27 julio, 2024

María Larralde

Un relato seleccionado para la Revista Valdivia Críptica Nº 3. Ahora para todos vosotros en nuestra página. Absurdo, extraño y decididamente pulp.

Y ahora… ¡que comience la función! 

Mi nombre es Frank, Frank Munsey, vivo en Nueva York, soy un hombre rico y me quedan pocas horas de vida.  

No siempre fui afortunado. Hubo un tiempo en el que estuve arruinado, literalmente, sin nada que echarme a la boca. Invertí todo mi capital, que por aquel entonces eran 500 dólares, en una revista para niños que todos ustedes, mis queridos amigos, recordarán: the Golden Argosy. Su primer número salió el año 1882, un 2 de diciembre.  

Puse todas mis ilusiones en aquella revista para los más pequeños, pero los niños no se suscriben a revistas porque no tienen dinero. Un error, fue un error. Me gustaría contarles una historia feliz: la historia de un director de revistas de éxito que hizo dinero fácil y que reinvirtió sus ganancias en cultura amén de llevar una buena pero recatada vida personal. Sin embargo, nada de esto os voy a contar, y espero que todos los que alguna vez habéis tenido en vuestras manos una de mis revistas recordéis bien estas letras. Lo que vino después de mi declive fue tan grotesco, tan imposible, tan odioso, tan pecaminoso, tan abyecto que debo contarlo para no llevármelo a la tumba y al infierno. 

Todo dio un giro inesperado cuando un inversor de Maine, un viejo conocido de mis padres, del cual solamente sabía que era un tipo podridamente rico, se presentó en mi casa aquel lunes por la noche.  

—¿Quién es? —le reconocía, sabía que era aquel ricachón de Maine, aquel tipo que alguna vez había pasado por casa y que había hablado a solas con mi padre. Siempre pensé que eran negocios, negocios que nunca se me revelaron. 

—¡Ábreme, Frank!, ¿es que no te acuerdas de mí? —y mostraba una sonrisa franca como de viejo colega de toda la vida. 

Su atuendo era llamativo, vestía un traje gris con sombrero de copa a juego, un bigotillo fino le cubría el labio superior y le daba un aire de distinción. El bastón que acababa de alojar bajo su brazo izquierdo mostraba una empuñadura dorada con una cara grotesca. Insertados dos rubíes cual ojos que parecían mirarme desafiantes a ambos lados de una lengua tallada que sobresalía burlona de una boca draconiana. 

Tuve miedo, reconozco que estuve a punto de no abrir. Pero, como si me leyera el pensamiento, me atrajo con su propuesta económica sin pudor. 

—Frank, amigo, sé que tu revista es un fracaso. He venido a ayudarte, igual que hice con tu padre. Un amigo cuida de los hijos de sus amigos. ¿Qué miedo tienes? ¡Vamos, sabes que fui socio de tu padre! ¡Ábreme! —no es que su voz fuera extraña, es que no era humana y no sabría definirla.  

No contesté. Estaba confundido. ¿Cómo me había encontrado? ¿Cómo sabía lo del fracaso de Argosy? Pero, sobre todo, ¿cómo era posible que mi padre hubiera fallecido, ya anciano, unos diez años atrás y él se mantuviera igual que cuando yo era niño? 

—Señor Pickman, perdóneme, estaba en paños menores y por un momento no le reconocí… 

Le mentí mientras abría la puerta sin saber por qué lo hacía. Había “algo” que me decía que no la abriera, que era un puto error, que estaba en peligro. Esa especie de alarma interior llamada intuición que tenemos dentro a la que nunca hacemos caso. 

—¡Bien, bien, bien, bieeeen, Frank! ¿Qué tal todo? Sé que no esperabas mi visita, pero es necesario que hablemos de in-me-dia-to. —Así, con aire de superioridad, como si meditara sus palabras, se adentró en mi salón, desenfundó su cuerpo de la chaqueta, apoyó el bastón de empuñadura demoníaca en la pared cercana al sofá uniplaza granate, y se sentó subiendo su pierna derecha sobre la izquierda, apoyando una mano sobre la rodilla mientras con la otra se quitaba el sombrero para ofrecérmelo. 

 Me quedé mirándolo estupefacto. Sentía una especie de fascinación por sus movimientos; por su voz extrañamente profunda; por su graciosa pronunciación extranjera; por su ropa de otro tiempo; por su amaneramiento y por su mirada. Aterradora mirada que parecía seguirme a todas partes. Tardé un poco en acercarme a coger aquel sombrero de tacto duro y suave. De cerca me pareció que estaba confeccionado con alguna tela de pelo, parecía pelo de algún animal… fui a dejar aquella cosa repugnante en el perchero y tuve la sensación de que mientras distraídamente, me movía por el salón, él me seguía atento con su pérfida mirada amenazante. 

—¿Quiere tomar algo, Señor Pickman? —le dije amigablemente. 

—No, mi querido Frank, no es necesario… —y me sonrió de aquella manera. 

Su sonrisa estaba invertida, ¡era espantoso verle sonreír!, parecía una mueca primitiva como la de los chimpancés. Estos animales intentan reír, pero muestran una mueca grotesca y desagradable que podría confundirse con expresión de dolor. Así reía él.  

Y sin más preámbulo comenzó su discurso, sentado en la misma postura durante más de una hora. Durante todo ese tiempo se dedicó a explicarme que me necesitaba tanto como yo a él, que se daba cuenta de lo difícil que era para mí comprender en un principio el porqué de su visita y su interés, que no me preocupara por nada, que él se hacía cargo de las deudas para concluir diciéndome que la línea editorial de la revista quedaba a su cargo, así como las decisiones sobre qué ilustradores y qué escritores se incluirían en la revista cada número. La tirada sería mensual. Le bastaba con mi palabra. No necesitaba más que mi palabra y el ingreso se haría efectivo de inmediato. 

Gracias a su posición en el mundo empresarial la revista podría alcanzar altos niveles de difusión y venta.  

Me quedé pensando sobre todo aquello. 

—¿Pero usted qué gana, Señor Pickman, con todo esto? —le dije finalmente sin entender qué negocio era para él aquella inversión—. Toda mi deuda, asumir el control de la revista, dejar que mi nombre permanezca visible, ¿no sería mejor comprarla? 

—Es difícil que lo entiendas Frank, pero mi único interés en todo esto son los niños… Eso sí, una vez todo comience, ya no hay marcha atrás. 

 —¿Y podré obtener los beneficios desde el primer momento? —fue toda mi respuesta, porque en realidad seguía sin entender nada, pero no quería parecer imbécil ante la única persona que se ofrecía a salvarme de la ruina. 

—Por supuesto, el beneficio económico, todo para usted —torció más su sonrisa mostrando dientes apiñados y amarillos dentro de una cavidad bucal de un color rojo intenso. 

—Pues me resulta extraño, Señor Pickman, además, antes de seguir quisiera… 

—¡Sí o no, Frank! ¡No puedo perder mi tiempo en discusiones estériles! ¡Tú sales ganando, yo salgo ganando, aunque no entiendas aún el qué o el por qué! 

Entonces me di cuenta de que aquello no era una persona. Se alzó sobre las piernas largas, crecidas, su cuerpo se estiró hasta formar un ángulo, encorvando el tronco hacia delante pues de tan alto se topaba con el techo, sus brazos caían hasta tocar el suelo y su horrible cara de cadáver se agigantó hasta alcanzar el tamaño de un perro grande. Sonreía, sonreía, sonreía con ojos huecos. 

—Sí, Señor Pickman —dije por miedo, por terror. 

—¡Aparta! ¡Y tráeme mi sombrero! ¿Acaso crees que puedo estar perdiendo mi tiempo con un pusilánime como tú? ¡Digno heredero de tu pérfido padre! ¡Debo cobrar su deuda! ¿Lo entiendes ahora Frank? 

Me golpeó en el pecho, apartándome de su camino, y me lanzó como un guiñapo dándome un buen golpe contra la mesa de centro del salón. El jarrón con flores secas que siempre estaba encima del tapete cayó al suelo haciéndose trizas en un instante.  

El terror hacia aquello que fuera ese tipo se apoderó de mi ser. Y lloré escondiéndome debajo de la mesa, me tapé la cabeza con los brazos como un niño asustado en una noche terrorífica de pesadillas.  

Aquello comenzó a deformarse más y más, a tirar todos los muebles arañando las paredes, emitiendo sonidos grotescos y guturales, y destrozando todo lo que estaba a su paso. Lanzó la mesa por los aires, me arrancó del suelo, me zarandeó y me puso ante su repugnante y sudoroso rostro de monstruo impensable, inconcebible para la razón.  

—¡Necesito niños! ¡Necesito niños! ¡Necesito niños! 

Y me lanzó de nuevo contra el suelo, cogió su sombrero y su bastón, abrió la puerta que no parecía ser la de mi casa porque detrás no estaba el descansillo sino un abismo insondable y sin fondo. Y dándose la vuelta por última vez, me dijo: 

—El pacto está hecho. ¡Buonanotte gentiluomo, un piacere trattare con voi!  

Y desapareció. 

II 

Mario iba a comprar todos los días al ultramarino de la 48 con Sunset St. Su madre le pedía ayuda para todo. Mario se la daba gustoso. La madre de Mario era una gran mujer con ocho criaturas a sus espaldas y más de diez bocas que alimentar. El padre de Mario trabajaba en la construcción y no llegaba a casa antes de la siete, ocho, nueve o diez de la noche. Mario era el mayor de los hermanos y nunca pensó en hacer otra cosa más que seguir los pasos de su padre al crecer.  

Aquella mañana visitó la tiendecita de Mikel, la de todos los días, pero en lugar de comprar toda la larga lista de necesidades que su madre le había preparado, en lugar de hacer lo de siempre, se quedó mirando el escaparate.  

Pasaron algunos minutos hasta que, decidido a entrar, suspiró y con paso firme traspasó el umbral de la tienda.  

—¿Qué revista es esa? —preguntó a Mikel, el tendero, sin mucha pasión.  

Mario intentaba mostrar interés, pero no un exceso de pasión porque sabía que el dueño del ultramarino no aceptaría vender esa revista a un mocoso del que sabía que sus padres apenas llegaban a fin de mes. Miraba la revista de reojo mientras sacaba la lista de la compra y se la ofrecía a Mikel. Había más clientes en la tienda y robar la revistilla iba a ser difícil. Si le veían, si le descubrían, el castigo sería severo. Podrían azotarle, tanto su madre como su padre le azotarían hasta dejarle marca. Si su padre se enteraba de que su hijo era un ladronzuelo le partiría el lomo con su cinturón de piel, un cinturón legendario que había sido usado, en no pocas ocasiones, hasta hacer brotar la sangre de su propia madre, y siempre por pequeñas faltas que, el alcohol y la frustración, hacían que aparecían como insoportables a ojos de su padre. 

Pero Mario no podía evitar desear aquella revista. Argosy, leyó en la primera página.  

El título: Mario contra las hormigas carnívoras. 

Y el dibujo, aquel dibujo de colores brillantes, de contrastes, mostraba a un joven robusto y fuerte, un joven mayor que él, pero con su misma cara, con sus propias facciones, vestido como un auténtico vaquero del oeste. Montaba un hermoso caballo negro de ojos rojos que hacía cabriolas en el aire con sus patas delanteras mientras él miraba hacia una bella mujer de exuberantes pechos, redondos y firmes, cuyo corpiño apretaba para juntarlos sin dejar casi espacio entre ellos. La bella mujer estaba siendo atacada por unas grandes hormigas del desierto. Estaba horrorizada, y miraba hacia el lector en solícita actitud de súplica.  

Mario sintió que su pene se movía, se abultaba. La erección le hizo asustarse ya que a su edad se masturbaba, pero debía dar rienda suelta a su imaginación. Sin embargo, ahora aquel dibujo mostrando la asustada y bella cara de la mujer joven cuyos pechos sobresalían de aquella manera tan rotunda; cuyas piernas se mostraban hasta llegar casi a las ingles; una mujer tirada en el suelo con sus piernas medio abiertas, sin calzado, con la falda mordida por aquellas hormigas amenazantes que se mostraban deseosas de hincarle el diente; ahora, su erección fue instantánea e involuntaria.  

Mario echó un vistazo alrededor.  

Mikel estaba realizando el pedido para la mamá entre murmuraciones que salían de su boca retorcida en mueca de fastidio. La tienda se había quedado vacía de repente. Afuera, el mundo comenzó a oscurecerse. Una tormenta se acercaba y los clientes prefirieron marchar antes de que la lluvia les pillara de lleno y les chopara completamente. O eso creyó, aplicando la lógica, el chico.  

Su sensación, su intuición, sin embargo, le decían que algo raro estaba ocurriendo. El ambiente había cambiado, se tornó oscuro, Mikel se metió en la trastienda como buscando “algo”, echándole una última mirada a Mario. Una mirada inyectada en sangre, y una sonrisa perversa en la boca cuyos dientes se mostraban amenazantes y sucios por el tabaco de mascar.  

Era su momento. 

Se acercó al mostrador donde la flamante revista resplandecía con sus vivos colores. Mario la cogió, agitado, excitado por la peligrosa situación. Metió la revista bajo su camiseta, apretada contra su abdomen. 

En aquel momento Mikel salía de la trastienda con la compra de Mario ya completa, solo faltaba cobrar el poco dinero que le debían por ella. Pero solamente pudo ver cómo aquel chico, andando hacia atrás con su cara desencajada y movimientos espasmódicos de piernas y brazos, desaparecía en la oscuridad de la calle. 

Nadie supo más de Mario hasta días después. Su cuerpo apareció en un canal de las afueras de la ciudad comido por partes, sin manos, sin sangre, mutilado a mordiscos. Su cara hinchada y amoratada empezaba a mostrar signos de putrefacción cuando Arthur lo encontró al pasear con su bicicleta de vuelta a casa. Parecía haber caído fortuitamente. Parecía que algún animal hambriento lo había devorado parcialmente. Pero la autopsia reveló que había sido violado repetidamente, torturado, desangrado, devorado lentamente aun estando vivo. 

Mario fue el primero. Pero cada niño tiene su número de Argosy, la revista Pulp donde ellos, cada uno de ellos, son los protagonistas. Y yo, soy inmensamente rico. La cuestión es, ¿cuándo mi revista va a encontrar a tus hijos? 

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