Os presentamos otro relato del Tomo Oscuro. En él, María Larralde nos describe otra situación con la que es muy fácil identificarse. Su protagonista, sumida en la frustración de una vida cómoda, estable y supuestamente feliz, se plantea cómo escapar…
¡Esperamos que lo disfrutéis, pulperos!
“Si alguien comenzara a odiar una cosa amada, de tal modo que su amor quede enteramente suprimido, por esa causa la odiara más que si nunca la hubiera amado, y con odio tanto mayor cuanto mayor haya sido antes su amor.”
Ética. Benito Espinosa.
Uno
Después de todo, ahora lo miraba con otros ojos:
— ¿Qué pudo atraerme de este abyecto ser? —se preguntaba una y otra vez nuestra pobre mujer mientras le observaba aquel domingo.
Las horas transcurrían cansinas. Arreglar el jardín, cortar las malas hierbas, leer sin mucha atención una novela. Dormir un rato tras la copiosa comida. Ver alguna película intrascendente en la tele. Era lo que siempre había soñado, ella deseaba una vida armoniosa, tranquila, plácida…
Ahora miraba su pelo —el de él—, incluido el corte, con esos minimalistas ricitos morenos que si hubieran sido rubios parecerían de muñeca pepona. Su piel —la de él—, con unas finísimas patas de gallo en los ojos, que en cualquier otro varón le hubiera parecido atractivo, por ser un signo externo de madurez. Sus manos poco masculinas, por falta de trabajo rudo con ellas, más bien eran manitas con apariencia infantil — y no hay nada peor en un hombre, que tener las manos finas, pequeñas o muy cuidadas—, se decía ella al mirarlas. Todavía no ha nacido mujer que soporte ese suave tacto en su cuerpo, sin pensar que en lugar de un hombre, le acaricia un niño, o peor todavía, otra mujer. Su cuerpo —el de él— demasiado proporcionado, y que por serlo, carecía de gracia o de algún tipo de atractivo especial o singular —el horror de la perfección—. Su sonrisa, sin empatía y bobalicona, como de buena persona, con su típica mirada inocente que a ella llegaba a parecerle estúpida…
Ahora, mirando todo aquello que, en resumidas cuentas, era él, sentía un odio atroz, profundo, una aversión inmensa que sobrepasaba, con mucho, cualquier capacidad humana para disimular o disfrazar la verdad de aquel afecto.
—Ojalá ya no sintiera nada por él —se decía una y otra vez, intentando inútilmente auto convencerse de que aquello podría cambiar si ella se lo proponía.
Al menos, no sentir esa terrible repulsión por el hombre que había elegido para compartir “el resto de su vida”. Y cuando se decía estas cinco palabras a sí misma, el odio hacia él era infinitamente mayor: “el resto de mi vida”.
A veces se preguntaba:
— ¿Qué me impide salir corriendo? No tenemos hijos, no quisimos tenerlos, pues los dos estábamos de acuerdo en que era mejor primero vivir la vida, viajar, tener un buen coche, la casa de nuestros sueños, salir a cenar con amigos cada semana, ir al cine, realizarnos profesionalmente… ¡Qué vida tan ideal! —se decía burlonamente a sí misma, mirándose al espejo con asco.
Y cuanto más le miraba, sobre todo cuando estaban con amigos y él se mostraba distraído, alegre, como con gran vida interior, más odio crecía en ella. Tanto, que ya no pudo mirarle más.
A veces su odio se transformaba en asco, un asco psicológico, provocado por todos estos signos externos… de felicidad.
Ella no entendía cómo podía odiarle tan profundamente, ya que, a cambio, solamente recibía de él amor. ¿No sería algo más normal que se ablandase? ¿No sería lo natural que ese profundo desprecio se disipara, al ver aquel afecto tan positivo hacia ella? ¿No debería comenzar a amarle a su vez, por el simple hecho de sentirse amada…?
Pero hay ocasiones en que, ciertas personas inmensamente crueles odian, cada vez con más fuerza, al estúpido ser que les ama. El desprecio y crueldad, cuanto más amor recibe más odia a su vez.
¡Pobre hombre, tenía una perfecta mujer!
Ella estaba preciosa para su edad. Era la envidia de todos los amigotes, pues al no haber tenido hijos, como las demás mujeres, y al cuidarse diariamente en el gimnasio, gozaba de una figura espectacular para ser una mujer madura. Las mujeres desconfiaban de ella, los hombres la deseaban. No pasaban desapercibidos para nadie.
La visita de su madre —la de ella—, la revitalizaba. Y aunque esas semanas que pasaban juntas eran perfectas, ella temía el día en que su madre se fuera de nuevo a Valladolid, de donde era toda su familia. Pero claro, ellos vivían en Madrid, la capital. Su vida tenía que estar en el centro de España, ya que no podía transcurrir en el centro del Universo.
Su madre, en la última visita le dijo:
—Hija, ¿por qué no habéis tenido hijos? Se te ve muy triste y sola…
—Mamá— contestaba ella—. Ha sido el gran error de mi vida. Pero con 46 años ¿Cómo voy a tener un hijo?
—Lo sé hija, lo sé, pero al menos deberías cambiar de vida. Deberías dejar de trabajar tanto, y deberías dejar de pagar tanto por todo. Puedes cambiar todo este lujo, por una vida más sencilla. ¡Vuelve al pueblo!
El tono de su madre, al decir estas palabras, era como de broma. Sin embargo, ambas sabían que era la única solución posible. Su madre bajaba la cabeza esperando la contestación de su infeliz hija. Pero ella solamente la miraba con ojos, esta vez, de profundo amor. Y cuando sentía este amor, se decía a sí misma:
—Nadie sentirá esto por mí, nunca… —y su desesperación aumentaba.
Ahora recordaba, cada vez con más intensidad, el tiempo en que todo era distinto y, con ganas de comerse el mundo, se decidió a estudiar en la universidad para ser abogado. Tras largos años de duro esfuerzo, logró su meta. Y con muy buenas calificaciones, por lo que en pocos meses, consiguió un puesto en el buffet de abogados “Sánchez e hijos”. Allí fue donde conoció al que hoy era su “ideal” marido. Se fue forjando una relación basada en compartir los mismos objetivos de vida: dinero, prestigio, poder… Ella quería dejar de ser una paleta de pueblo… ¡Y vaya si lo había conseguido!, lo había superado con creces. Ahora, su vacío interior y el profundo desprecio por su marido, la habían convertido en una especie de marioneta inerte.
Había visto mucho mundo, y también, por su trabajo, muchos casos donde marido y mujer se odiaban a muerte hasta llegar a matarse, y alguna vez pensó:
—Lo que yo daría, a veces, por vivir algo así.
Pensaba que hasta eso era mejor, porque al menos era “algo vivo”, y no esta vacuidad… este vacío tan desesperante. La vida empezaba a resultar una autentico tedio.
Ella se había esforzado durante los últimos años en mantener “el barco a flote”. Ahora sabía que el barco estaba hundido desde que salió del puerto, y que no había un destino al que llegar. Cuando un barco queda a la deriva, parece un animal muerto. Está inerte, es llevado por las olas hacia cualquier lugar, sea inhóspito o agradable y fértil. Todo puede suceder cuando no se tiene un rumbo claro.
Pero, ¿por qué no salía corriendo? Podría ir a casa de su madre, después podría ir a cualquier parte del mundo. Tenía dinero, podría estar al menos unos meses sin trabajar, y después podría buscar algún trabajo menos ambicioso, podría tener tiempo libre para lo que quisiera hacer… Pero entonces se preguntaba:
— ¿Qué quiero yo hacer que no haya hecho ya, sino amar a alguien y formar una familia de verdad? Eso ya no será nunca posible.
Hace tiempo, ella le había comentado a él estas cosas, y él simplemente le decía:
—Hemos hecho lo que queríamos: somos muy felices porque estamos libres de ataduras, no vamos a volvernos convencionales ahora. Eso que te pasa debe ser algo hormonal, que todas las mujeres que no tienen hijos sufren, como sufrís cuando tenéis la regla, o como cuando os llega la menopausia. —Era un tipo rematadamente imbécil. El asco que ella le tenía, en esos momentos, se transformaba en una especie de odio mezclado con impotencia, eso la reventaba por dentro.
Hace tiempo que ella no le habla de nada de esto. No por sus respuestas, sino porque le daba totalmente igual lo que él opinara al respecto.
A veces deseaba que él tuviera una amante, y que la abandonara. O mejor aún, que se muriera de un ataque al corazón, un infarto cerebral, un accidente o algo así rápido y contundente. Y lo peor era que no sentía ninguna culpa cuando deseaba estas cosas, más bien era una especie de esperanza que latía en su interior. Pero sabía que no por desear algo se iba a cumplir. Más bien al contrario, como la pena la invadía y el vacío era cada vez mayor, sabía que en el fondo todo aquello más bien le terminaría ocurriendo a ella antes que a él. Entonces venía la peor parte, ¡no podía ni por un momento imaginarse a aquel repulsivo hombre cuidándola amorosamente! ¡Eso era lo último que quería que ocurriera! ¡Antes la muerte!
Pero en realidad: ¿por qué lo odiaba a él de esa manera tan profunda e intensa, si nadie le obligaba a estar con él?
Una conocida le dijo una vez:
—Solo podemos odiar a quien hemos amado, y cuanto mayor haya sido el amor, tanto mayor será el odio hacia esa persona.
Esta afirmación la conmocionó, y fue a partir de entonces cuando comenzó a comprender que su amor interesado hacia aquel hombre, había pasado a ser odio, pero que su interés, en el fondo, permanecía intacto. En realidad, menos su potentísimo deseo tardío de ser madre, todo lo demás seguía igual. Y si esto era así, seguramente a él le podía estar pasando lo mismo. Seguía amando el poder, el lujo, el glamur, el prestigio…
Un día le confesó a su mejor amiga, Judith, que creía que en realidad nunca había amado a ese hombre. Parecía como si el hombre al que había amado, hubiera desaparecido…
— ¡Qué penoso es oírte decir eso!— le reprochaba Judith— ¿Por qué te casaste si sabias que no le amabas?
—Pura convención social. Puro márquetin. ¡Yo qué sé! ¿Tú crees que pensé en el amor?
—Jamás haría una cosa así, te lo aseguro —le decía su amiga con cara de tristeza.
—Lo sé, por este mismo motivo eres mi amiga, porque eres una buenísima persona. Jamás harías nada por puro interés, todo lo haces con el corazón. No entiendes que el mundo funciona de otra manera, eres el contrapeso que necesito para llenar el gran vacío de mi vida.
Pero la buena amiga Judith, nunca pensó que el odio atroz que envolvía a su amiga la llevaría a la locura, sobre todo porque ella siempre estaba pendiente de su estado de ánimo. Le hablaba sobre el odio, y le decía que nunca puede ser bueno odiar a alguien, pues te produce impotencia, malestar y te vuelves peor persona… en general, y no solo hacia la persona odiada.
—Es del todo mejor transformar ese odio, al menos, en indiferencia. Porque puedes ahogarte en él y dejar de vivir.
Pero este tipo de consejos son muy fáciles de decir y muy difíciles de escuchar. Sobre todo, porque ella se había propuesto eliminar al imaginario causante de todos sus males…
Dos
Eran ocho años, sufriendo un desafecto atroz por él. Eran veintitrés años juntos, primero el noviazgo larguísimo. Después una ostentosa boda, con dos familias encantadas de haberse conocido. La de ella por el logro alcanzado por su niña. Había logrado salir de una clase social humilde y meterse de lleno en la clase media acomodada. La de él, porque comprendían que una mujer tan bella, que había logrado un nivel de estudios a base de becas, con unas calificaciones altísimas, con una visión conservadora de la familia, fiel y sumisa con los hombres, era un partido que no encontraría en las mujeres de su misma clase. Mujeres soberbias, sin frescura, sin convicciones, y dadas a todo tipo de vicios y perdiciones. Ambas familias ganaban “algo”, todos en realidad ganaban “algo”….
La mañana del 3 de septiembre de 1995, parecía una mañana normal. Águeda se levantó con un fuerte dolor de cabeza. Las ojeras en su rostro eran más que evidentes, tanto, que Felipe se lo comentó durante la taza de café del desayuno:
—Quédate a descansar si no has dormido bien, yo me voy al despacho. Tengo el juicio de José Luis Olcina a las once de la mañana, y me gustaría repasar el expediente. Ya les digo a los demás, que hoy vas más tarde, ¿de acuerdo?
Ella entonces le miró, le miró mientras le hablaba… Miró su rostro detenidamente, se fijó en sus ojos, en las cejas y sus movimientos al hablar. Se fijó en su boca, y en cómo las comisuras se balanceaban de arriba hacia abajo o viceversa, según lo que fuera diciendo. Miró el color de su piel, los poros de la nariz…
Repentinamente se dio cuenta de lo que sucedía, y en voz baja, pero audible para él, dijo:
— ¿Cómo no me había dado cuenta antes? —y lo miró con cara de espanto.
En aquel momento sintió tanto terror, que salió corriendo mientras él terminaba de hablarle, y se escondió en la cama.
Felipe, atónito ante la respuesta de ella, le siguió.
— ¿Pero qué haces, qué te pasa…? —le decía asombrado.
Y desde debajo de las sábanas, escuchó a su mujer susurrar algunas ininteligibles palabras:
— ¡Sabia que no era yo el problema, sabía que algo estaba pasando…! ¿Cómo es posible?
— ¿Qué te pasa Águeda? ¡Me vas a hacer que llegue tarde! ¿Estás enferma? —y al tiempo que él le decía esto a media voz, tiraba de las sábanas bajo las que su mujer se escondía.
— ¿Quién eres tú?, ¿dónde está mi marido?, ¿desde cuándo te estás haciendo pasar por él? —le decía ella gritando y llorando al mismo tiempo, en un estado tal de enajenación en el que él no reconocía a su mujer.
Ella era una persona tranquila, ella era una mujer modosa, sosegada y que pocas veces alzaba la voz… Ahora tenía un aspecto deplorable, como de loca, como una alcohólica o algo peor.
— ¿Qué significa todo esto?, ¿estás de broma?, ¿es el día de los santos inocentes?, ¿pero qué te pasa Águeda? ¡O me contestas, o te juro que llamo a la policía! —dijo Felipe con firmeza, no sabiendo, en realidad, qué hacer en aquella insólita situación.
— ¡Yo voy a llamarles! —gritó Águeda enloquecida. Y levantándose en un instante, salió corriendo hacia la planta inferior. Se encerró en la cocina y desde el teléfono que tenían en la pared, llamó a la policía:
— ¡Ayúdenme! —decía desconsolada— ¡Un extraño se hace pasar por mi marido! ¡Quiere matarme!
Desde el otro lado de la puerta, Felipe, conmocionado por la situación, no hablaba. Escuchaba lo que increíblemente su mujer le estaba diciendo a la policía. Se quedó paralizado por el miedo y la confusión…
Decidió abrir la puerta poco a poco, ella había tirado el teléfono al suelo y se oía la voz del policía, que desde el otro lado, preguntaba insistentemente la dirección donde se encontraban.
Felipe le gritó perplejo:
— ¿Pero qué coño estás haciendo? —Y comenzó a acercarse a ella lentamente.
Águeda, detrás de la encimera del centro de la espaciosa cocina, y con un cuchillo de cocina en la mano gritaba:
— ¡No te acerques a mí, no te acerques, por favor! ¡No me hagas daño! —y su rostro desencajado mostró a su marido que no estaba en su sano juicio.
Él, no soportando la situación, se dio la vuelta, y entonces Águeda, la mujer tranquila, fiel amante y perfecta esposa, abalanzándose como una loca furiosa le asestó una puñalada en el costado, entre abdomen y costillas.
Felipe sintió un profundo dolor, sin embargo, su cara se desencajó solamente cuando escuchó a su mujer decir gritando:
— ¿Quién eres? ¿Dónde está Felipe? ¿Qué le has hecho a mi marido?
Felipe cayó al suelo y se desvaneció de dolor… Se desangraba por la mortal puñalada que Águeda le había asestado a traición. Oía, desde su inconsciencia, a su mujer gritándole, insultándole… creyó notar patadas y golpes por todo su cuerpo pero, poco a poco, dejó el mundo de los vivos y se adentró en las tinieblas.
Le dijeron que Águeda había sido ingresada en el psiquiátrico. Y también que por poco se muere. Estuvo tirado como un perro durante horas.
Ella le dejó en el suelo, subió al segundo piso, se duchó, se cambió para ir a trabajar y llegó, como si nada, al despacho de abogados.
Alfredo le preguntó por él.
—Pero, ¿cómo?, ¿no ha llegado?, ¡si salió de casa antes que yo! ¡Me dijo que se venía al despacho porque tenía el juicio de José Luis Olcina a las once de la mañana! —dijo sorprendidísima.
Tres
Al principio pensaron en un accidente. Ella misma llamó a la policía esa tarde, ya que Felipe no se presentó al juicio.
Después, ya en la casa, la primera impresión fue la de un atraco en su domicilio. Pero, ¿cómo podía ser que ella no se hubiera dado cuenta?
Al llegar a la casa, junto con la policía, encontraron a Felipe tirado en medio de un gran charco de sangre ya coagulado, por las horas. Estaba muerto, o al menos eso parecía.
La policía le preguntó a Águeda:
— ¿Es este su marido?
Y ella con total convencimiento contestó:
—No, este es un doble, como un clon de mi marido. Estaba conviviendo conmigo desde hacía años, y solamente hoy me he dado cuenta. Tienen que buscar al culpable de todo esto y devolverme a Felipe, aunque ya no sé si estará vivo, creo que hace al menos 8 años que este hombre se hace pasar por él.
El policía, completamente atónito, la cogió por los brazos y le dijo:
— ¿Ha apuñalado usted a este hombre?
—Sí, me perseguía por toda la casa, enloquecido. ¡Tuve que defenderme!
El compañero de patrulla sacó las esposas y cogiéndola por las muñecas la esposó, leyéndole sus derechos. La ambulancia llegaba en ese momento, los padres de él y los compañeros del bufete de abogados, llegaron casi al mismo tiempo.
Todo el mundo quedó conmocionado al verla a ella salir esposada, y a él en camilla.
Águeda solamente se dirigió a los padres de él sin inmutarse emocionalmente:
—Ese de ahí no es vuestro hijo. Pedid una prueba de ADN. ¡Tenéis que encontrar a vuestro hijo! —decía gritando una y otra vez.
Y metiéndola en un coche de policía, la llevaron a comisaría.
Águeda, por fin era libre…
Se cuenta que el Tomo Oscuro cambia su contenido con el tiempo o según la clase de persona que lo abra entre sus manos. A veces es un manual, otras está en blanco, en unas pocas se lee una maldición que persigue al lector hasta llegar a darle muerte…
Pero, si la persona lo merece, las más de las veces, se encuentra con una inofensiva serie de relatos…