21 noviembre, 2024
portada la escalera no tiene final

¡Por fin! El último relato del Tomo Oscuro. En él, Elmer Rudenskjrik plantea una situación de lo más cotidiana que no tarda en volverse absurda e inquietante…

¡Que lo disfrutéis, pulperos!

 

Dedicado a Stephen King

 

Y ahora, que comience la función…

 

Hora de pasear al perro. La misma hora de todas las tardes, con un estupendo tiempo, el sol radiante en el cielo. Abre la puerta de su piso, el último de la escalera, el ático. El perro, como siempre, sale raudo, con la lengua colgando, las orejas altas, el rabo zarandeándose, todo avidez y felicidad, todo anticipación. No se molesta en llamarle, lo sabe inútil, tan sólo baja detrás de él tan rápido como es capaz, cerrando la puerta al salir. Lo alcanzará en el portal, como siempre, le enganchará la correa al collar, y, castigados cada uno con la unión al otro, seguirán el recorrido habitual, en el tiempo acostumbrado.

Puede oír las pisadas presurosas del animal, el sonido líquido de las pezuñas resbalando en el suelo de los escalones. Pareciera que no llega nunca al portal, y él se imagina al perro dando vueltas sobre sí mismo ante la puerta cerrada, como si quisiera cogerse el rabo. Pero al seguir bajando, paso tras paso, escalón a escalón, se da cuenta de que el tamborileo de las uñas del perro parece estar alejándose cada vez más de él con el ritmo algo irregular y titubeante del animal que baja todavía los escalones. Acelera  el paso, extrañado e inquieto ante la posibilidad de que el portal estuviera abierto y el animal se haya lanzado a una inconsciente y peligrosa aventura en solitario por las calles. Pero no, las pisadas conservan el leve deje reverberante de los tramos de escalera. Sigue bajando, y tras doblar el descansillo del primer piso, se detiene en seco.

Ante sus ojos, delante de la puerta del primer piso, al final de ese tramo de escalera que se ha parado a estudiar, no está, como debería, la puerta de cristales ahumados del portal del edificio. En su lugar, un descansillo más, que no debería poder existir, invita, entre penumbras, a seguir descendiendo; algo imposible, por lo que él mismo sabía desde la mañana de este mismo día. En ese descansillo no hay ventana, como en el resto de los que hay en los pisos superiores, y claro, no parece venir luz de más abajo, lo cual es lógico, pues esa parte ya tiene que estar bajo tierra.

Se vuelve para mirar el letrero sobre la puerta de ese piso. El primero. No hay duda, ahí lo pone. Y además, está seguro de no haberse quedado corto descendiendo, ni largo, claro está. Vuelve a mirar a la incipiente negrura de la escalera descendiente. Las pisadas del perro se alejan hasta un punto inimaginable. ¿Hasta dónde baja esto?

Llama al animal por su nombre, a voz en grito. Le da tiempo a oír su voz reverberando, ese instante en que oye la última letra de sus propias palabras. El perro le da dos ladridos espaciados por respuesta, desde una profundidad que se le antoja demencial. Se dispone a bajar a buscarlo, absurdamente apremiado por el daño que pueda sufrir el perro en un lugar oscuro y desconocido para él. Pero esa ignota oscuridad le amedrenta, no por propio miedo a la ausencia de luz, sino por correr el riesgo de acabar rodando sobre los escalones y partirse el cuello, por ejemplo.

De manera instintiva, sus ojos se posan sobre el pulsador de la luz de la escalera. Es absurdo creer que, si no hay ventanas en el repentino tramo de escaleras, sí vaya a haber luz. Pero da al pulsador, y la luz se hace allí abajo, se vislumbra el apagado brillo anaranjado de las bombillas que hay sobre la puerta de cada piso. ¿Hay puertas allí abajo?

Y es dar al pulsador y bajar corriendo escaleras abajo, llamando al perro a voces, esperando que le oiga y empiece a subir de vuelta al encuentro de su dueño, y así se encuentren en un punto intermedio. No hay puertas en los descansillos, ni pulsadores; sólo las bombillas desnudas (¿de sesenta vatios?) establecen alguna similitud con los pisos superiores, los que siempre habían existido. Sigue y sigue bajando. El descenso es fácil, es sólo dejarse caer, con la precaución de acertar con los pies en los escalones, para no estamparse de morros. No llega al final, no parece ir a ninguna parte; un tramo, un descansillo, un tramo, un descansillo con bombilla, un tramo, un descansillo, otro tramo, otro descansillo con bombilla…. ¿Qué está pasando aquí?

Empieza a jadear. Se está agotando, y no por la rapidez de su descenso, no. Ansiedad. Todo es igual, y no sabe cuánto lleva descendido, ni cuánto le queda de luz. La luz de la escalera tiene una duración; no recuerda nunca haber comprobado de cuántos minutos. ¿Dos? ¿Tres? ¿Cinco? Llama al perro, jadeante. No hay respuesta. Salta los escalones de tres en tres, de cinco en cinco; se arroja más frenético que intrépido, saltando cada tramo por entero. La segunda vez se tuerce un tobillo. Tras la tercera, las luces se apagan.

Se queda apoyado contra la pared, la sien contra la pintura fría, jadeando, sin ser capaz de ver absolutamente nada. Su respiración se normaliza. Toma la determinación de descansar, recuperar aliento y descender un poco más, lentamente. O mejor subir. Sí, subir es más fácil, has visto cómo era el camino: todo igual. Y si tropiezas, no caerás al vacío incierto. Está tentado de llamar de nuevo al perro, pero, una vez recuperada su respiración normal, se percata del silencio que le rodea. No le apetece demasiado llamar al perro. Ni a nadie. Le parece mejor estarse calladito. Contiene la respiración. No se oye nada. No se ve nada. Su pulso, todavía algo acelerado, retumba en sus oídos, con la sintonía zumbante del silencio, esa especie de ruido rosa que captan los tímpanos en ausencia de otros sonidos, como compás.

Decide ponerse en marcha. Hacia arriba, por supuesto, hacia la añorada luz del día. Antes de hacer movimiento alguno, siente una vibración bajo los pies. La vibración se repite de manera más o menos regular, y se intensifica. Parece el impacto de alguien que suba o baje las escaleras. Se pregunta si el perro vuelve. No, porque el perro haría su clásico ruido de arrastrar de pezuñas. Sin moverse, le parece que una ligera brisa, un levísimo movimiento de aire, viniera empujado desde el tramo que desciende hacia él. Alguien baja por ahí. No se mueve, se apretuja contra la pared, el pecho a punto de reventar de aguantar la respiración, los ojos desorbitados queriendo verlo todo en la absoluta negrura. Un sonido, algo viscoso y húmedo, una especie de “chap, chap”, se escurre, oye cómo se acerca desde el tramo de escalera que asciende hacia él. Está rodeado. No dice nada. No se mueve. El “chap, chap” se arrastra hacia él desde arriba también. Del lado de abajo siente una bocanada de aire caliente, de un sabor nauseabundo, que se le pega a la lengua de su boca entreabierta, contraída en mueca que intenta ser silenciosa. Siente bajo sus pies el peso de lo que le rodea, que se acerca en lentas sacudidas. Siente, de sus ojos totalmente abiertos y ciegos, brotar lágrimas que se habían estado acumulando sobre los párpados inferiores. Siente cómo resbalan calientes por sus mejillas, pero más frías que el aire pestilente que le envuelve.

 

Siente una última cosa.

 

Dolor.

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