ÁGUEDA

 

 

Cuando Águeda llegó, atravesando las empinadas y soberbias montañas que esconden el Valle del Incapur, hasta el pequeño y ruinoso pueblo sin nombre, nada le hacía sospechar lo que su vida común de mortal iba a cambiar. Lo primero que percibió como singularidad de aquel extraño y rocambolesco lugar fueron sus bosques negros. No sabía, hasta que su mirada lo pudo certificar, que existieran plantas negras, árboles brunos, arbustos y sus hierbas de compañía, tiznadas de azabache.

—¡Vaya! —suspiró cuando, parada a la entrada de aquel extraño lugar, se le ofreció una visión panorámica tan poco creíble para cualquier persona normal.