En todas las casas hay un armario olvidado. En él se meten las cosas más inútiles e innecesarias, las prescindibles, las molestas, las viejas y apergaminadas. Y, como nadie se acuerda del armario, del pozo sin fondo donde las excrecencias sobrantes se acumulan, donde los bártulos inservibles se amontonan sin orden, todo aquello queda atrapado, presa del olvido permanente y total.
Como si fuera una condena, lo guardado en el armario del olvido de todas las casas del mundo, desaparece para siempre. Al tiempo, cuando casualmente alguien abre la puerta de aquel lugar, lo oculto, lo olvidado por inútil o sobrante, cae sobre el atrevido o despistado, como una avalancha helada del Perito Moreno.
En una habitación vacía, en la que nadie entraba, se ocultaba el mío. Yo era pequeña y hasta que supe andar, hablar y observar, no reparé en él. Pero, un día cualquiera, mi madre entró conmigo pegada a sus faldas y lo vi.
Era costumbre tenida por mí ir en volandas de aquella cortina de volantes y enaguas que era mamá. Ella parecía ocultarme de algo o de alguien. Pero hasta que no tuve una migaja de razón, no me di cuenta.
Yo no había reparado en aquel armario porque vivía en él. Ella me ocultaba en el armario durante horas y me sacaba a ratos para que en un lugar alto, con mucha luz, me diera un poco el sol.
Dentro, había mucho más de lo que un armario suele contener. Había luz artificial, había una cuna infinitesimal, juguetes y adornos de niña y galletitas saladas para almorzar.
Comencé a hablar con esa mujer que ocultaba su rostro ante mí. Ella me inició en la lectura de un sin fin de historias que me hacían imaginar mundos más allá del armario de ocultar.
Pero, a cada momento, el armario se volvía a cerrar.
Cuando, con cierta edad contaba ya, la mujer que era mi mamá, me dijo:
—Hija, debes saber que en poco tiempo te tendré que llevar a otro lugar. Te haces grande y ya no te puedo ocultar.
—¿Por qué, por qué me ocultas mamá?
—No puedo contestar a eso todavía, es demasiado cruel para una niña. Pero, ¡escucha! ¡atiende!, querida hija mía. Si un día no volviera, el armario se abre así, por detrás. Si eso ocurre, saldrás y correrás. Correrás con todas tus fuerzas sin mirar atrás. En línea recta hasta un río caudaloso y seguirás hasta que te lleve al mar. Allí te espera un barco que te llevará a otro lugar, a un mundo donde serás una persona de verdad.
—¿Por qué no vendrás un día, mamá?
—Porque el mundo de los hombres es un inhóspito lugar, donde mi rostro no puedo enseñar, y tú, hija mía, correrías la misma suerte que tu mamá. Nos llaman las mujeres ocultas, las mujeres sin rostro, las mujeres sin alma…
Un día mi madre ya no volvió. Su presagio se cumplió. Mi destino se cernió sobre mi vida sin ninguna compasión ni piedad.
Tuve que abrir la puerta de atrás y, al salir, vi que un desierto se extendía por todo aquel marchito erial. Corrí y corrí pero río yo no vi, no encontré el mar y, de regreso, hastiada, hambrienta y cansada, un hombre grande y oscuro abrió la puerta del armario olvidado sacándome, complacido.
Hoy, el armario está de nuevo cerrado, y mi hija está allí, ¡esperando!, esperando el día en el que deba salir corriendo para llegar hasta el mar donde un gran barco la llevará a otro lugar. ¡Ojalá, ojalá exista el río para ella, el mar y ese barco que la lleve a un nuevo lugar!
Querida lectora: eso no ocurrirá, no sueñes con dar, con esperar, con prometer a las demás lo que jamás a ti misma te pudiste procurar.