27 julio, 2024

Un relato de María Larralde

“Dedicado a una de las primeras víctimas forzosas de esta pandemia del pensamiento, el médico Li Wenliang.” 

Sacrificio Forzoso en iVoox

Ahora que parece que el aire es mucho más claro, que su transparencia nos deja, por fin, respirar, el remordimiento pudre mi alma. Según dicen algunos entendidos, el remordimiento es al hombre inherente, no por el solo hábito, sino por nuestra condición intelectual. Recordamos el pasado. No poder eliminar los recuerdos nos permite conformar nuestra identidad, pero nos incapacita para ser asociales. No solamente al mirar sus fotografías, las conversaciones de WeChat, o las capturas de pantalla que les pasé, sin el menor atisbo de prudencia, a mis colegas, lo recuerdo. También en mis sueños, cosa que no puedo controlar en absoluto, Li me visita y me mira, recordándome en agónica persecución lo que hice sin pensar. Y lo hice creyendo que hacía un bien. Sé que debí ser mucho más prudente. Sé que no tengo escapatoria de mí mismo, pero deseo escapar.  

¿Por qué cometemos actos prematuros, actos irracionales? Sé dónde vivo. Sé lo que puedo y debo hacer para conservar mi vida, la de mi familia y amigos. El miedo forma parte de nuestras cotidianas existencias. Sin embargo, no estamos en constante estado de terror, es más bien algo que repta por los suelos, por las paredes… es un miedo que bebemos en el agua, que comemos en nuestras comidas diarias, que escuchamos en las emisoras y sentimos en la música. Es el miedo a ser disidente, a pensar en contra de lo establecido. Y lo establecido no siempre está claro, por ello, cometemos errores de apreciación, aunque no queramos. Eso, eso fue lo que ocurrió.  

Li cometió un error de apreciación. Un exceso de confianza en la bondad de este sistema. La creencia absurda de que la vida de sus compatriotas era razón suficiente para que se respaldaran sus descubrimientos. Nada más lejos de la verdad. Pero no solo él cometió un error grave, garrafal, increíblemente idiota. No se puede ser buena persona en un mundo donde todo está controlado por seres demoníacos y perversos. Si es que este es un mundo real, claro. Quizá sea ese infierno desconocido, lejano y fantástico de las religiones occidentales. ¿Quién sabe? Yo, personalmente, no creo en nada. Y tampoco en nadie. El control absoluto me ha hecho ser indiferente a los sentimientos de los demás, incluso indiferente a su seguridad. No es así con mi mujer o mi hijo, pero sí con el resto. Y no es algo planificado, pensado, programado. Es algo natural. Porque cuando cualquier cosa puede ser censurada: tu pensamiento, tu opinión, tus investigaciones científicas, tu sentimiento religioso, tus amistades, tu forma de comer y hasta tu forma de amar, lo único que le queda a uno es el reducto de la soledad.  

Sin embargo, los remordimientos vienen en oleadas, de nuevo, como olas de mar embravecido y tormentoso. Huele a sal, a podrido pescado olvidado en redes imposibles de desenmarañar. Inútil es la lucha contra la inquietud que me muerde a diario desde que Li murió. ¿No lo mataron? Sí, como al resto. Porque poco importa lo que ahora opinéis en el mundo entero. Poco importa ya todo. Si una vida no importa, ¿por qué debería importar la tuya, o la mía? Solamente vivimos si somos perros de un sistema que necesita lacayos. Siempre fue así, ¿verdad? No. No siempre. No en todo momento.  

Me encantan los personajes de la literatura basados en el honor, la benevolencia, el respeto a las tradiciones, pero qué difícil es mantenerse en una postura firme. Qué fácil es admirar a un hombre justo y qué difícil emularlo, fácil es mirar la terrible tormenta desde la comodidad de la salita mientras otros son arrastrados por los vientos huracanados y destrozados por rayos centelleantes. Las cenizas solo son eso, cenizas. Aunque sean de un amigo, de un hermano, de un compañero de vida. Pero por ser hombre y por tener conciencia voy a recordar mis actos toda la vida. Moriré con la angustia de haberme traicionado. Ahora no tengo nada más que hacer. Solamente abandonar toda esperanza. ¿Humanidad? Solo las personas de intelecto más elevado pueden ser realmente humanitarios. El resto pensamos en la tribu, en los nuestros y poco importa que todo se esté yendo al carajo. La humanidad ya no es nada, y no sé si algún día fue nada más que una idea muerta en el parto. Un aborto de un feto malformado. 

Sí, Li nos avisó. Nos informó de los casos que nadie más había conectado como probables infecciones de SARS. Pero era prudente y tuvo miedo. Nos avisó.  

“Por favor, no lo difundáis. Pero tened mucho cuidado. Parece que comienza a presentarse un brote de SARS.” 

Eso fue el 30 de diciembre del año pasado. ¿Cómo me podía figurar que en verdad esto iba a ser tan grave? Pero nos pidió discreción, pues intuía el alcance de la posible epidemia y temía por su seguridad. Todavía no sabía lo que se le venía encima. El Estado al completo, pero no creáis que él era un disidente. Militaba en el Partido Comunista. Si quieres prosperar debes militar. Aquí no hay otra forma de prosperar. No la hay.  

Cuando el 3 de enero nos dijo que la policía lo había citado y que estaba acojonado, mi corazón dio un vuelco en mi pecho. Y pensé que yo sería el siguiente. Borré los mensajes y borré su contacto, por miedo. Todos fuimos culpables. Difundimos la noticia sin pensar que las autoridades no deseaban mover el tema. En este país tenemos que actuar como parte de un organismo. Cuando una célula se infecta, cuando una célula no sintoniza con lo que el organismo ha fijado como línea a seguir, llegan los centinelas y la destruyen. No es una cuestión personal. Es una cuestión orgánica. Pero las células tenemos memoria, y ahora tenemos que seguir adelante con nuestras vidas recordando. ¿Son las sociedades organismos? ¿Dónde queda el individuo y su libertad? 

Li firmó un documento en el que se retractaba. ¿De qué se tuvo que retractar? Nos dijo que estaba profundamente decepcionado. Su familia era lo primero, es lo normal. A partir de ahí nuestra relación se distanció. Aunque nos veíamos en el hospital, no me dio tiempo a pedirle perdón. Cuando enfermó todo fue demasiado rápido. El día 1 de febrero se le diagnosticó, el día 7 ya estaba muerto. Weibo saltó por las nubes pues su perfil era el más visitado. ¿Lo que lo había matado era el virus que él mismo detectó? ¿Tenía razón? ¿Había un virus asesino campando libre, a sus anchas? ¿Las autoridades ocultaron la información? ¿Lo usaron de conejillo de indias? A todas estas cuestiones tengo que contestar con un simple monosílabo: sí.  

Yo creo, mirando ahora hacia atrás, que Li no pudo escapar a su destino. Hubiera podido ser un gran médico, como ya era, pero con más y más sabiduría. Él era su nombre: la rectitud, las buenas formas, los buenos sentimientos, el amor al prójimo y por esos motivos se convirtió en un gran médico. ¿Cuánto trabajo, cuánto estudio sin descanso para lograr su meta? Ahora todo eso no ha servido de nada, no ha podido llegar al culmen. 

Atormentado seguiré este camino de vida. ¿Qué va a ser de mí ahora? Li está presente. Representando la lealtad, que yo no tuve. Podré pedir su perdón, que espero que me otorgue. Sin embargo, lo que realmente quiero, o necesito para seguir vivo, es que el olvido llame a mi puerta, abrirla de par en par, y dejar entrar la nada para que borre mis recuerdos definitivamente. Así somos los hombres, esclavos de nuestro miedo. Somos seres sin recuerdos, con olvido, seres sin alma. Y, siendo médico, como él lo era, jamás avisaré si detecto una emergencia sanitaria, porque soy cobarde y porque creo que mi vida y la tuya no valen nada. 

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