27 julio, 2024

Este relato fue seleccionado en la Revista Nictofilia 2: Horror Erótico. Os advertimos que no es para todos los públicos.

Y ahora… ¡que comience la función!

Olores, de María Larralde, disponible en Rumble

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Olores

Las ilusiones puestas en él eran muchas. Su inteligencia le hacía sobresalir sobre el resto de amigos. Se diría que un aire angelical recorría su cara casi infantil. Pero Matt tenía ya 23 años y hacía tiempo que en los veranos se quedaba en el chalet,  mientras sus padres recorrían el mundo en interminables viajes de ocio y placer. Selena limpiaba la casa dos veces por semana, así es que asunto resuelto. Piscina, jardín, coche, dinero… En esos días hacía lo que quería allí, o fuera de allí.

Su lugar preferido era el sótano. Un colchón en el suelo, de gomaespuma, cubierto por una simple sábana que Matt escondía tras sus relaciones sexuales allí abajo, porque no quería que el olor a sexo desapareciera. Cuando no podía llevarla abajo subía la sábana a su cuarto juvenil lleno de posters, cómics, consolas, su Smart tv, y la olía profundamente. Aspiraba con suma delicadeza aquellos recuerdos olfativos. Se excitaba y se daba placer con ella, masturbándose sobre ella de rodillas en el suelo. Le gustaba la dureza del suelo en sus rodillas, un atisbo de dolor punzante en esas articulaciones lo excitaba aún más,  y eyaculaba de nuevo sobre la sábana de colores pasteles y tacto de algodón reseco.

Pero en el sótano era donde las mantenía encerradas. Nadie preguntaba. Era su lugar especial y secreto, sus padres lo permitían. Sabían que no era normal pero era tan inteligente, tan hermoso, ¡y le querían tanto!, que aquello les llegó a parecer un simple contratiempo, un despertar al mundo sexual algo excéntrico pero que bien podría pasar desapercibido si mantenía la discreción. Seguramente con la terapia pasaría en unos años.

El olor a fluidos sexuales impregnaba aquel sórdido lugar. La oscuridad parecía envolver  los gemidos de placer del muchacho. De repente algo se movía arriba, en la cocina a la que desembocaba el sótano, donde mantenía sus relaciones sexuales.

—¡¿Holaaa?! ¿Quién anda ahí? —sobresaltado se levantó del suelo dejándola abierta de piernas. Pensó en qué día era hoy, y no, Selena, hoy no vendría a limpiar… Luego…

El arrastrarse de unos pasos ágiles, como de taconeo, le hizo parar repentinamente pero el sudor corría por su frente, mojaba su cuello y formaba un cálido manto de múltiples gotitas por su espalda, especialmente en los hombros anchos, pulidos, de músculos firmes; le jodió sentirse empapado sin culminar su cuarta vez. Un breve y molesto escalofrío recorrió su  marmóreo cuerpo. A pesar de todo, una leve sonrisa se asomó en su cara.

—¡Aquí estás perra! ¿Quieres más, eh? —sus pensamientos recorrían el cuerpo de esa otra que desde arriba lo vigilaba atenta.

Era muy joven, muy joven, tenía una piel tersa y blanca, suave. Su sudor era de sabor amargo. El joven andaba en ese mismo instante lamiéndose a sí mismo el brazo mojado por la transpiración provocada por su esfuerzo físico, y que impregnaba el ambiente de ácidos olores mientras miraba hacia aquella puerta entreabierta allí arriba. Olores que él casi ya no percibía por andar envuelto en ellos durante varias horas. La erección duraba después haberla metido por todos los orificios del cuerpo candente de la de hoy. Había tenido que salirse de ella algo ido, sin poder pensar todavía en qué o quién era aquello que le había cortado el rollo repentinamente.

—¿Voy,  preciosa? ¿Abro? Quieres bajar, ¿a que sí? —completamente desnudo gritó con voz varonil, grave, profunda, aterradora ahora. Era un grito hueco, sin eco, sórdido, amenazante, que no concordaba con el contenido de las palabras.

Se separó unos pasos  del cuerpo que, inerte, se mantenía echado en aquel mugriento suelo del sótano sobre el colchón ajado y sucio. La miraba y, mareado aún por el esfuerzo de haberse ido en tres ocasiones en orgasmos lentos casi amorosos, comenzó a dar pasos hacia la escalera cuya puerta mostraba, por la rendija inferior, luz del día. Unas sombras le informaban: los ruidos de pasos eran reales. Allí había alguien. Alguien que él conocía bien.

La puerta se abrió lentamente, él la dejaba entornada para que sus ruidos se escucharan allí arriba y ella pudiera escucharlo. Se imaginaba que aquello la excitaba y que por eso acudía a un encuentro con él. La cabeza asomó primero, después el cuerpo entero. Matt, abajo, alzó la vista. La luz comenzó a recorrer la escalera y,  progresivamente, desde los escalones superiores hacia los de abajo, de forma oblicua, alumbró el blanco, desnudo y sudoroso cuerpo del hombre. Miró la figura que se alzaba recortada a contraluz allí arriba. Rápidamente subió las escaleras cogiéndola de la cabeza y haciéndola rodar escaleras abajo. Los golpes en cabeza y tórax la dejaron seminconsciente. Matt bajó despacio. Su ritual comenzó de nuevo.

La erección fue descomunal y el orgasmo con ella casi de perder el sentido. De nuevo se la metió por su pequeño ano, algo más holgado que el de su hija, que andaba todavía tirada en el suelo, muy cerca de ellos, tanto que todavía llegaban sus efluvios a la nariz de Matt. Se dio el gusto de embadurnarla de mermelada y comérsela despacio mientras ella gemía e intentaba débilmente zafarse de la violación. Por cuarta vez en el día, por cuarta vez en ese día, era la cuarta violación de ambas en el día, y duraban horas, horas. Aullidos.

Aullidos de dolor. La perra gemía, el dolor de la caída, el dolor de las múltiples penetraciones. La madre buscaba desesperadamente a su cachorro de seis meses y él gozaba del sufrimiento de la perra, de su perra. Su instinto le hacía superar el miedo que le tenía. Aún recordaba, en atisbos de memoria animal, el coito con el macho de su especie; eso le venía a la mente cuando Matt le introducía su grande y sudoroso pene gordo, desproporcionado miembro de humano,  hasta rozar internamente su abdomen. Los desgarros la hacían sangrar. A él le gustaba la sangre de ella en su pene.

Miró a su cachorro. Estaba muerta. No había duda. Pero no, ¡nooooo! El cachorro se movió, respiraba… Matt se relamió, se acercó de nuevo a la perrilla y con la fuerza de sus manos crispadas le arrancó pelo de cabeza y tronco; rompiendo sus patas traseras al abrirla, acabando con ella, en otro coito interminable.

El olor a semen, sangre, perro mojado, sudor, heces animales y orina lo animaron a seguir con la perra, con su perra Nana.

¡Cómo le excitaban los olores! Y cuando acabara con ella adoptaría, o se compraría otra. Si pudiera ser, de la misma raza. Eran sus preferidas.

FIN

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