ÁGUEDA
Cuando Águeda llegó, atravesando las empinadas y soberbias montañas que esconden el Valle del Incapur, hasta el pequeño y ruinoso pueblo sin nombre, nada le hacía sospechar lo que su vida común de mortal iba a cambiar. Lo primero que percibió como singularidad de aquel extraño y rocambolesco lugar fueron sus bosques negros. No sabía, hasta que su mirada lo pudo certificar, que existieran plantas negras, árboles brunos, arbustos y sus hierbas de compañía, tiznadas de azabache.
—¡Vaya! —suspiró cuando, parada a la entrada de aquel extraño lugar, se le ofreció una visión panorámica tan poco creíble para cualquier persona normal.
Detenida, subida en su burro, en el filo del fin del mundo conocido, observó durante unos minutos aquel sistema de montañas amenazantes como dientes de una boca gigante. El aire frío del otoño silbaba una canción en sus oídos, aguda a veces, cual voces, y a veces como gruñidos. El viento atravesaba las montañas que rodean el Valle del Incapur como queriendo salir despavorido de allí.
El Valle, hundido como las fauces de una gigantesca boca monstruosa, era tan profundo que los caminos finos, muy finos, muy delgados, que ella midió en dos zancadas de ancho, de tierra rojiza, que serpenteaban como culebrillas las montañas eran casi imposibles de seguir sin sentir un feroz mareo. Precipicios a derecha, a veces a izquierda, mientras Águeda sobre su burro se mecía, se bamboleaba, se estremecía porque parecía que se caía y su pobre montura a veces paraba, miraba y gemía, no rebuznaba el pobre animal, solo se lamentaba aterrado y por momentos paralizado.
Águeda creía que jamás llegaría al pueblo de su tía. No comprendía a su padre, no pensaba que enviándola al Valle, la librara de un destino sojuzgado. Y por este motivo, por este razonamiento sin miedos, infantil, que no sabe ver las consecuencias de los actos antes de ser, a Águeda se le antojó todo verdaderamente extraño y no comprendió, hasta mucho después, por qué su padre la enviaba con su tía a vivir a aquel rincón muerto del mundo de los hombres, olvidado por Dios.
Algo que ella no entendía, algo que su familia seguramente desde muchas generaciones escondía, la obligaba a ella, ahora, a viajar hasta el lugar donde nadie en aquel condado quería ni tan siquiera mentar.
Los del Valle son personas raras, son gentes que viven de la minería, del cobre. El cobre lo extraen de las montañas pero las montañas del Valle no están conformes. Eso suele decirse de este lugar. La gente lucha contra las inclemencias, la dureza del terreno y contra los gigantes. Las montañas que rodean el Valle del Incapur son montañas vivas. Alguien pensó una vez que las montañas se vengarían por la minería, por esa forma brutal de desgarrar sus entrañas. Y, por lo que se les vino después encima, algo de esto pudo ser.
Pero Águeda tan solo contaba con 13 años de existencia en un mundo donde a esa edad las mujeres ya parían. Pensó que su padre no quería que su hija viviera aferrada a las convenciones de la sociedad. Ella era muy inteligente, conocía las estrellas y sabía predecir con las cartas el futuro de los hombres. ¡No podía casarla con un cualquiera! El Valle la salvaría, no tendría que casarla, viviría con la vieja tía, su hermana mayor, al menos hasta que fuera adulta. Su padre la quería.
Águeda estudiaría la vieja brujería de la tía. El don ya lo tenía, se mostraba a veces, cuando miraba a la gente y adivinaba lo que les sucedería. Águeda lo veía como una capacidad natural que en nada se parecía a hechizos, magias o brujería, pero el padre ya sabía que en la familia ese don se transmitía.
Águeda viajaba sola, sola desde hacía unas horas. Su padre la acompañó acercándose hasta la entrada del Valle, pero no siguió. Sus hermanos menores no podían quedar desamparados, debía volver a su hogar. A Águeda la acompañaban una carta manuscrita para la tía y su burro Jacinto.
Tía Olga se acercó a vivir al Valle del Incapur hace años, cuando era jovencita y la soledad de ser distinta la asolaba, la deprimía. Supo que allí los habitantes ya eran raros de por sí, que tenían costumbres distintas, que nadie la vería como un ser extraño porque para raros, raros, ya estaban ellos. Y allí se quedó y, que se sepa, jamás salió.
Ahora ella, sus pasos seguía, y cuando la noche se cernía sobre la muchacha y su querido jumento, sorpresivamente, llegó al pueblo. ¡Pero estaba vacío!
El horror estremeció su corazón. Las calles eran negras y una espesa niebla que se mascaba y se pegaba al paladar, con gusto y olor a alcanfor, o a algo raro, y peor, que hacía que Águeda tuviera que cerrar sus ojos porque le empezaban a picar a rabiar, se cernió sobre ella y Jacinto.
En el centro desolado del pueblo sin nombre se quedó parada, montada sobre su burro, callada, asustada, y estremecida por el miedo que, poco a poco, se estaba convirtiendo en terror, en horror.
—¿Desde cuándo no llega hasta aquí el sol? —se preguntó a sí misma, en un silbido de voz, que solo tenía la intención de ser escuchado por el paralizado asno.
Nadie escuchaba, o eso le pareció, pero su querido Jacinto no se movió porque todo su cuerpo, comenzando un proceso extraño de petrificación quedó como estatua marmórea y fría, con Águeda sobre él subida.
La niña bajó, cogió la cabeza del borrico querido y le habló, le gritó, sollozó. Berreaba sin importarse de nada o de nadie, llamó a su Jacinto, a su fiel amigo de correrías. Le golpeó para ver si reaccionaba. Los ojos le brillaban, ¡estaba vivo!, pero ahora era estatua. Alguna hechicería malvada este daño le causaba, y Águeda se volvió hacia el pueblo realmente enfadada.
—¡Soy la sobrina de Olga! ¿Por qué le hacéis esto a mi burro? ¡Soy la sobrina de Olgaaa! —sola, gritaba una y otra vez estas palabras, rodeada de niebla, sin ver nada.
Se acordó de la carta, la sacó ya aterrorizada, pues nadie le hablaba. Quizá aquel pueblo no estaba habitado, quizá su padre se equivocaba. Quizá su tía nunca pisó estas tierras o quizá murió como ella, sola, rodeada de la espesa y pesada niebla que, ahora, a ella la rodeaba.
Andó unos metros, marchita, cansada y en la imagen que se dibujaba a sus espaldas se veía un burro y miles de sombras paralizadas, que Águeda no pudo contemplar.
Las casas oscuras y rojas como la tierra roja eran pocas y desgastadas, pero parecía que estaban deshabitadas.
—¿Hay alguien aquí? —gritó, cansada de no tener respuesta, de no sentir nada, solo vacío, niebla y frío.
En su mano derecha la carta, en su mano izquierda una pequeña daga, un regalo de su padre para que se defendiera en caso de que alguien la amenazara.
De repente, una mujer joven, se acercó por la calle principal. Salió de la niebla, la espesura velaba su visión y no dejaba que Águeda pudiera ver bien a la figura que se acercaba.
—¡Hola, soy Águeda! —dijo, en un susurro audible— ¿Quién eres tú? ¿Eres de aquí? ¿Conoces a Olga? —la inquietud hizo que preguntara y preguntara a la mujer que se le acercaba, y que parecía tener su misma edad.
Al llegar a su encuentro, la joven, morena y de rasgos visiblemente parecidos a los suyos propios, le contestó:
—¿Quién eres? ¿Cuándo has llegado? ¿Por qué me buscas? ¿Vienes a ayudarme a salir de aquí? —con ojos implorantes la interrogó aquella dama.
—¿Olga? ¿Tú? —dijo Águeda exaltada— ¡No entiendo nada! Soy tu sobrina, la hija de tu hermano, pero no puede ser que seas una joven descarriada… ¿Qué pasa en este lugar?
Entonces Olga, mirándola a la cara, le dijo:
—Lo que pasa es que este lugar no es un lugar en el mundo. Aquí se entra pero nunca se sale, y tampoco vives con los lugareños. No sé cuánto tiempo llevo vagando, intentando buscar la salida. ¿Me ayudas?
—Sí, claro. Pero, ¿cómo es que sigues siendo una niña? Mi padre dice que llevas más de treinta años en el pueblo, que nunca has salido de aquí, ¿cómo es esto posible? Deberías ser una mujer madura, ¿me vas a explicar qué pasa aquí? —le contestó Águeda, sin esperanza de nada.
—Vine a vivir, pero ya no sé cuándo. Llegué y la niebla me absorbió. No sé cómo salir. Vago por este lugar, conozco sus calles, conozco cada uno de los rincones del bosque, las grutas de la montaña, el río y sus aguas. Hay más como yo. ¡Míralos, ahí detrás están!
Águeda se volvió. Entre la niebla, una gran cantidad de sombras vagaban, azarosas o quizá con rumbo. En círculos y en línea recta. Todas buscaban salida. Todas estaban perdidas.
—¿Qué es este lugar? ¿Cómo mi padre me ha enviado aquí? ¡Mira, esta es su carta!
—También me envió a mí.
Olga leyó la carta, en voz alta.
Querida Olga:
Águeda es como tú, una bruja. La envío para que te haga compañía y quitarme así una carga, además, de otra manera aquí la lincharían y quemarían, mejor así, que viva con su tía.
Explícale tú, si es que puedes hacerlo.
Con amor, J. B.
Águeda entonces lo supo, este lugar no era un lugar. Su padre la había traicionado, abandonado, asesinado.
El cuerpo sin vida de Águeda era en esos mismos instantes velado en su funeral, en casa de su padre. Todos lloraban su prematura muerte. Menos su padre, que la miraba serio y quizá satisfecho. Nadie sabía qué pensar sobre aquello.
Fue enterrada junto a Olga, la tía, que murió a la misma hora, el mísmo día, treinta años atrás.
Jacinto, pastaba plácidamente afuera de la casa, sin pensar más que en las cosas que piensa un burro.