22 noviembre, 2024
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Prácticamente renunciaba en los últimos tiempos a escribir opinión alguna sobre una obra concreta de cualquier naturaleza porque parece irrelevante hacerlo por varios motivos: primero, porque el posible público adhiere su criterio al de personas que creen válidas, ya sea por su supuesta profesionalidad o por su alto nivel de influencia; segundo, porque la cantidad de productos a disfrutar que se lanzan constantemente es tanta que pararse a analizar uno, cuando va a ser visionado y descartado al instante, parece también una pérdida de tiempo; y tercero, y el motivo que considero realmente importante, porque hacerlo pervierte en parte mi filosofía de que toda persona debe generar su propia opinión y disfrutar a su modo de cualquier obra de arte, ya sea tomándosela tan en serio que casi resulte un punto de inflexión en la continuidad de su estado de conciencia o riéndose de ella a cada segundo por considerarla decididamente estúpida. 

Ahora, siento por completo la seguridad de que hacerlo es totalmente inútil, y que prestarme a ello solo tiene justificación cuando se me solicita de manera directa, especialmente cuando se trata de algún creador (hasta ahora, siempre algún escritor) que busca conseguir mayor visibilidad y relevancia para su propia obra. Sin embargo, contemplar una película como “No mires arriba”, escrita y dirigida por Adam McKay (un experto creando películas que parodian agresivamente aspectos o entornos del medrar humano) me dan ganas de pensar que existe alguna esperanza, y que es obligación de uno pensar (como sin duda hace el propio director) que aún existe alguien que pueda recibir, comprender y dar nueva vida al mensaje de una obra, que siempre será más trascendente que su intención inicial, fuera cual fuera. Al menos, en este caso. 

La concepción de “No mires arriba” no puede ser más valiente considerando que su producción tuvo que dar inicio con todo el barullo de la supuesta pandemia del Covid-19 causando furor y pánico por todo el mundo. A pesar de la distancia del desastre que amenaza a la humanidad (un gigantesco cometa directo hacia la Tierra es una amenaza más clara y definitiva que cualquier enfermedad), es difícil pensar que pueda existir una mente consciente que no ate, incluso de forma involuntaria, los hilos de las conexiones paralelas entre la realidad que hemos ido viviendo estos dos últimos años y los sucesos que, en cuestión de unos pocos meses, se van describiendo en la película. 

Como bien muestra el principal tráiler, un par de astrónomos descubren por casualidad que un cuerpo celeste del tamaño suficiente colisionará contra nuestro planeta para arrasarlo por completo. No tardan en tratar de poner sobre aviso a las más altas autoridades de su país, esperando que, a pesar de la desalentadora naturaleza del problema, no se tarde en poner todos los recursos posibles en marcha para evitarlo (la típica historia de la humanidad contra el desastre que tan espectacularmente ya han reflejado películas como “Armaggeddon”, de Michael Bay). Sin embargo, llega el inevitable estupor e indignación de protagonistas y espectador cuando se descubre que todo tratamiento del problema se descarta por considerarse completamente inadecuado de “cara a la galería”, es decir, que mediáticamente sería poco favorable para la administración de la actual presidenta del país (interpretada por Meryl Streep). 

El film, que derrocha un caótico montaje que busca aturdir durante el visionado con esperpento interpretativo y masiva información subliminal, aporta diversos planos de trofeos y fotografías de la presidenta con diversas celebridades, descubriendo que, al contrario de lo que algunos se han empeñado en deducir, la presidenta ficticia del film no es una parodia directa de Trump, y más bien lo es de cualquier político de vanguardia del partido demócrata, desvivido por ser mediáticamente amigable y totalmente falsario en sus pretensiones sociales. 

Rodeada de subordinados y administradores tan miserables como para plegarse a todas sus veleidades, los protagonistas terminan por ser despachados con amenazas poco soterradas de lo poco conveniente que sería que trasladaran dicha información al mundo. A pesar de ello, los protagonistas buscan por sus propios medios contactos que les permitan salir en televisión para advertir a todo el mundo, puenteando a las autoridades oficiales. ¿El resultado? Como no podía ser de otro modo en una parodia de nuestro mundo, de nuestro tiempo, un frívolo análisis de los datos que aportan los astrónomos, usando chascarrillos y comentarios jocosos para desautorizar una información que se entrega tal cual, sin filtros de ninguna clase, dada la perentoria necesidad de poner en práctica alguna solución. 

Los astrónomos terminan desautorizados más aún por su intervención televisiva, quedando integrados en la pantomima mediática o ridiculizados hasta el acoso personal. Y solo son rescatados (por llamarlo de alguna forma) del escarnio cuando la administración presidencial considera que un plan para salvar el mundo sería bueno de cara a unas muy próximas elecciones. 

Solo hasta aquí, la película es impagable por su reflejo de cualquier interacción que pueda darse en la historia de los representantes del poder con aquellos que traen cualquier mensaje atado a la lógica (da igual que esta sea científica o no, aunque… ¿cuándo no es científica la lógica?). Pero lo es aún más si pensamos en retrospectiva (algo que parece que ya nadie sabe hacer más allá del ayer) para acordarnos de la manera en que todos los gobiernos respondieron a la supuesta crisis del Covid-19: obviándola en un primer momento, restándole toda su supuesta relevancia después, negando para ello todo riesgo y aplicando una insólita estrategia de prevención del problema, la absoluta falta de toda acción.

Para convertirlo en una baza patriótica del más alto nivel, la presidenta no duda en poner a los mandos de una misión que bien podría ser dirigida a distancia (y que sin duda será suicida) a un reaccionario ex militar interpretado con ironía por el francamente progresista actor Ron Perlman, quien no duda de hacer servir su físico de bruto para aportar mezquindad al personaje. Resulta gracioso pensar que este actor, seguramente convencido de estar retratando a una persona de dudosa humanidad por su constatable carácter conservador, no duda en dar su vida para salvar las de todos los demás seres humanos, algo aún más flagrante cuando pensamos que su gobierno le está utilizando de forma innecesaria. 

Sin embargo, y pasando a los grandes rasgos, no tarda en pasar a una parte activa de la trama un filántropo millonario, uno de esos que se hace todopoderoso a base del dinero que genera la adquisición de sus productos por parte de todos los que, desde su grandísima y omniconsciente posición, no seríamos más que prescindibles y cuantificables cabezas de ganado con las que poco más se puede hacer que especular a todos los niveles: el económico, el social y hasta el filosófico. Y lo hace para nada más que frustrar la que sería la más probablemente feliz solución al problema del cometa, buscando convertirla en una solución paralela mucho más compleja y arriesgada, pero que le reportará un control de materias primas que le reportarán unos beneficios que le permitirán, en última y aún más feliz instancia, acabar con la miseria y el hambre en todo el planeta. ¿Le va sonando algo de esto al espectador de la película, o al lector de esta reseña? ¿O hay que renunciar a toda esperanza? Recuerda este papel al mal personificado de nuestros días en figuras como las del pedófilo genocida Bill Gates, el traidor nacionalsocialista George Soros, el repelente obseso sexual de Mark Zuckerberg o el transhumanista de corte “enrollao” de Elon Musk. Aunque especialmente al de los dos primeros, los multimillonarios que tienen a sueldo a los dirigentes de los principales gobiernos del mundo, para cuyos países se aplican soluciones fútiles a los problemas sociales o sanitarios que no tienen más objetivo que proveerles de más dinero y mayor poder. 

Irónicamente, y como hace Bill Gates de forma impune, “anunciando” cada pocas semanas nuevos desastres que ocurren tal cual describe, este personaje de la película será el verdadero perpetrador del apocalíptico desastre al privar a toda la humanidad de oportunidades y esperanza. Algo que en la realidad es aún más gravoso, viendo cómo se transforman las sociedades cristianas en una suerte de “apartheid” absurdo que cala incluso entre personas de la misma sangre. 

La película trata de advertir sobre lo que está ocurriendo: sobre la censura de la razón, sobre la omisión del verdadero descubrimiento científico, sobre el mal impune de aquellos que saben que pueden ejercerlo sin consecuente peligro, de la pérdida de los valores que hacen de una persona un ser de naturaleza humana, por encima del tipo de sociedad que le haya tocado vivir. Y para ello se sirve de una plataforma como Netflix, heraldo mayor de todas las destructivas políticas progresistas que nos llevan a la debacle en nuestro tiempo; del trabajo de todo un gremio vendido a las mentiras mediáticas y falsedades administrativas del gobierno fraudulento de Biden, como es el de los actores de Hollywood; y estableciendo paralelismos directos de la disidencia científica de la película con la de la vida real respecto al relato oficial de los gobiernos y todos aquellos organismos de vocación social que hoy en día no sirven más que como brazo ejecutor contra aquellos que los sostenemos contra nuestra voluntad a base de impuestos. Y lo hace sin olvidarse de hacer una película que, con dos horas de duración, se mantiene ágil en los diálogos, divertida en su lineal tono de comedia de situaciones y deslumbrante en las pocas escenas que requieren de efectos especiales. Y dejando brillar a cada actor en su papel, por pequeño que sea, convirtiéndolo en uno de los mejores espectáculos de interpretación coral. Es decir, transmite un mensaje sin descuidar ninguna de sus facetas artísticas o de producto de entretenimiento, llegando a ser, a mi juicio, una nueva obra maestra del cine.

Los niveles a los que la película llega a parodiar la naturaleza humana (especialmente la de su tiempo, nuestro tiempo) solo son comparables a los de las películas de los Monty Python (en especial “La vida de Brian” y “El sentido de la vida”), de “Dr. Strangelove” (conocida como “Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú?” en España) o “The Interview”, todas en las que se lleva al extremo de lógica de dibujos animados el comportamiento y acciones de los personajes para hacer más llevadero el impacto emocional de la terrible frivolidad del mundo que están reflejando. En este caso, no sé decir si el mensaje de la película, pese a acertado, es optimista o pesimista, pues alienta a vivir la vida como debe hacerlo un ser humano (que lo sea en verdad, porque así se creen muchos sociópatas y psicópatas, de los que cada vez hay más), que ha de rodearse de los suyos, familiares o amigos con los que tenga cosas en común, una afiliación en pos siempre de algo mejor; pero anima a hacerlo a sabiendas de que existirá siempre alguien por encima o en la sombra que conspirará para tratar de medrar a base de poner todo eso, todo lo bueno, en juego; incluso a costa de arrasar con todo ello a sabiendas. 

Por eso la película se sirve de su título, “No mires arriba”, con un obvio doble sentido. El bando de aquellos que quieren aprovecharse del desastre pretende con ese lema hacer a la gente olvidarse del cometa destructor, pero es también una orden directa: no mires arriba, no busques responsabilidad o culpables en los que están por encima de ti. Espera lo mejor mientras llega lo peor, me apetece rematar a mí.

La realidad que estamos viviendo es más clara, asfixiante y desalentadora que la reflejada en la película, y aun así tengo que afrontar la certeza de que millones de pánfilos atolondrados la verán con mayor o menor gusto sin relacionar nada de lo que pasa en ella con el hecho de que les estén inyectando cada pocos meses un supuesto medicamento que no sirve para nada (en realidad un puto tóxico), y adoptando como consecuente, lógica, o… (no sé qué cojones de término usar para el tipo de percepción de que hagan gala sus inútiles cerebros) la instauración de un certificado que señale a las personas como aptas o no para según qué cosas de lo más comunes durante decenas de miles de años en lo que es la historia de la vida en sociedad.

Ver en qué punto estamos como sociedad es en buena parte lo que me desalienta, de lo que me hace preguntarme para quién escribo. No hablo del alcance de lo que pueda escribir. Y da igual la posible censura y hasta el rechazo de todos aquellos que no quieren oírnos hablar o escribir sobre ciertas cosas Hablo de la cuestión de si realmente quiero escribir, ahora, para gente así. Gente que no es capaz de sumar siquiera dos y dos, que no mira más allá de un par de días al pasado. Cuya capacidad de razonamiento se ha reducido a la repetición de consignas. Que ha perdido la necesaria empatía y todo instinto de autoconservación. Que se niegan el conocimiento porque alguien les dice que no es tal y porque no pueden pensar (sepa Dios por qué) que los que están arriba les puedan querer mal alguno. ¿Para qué?

Aun así, todo es cuestión de tiempo. Puede que llegue el momento en que esta página deje de funcionar porque no la podamos pagar por no poder trabajar por no tener el puñetero pasaporte de los nazis que casi todos muestran con complacencia allí donde se solicita. Pero esto va de cuánto está cada uno dispuesto a saber y a  aguantar para preservar su vida y las de los que le importan. Y es obvio que, para la mayoría, la vida humana está muy devaluada, y me empieza a costar pensar que esto tenga vuelta atrás. 

El caso es que me dan ganas de sumarme a la repetición de la silenciosa directriz que está de moda, aunque sea solo para ver si alguien me lleva la contraria: “no mires arriba”.

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