En este nuevo relato del Tomo Oscuro, María Larralde nos describe las preocupaciones de un pintor emergente, mientras se prepara para su gran estreno en una galería… Como os podréis imagina, la cosa no se queda sólo en eso.
¡Que lo disfrutéis, pulperos!
Dedicado a Fernando Terol…
Salía de casa. La tarde era fría y gris. Todavía no había comenzado a anochecer, pero la sensación de que pronto el sol se iba a ocultar entre los grandes edificios, invadía a cualquiera que mirara al cielo con esperanza de ver el astro suspendido en él. Las prisas me producían la extraña sensación de que olvidaba algo. Llegaba tarde, muy tarde.
El sopor de la sobremesa tras la comida casera, los cigarros y el humo, que se mete en los ojos, en la nariz y en los pulmones, me aturdieron de tal manera que me quedé dormido si querer dormir. La monótona voz de la televisión y el vino de la comida hicieron el resto.
La cabeza me daba vueltas de manera que me sentía medio flotando en una nube de neuronas que derramaban, en mi cerebro, serotonina y endorfinas hasta sofocarme en un sopor del todo inadmisible.
¡Llegaba tarde a mi propia exposición de pintura!
De cualquier modo yo no era un tipo demasiado formal. Los marchantes de arte me conocían suficientemente. Sí, definitivamente no era muy formal.
En mi interior sentía que esa tarde las cosas no me iban a salir demasiado bien. Siempre me anticipo a las malas experiencias. Siempre.
La cosa suele sucederme como sigue: el día en que algo “malo” va a sucederme, alguna tragedia, alguna mala acción de alguien contra mí, algún accidente o mala noticia, ese día me despierto enfermo. Me encuentro mal. No sabría decir qué es exactamente lo que me ocurre, pero me siento fatal: cansado, decaído, triste, desanimado, apagado, incapacitado para el trabajo, sin hambre y con ganas de meterme en la cama para no salir en todo el día de ella.
Nunca me falla la intuición. Y aunque en raras ocasiones el mal agüero se confirma el mismo día, en la mayoría de ellas la tragedia se produce un día o dos después del presagio.
Sin embargo, en esta ocasión la cosa se produjo casi de inmediato.
Bajé las escaleras del edificio donde vivo desde hace veinte años, lentamente, ya que acostumbro, por esas viejas manías de loco cuerdo, a no bajar por el ascensor. Quizá mi intuición me hacía más precavido, si cabe, de lo normal en mí.
Me vino a la cabeza la imagen de mi representante de arte, allí sola, esperándome en la sala Galería de Arte Moderno Altamira. Eran las seis de la tarde en mi reloj de pulsera. Ya no iba a llegar a tiempo. El móvil comenzaría a sonar en cualquier momento: Elvira estaría hecha una furia.
La Sala Altamira seleccionaba muy bien a los artistas que exponían en ella. Era una sala de Arte Moderno, Postmoderno e Irracionalista. Esto último nunca entendí por qué lo añadían en el rótulo. Cosas que la racionalidad “normal” del sentido común, no puede comprender.
Mis mejores rivales ya habían expuesto en ella mucho antes que yo. Mi representante tenía una espinita clavada en el pecho cuando a Luis Ribero le montaron, hace un par de años, una exposición por todo lo alto. Esto le hacía perder los estribos pues, para Elvira, yo daba mil vueltas, como pintor, a Luis Ribero. Así es esto. Los apadrinamientos funcionan en el arte con muchísimo más rigor que en las demás profesiones.
Mi interés, sin embargo, era puramente comercial. Necesitaba dinero, como todo hombre moderno. La fama ya era otra cosa. Preferí siempre pasar desapercibido, es mucho más llevadero para un artista cuya personalidad es más bien reservada como la mía.
¡Pero quién le reprocha a un representante que quiera hacerte un “best seller” de la pintura! Es normal, la pobre Elvira no se merecía lo que ocurrió.
Al salir de la portería noté un frío intenso y me puse mi gabardina negra, pero no me alivió en absoluto la sensación febril que comenzaba a recorrer de arriba abajo todo mi cuerpo. Iba con mi cigarro, recién encendido, en la boca y mis andares cansinos, riéndome internamente de la cara de susto que Elvira me pondría al verme llegar con más de una hora de retraso.
La cosa era seria, las autoridades de la ciudad, de la provincia e incluso del país estaban invitadas a mi evento. El Ayuntamiento y su alcalde, Gonzalo Puig, el concejal de cultura Roberto Merino, la Diputación y su presidente Alberto Caso, marchantes de arte de todo el país, medios de comunicación, los mejores y más críticos, críticos de arte, pintores amigos y enemigos míos, como Carlos Abelardo, internacionalmente conocido por haber realizado el mejor fresco moderno en la Basílica de Nuestra Señora de Linares.
Sin embargo, todo me quedaba lejos.
Comencé mi caminata —porque voy andando siempre que no tengo que salir fuera de la ciudad— hacia la Avenida de Malsonare cuando, a lo lejos, en la misma esquina de la manzana de mi edificio observé una figura parada de pie, mirando hacia mí. Aquel sujeto iba enfundado de pies a cabeza por una especie de abrigo negro como boca de lobo, con capucha, que le cubría completamente el rostro y que, por abajo, le llegaba a los tobillos. Los pies parecían ser enormes y sorprendentemente, ¡iba descalzo! Me sobrecogió aquella visión extraña y quise mirar más de cerca aquel fenómeno, pues dudé de lo que veían mis ojos. Fue entonces, ¡sí!, entonces aquella figura gris y amorfa me dio esquinazo y, ¡poniéndose a cuatro patas comenzó a correr!
Me quedé estupefacto, sin saber muy bien lo que había pasado. ¿Pero qué era aquello? Mi cuerpo comenzó a sentir escalofríos febriles. Alucinaciones espantosas me invadían la cabeza en una avalancha de irracional terror. Literalmente me había acojonado hasta el tuétano. Me acerqué despacio a la esquina, asomé la cabeza para otear el horizonte de la avenida.
El surrealista ser se encontraba en la otra punta del edificio, mirándome y con una mueca en su boca que quería ser una sonrisa pero reflejaba —muy a mi pesar— una especie de burla grotesca que me congeló el alma.
El engendro parecía un ser salido de las más terribles pesadillas que el hombre haya podido imaginar en toda su andadura por la historia.
De nuevo aquello se posó sobre sus patas delanteras y echó a correr por la avenida con velocidad tal que, enseguida, me pareció imposible seguirlo. Porque a pesar del miedo, yo, en ese instante hubiera querido alcanzarle. Hubiera querido cogerlo del cuello y, apretando firmemente sobre sus carótidas, hubiera deseado cambiar esa malvada sonrisa por un dolor intenso producto de la asfixia y la muerte.
Sin embargo, en lugar de perseguir aquella cosa informe, mi cuerpo entero se vino abajo del terror. Tuve que apoyarme en la pared del edificio para no desmayarme. Mis piernas no me respondían y fue entonces cuando el miedo se apoderó realmente de mí. En las calles no se veía a nadie. Nadie paseaba con prisas, como siempre ocurre en una gran ciudad como esta. No había tráfico, el silencio absoluto se apoderó de todo lo que me rodeaba.
Mientras, aquella bestia infernal, que me había introducido en el mundo oculto de la locura, se desvanecía en el horizonte de asfalto ante mi absorta y alucinada mirada.
Busqué alrededor algún signo de vida. Nada. Silencio y cielos grises e infinitos se imponían como una siniestra pesadilla. Fue entonces cuando me di cuenta: ¡Seguramente estaba dormido! ¡Era una pesadilla y tenía que despertar!
Desgraciadamente para mí, Elvira se cansó de llamarme. Y su enfado, fruto de mi legendaria falta de consideración hacia los eventos sociales, le hicieron tomar la equivocada decisión de no mandar a nadie a por mí. Unos minutos antes y…
La exposición se inició sin la presencia de su artista. O sea, yo mismo. Todos pensaron que era la típica “conducta inapropiada”, propia de un excéntrico. Mi representante tuvo un pálpito, porque sí, yo era un tipo rarito pero ella sabía que necesitaba el dinero. En un taxi se acercó a mi casa tras atender a todo el mundo en el evento. Me iba a echar la bronca del siglo. ¡No había ninguna justificación para aquel desplante! Sin embargo, pensaba darme un gran abrazo. Había vendido un par de cuadros, uno a mi amigo el famoso pintor. Otro, a un adinerado filántropo burgués, coleccionista de cuadros “raritos”. El tipo quedó prendado del “Gran Azul”, un cuadro de enormes dimensiones, abstracto y azul. Desde luego, una decisión muy elegante.
— ¡Este hombre es un genio! ¡Llegará lejos! Me gustaría conocerle algún día. —Le dijo a Elvira el adinerado, orgulloso de haber adquirido una de mis más queridas obras.
Mis cuadros se revalorizaron rápidamente. Sus precios se desorbitaron. Mi hermana, con la que no me hablaba casi desde la adolescencia, y sus hijos, pasaron a convertirse en millonarios y, por supuesto, comenzaron a coleccionar arte de todo tipo. Entraron a formar parte de ese estamento social tan mezquino de los ignorantes con dinero al que yo siempre había despreciado.
Pero ya no se podía hacer nada: un accidente cerebrovascular me había llevado al otro Barrio, donde el miedo es eterno.
Me empeñé durante un tiempo en buscar una salida. ¡Me quedaban tantas cosas por hacer! Recorría la ciudad en busca de una puerta que me devolviera a la vida.
Desde las ventanas de los vacíos edificios, observaba las miradas de aquellos seres odiosos, mezquinos y repugnantes, demonios que me asediaron con una intensidad tal, que mi cabeza perdió la noción del tiempo.
El frío ha sido, desde entonces, mi único compañero y ahora he decidido enfundarme en un abrigo que encontré dispuesto en el armario ropero de mi propia casa y que me cubre todo el cuerpo, que oculta mi deforme rostro y me ayuda a estar algo más caliente mientras busco, olisqueando su rastro por el suelo, a aquellos hombres cuyo miedo a morir les obliga a perderse en el laberinto del eterno Purgatorio.
Se cuenta que el Tomo Oscuro cambia su contenido con el tiempo o según la clase de persona que lo abra entre sus manos. A veces es un manual, otras está en blanco, en unas pocas se lee una maldición que persigue al lector hasta llegar a darle muerte…
Pero, si la persona lo merece, las más de las veces, se encuentra con una inofensiva serie de relatos…