27 julio, 2024

Este curioso relato explora las inquietudes de un ser subordinado a la existencia de otro. Una relación casi simbiótica, en la que la que una entidad parece determinar de un modo nada deseable el bienestar físico y emocional de la otra. 

Como nos tiene acostumbrados, María Larralde nos pone en la piel de un ser cuya naturaleza está muy lejos de resultarnos cómoda… ¿o no?

Sea cual sea vuestra sensación al final, esperamos que sepáis disfrutarlo, pulperos.

Y ahora… ¡que comience la función!

LA SILLA

por María Larralde

 

Tengo que confesar un crimen.

Andaba siempre jugando a su alrededor. Jugueteaba bajo su sombra que, proyectada contra el suelo, ocre y arenoso, me indicaba la hora del día cual reloj solar. Nunca la miraba a la cara. Una vez, solamente lo hice una vez, hace mucho tiempo, y nunca más me atreví a mirar directamente aquellos ojos.

No estaba seguro de quién era Ella. Siempre estaba allí, sentada en aquella silla, en aquel patio interior de aquella casa perdida en algún lugar en el mundo. Mis recuerdos puede que estén distorsionados, ocupados por fantasías, alterados por distorsiones, pero, aun así, algo de realidad hay en ellos. No sabía nada de lo que ocurría a mi alrededor, era como un espectador.

Sé que entraba y salía gente. Yo aguardaba a su lado, o debajo de Ella, agazapado y escuchando palabras sin sentido. Un lenguaje extraño y gutural salía de aquellas bocas. Ella les hablaba, ellos contestaban. Uno tras otro, aquellos seres visitantes se acomodaban frente a la silla; uno tras otro recibían aquellos mensajes que arrancaban muecas en sus rostros. Los visitantes, a ellos sí los miraba, pero nunca supe quiénes eran. No se parecían entre ellos. Sus caras deformes producían un miedo profundo en mí, pero yo, bajo su silla o detrás de Ella, me escondía y soportaba sus presencias. Nunca supe desde cuándo mi existencia estaba unida a la suya.

Un día, uno de aquellos seres hizo que Ella se levantara de su silla. Yo, asustado, no supe dónde esconderme. Detrás de ellos había más visitantes que me observaban, parecían traspasarme con rayos que, desde sus ojos, proyectaban como miradas. Aquello me dolía. Parecía quemarme la piel. Quise encontrar un hueco; cerca, en la pared de aquel solar, había una vieja caseta de perro abandonada, allí me metí. ¿Hubo alguna vez algún perro? Desde ese escondrijo observaba la silla vacía. La presencia que me cobijaba había desaparecido.

Se hizo de noche y la silla seguía vacía. ¿Qué era aquello que estaba ocurriendo? ¿Por qué Ella había desparecido? ¿Quiénes eran todos aquellos seres? Nunca antes me había encontrado tan desamparado. Sentía frío y hambre. Estaba casi extenuado. La necesitaba. Y por eso, solo por eso, salí de mi escondrijo y, husmeando el suelo, seguí su rastro. La casa estaba a oscuras. Entré sin hacer ningún ruido. Había varias estancias donde yo nunca había entrado. Cuando Ella se levantaba unos momentos, yo aguardaba detrás de la silla hasta que volvía, pero esta vez no había vuelto. Tenía que encontrarla. Sin Ella no podía sobrevivir mucho más tiempo.

En una de aquellas oscuras habitaciones había una cama grande, muy grande, casi deforme, que ocupaba el espacio como una gran masa planetaria. Olía a Ella. Despacio, sigiloso, me acerqué; las sábanas caían hacía el suelo lánguidamente, como la lengua salida de la boca de un ahorcado. Cogido a ellas, escalé como pude hasta la parte de arriba, donde dos cuerpos yacían desnudos. Uno de aquellos cuerpos era el de Ella. El otro era uno de los visitantes, un ser desconocido.

Me acurruqué entre sus cuerpos, buscaba su calor, lo necesitaba para recuperar algo de vitalidad. Aquel visitante respiraba profundamente y sobre su boca acoplé la mía, y comencé a absorber: me cedió toda la energía de su cuerpo. Entonces Ella despertó. Me miró. Yo, asustado, retrocedí, me escondí debajo de aquella cama. Durante unos minutos zarandeó fuertemente al visitante. Pero aquel ser intruso no despertaba, y Ella se levantó apesadumbrada. Yo no podía mirarla y me escondía bajo la cama para que su penetrante mirada no me traspasara. Sus piernas desnudas se movían con ligereza por la habitación; con una fuerza descomunal arrastró el cuerpo del visitante hasta el patio; yo la seguía, siempre a su alrededor, bajo sus piernas, alrededor de ellas, feliz, comencé de nuevo a juguetear, con mi vitalidad recuperada. La silla permanecía en su sitio, clavada en el centro de aquella estrella dibujada en la arena. A unos metros de distancia, una zanja, cerca del huerto, donde Ella cavaba incansablemente. En ese agujero enterró el cuerpo del difunto.

Yo, escondido de nuevo tras la silla, la esperé. Volvió enseguida y, como siempre, los visitantes comenzaron a pasar en peregrinación. Sus extraños idiomas, carentes de todo sentido para mí, parecían obtener respuesta de Ella: le tendían la mano, Ella la cogía entre las suyas, miraba largamente y pronunciaba palabras que producían efectos extraños en sus semblantes o modificaban sus gestos.

La rutina se impuso de nuevo, me tranquilizó verla de nuevo en su silla, en el patio, donde siempre había estado. Yo, agazapado en su regazo, recibía sus caricias, pero mirarla a los ojos, eso nunca pude hacerlo.

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La Silla

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