5 noviembre, 2024
Chuck Palahniuk Elena Beatriz Viterbo

Queremos que disfrutéis de una autora realmente brillante, atrevida, cáustica y capaz de levantar los ánimos del lector o dejarlo perplejo en tan solo unos minutos. Esta será la primera de una larga serie de entradas que, con el beneplácito de Elena Beatriz Viterbo, os iremos brindando para vuestro disfrute.

Y ahora… ¡que comience La cena!

LA CENA

En homenaje a Chuck Palahniuk

Elena Beatriz Viterbo

Todos los días tomo el tren para ir a la terapia. A veces, en mitad del trayecto, a mi pequeño le entra hambre y se pone a berrear como un energúmeno. Entonces, para callarlo, no me queda más remedio que sacarme el pecho. Al principio me daba vergüenza, porque se me han puesto enormes: puras fuentes de leche imparable y espesa. Pero ya no siento vergüenza, prefiero eso a oírlo chillar. 

Hace días que no duermo casi y mis tobillos están hinchados. Demasiadas horas meciéndolo de un lado a otro de la casa intentando acallarlo. Llora, llora siempre y lo hace muy fuerte, llora todo el tiempo, constantemente, y a veces su llanto enloquecido parece el chillido de un cerdo cuando lo abren en canal. A las tres de la madrugada su llanto compite con las sirenas de la policía, o de las ambulancias. A las seis con el rugido del camión de la basura. A las ocho con el pitido de las fábricas. A las nueve con el de los colegios.

Por eso cuando llora le meto el pezón en la boca, para que se calme, y como nunca deja de llorar mi leche se regenera todo el tiempo y siempre tengo más y más y mis pechos a veces parecen próximos a reventar.

La verdad es que le tengo miedo. Me produce escalofríos la manera fija y directa que tiene de observarme mientras mama. Incluso juraría que a veces deja correr la leche, la deja derramar por la comisura, de manera provocativa. Pero en la terapia dicen que son imaginaciones mías, que todo se debe a la extenuación que siento. Solo es un chiquillo. Un cachorro glotón.

En el tren a veces me adormezco. Es por el vaivén. Siento como si me hubiese caído al mar y la marea me succionase dulcemente mar adentro. Pero no me puedo abandonar, mi hijo podría caer al suelo. El otro día un borracho se acariciaba observándome. Estaba despatarrado frente a mí y vi cómo introducía la mano por debajo de su abrigo sin dejar de mirarme el pecho. No creo que se estuviese masturbando, porque el vagón estaba muy concurrido, pero sí que se manoseaba por encima de la ropa. Yo lo miré con total desaprobación, porque me pareció un insulto, pero no dije nada. 

En cambio el tipo con gorro de lana que iba sentado a mi lado sí le reprendió con severidad. Le dijo que era un pervertido asqueroso, que si acaso le parecía que dar de mamar a un crío era algo excitante. El borracho le dijo que sí, que lo era y mucho. Aquel mirón estaba pasado de rosca. Farfulló también que dónde se suponía que debía poner los ojos teniendo delante esas enormes tetas llenas de leche blanca, como grandes botijos, que parecía que iban a reventar, que se le ponía la polla como un piedra solo de pensar en enterrar la nariz entre ellas y le preguntó al tipo del gorro que si acaso a él no le se ponía dura, y que si no le sucedía eso es que era un marica de mierda. El tipo del gorro le dijo que sí, que era un marica de mierda, que cómo lo había adivinado, que si acaso lo había adivinado porque él se comportaba de manera civilizada y no como un onanista asqueroso y cabrón.

Yo le supliqué a mi defensor que parase, por favor, que no quería líos, no fuera a ser que el borracho se bajase en mi estación y me siguiese, que me daba miedo, que ya me habían asaltado una vez por la noche y que no quería que sucediese más, que ya tenía bastantes problemas. Cuando el borracho se apeó le conté a mi salvador que iba a una terapia para perderle el miedo al niño, me contestó que él también iba a terapia, que todo el mundo iba, que incluso algunos lo hacían solo porque se sentían perdidos y necesitaban llorar en el hombro de alguien, llorar, llorar para poder dormir luego, vacíos ya de todo. El tipo añadió que la gente que no llora no consigue dormir bien. Me llamo Chuck Phalaniuk, dijo después, cuando nos bajamos del tren. Me parece que no me ha reconocido, añadió sonriendo. Encogiéndome de hombros le contesté que por qué debía reconocerlo, qué quién era y qué había hecho de importante. Soy escritor, añadió. ¡Ah!, respondí. No tengo tiempo para leer, añadí. Pero le di las gracias de nuevo y me despedí porque llegaba tarde a la terapia.

En la reunión conté que en el tren un borracho me había utilizado para toquetearse y que Chuck Phalaniuk me había sacado del problema. Casi todos admitieron conocerlo, algunos habían leído sus novelas y otros habían visto esa película de culto titulada “El club de la lucha”. Alguien confesó que había sentido arcadas leyendo “Tripas”. Es homosexual pero muy buen tipo, aclaró otro, como si por ser una cosa no pudiera ser la otra. A su padre lo mató un ex presidiario, explicó una mujer que se declaró seguidora de su obra. El tipo cumplía condena por abuso a menores y cuando salió de la trena y supo que su chica andaba con el padre del tal Phalaniuk lo buscó, los encontró juntos y les pegó un tiro. Luego los arrastró hasta la cabaña de ella y allí le prendió fuego con ellos dentro.

Una semana después coincidí de nuevo con mi salvador. Llevaba el mismo gorrito rojo ladeado. Leía unos folios. Hola, le dije tomando asiento a su lado. ¡Hola!, me contestó con una sonrisa. ¿Qué lee?, pregunté. ¡Oh! Estoy con un guion, resulta que quieren adaptar un relato mío al cine, explicó. ¿Cuál? ¿No será ese de las tripas?, pregunté componiendo un gesto de asco. Justo ese, contestó riendo divertido. Me han dicho que es repugnante y que la gente cae como moscas al leerlo, permítame que se lo diga, confesé a riesgo de perder su simpatía. Pero él rompió a reír a carcajadas y me preguntó qué tal me salía el cordero. Me sale realmente sabroso, contesté asombrada, sin saber a qué venía su pregunta. Ya sé que es muy atrevido por mi parte y que no nos conocemos casi, pero si me invita a cenar le leeré ese relato y así podrá juzgar por usted misma. Si no vomita, otro día la invito a cenar en algún restaurante coqueto, ¿qué le parece? Ya oyó al borracho: soy inofensivo para las mujeres, dijo él sonriendo. No me mire con esa cara. Soy un cazador de lectores. Y de historias.
Acepté el reto. Compartir la cena con un ser humano mayor de edad y que no quisiera devorarme a través de mis pezones parecía algo agradable.

Son las seis en punto. Ojalá me hubiera arrepentido.

La casa está hecha un puro desastre. También yo tengo mal aspecto. Mi hijo no ha parado de llorar en toda la noche. Entra y veo que lleva una botella de vino dentro de una bolsa de papel y otra más que deja sobre la mesa. No has podido cocinar, ¿verdad?, pregunta mirando el paño africano de colores que llevo anudado a la espalda imitando al que utilizan esas madres negras que recogen los campos de algodón, mientras cantan las canciones de los negros. A ellas parece funcionarles, digo, yo he intentado cocinar pero el pezón resbalaba de su boca y cuando esto sucedía él chillaba cada vez más fuerte. Como lo sospeché he traído comida, dice recogiendo la ropa que hay tirada por el suelo. Necesitas comer algo, añade.
El rosbif estaba muy bueno, pero no he podido acabarlo. El vino, en cambio, ha calentado mis huesos, pero intuyo que aumentará el flujo de leche. Los pechos me arden y creo que tengo un poco de fiebre. Mi invitado retira los platos de la mesa, los lava y se sienta frente a mí, frente a nosotros, con su libro. Se ajusta las gafas, tose, me sonríe y mirándome por encima de los lentes me recuerda el trato: “si no vomitas te invito a cenar fuera, en un buen restaurante”.

Pero antes de que comience a leer le pregunto: ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no estás en una de esas cenas con otros escritores dónde habláis de lo que cuesta parir un relato mientras tomáis bourbon y mordisqueáis de manera desganada pero elegante diminutos canapés de caviar? Yo no soy nadie, no existo casi. Estoy donde quiero estar. Calla y escucha. “Inhala”, dice. “Inhala. Coge tanto aire como puedas. Esta historia debería durar aproximadamente lo que puedas aguantar tu respiración, y entonces solo un poco más. Así que escucha tan rápido como puedas. Un amigo mío, cuando tenía trece años oyó hablar de “hacerse estacas” Es cuando un tío se mete un consolador por el culo…”

Lee de manera pausada y su voz es acariciadora, aunque las imágenes son perturbadoras. De pronto mi hijo deja de mamar, se relame la boquita y gira, bruscamente, la cabeza hacía él.

“Se estimula la glándula de la próstata lo suficiente, y dicen que puedes tener orgasmos explosivos sin usar las manos”.

A mitad del relato un escalofrío me recorre la espalda y sufro una arcada. Mi hijo observa al lector con ojos conciliadores, absorto, juraría que en un estado placentero. Casi adivino una leve sonrisa en su boquita de vampiro. La leche mana de mis pechos hacia la cintura empapando mi ropa. Nadie la bebe. Ya nadie ordeña a la vaca. Trago saliva para ahuyentar el vómito que viene a la boca.

“Me vuelvo y miro atrás…. pero no tiene sentido. Una gruesa cuerda, como una serpiente, azul clara, trenzada con venas, ha salido del desagüe de la piscina y esta enganchada a mi culo”.

El vómito llega, pero solo es una pequeña regurgitación y me la trago, porque no quiero ser descortés. Mi hijo se está durmiendo, se abandona dulcemente como si estuviese en las aguas templadas de esa piscina llena de perlas de semen. Como si esa serpiente azul clara, trenzada y brillante, fuese un columpio. Arriba, abajo, arriba, abajo. Y encima, en el cielo, hay un ramillete de nubes de algodón blancas y esponjosas. Lo miro mientras bosteza, abriendo mucho esa gruta hasta ayer huera de dientes. Suspira y con la manita me busca el pezón, y cuando lo encuentra lo retuerce. Pareciera casi que busca una sintonía. Aprieto los dientes para soportar el dolor. Podría darle un manotazo, pero espantaría el sueño.

“No es una serpiente. Es mi intestino delgado. Mi colon sacado fuera de mí. Lo que los doctores llaman ¿PROLEPSIA? Son mis tripas sorbidas por el desagüe”.

Mi hijo duerme por fin y su respiración sincopada suena tranquila y me llega su aliento como esa brisa fresca que entra por la ventana una madrugada de primavera. Es reconfortante. También yo bostezo y se me cierran los ojos, y mientras los pies se despegan del suelo a mis oídos llega la historia de un culo ajustado a un desagüe. Como dos bocas acopladas. Un beso apretado entre un desagüe y un culo dilatado, sangrante. De pronto mi cuerpo flota, casi no estoy. Siento unas manos suaves que me cubren los pechos chorreantes de leche tibia, que aún me arden. Esas mismas manos toman el cuerpo de mi hijo y lo colocan en su cuna. Nunca pensé que esa separación fuera posible. Me acurruco dejándome llevar por el vértigo de la caída. Estoy en una piscina de agua caliente y desciendo y desciendo. Mi cabello se mece como la hierba movida por el viento y no sé por qué me viene a la mente una vieja película donde había un coche en el fondo de un lago y dentro del coche había una mujer con las manos atadas al regazo y su pelo se movía como el mío ahora.

En el fondo, cerca del desagüe, veo un hombre con gafas de pasta, sonriéndome. Lleva un gorro que parece un coágulo rojo pegado a la cabeza y unas tijeras de podar en las manos. También lleva una aguja de tejer. Dice que me va a hacer un jersey con la serpiente. Arriba suena el aullido de una ambulancia. Es lastimero, siempre es así. Pero ahora no va acompañado de llanto. De hecho hay un silencio absoluto.

“Si os dijera cómo sabe, nunca jamás, nunca más volveríais a comer calamares”.

Amanece y me incorporo, sobresaltada. ¡Las siete! ¿Cómo he dormido tanto?
Me acerco a la cuna intentando no respirar. Mi pequeño duerme de manera placentera. Succiona en sueños. Ni siquiera me atrevo a cubrirlo por si se despierta y me alejo de puntillas. Sobre la mesa de la cocina hay un libro y sobre él una nota: “Creo que tu hijo se ha convertido en mi fan número uno, lo noté en su mirada atenta y en el modo de relamerse. Te he dejado el libro por si quieres leerle algún párrafo cuando llore. No sé por qué, pero intuyo que ya no tendrás más problemas de sueño.”

De pronto se me ocurre que tal vez algún día forme parte de un relato extraño, escrito por este hombre amable. Un cuento impactante, que alguien leerá intentando controlar la arcada. O algo provocador, escandaloso. Puede que tenga otro nombre, y que la historia ocurra en otro lugar u otro tiempo. Puede que nadie llore a mi alrededor, que solo haya calma.

FIN

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