28 marzo, 2024

A continuación, un relato de tintes mitológicos pero ambientado en una devastadora época incierta en el tiempo.

¡Esperamos que disfrutéis de esta pausada pero climática narrativa, pulperos!

Los antiguos solían repetir un dicho que a nuestros oídos suena un poco extraño: “Todos los caminos conducen a Roma”, y digo esto no tanto porque no sepamos lo que esas palabras pretenden decir, sino porque ni Imelda ni yo sabemos dónde queda Roma, es más, sospecho que a nadie le consta si por estos lares tan olvidados exista un sitio que haya llevado un nombre tan sonoro. Ella supone que puede tratarse de alguna ciudad extinta pero famosa cuya memoria ha sobrevivido a través de los tiempos hasta llegar a esta Era del Sol Rojo, y  me inclino a creerlo, pues aparte de un dechado de belleza es mucho más inteligente que yo.

Imelda es muy bella, es más, la considero la mujer más hermosa que se me haya dado contemplar: su estampa durante mi breve andadura por este valle de lágrimas, es más, constituye un regocijo para mi espíritu, desde que salí de la Matriz. Imelda me libero de mis creadores, y me dio el  nombre de Dante, además de otorgarle un propósito a mi vida: soy el encargado de protegerla de todas las amenazas que moran en estas tierras inhóspitas, iluminadas por la impronta de ese globo rojo cuyos rayos se extienden como brazos largos y cárdenos sobre esta maltratada porción del mundo.

Soy fuerte y feo como el dios Vulcano ( Imelda me ha hablado de él, por eso, y por la parte de fealdad que me toca lo menciono, quizá por todo ello me ha prodigado con un nombre tan sonoro), y estoy armado con una espada y un escudo para luchas cortas, amén de un venablo, un carcaj de flechas y un arco largo para contener a nuestros enemigos cuando se encuentren todavía lejos.

Tiene el cabello tan negro como la noche, y sus hebras rodean su cráneo al modo de las pelucas egipcias con un gracioso cerquillo que pende sobre su frente. Me gustan sus ojos amplios y soñadores, que siempre parecen escrutar el porvenir, sobre ellos se erigen sus cejas a modo de arcos, los cuales hacen juego con la jovial ternura que se desprende de su mirada, su nariz es alargada pero bien formada, sus labios delicados y rojos jamás se fruncen y ofrecen el esbozo de una sonrisa dispuesta a surgir al menor pretexto.

De su cuerpo no puedo decir nada aún, me ha sido vedado el contemplarlo pues suele cubrirlo con una bata negra que vela su conocimiento a cualquier observador  casual e inclusive a mí, que soy su fiel protector, aunque debo confesar que abrigo la esperanza de que algún día me sea concedida de contemplarla íntegra y sin velos de por medio. Es mi deseo más ferviente y sincero, mientras voy custodiando sus pasos.

Imelda es la impronta de la felicidad, está llena de alegría, del gozo de vivir en medio de este mundo triste que marcha camino a su ocaso final, del mismo modo que nosotros estamos pisando este camino estragado y polvoriento que conduce hacia el oeste,  a una especie de Santuario donde la aguarda el Hegemón cuyo poder ha preservado milagrosamente aquel lugar en la condición en la que se encontraba en la Antigüedad, es decir, en las épocas en las que los días no parecían tardes perpetuas, y no se padecía la visión triste y ominoso del Sol Rojo afectado por el trance del ocaso.

Escogimos este camino por las señales que esta tortuosa senda ofrece a los sagaces ojos de la vestal, ella es capaz de leer las pistas que el lenguaje del Hegemón ha diseminado a través de este antiguo camino asfaltado.

Mi función es permanecer atento, pues si bien el camino aparece desolado está flanqueado por muchas lagunas de aguas inmundas y quietas, que hieden espantosamente, y pueden estar habitadas por criaturas monstruosas que solo pretenden cebarse en su cuerpo para deshacerlo y así alimentar sus vísceras infernales, pero a veces me doy tiempo para voltear y así   asegurarme que ella todavía sigue ahí; cuando lo hago, ella me regala la gloriosa visión de una sonrisa que hace parecer este mundo un lugar mejor solo porque Imelda existe, y le otorga ese cariz particular que la induce a desplazarse con parsimonia y tranquilidad por aquel sendero en cuyo seno prevalece la amenaza de la incertidumbre, a la par que ese resplandor rojizo que tiñe la tarde.

A veces me gustaría preguntarle si no tiene miedo de que alguna de las criaturas que ha formado el Poder que pretende acelerar el Fin de las Cosas pueda afectarla, pues ella nunca parece estar bajo el signo del terror, pero también es posible que tenga la suficiente confianza en que mi habilidad para manejar la espada y el venablo la protegerá de cualquier cosa que pretenda hacerle daño.

No necesita palabras para decirme eso, la amplitud de su bella sonrisa me basta para confirmarme que es así, y eso es el aliciente más poderoso para mantenerme atento y vigilante. Soy como un perro guardián que reacciona al menor ruido, y ese ruido acaba de producirse: viene de una de esas lagunas, y suena como si algo hubiera emergido de su asqueroso seno de repente, y en efecto es así.

Se trata de un cuello tan largo como una de esas sogas que servían para construir los aparejos de los barcos antiguos, es una cosa que se acerca haciendo un sonido sinuoso que corta el aire, conforme se acerca me doy cuenta que el cuello acaba en una especie de rostro monstruoso que recuerda un mascarón de proa que ahora pretende abalanzarse contra Imelda.

Mi mano cobra vida y se aferra a la guarnición de mi espada, para blandir la hoja con la rapidez de un rayo surgido del cielo, la cosa aquella está muy cerca de ella, su sombra ya se cierne ominosamente sobre el cuerpo de la preciosa vestal, que como siempre se encuentra ocupada en su silencioso diálogo con el Hegemón y los rastros que va dejando.

La cabeza abre su boca babeante y muestra sus colmillos ávidos y afilados. Imelda parece seguir en trance como si nada estuviera amenazando su vida, pero mi brazo es raudo y de un solo tajo consigo separar aquella cabeza de su cuello serpentino con rasgos de Medusa impresos en la faz.

La cabeza cae como una pelota mal hecha sobre el destrozado camino, y una sustancia viscosa muy parecida a la sangre, aunque carezca de su color natural, fluye de aquel cuello cortado.

Estoy cansado por el esfuerzo, pero me siento como Clitos luego de salvar la vida de Alejandro a orillas del Gránico; por un momento Imelda contempla la cabeza decapitada sin mayor sorpresa, como si ya supiera que el postrer destino de esa cosa era convertirse en uno de los tantos despojos que aparecen diseminados sobre este camino, luego se acerca y deposita un suave beso sobre mis labios, un beso que me electriza pues es el primero que recibo de los labios de una mujer.

Entonces siento un impulso irrefrenable de continuar pegado a sus labios,  mientras mis brazos sueltan la espada y el escudo para aferrarse a su cintura, ahora la estoy palpando y de ese modo me hago una idea de las formas que esa bata eclipsa, mis manos continúan descendiendo y se adhieren a la seda que recubre aquel cuerpo grácil y maravilloso, siento que mi virilidad crece, que el deseo se incrementa, que ahora soy un hombre como todos, en cuyo ser mora el deseo de amar a una mujer hermosa.

Mis manos ahora suben, están ansiosas por saber más, por despejar las incógnitas que esa bata oculta celosamente a mis ojos, pero  basta una mirada suya para apartarme de su cuerpo. El poder de sus ojos desarma mi deseo. Soy su protector, no su amante, y su actitud me lo recuerda disipando este breve instante de desenfreno que me ha hecho olvidar mi condición subordinada.

Debemos seguir andando, y el Sol Rojo parece escurrirse allá en el fondo del cielo, como una moneda trémula y huidiza, y aquí abajo nada grave sucede ya, pues ninguna de las cosas que moran en las lagunas cercanas  ha vuelto a asomar su cuello periscópico. Ahora nos acercamos a la pared de una especie de anfiteatro cuya mole se yergue como un enorme mojón circular puesto en medio del camino, y algo me dice que la aparición de esa edificación es más un simple alto en la senda que venimos recorriendo. Después de todo ella es su propio piloto, pues es la única capaz de interpretar las señales que el Hegemón ha dejado sobre el terreno.

Imelda me indica que me acerque, y dócilmente le obedezco; esta vez me estampa un beso en la frente, mientras me dice con voz queda que me vaya, que el resto del camino debe hacerlo sola pues el Hegemón la espera solo a ella, y no a mí; a continuación se aleja bordeando lentamente el perímetro del anfiteatro, la sigo con la mirada queriendo preceder sus pasos y acompañarla hasta el fin de mis días, pero ella me ha liberado de mi responsabilidad, ya no soy su protector y quizá deba irme de aquí.

Me siento dividido entre mi lealtad hacia ella y la curiosidad que siento por el destino que le espera junto al Hegemón. Esta última me hace permanecer, ella se aleja siempre dulce, siempre en trance como una aparición que solo roza el mundo para atravesarlo, más no para quedarse en él. Al principio no me animo a seguirla, por miedo a que vuelva el rostro y repita su orden, pero no lo hace y sigue adelante sin mirar atrás, como si hubiera puesto un sólido dique entre su pasado reciente y ella misma.

Cuando me aseguro que ella no mirará hacia atrás, me animo a seguirla, la estela de su bata barre el suelo como la cauda de un cometa, lo hace con lentitud con la grácil parsimonia que Imelda le imprime a todas las cosas que hace, la visión de aquella porción flotante de seda negra me embelesa hasta que alzo la mirada y me topo con la fascinante visión de un prado extenso y verde que aparece en vez de la pared que circunda  el anfiteatro, y que se ve si uno se llega al Santuario desde el Sur.

¿Cómo ha podido sobrevivir algo así en este mundo condenado a la extinción lenta que presagia el Sol Rojo? La luna impregna con su plateada luz aquel pequeño oasis que ha preservado su vigor en medio de la decadencia general.

Imelda empieza a bailar con impetuoso frenesí, gira como una peonza enloquecida por la fiebre de danzar, las faldas de su vestido se levantan al unísono dejando ver sus delgadas pantorrillas, sus pies han abandonado las sandalias que hasta  ahí cubrieron las plantas de sus pies, y ahora está descalza y feliz, danzando para un ser poderoso e invisible que la contempla desde las gradas de la tribuna vacía.

De pronto hasta la bata parece un peso difícil de soportar e Imelda se despoja de ella, y aquel acto de suprema libertad me permite descubrir la etérea belleza de su cuerpo desnudo, sus pezones brillan como si un par de luciérnagas se hubieran posado sobre ellos, su pubis también emite destellos con esa fuerza que hace difícil contemplar al sol de frente.

Por un rato, me cubro los ojos para no quedar deslumbrado por la intensidad con la que brillan esas fuentes de luz, pero en realidad mis ojos quieren seguir viendo. Sé que las luces pasarán, nada puede brillar de esa manera sin agotarse rápidamente.

Espero unos minutos y vuelvo a mirar, como esperaba el fulgor se ha ido pero el cuerpo de Imelda despide un extraño brillo que recorta a la perfección su silueta desnuda en medio de aquella penumbra plateada.

Imelda está como suspendida en el aire, como si  una fuerza portentosa la estuviera sosteniendo sin necesidad de pedestal ni peana alguna, ahora se estremece y grita mientras unas manos invisibles navegan sobre su piel estrujandola con suma fruición, formando pliegues de carne una y otra vez. Su carne es como plastilina bajo el imperio de esas manos que amasan las colinas de sus senos para llegar con mayor facilidad a sus pezones, que ahora apuntan al cielo como si una boca ávida encontrará deleite chupándolos como un niño lo hace con los de su madre.

El espectáculo me turba, es algo tan insólito observar cómo una mujer hermosa parece estar siendo acariciada por algo que parece ocultarse en el mismo aire, aunque brinde la impresión de haberse entrelazado su cuerpo con el de Imelda.

No necesito saber el nombre de la presencia que está disfrutando del cuerpo de Imelda con tanta delectación, se trata del Hegemón, el espíritu, dios o lo que sea que ella ha venido a buscar a este ruinoso lugar con apariencia de paraíso, el caso es que no puedo soportar más lo que estoy viendo, y creo que ha llegado la hora de cortar de raíz lo que está pasando.

Mi cuerpo se enfurece, estoy lleno de rabia y también de celos, por eso  mi mano derecha obedece ese sentimiento enarbolando el venablo que tantas veces me sirvió para matar bestias y defenderla de los acosadores que estorban el camino, pero ahora mi intención es aprovechar que no me está mirando a los ojos para poder matarla limpiamente.

Lanzo el venablo pero no llega a su destino, y no es que mi puntería sea mala; el arma arrojadiza ha chocado contra un muro invisible que no solo detiene el proyectil, sino que consume la punta de metal y la madera de la que está hecho el astil.

Imelda abre los ojos, y me mira con furia destructora, como si quisiera aniquilarme, y por primera vez en mi vida tengo miedo de pisar el mismo suelo que pisa ella y el Hegemón que ahora la tiene bajo su protección.

Chiclayo, julio de 2017

 

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