalizado sabiendo que se estaban acojonando, mientras que él no sentía ningún miedo, sólo una mala leche épica por no entender una puta mierda de lo que estaba pasando y tener sin embargo la seguridad de que “la generala” era la culpable de que así fuera…

Muy apremiado de tener la certeza de que más allá encontraría a su amigo Sinasias Ruddenskjrik, Turk pasó de disparar hasta vaciar el cargador a incorporarse mientras empujaba y levantaba el viejo escritorio ante sí con tal ímpetu y furia, que pudo cargar con él sobre uno de los polis que aún disparaba en su dirección. Turk, casi sin ver nada, sintió el peso y la fuerza que proyectaba con el mueble estrellarse contra el tipo y caer sobre su torso al seguir él mismo empujando, hasta arrollarle y ponérselo encima. Saltó sobre el frontal del mueble, que ahora quedaba arriba, y se sacudió dos veces encima para acabar de aplastar todo lo que podía al policía corrupto o lo que cojones fuera esa sanguijuela a las órdenes de Ella. El agente local aulló de dolor, sintiendo que se le escapaba el aire pero que no podía recuperarlo, y el compañero que le quedaba aún en pié, terminó de recargar su revólver y empezó a disparar hacia Turk a lo loco, quizá desesperado por salvar al menos a uno de sus compañeros, o puede que asustado ante la violencia del recién llegado inspector Robinson…. El caso era que no estaba dando ni una.

Turk saltó furioso de sobre el mueble podrido, dándole el remate final al tipo de debajo al pisotearle la cara sin ningún reparo, desencajándole la mandíbula y arrancándole un par de dientes, y lanzándose a la carrera contra el tercer sicario de Ella. Éste intentó defenderse sacudiendo ante sí el cañón de su revólver, como soltando un puñetazo con él contra la cara de Turk, pero él dejó pasar casi entero el brazo del agente de uniforme por encima de su hombro izquierdo, esquivándolo por poco, soltándole de inmediato un fortísimo puñetazo ascendente contra su barbilla. El agente de Ella sintió sus dientes inferiores casteñetear contra los superiores tan fuerte que incluso se mordió el paladar, y ya caía derrumbado, pero Turk enseguida le cogió por los hombros, atrayéndole hacia sí, y cogiéndole de los pelos para liarse a consecutivos rodillazos contra su cara. El tipo, aturdido, aún sintió el intenso dolor de los golpes, cómo se le reventaba un ojo de un impacto directo, y el tabique nasal se le partía a base de tres repetidos y precisos golpes. Ya estaba escupiendo y espirando sangre cuando Turk dio el asalto por ganado, dejándole caer de costado por sí solo. Avanzó hacia el fondo de la librería, persiguiendo a Ella, deteniéndose antes en quitarle al policía corrupto su linterna del cinturón. La encendió y examinó brevemente el estrecho paso, parecido a una gran vagina de piedra, tras el que se abría una redonda y amplia galería…

Policías, de los que estaban en el exterior, ya estaban asomándose con precaución para ver qué estaba ocurriendo, pero cuando se decidieron a entrar ya había pasado todo. Y Turk iba con paso sigiloso en busca de Ella, al interior de la gruta. Su figura se perdía en la oscuridad progresivamente pues el cambio de luz producía cierta ceguera momentánea a quien entraba en la abandonada y oscura librería de Vera.

Turk se paró y recogió algo del suelo. Un pedazo muy doblado de papel… había caído de las garras de Ella.

 

Página 19. Tomo Oscuro

 

****

 

Cuando nació, su madre sintió que le arrancaban un tumor de dentro del cuerpo. Lo parió con dolor pero sintió un alivio tremendo como cuando, tras días de estreñimiento, se produce una evacuación de heces abundante. Alivio y vacío.

¿Nueve meses en su interior? No. Un año entero escondida con su vientre creciendo, encerrada en los sótanos del Instituto Wise de Parapsicología. No era humano el hijo que acababa de traer a este mundo, y Ella sabía que su misión acababa ahí. Su cuerpo sin vida, exhausto, claramente envejecido, fue cremado en el especializado horno de pirólisis del mismo centro por las unidades paramilitares que se habían contratado para proteger y mantener la firmeza de las directrices durante aquella operación…

El crío fue adoptado por el hermano de su padre legítimo, ya que Sinasias Ruddenskjrik había pasado a otra dimensión. No en vano, Almiak Ruddenskjrik, el nuevo director del Instituto Wise, siempre había querido tener hijos…

La misión de Sinasias culminó con la inseminación de aquella mujer adoctrinada desde muy temprana edad por Industrias Wise, Ella Waters, en realidad nada más que un cuerpo mortal necesario para traer al mundo al verdadero señor del tiempo y de la oscuridad. Y a partir de su nacimiento, sólo quedaba esperar a que madurara y su poder se manifestara de alguna manera, y nadie mejor que el mismo director actual del proyecto, Almiak, para cuidar y supervisar al niño hasta que eso ocurriera…

Volguus Zildrohar había logrado, a pesar de los esfuerzos de Amot por evitar el ensalmo e invocación, introducirse en este mundo, pues todas y cada una de aquellas palabras que se requerían para que se produjese el milagro fueron leídas en voz alta por Ruddenskjrik en aquella cueva, rodeado de los seis espectros.

Le fue concedido el don de la fertilidad de Volguus en este mundo, en cuerpo de hombre, para traer esas otras dimensiones a la Tierra. Su hijo, criado por el matrimonio Ruddenskjrik, fue llamado con el nombre de Elmer.

Su historia familiar duró solamente cuatro años.

 

 

Dentro de la gruta, sucedieron cosas que nadie vio:

Ella, Ella… vamos, déjate ver, puta cerda…

Turk avanzaba con sigilo, susurrando para sí las palabras, con el arma recargada y alzada ante sí, junto con la linterna en la otra mano. No parecía haber dónde esconderse en aquella cueva, pero él sacudía a ambos lados, y arriba y abajo, el haz de luz, asegurándose de que no hubiera aberturas hacia otros pasajes, o meros huecos en los que esperar en la oscuridad a que él los dejara atrás para atacarle… pero nada. Sólo unas largas sombras proyectadas por los irregulares bordes de las paredes y techo circulares, pero insuficientes para ocultar a una persona.

Parecía que la oscuridad avanzaba hacia él a la par que se internaba más y más, pero tenía que ser un efecto óptico, a causa de mirar tan seguido el límite donde su linterna llegaba a revelar el camino. Pero… no… No cabía duda, su linterna estaba perdiendo alcance… ¿Se le acababan las pilas? Turk la sacudió y se la dirigió hacia la cara. La luz era tan intensa como cuando la encendió. ¿Qué estaba pasando? La dirigió de nuevo al frente, y realmente parecía que tenía una pared negra a medio metro. Intentó avanzar y tocarla, pero nada, su mano se perdía en una oscuridad etérea que la linterna no lograba traspasar… Se estaba acojonando.

— ¡Me cago en la puta…! —exclamó, tapándose la boca y la nariz con la manga de su chaqueta, convencido de que estaba rodeado de humo tóxico.

—Eres un puto subnormal, Turk… —oyó que decía la voz de Ella desde algún lugar, más allá de la oscuridad.

— ¿Dónde estás? ¿Dónde está Ruddenskjrik? Más vale que me lo digas ya, porque si lo tengo que volver a preguntar, ¡me lo vas a decir mientras escupes los dientes…!

—Yo no sé dónde está… se lo han llevado.

—Sabes bastante más de lo que me quieres hacer creer, majadera…

—Turk… Esa página que llevas en la mano, junto a la linterna… la necesito… así le encontraré.

— ¿El qué? ¡Uy! ¿Ésto? —Turk hizo una filigrana con sus dedos meñique y anular de la mano izquierda para hacer asomar la arrugada hoja de papel que había hallado al seguirla allí dentro, la página 19 del Tomo Oscuro— ¿Lo quieres? Pues ven a por ello… ¡puta!

Lo siguiente que sintió Turk fue una serie de disparos. Reaccionó rápido y al primer disparo errado soltó la linterna tirándola a rodar ante sí. Otros cuatro disparos siguieron al primero, y él respondió abriendo fuego así mismo hacia delante. La linterna daba vueltas como un objeto fluorescente, sin que su haz de luz fuera capaz de extenderse más allá… Se percató de que no olía a nada en el aire, salvo levemente a humedad… Si no había humo, ¿qué estaba pasando? Detuvo sus disparos, sin saber si le había dado a la comisaria… Escuchó mientras caminaba agazapado, a oscuras, sin poder quitar la mirada del único punto de referencia, la parte delantera de la linterna, como a ocho metros, en el suelo. Se movió hacia su izquierda, esperando poder apoyar la espalda contra la pared de ese lado, evitando así al menos que le sorprendieran a tientas por detrás. Se sentía más furioso que temeroso, pero no quería correr riesgo de ser cogido por sorpresa por la taimada tipa. No veía nada, no escuchaba nada. Los latidos en las sienes… esos sí los sentía, ¡los oía! “Vamos, cabrona, haz algún ruido, hazme alguna señal, joder, vamos, puta inútil de mierda…” la animaba Turk mentalmente, arrastrando su mano izquierda, con el puño apretado, por delante de sí por la pared, sin dejar de caminar muy lentamente, con el arma junto el pecho para evitar que la mujer se topara con él de improviso y se la quitara… Pero no era eso lo que debía temer.

Casi oyó el silbido en el aire del metal antes de recibir el fortísimo golpe en su mejilla derecha. Pero en realidad sólo era todo su cráneo vibrando, y haciéndole creer que el chasquido contra su cara era un recuerdo. Cayó sobre la rodilla izquierda sin soltar el menor gemido, pero con la cara ardiéndole con intensidad como si un incendio se propagara a la velocidad del dolor desde su mitad derecha. Se llevó por instinto el dorso de su mano derecha bajo el pómulo, esperando sentir su propia sangre cálida, pero parecía no haber herida, y justo en ese momento un tremendo golpe, de algo redondeado pero penetrante, le alcanzó en la parte alta de la oreja izquierda, un poco detrás de la sien. El golpe en sí no le derribó, pero el dolor era tan intenso que se dejó desplomar muy lentamente hacia su derecha, hasta quedar tumbado, con las piernas encogidas. Seguía callado, pero soltó un largo bufido como de gato acorralado. El segundo golpe le había hecho trizas. Se estaba estrujando la oreja con la hoja de papel de su zurda, cuando sintió que unos dedos revolvían entre los suyos nerviosamente e intentaba quitarle el papel.

Lo logró, pero antes de que se retirara del todo, Turk, poseído de nuevo por una rabia incontenible, alcanzó a agarrar de la muñeca a la mano intrusa, y tiró de esa persona hacia sí… Como sospechaba era Ella Waters, claro, ¿quién podría ser?, pero salió de dudas al sentirla caer aparatosamente sobre él, desequilibrada inesperadamente, y notar rebotar contra su cara los pechos bajo la camisa. La mujer no perdía el tiempo y ya mientras se caía encima de él intentaba machacarle la entrepierna a rodillazos. No lo entendía, parecía como si “la generala” pudiera ver perfectamente. Estaba claro que sí, porque sentía su pequeño pero firme puño izquierdo golpeándole alternativamente en el bazo y la cara, donde poco antes le debía haber golpeado con el cañón de su pistola.

— ¿¡Te has quedado sin balas, puerca!? —le rugió Turk, casi sin aire al intentar resistir pese a los golpes, y empujó contra su cuerpo, bajo el pecho, la boca de su pistola, y disparó a tientas.

Sólo dos disparos, y se le quedó descargada. Ella gritó, o más bien soltó un gemido ahogado, tras el segundo balazo, dejándose rodar a un lado de Turk. Él podía oírla arrastrándose, quizá gateando. La oía balbucear, o susurrar algo… ¿estaba rezando? Sonaba a ruego o maldición pagana. Intentó orientarse pese al continuo martilleo del dolor por todo su cráneo, y arrastrarse hacia donde la escuchaba alejarse. Seguía sin ver nada… y súbitamente, unos brillos blancos empezaron a recortar relieves negros ante sus ojos… miró a su izquierda, la linterna recuperaba el poder de su fulgor, la cueva de pronto era el lugar más y mejor iluminado que recordaba haber visto en su vida… La increíble variedad casi infinita de tonalidades de negro que estaba viendo le hacía sentir como un ciego que viera por primera vez en su vida. Estaba convencido de que el probable patadón que la mujer le había dado en la cabeza le había dejado bien tocado del ala… Miró a su alrededor, y con cierto alivio pero mucha frustración, vio que no había rastro de Ella Waters Gilmur… No podía haber ido muy lejos ni muy rápido con esos dos tiros en el cuerpo… ¿Dónde estaba? El dolor… tan intenso. Sentía todo irreal, como una alucinación durante unas tenaces fiebres.

Decidió volverse sobre su espalda y esperar tumbado a que se le pasara el dolor.

 

 

Nadie supo jamás lo que había ocurrido en aquella librería. Sinasias no volvió a aparecer. Cierto olor a sangre quemada. Restos de una especie de carbones cristalizados, con una carne rosada y grasosa, algo gelatinosa, pegada a ellos… Eso y el delgado rastro de sangre que recorría un trecho la cueva, por suelo, pared y techo… y que resultó ser de Sinasias Ruddenskjrik, como confirmó el ADN.

La página 19 del Libro, el sombrero y la linterna del médico fueron los únicos objetos que quedaron como pruebas. Se investigó a los policías locales que habían respaldado a Ella Waters durante su personal incursión en aquella extraña cueva: no había nada extraño en sus expedientes ni en sus trayectorias personales que explicara el por qué habían abierto fuego contra Max, John y Turk. Uno de ellos, el tiroteado por Turk, permanecía en coma… los otros dos presentaron informes y declararon durante la vista de investigación que habían seguido órdenes contradictorias y confusas, y que si habían abierto fuego había sido temiendo por sus vidas. A los tres se les acabó proporcionando la baja por incompetencia, sin mayores consecuencias…

Ella, había desaparecido, como el forense, en la gruta.

Nunca nadie supo que había desaparecido con el forense, que ya no era tal, y su cuerpo había sido trasladado a un mundo que intersectaba con este, allí mismo. Y en aquellas paredes, dentro de aquel agujero, se obró el inicio de un posible fin del mundo:

Y es que… en un lugar sin luz ni aire, pero donde a pesar de lo cuál él podía sentirse vivo, el anciano doctor se reconoció desprovisto de todo lo que no fuera su carne, que era sostenida en la más absoluta oscuridad por una legión de lo que sentía como viscosas manos que no dejaban de magrearle, sacudiendo y masturbando compulsivamente sus genitales. No encontraba lugar donde apoyarse ni modo de ofrecer alguna resistencia. Era capaz de removerse, pero las manos invisibles cedían o arreciaban su impulso a tenor de sus movimientos para dejarle siempre vencido, haciendo inútiles sus pretensiones de buscar algún equilibrio u orientación… No tardó mucho hasta que sintió que un cuerpo de carne como la suya se apretaba contra él, y en verdad que lo recibió muy agradecido, tras lo que había sentido como una eternidad pasando soledad, frío y miedo. Creyó reconocer el aroma del perfume de Ella, y aunque no oyó su voz ni él se sentía capaz de hablarle, quiso creer que en verdad era ella, y que su sexo era el que estaba envolviendo el suyo propio de aquella manera tan fresca y cálida a un tiempo… Las intrusivas manos hacían a ambos cuerpos apretarse y sacudirse, quisieran o no, pero Ruddenskjrik no tardó en abrazarse a la mujer, y apretarla fuerte, sintiendo sus firmes pechos contra el suyo, y la mejilla de la mujer junto a la suya.

Ruddenskjrik olvidó todo lo pasado y quién era, y simplemente se entregó al placer, que parecía que sería eterno…

 

 

Durante más de una semana se perforó por todos lados aquella cueva o portal a otro mundo. (O lo que mierdas fuera aquello, según Turk)

El estupor de los asesinatos de Max y John, perpetrados por Ella, fue tan importante que la comisaría quedó incapacitada durante un mes para rendir al cien por cien. Tuvieron que ayudarles con personal cualificado de otras comisarías de distintos distritos, y el caso paso a manos de los federales.

Turk dejó momentáneamente el caso de Los Cauces y el de las desapariciones de sus colegas. Primero debían investigar los federales y asuntos internos. Aquello que acababa de ocurrir era más que anormal. Dos efectivos desaparecidos y, supuestamente, Ella había ordenado asesinar a sus compañeros delante de sus narices, así sin venir a cuento, y eso, antes de disparar directamente contra Turk en la misma cueva… Sin embargo, el arma encontrada y utilizada por Ella era un arma ilegal y no la reglamentaria, por lo que el testimonio de Turk perdió peso en el curso de las investigaciones.

El inspector declaró ante ambos equipos de investigación, durante largas horas:

— ¡Yo sabía que la tipa no era lo que parecía! Andaba convencida de que todo esto tenía tintes sobrenaturales, ¿saben?, eso no es normal en un poli. No llegué a conseguir que me soltara nada, pero… ¡Está claro que ella sabía lo que estaba haciendo! ¡Y qué le ha pasado al doctor Ruddenskjrik!

Abría los ojos y enfatizaba sus palabras con gestos de sus manos, brazos y hombros, se le veía claramente afectado, y no era para menos, pero sus declaraciones no sirvieron de mucho.

Asuntos internos concluyó que Robinson había sometido a su superior a un trato vejatorio y que había desequilibrado a la mujer, sobre todo por culparla de la desaparición del forense. Y sin saber muy bien cómo, se comió un marrón de un par de cojones. Todos en la comisaría recordaban ese día en el que, fuera de sí, despotricó contra la comisaria e incluso cómo Carl había tenido que pararle los pies.

—Si se hubiera dado la oportunidad—explicó Carl—, el inspector hubiera agredido a Ella, se veía que venía a eso. Menos mal que ya había salido de la comisaría, pero parecía que soportaba una gran presión por la desaparición de Ruddenskjrik… la pobre estaba desconsolada.

Carl y otros compañeros, testificaron sobre la animadversión que Turk mostraba hacia la comisaria aparentemente sin ningún motivo, desde el principio. Pero tampoco se pudo probar nada contra él. Al cabo de unos meses Turk se reincorporó a su trabajo, de mala gana, desde luego.

— ¡Menudos hijos de puta, lameculos estos compañeros! —se repetía cada día, durante años, cada vez que entraba por la puerta y veía los rostros de aquellos mierdas.

Pero como todo, poco a poco, muchos de aquellos compañeros fueron trasladados, o se jubilaron… o dejaron el cuerpo. Y así, poco a poco, Turk volvió a ser ese inspector que había sido siempre: un auténtico sabueso descastado, pero con olfato.

 

****

 

Era un bonito chalet. Más de doscientos metros cuadrados de casa, pero más de mil de terreno adornado con un gran jardín, una piscina, y una pista de tenis…. Era algo de lo que se sentía realmente orgulloso. También había estudiado medicina, pero, al contrario que su hermano mayor, Sinasias, Almiak Ruddenskjrik optó por una rama de la medicina que daba mucho dinero y pocos quebraderos de cabeza. Había sido muchos años representante de un gran laboratorio farmacéutico, PHARMAT S. A., antes de acabar siendo reclutado por Industrias Wise para dirigir su Instituto de Parapsicología…

Pragmático y dinámico, nunca se interesó demasiado por nada que no fuera su propia persona y su amada y bella mujer. Cinco años casados y, a pesar de su buena salud, su forma física excelente y su dinero, Melinda no conseguía engendrar un hijo. Andaban con los trámites de la adopción, papeleos interminables, exámenes de idoneidad de tipo psicológico, económico y social. Todo apto, pero habían escasos niños sanos que adoptar. Tal era el deseo de Melinda de ser madre que estaba dispuesta a aceptar un niño con alguna tara física o psicológica.

Era una noche cálida. Melinda esperaba a su marido Almiak para una nueva noche amorosa (insistía en seguir intentándolo cada día de su vida), cuando unos quejidos como de gatito se empezaron a escuchar desde fuera de la casa, aproximándose… Ella salió al porche, a tiempo de recibir a su marido… y a lo que traía entre sus brazos.

Un moisés. Un niño. Un regalo del cielo, pensó ella. Y lo adoptaron, cómo no… Lo llamaron como al padre de Melinda, Elmer.

 

 

Su rostro… era una puerta al infierno…

 

Pero eso…

Ya es otra historia.

 

¿FIN?

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