Aunque llavaba desde los doce años escribiendo ocasionalmente una gran e inacabada novela de aventuras de espadachines en una especie de mundo medieval, mezcla inexacta de la cultura de Japón y China, no fue hasta los dieciséis o diecisiete años que me dio por escribir esta historia. Tras Incidente, un relato de ciencia ficción que empecé después pero que terminé mucho antes, esta historia ha sido la segunda que he concluido.
En ella pueden verse reflejados algunos aspectos que luego se repetirían en muchos otros de mis relatos, pero de una manera mucho más diluida, mejor camuflada con la historia y el contexto de cada uno. Entre ellos, el más representativo, mi visión misantrópica, fundamentada en la complicación implícita, inútil y exasperante de la idiosincrasia humana. Este enfoque, acompañado de un instinto autodestructivo que logro contener a duras penas con mayor o menor esfuerzo según el momento, define la necesidad de la existencia de la mayor parte de lo que he creado.
No hay mucho más que decir que no sea cuanto cada lector sea capaz de extraer de la lectura de este relato por epidosios. ¡Esperamos que sepáis disfrutarlo, pulperos!
Dedicado a la madre que me parió
Y ahora, que comience la función…
Índice
I – Revelación
—Porque yo siempre he sido una buena persona, ¿sabe? —le dije entre sollozos—. Pero no pude soportarlo, ¿entiende?
El hombre, el cobrador del frac, estaba sentado en una vieja silla de madera. Le había atado las piernas a las patas de la silla y las manos a los desvencijados reposabrazos de madera. No estaba amordazado, podía gritar, pero estábamos en el almacén de mi panadería; le puse allí tras dejarle inconsciente y cerrar la puerta colgando el cartelito de “cerrado”.
Tenía la llave inglesa, nueva y plateada, ensangrentada, en mi mano derecha. La misma que le dejó inconsciente. La que le saltó varios dientes con cinco golpes. El pobre hombre (no podía dejar de sentir lástima por él) tenía el rostro salpicado de sangre que le salía de la boca y la nariz, y miraba el instrumento en mi mano con frenéticos ojos desorbitados.
—Pog favog —sus lágrimas se mezclaban con la sangre. El efecto era bonito—. No me haga mag daño. Déjeme ig. No volvegue, ge lo pjometo.
Su voz resultaba desesperada, patética. Eso activó algo en mí. Le sacudí un golpe más, a la altura de la barbilla, pero el tipo intentó cubrirse bajando la cabeza y la llave le alcanzó en la sien. Un aullido de dolor, un grito terrible. Eso me aplacó. Yo no era capaz de recrearme en el sufrimiento de los demás. Sus gritos me partían el alma, pero no soportaba que, en situaciones como esta, las personas se vendieran a la angustia y la desesperación.
—Jeñog godguíguez , pog favog , pog favog , pog favog…
—¡Cállese! —le grité. Estaba enfadado conmigo mismo, o con todo el mundo, en ese momento no lo tenía muy claro; tampoco importaba—. Me va a escuchar. Me escuchará y puede que le deje marchar.
—Ejtá bien, ejtá bien… —pero seguía llorando. Estaba asustado y muy sorprendido. Yo también lloraba. Era un gimoteo tranquilo en contraste con el suyo, y era evidente que eso lo asustaba aun más.
Yo no le hubiera hecho daño, pero cuando se despertó atado al silla y me miró, viéndome sentado en el suelo, con la espalda contra la pared, la llave inglesa en una mano y un bollo preñado a medio comer en la otra, se acojonó y empezó a gritar como un poseso. Le golpeé para que se tranquilizara. Yo solo quería que me escuchara… Él sería testigo de la revelación que me sobrevino en los últimos días. El tipo, en cambio, tenía otras preocupaciones: quería salir de allí a toda costa.
El desgraciado llegó a mi panadería, poco antes de mi hora habitual de cerrar. Dijo de parte de quién venía, y le dejé inconsciente mientras se volvía levemente para abrir su maletín.Vino de fuera, del mundo que yo despreciaba. Yo no tenía amigos, ya no se podía decir que tuviera padres, tampoco esposa, ni hijos; el resto de mis familiares eran dignos de fusilar, gente despreciable. Sabía cómo era la gente, por lo que no trataba con nadie excepto los propios clientes. Por eso, cuando vi al tipejo en cuestión, que se dedicaba a algo tan indigno como presionar a las personas para que paguen a otras, me dije: “éste es un buen ejemplar, éste merece tanto como muchos otros oír esto.”
II – Estigmas
—Como le venía diciendo, yo siempre he respetado a todo el mundo —hablaba muy rápido, de manera nerviosa—. Yo no recibía el mismo trato. Mi aspecto débil, frágil, y mi carácter tímido y nervioso hacían que todo el mundo, sobre todo de adolescente, se metiera con mi forma de pensar, mis gustos, mi manera de vestir e incluso de moverme… Cuando dejé la escuela pensé: “vaya, ahora me espera el mundo de los adultos. No más frustraciones. No más humillaciones. Por fin seré tratado como un igual”. Eso era lo único que quería, me sigue, ¿no?
Pero no me seguía. Era evidente que no escuchaba. Podía hacerme una idea de lo que pensaba en este momento: “¿por qué a mí? ¿por qué yo?” Me daba asco; ese era el tipo de persona capaz de mirarme por encima del hombro. Se creía superior a la gente como yo. “Un pringado que ha abierto una panadería sin obtener éxito alguno. Y ahora, tras gastarse el dinero que pidió prestado al cabrón forrado de su padre, éste nos llama a nosotros para que se lo devuelva de inmediato. Este hombre es un infeliz.”
Pero yo era feliz. Mi panadería funcionaba y a mí me gustaba el trabajo. No estaba holgado de fondos, así que decidí retrasarme un poco en la devolución. Pero mi padre no podía dejar de recordarme cómo había rechazado el negocio familiar y el consiguiente sentimiento de recriminación que acompañaba cualquier trato que con él tuviera. Esto en realidad no me importaba. Sabía de hacía tiempo que era un caso perdido de asqueroso materialista. Seguí con mi discurso.
—Como habrá imaginado, no ocurrió lo que creía. Notaba cómo la gente me miraba con extrañeza y desprecio en los comercios cuando voy de compras, cuando salgo solo a tomar algo o al cine… La gente se ríe de mi porque limpio el portal de mi edificio, como cualquiera de mis vecinas, o me miran de manera recriminatoria si me digno a hablar en la calle con los gitanos del barrio. Yo no veo razones para que la humanidad haga distinciones entre personas por su dinero o las costumbres.
“Sin embargo hay más cosas, muchas más, tan pequeñas, pero tan numerosas, que me hacen la vida imposible. Me da miedo salir a la calle y sentir todo ese desprecio de las personas, no sólo hacia a mí, también entre ellos o hacia sí mismos: creen que tienen derecho a pensar cómo debería ser uno porque gastan ropa de marca o porque se creen personas dignas, o al menos más que otras, ya sea por dinero o convicciones políticas. Tiene esta gente la abstracta idea, además de insidiosa, de que se debe vivir de consumo y propiedad. A todo lo demás que le den por culo.
El delirante sermón había salido de mí como una rápida y desestructurada verborrea. El tipo sólo me miraba con fugaces miradas, algo más intensas cuando me acercaba a él de improviso durante los ademanes de mi monólogo, temiendo que me liara a palos con él.
—Bien. A raíz de este conjunto de ansiedades y decepciones soportadas a lo largo de la vida me he planteado el suicidio. Pero he encontrado una satisfactoria alternativa. Le daré a la gente una pequeña lección. Mañana viernes a las seis de la tarde, entraré en el centro comercial del centro de la ciudad con un FN T-BOLT, un rifle fabricado en Bélgica de cinco tiros, cortesía de un buen cliente, que cree que iré de caza este fin de semana. Una vez allí emprenderé la aniquilación de todo ser humano que se me cruce.
III – Redención
—Muy bien. Ahora le dejaré marchar. Tiene la oportunidad de redimirse, de hacer algo realmente bueno por alguien, de una manera que no volverá a estar a su alcance. Tengo muy claro que lo que voy a hacer mañana está muy mal. No le culparé si le cuenta a todo el mundo lo que ocurrirá mañana. Adelante, puede irse.
Mientras le hablaba le había ido desatando. Una vez libre, sacó un pañuelo de algodón, se lo puso en la cara y se fue. Confiaba, lógicamente, en que le contara todo esto a alguien; me detendrían y no haría daño ninguno. Una pequeña parte de mí no quería matar a nadie pero, si nada lo impedía, ocurriría.
IV – Juicio Final
Me levanté a la mañana siguiente muy nervioso, me vestí para ir a atender la panadería y antes de salir revisé el equipamiento para “lo de la tarde”.
Tenía preparado el T-BOLT que pedí prestado cargado hasta la recámara: cinco balas, listo para disparar. Pensaba vestir, además, un cinturón de municiones con otros veintiocho proyectiles. Lo que no le dije al pobre cobrador del frac era que llevaría colgada a la espalda una bella katana, marca MARU-TO, parte de mi colección de fetiches japoneses, que había afilado cuidadosamente. Si alguien pensaba detenerme tendría que matarme, no me detendría por falta de munición. La carnicería continuaría hasta sus últimas consecuencias.
La mañana pasó rápidamente, y fue bastante productiva. Aquella tarde no abriría, y probablemente nunca más lo haría. La tarde anterior, tras lo del triste cobrador del frac, esperaba que llegara la policía con órdenes de detenerme o algo. Me parecía increíble que aquel hombre no le hubiera dicho nada a nadie; alguien le tenía que preguntar por los golpes de la cara. El hecho de no estar ya en una celda me daba sensación de surrealismo, hasta el punto de hacerme preguntar si lo del día anterior había ocurrido realmente, si de verdad me había atrevido a hacerlo. A la cabeza me venía sin querer la imagen del tipejo huyendo a toda prisa de la ciudad, una viñeta cómica en la que se le vería corriendo, con grandes volutas de humo saliendo de sus pies borrosos y sin mirar atrás. Estaba convencido de que eso había ocurrido, y me cabreaba tanto que no hacía sino reafirmarme con feroz seguridad en mi propósito.
Las cinco y media. A las seis o seis y cuarto ya estaría en el centro comercial. Llevaba el rifle y la espada en una enorme bolsa de viaje. La gente me miraba como si supiera lo que iba a hacer, pero era consciente de que no era así, sino que era una sensación paranoica arraigada en el origen de mi locura.
Era consciente de que estaba loco, nadie hace cosas como estas por sentirse un poco mal respecto al mundo. Podía ser que mi visión del mundo y de mi vida no fuera más que una pesimista y distorsionada percepción síntoma de alguna disfunción cerebral. Seguramente esto era así, pero, con el convencimiento y arrojo de un loco, caminaba veloz por las calles del barrio marginal que separaba mi propio barrio del centro comercial.
Las seis menos cuarto y vi a un grupito de chavales hacia el que caminaba. Eran todos blancos, lo cual ya era raro en ese barrio. Más de cerca me dí cuenta de que todos llevaban las cabezas rapadas. Seguramente planeaban alguna putadilla para los gitanos que por allí vivían, pero al pasar al lado de ellos, uno, el más grande, se separó y avanzó hasta alcanzarme.
—Oye, tío, no tendrás cinco euros… —me escupió con voz grave y cascada, bloqueándome el paso. Sus compañeros rompieron a reír a carcajadas al oírle decir esto.
—No, no tengo —dije con aguda y temblorosa vocecita producida por la tensión, que él debió confundir con miedo, porque puso su mano sobre mi pecho, impidiéndome seguir mi camino, y dijo:
—Sí, sí tienes.
—Te digo que no tengo —repliqué con impaciencia.
—Si tienes o te los saco a hostias —respondió sonriendo con cara de hijoputa.
Eché mano al bolsillo; el chaval dio un paso atrás para que yo pudiera sacar “su” dinero, dando a entender que se acababa toda amenaza, creo. Sentí el frío metal, lo agarré fuerte, con una rabia que nunca me había atrevido a manifestar, imperceptible al ojo humano pero siempre ardiendo, y tiré de él dejando ver el resto. El cabeza rapada tuvo tiempo de poner, durante un momento, cara de circunstancia y le alcancé en la boca con mi últimamente tan solicitada llave inglesa. Él hizo un ruido que me pareció más bien el graznido de una urraca mientras caía a plomo de costado.
Sus amigos echaron a correr en distintas direcciones. Miré alrededor de manera automática para asegurarme de que estábamos realmente solos, aunque en realidad me daba igual. El chico empezó a arrastrarse en un vano intento de huir mientras gemía algo ininteligible. Yo me acerqué a él y le sacudí varios golpes en la cabeza a la vez que le soltaba
—¿Quieres cinco euros, los quieres?
con los dientes apretados, silbando las palabras, escupiendo saliva de forma involuntaria debido a la brutal descarga de furia, hasta que oí un chasquido húmedo.
Entonces paré, recuperé la visión y miré con asombro primero, luego aterrada fascinación, el cráneo destrozado, del que se veía emerger algo que no reconocí y, supuse, era parte del cerebro.
No me regodeé en su muerte más de lo que lo hubiera hecho si hubiera sido cualquier otra persona, a pesar de mi profundo desprecio por las ideas fascistas; yo siempre había considerado a los jóvenes como aquél unas personas que querían “formar parte de algo”, encontrar amigos de forma desesperada por ser ellos poco sociables o que simplemente se unían por aburrimiento. Con esto pretendo explicar que, ya en caso de haberse tratado de un policía nacional o de una ancianita desvalida, podría haber hecho lo mismo, en ese momento me era igual, y así sería en adelante.
Lo había hecho. Había llegado al centro comercial. Como había previsto, estaba lleno a esa hora. La gente se empujaba entre sí para entrar. Un lugar de ocio, de entretenimiento, se supone que es aquello. Pero todo el mundo, ya entrara o saliera, se mostraba aburrido, triste, incluso contrariado.
Dejé la bolsa de viaje en el suelo y saqué de ella el rifle; me lo colgué al hombro derecho, no sin antes hacer lo propio con mi espada y el cinturón de municiones. La gente me miraba con una levísima curiosidad en algún caso y con inerte indiferencia la mayoría. Me sentía como un guerrero de la carretera de un futuro apocalíptico rodeado de zombis balbuceantes e inofensivos.
Treinta metros me separaban de la entrada, nadie me detuvo mientras me acercaba decididamente, nadie pareció preguntarse qué iba a hacer, ninguna de esas languidecentes criaturas parecía alarmarse al verme, tan armado como iba, entrar en su centro comercial; refugio de horas muertas, de consumismo atroz industrializado, seriado y debidamente publicitado; uno de tantos lugares adonde la gente va a simular vivir, y que, ante su misma apatía, o gracias más bien a ella, se convertiría en mausoleo de no pequeño número de defenestrados.
Seguí caminando entre la masa de ruidosa futilidad hasta llegar a la plaza central, con su larga escalera y los acristalados tubos de sus dos ascensores. Al detenerme allí, pensé durante un momento que no podría hacerlo. La gente pasaba rozándome con sus hombros y sus espaldas, su calor y aliento me asfixiaba, pero eso mismo me hacía sentir parte de ellos como nunca. Quizá me engañaba, yo también era así, todos somos así, sería injusto emprenderla con personas que ni me conocían ni sabían de mis desgraciadas reflexiones… En esto pensaba, mirando absorto uno de los ascensores en su lento descender, cuando ocurrió.
Un hombre gordo, alto, de larga melena suelta, vestido con camisa de leñador arremangada, chocó conmigo casi tirándome al suelo. Debía haber sido sin querer, sin duda, pero eso lo desencadenó todo. Desenvainé de un solo movimiento mi katana, avancé los pocos pasos que se había alejado el tipo, y le golpeé entre el cuello y el hombro derecho. El tipo chilló con voz aguda y ahogada, un sonido confuso que fue ensordecido por el estruendo de la gente al gritar horrorizada, aunque a mi me sonó como la ovación del público de un circo romano, a la vez asqueado y maravillado por la matanza.
El exaltado asombro de mis espectadores me dio fuerzas para sacar la hoja de mi espada, que se había hundido pero bien en la carne del gordo, de un fuerte tirón, desparramando la sangre por el suelo. La espalda del gordo estaba abierta hasta la altura de medio pulmón, y por allí salía de todo; parte me salpicó la cara y el resto a los demás mientras el moribundo giraba alocadamente sobre sí mismo para acabar perdiendo el equilibrio y caer de forma aparatosa.
Curiosamente, pude observar, tras limpiarme la sangre de los ojos, que nadie se fijaba en mí, el hombre de la espada ensangrentada, y ni siquiera estaban emprendiendo una huida alocada unos sobre otros matándose mutuamente, como cabía esperar. Qué va. Lo que vi me pareció aún más delirante. Algunos chillaban, otros gritaban a pleno pulmón, otros intentaban decir algo imposible de oír, niños y madres lloraban, personas pálidas como cadáveres dejaban muertas sus mandíbulas, incapaces de articular palabra… Todos tenían una cosa en común: miraban al gordo debatirse entre dolor y miedo; contemplaban sus devaneos en el suelo, donde dibujaba filigranas con sus propios fluidos; presenciaban su lento escurrir hacia el oscuro desfiladero de la muerte, hacia donde resbalaba, sin poder evitarlo, con más bien poca dignidad, y, sí, cada uno reaccionaba a su manera, pero ninguno hacía nada por ayudarle. Nadie llamaba a una ambulancia; no se acercaba al rotundo semi-cadáver algún alma virtuosa que quisiera curarlo o siquiera consolarlo en sus últimos momentos. No me parecía real lo que veía; yo, el artífice, sentía repulsa como pocas veces pueda alguien sentir, y mi ira creció al ver como todos se recreaban en lo que había hecho, como si lo estuvieran viendo por la tele.
Yo quedé en un plano apartado, tras la masa curiosa que se arremolinaba sobre el pobre gordo, a punto de liarme a espadazos con las espaldas que se me ofrecían, cuando una mano sobre mi hombro acompañó a un recio
—Apártense, déjenme ver qué ocurre, joder —de uno de los guardias del centro comercial.
Observé, de manera instintiva, su arma, un calibre treinta y ocho en su pistolera, pero con la mano derecha sobre ella, lista para desenfundar. Me apartó suavemente para poder pasar.
¿Acaso nadie veía que tenía una espada ensangrentada en la mano? Castigué su descuido con un golpe igual al del gordo, un tajo vertical, de arriba a abajo. Esta vez, un brazo derecho cayó al suelo entre un montón de pies. El guardia sangraba como una fuente a presión por su hombro, salpicando a varias personas. No gritó, se detuvo en seco mirando su brazo, pisoteado por aquellos que intentaban apartarse de su lado entre nuevos chillidos de horror, y luego pareció caer desmayado, o muerto, no sabría decirlo.
Por fin parecía que se fijaban en mí, aunque fuera a fuerza de insistir. Todos me miraban espantados echándose de espaldas sobre los que tenían detrás. ¡Qué rostros, qué esperpentos, qué caricaturas de las mismas caras que pretendían aparentar control y seguridad en uno mismo pocos momentos antes! Noté cómo afloraba una pequeña sonrisa en mis labios. No recuerdo la última vez que sonreí, de manera sincera quiero decir, salvo esa, cuando vi caer derrotada toda hipocresía del carácter humano para mostrar, por primera vez en mucho tiempo, algo real, auténtico, que no cabía pensar que fuera falso. Esas personas, que de nada conocía, no me mentían, su miedo era verdadero. ¡Un sentimiento verdadero! Casi no cabía en mí de alegría, podría haber llorado, si hubiera tenido tiempo.
Pero no, enfundé tranquilamente mi espada; la gente gritaba y empujaba. Me descolgué el rifle del hombro, ellos saltaban unos sobre otros, se golpeaban, tiraban de todo lo que pudieran agarrar de quien tuvieran cerca, se usaban unos a otros como escudo. No había prisa, se movían mucho, pero no iban a ninguna parte, casi parecían estar vitoreándome, sacudiéndose a mi alrededor como posesos. Quité el seguro del arma y apunté con calma a uno cualquiera, un hombre joven con gafas.
Un seco petardazo, todo el mundo pareció callarse a la vez durante milisegundos, toda la masa de carne se sacudió en secos movimientos de sobresalto. Los sesos de mi objetivo tuvieron un agujerito nuevo para su ventilación. Sus gafas, atravesadas por mi bala, cayeron al suelo mientras su antiguo dueño era zarandeado unos instantes de un lado a otro por manos temblorosas, hasta que alguien lo empujó hacia delante, aplastando su cuerpo lo que quedaba de los cristales.
V – Juicio Final 2
Un cierto murmullo lloroso se había ido originando mientras el gafitas muerto era zarandeado por sus excongéneres inmediatamente después de la detonación de mi disparo, y creció súbitamente, como si una tormenta que relampaguease en el horizonte se teletransportara de golpe sobre mí. Aquel griterío me contagió su miedo por un momento, debido quizá a esa irracional empatía que se esparce como la pólvora sobre los individuos cercanos a un grupo enervado, y me vi incapaz de continuar presa de ese terror insustancial y sugestionado. Pero no, esa sobrecogedora sensación desapareció al segundo, pero, ¡qué emoción! Ser testigo y partícipe de ese miedo era una vivencia como nunca había tenido; ¡nunca tan vivo me había encontrado!
Demasiadas emociones, demasiado intensas y demasiado diferentes, sobre todo demasiado consecutivas. Debía centrarme y seguir con lo mío. Disfrutar, sí, pero no paralizarme de maravilla. Disparé el resto del cargador, los cuatro tiros que me quedaban, a uno y otro lado, a lo loco, cuidando tan solo de que las heridas fueran mortales. Tiros a la cabeza pretendían ser, pero sólo dos dieron en el blanco, los demás se hundieron entre el gentío vaya uno a saber dónde.
La gente no paraba de moverse intentando pasar sobre los demás, con cada disparo todos habían gritado al unísono, me parecía hasta cómico. Pero mi arma no estaba haciendo el verdadero daño. Se estaban matando ellos solos para salir de allí. Demasiada gente había venido al centro comercial; no tanto como para estorbarse al pasear, pero otra cosa era verles correr por sus vidas. Varias personas estaban tiradas en el suelo y eran pisoteadas sin escrúpulo alguno por sus conciudadanos. Alguna madre, vapuleada a golpes, tirones y empujones, gritaba desesperada mientras su niño era coceado de pies a cabeza, totalmente fuera del alcance de sus manos convertidas en tirantes garras impotentes. Cualquier otro no lo hubiera soportado, observar toda aquella violenta debacle, pero yo había llegado al límite. No era sorpresa para mi verles matarse para sobrevivir. No me estaban decepcionando en mi decepción, nadie socorría a nadie, un “sálvese quien pueda” en el más extremo sentido de la frase. Incluso dos de los guardias del centro podía distinguir luchando entre la multitud, ¡pero para salir, no a venir hacerme frente!
“Perros cobardes”, estaba pensando yo mientras metía otras cuatro balas en el cargador, “tenéis todos lo que merecéis”. Mi furia era más intensa que nunca. Estaba a punto de introducir el cargador en el rifle, cuando algo como una mordedura en mi hombro izquierdo acompañó a un petardazo seco que se impuso al griterío. El cargador se me cayó al suelo, patinando hasta tres metros de mi. Lo seguí con la mirada hasta que se detuvo y, alzando poco más la vista, pude verlo al fin.
De la misma dirección hacia donde se me había caído el cargador, de la misma desde la que me había disparado, vi al guardia del centro,quizá el único que no huía, abriéndose paso a golpes entre la gente para llegar hasta mí.
Su arma humeante, dirigida hacia mí, no paraba de zarandearse entre hombros y cabezas, era un milagro casi el que me hubiera alcanzado. El tipo no parecía ni llegar a los treinta años, pero a pesar o quizá debido a ello, se entreveía en su mirada su determinación a detenerme. No había miedo en aquellos ojos hinchados y enrojecidos, sino ira, una casi tan intensa como la mía, que sin embargo él intentaba controlar, como no era mi caso.
—¡Suelte el arma, no se mueva! —le oía apenas gritar mientras avanzaba a trompicones hacia el claro que cerraban a mi alrededor las ululantes almas que eran mi presa.
Por fin alguien estaba reaccionando de verdad como una persona, alguien intentaba hacer algo para solucionar el problema y salvar a los demás. Por fin se enfrentaban a mi. Me sentía como el protagonista de un western sosteniendo aquella mirada colérica, mientras mi oportunidad de enfrentarme a la muerte yacía a tres metros en el suelo.
—¡Tire el arma o disparo! —gritaba cuando ya estaba apunto de entrar en mi territorio, de traspasar la marea de gente que le encerraría conmigo, mientras su calibre 38 no dejaba de apuntarme. Aproveché sus últimos forcejeos para tirarme en plancha sobre el cargador, ignorando el ardiente metal que ensordecía mis nervios con un dolor romo.
—¡No cabrón, no lo hagas! —masculló.
Disparó dos veces sin poder dejar de luchar con la masa de carne que lo atenazaba. Erró ambos tiros; por poco, he de concederle. Alcancé el cargador, lo cogí con mi temblorosa mano izquierda, que lo introdujo con increíble eficiencia en el rifle, y disparé mientras él me respondía a su vez, libre al fin.
Su tiro certero me alcanzó en la espalda, poco por encima de la cintura, lo cual no era extraño, con todo el blanco que yo ofrecía estirado en el suelo. Mi disparo, a su vez, impactó en medio de su cuello. El pobre tipo, un auténtico héroe en los tiempos que corren, se quedó con cara de estupefacción mientras daba un par de pasos algo vacilantes. El agujero de su cuello burbujeaba con sangre oscura.
Disparó una vez más, un nuevo blanco fallido, que levantó trocitos de baldosa junto a mi cara en el suelo. Finalmente cayó hacia delante, su cabeza a medio metro de la mía; sus manos lánguidas dejaron resbalar su arma hacia mí con su propia inercia.
No sabía dónde exactamente me había dado su disparo, sólo sentía la sangre caliente empapando mi camisa. No sabía si me había dado en algún órgano, pero era lo de menos. El caso era que podía levantarme. Me dolía mucho más el hombro, pero eso no me impidió estirar el brazo izquierdo y hacerme con mi nuevo 38. Acto seguido me puse en pie más o menos fácilmente.
Alguien había hecho saltar la alarma de incendios, y mientras yo me recomponía, toda la gente hacinada en el extremo del centro dedicado al hipermercado, que no sabía aún qué ocurría exactamente, trataba de salir a toda prisa hacia las puertas principales, que estaban en mi dirección. Los muy estúpidos tenían a su alrededor puertas de salida de emergencias cada pocos metros, pero, en vez de usarlas, la masa de gente que se alejaba de mí chocaba violentamente contra la que intentaba salir del hipermercado, que no sabía de que huía.
Yo no hacía más que observar como se aplastaba una corriente contra otra, como dos equipos opuestos en un juego sin objetivo. Se formaba una bola de carne y ropa dentro de la que la gente lloraba, gritaba, sangraba y reventaba, hombres, mujeres y niños por igual. Todos tan unidos en su dolor y desesperación, como no podían estarlo más sus cuerpos.
Con las alarmas sonando, sabiendo que enseguida llegarían bomberos, policías o algo, recuperé unas cuantas balas del cadáver del héroe que me brindó su arma. No perdí ocasión de disparar contra los que seguían las vías correctas de escape, o contra los que se debatían sin rumbo.
Cogía el rifle diligentemente con ambas manos, pero según me sumía en mi vorágine de tiroteo, opté por pasarme la cinta por el hombro, y disparar con una sola mano desde la cadera, mientras mi diestra esparcía muerte con el revolver. Mi puntería se resentía disparando a dos manos, pero la diversión era doble. Los aullidos del gentío que se retorcía a mi espalda eran como el rugido de la bestia del apocalipsis, para la cual yo abría camino.
Ya notaba la sangre empapando mis pantalones, y aunque no me sentía desfallecer, sí que quizá estuviera entrando en un estado de ensoñación vívida. Me sentía febril y poderoso, como nunca antes. La carnicería desatada me embriagaba.
Decidí soltar mis armas de fuego y, empuñando tan sólo la espada, me sumergí en el infierno de carne humana que era ahora mi mascota. El olor del sudor, del aliento, y el sabor de la sangre de aquellas personas me hacía sentirme al fin en comunión con ellas, lo que quizá siempre había querido, pero a la vez reavivaba mi rabia.
Me fui hundiendo, abriéndome camino a espadazos, hasta que era parte indivisible del minimundo de cabezas aullantes y miembros retorcidos y truncados. Empezaba a perder mis fuerzas debido a mis heridas sangrantes. El calor y el sofoco me atenazaron. Ya apenas podía moverme. Oía gritos inhumanos desde todas partes a mi alrededor. Garras se agitaban o me atenazaban la carne de piernas y brazos. Sentía crujidos de huesos aplastados. Se olía y se veía el brillo de la sangre que inundaba el suelo liso.
Presa de la claustrofobia y la asfixia, empecé a no poder hacer más que abandonarme en aquella marea de carne frenética, ahogarme al fin en el cauce de cuerpos que se habían convertido en mi infierno.
Fin
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Historias como esta ocurren todos los días, en todo el mundo. En las noticias las llaman “sucesos”… Esta, en concreto, se llama “Delirio”.