Hoy os presentamos un nuevo relato que forma parte del Tomo Oscuro: una intrigante aventura de ciencia-ficción con la que María Larralde consigue el ambiente incómodo y la verosimilitud que no alcanzaron nunca otros supuestos grandes autores del género.
Este relato, además, fue leído en su momento por la propia autora, así que, si lo preferís, podéis escucharlo en Youtube desde el enlace que encontraréis debajo del texto.
¡Esperamos que lo disfrutéis, pulperos!
Un sótano. Lúgubre, mal cuidado, desordenado y cubierto de años de polvo sin limpiar. Un hombre se dispone a realizar una grabación. Una confesión. Su aspecto cansado no elimina de su rostro unas facciones fuertemente masculinas de hombre maduro, que revelan un pasado ilustre. Tiene aspecto de hombre eminente. Su grisácea barba, ya mal cuidada, rememora la sabiduría pretérita. Vestido con traje de chaqueta color azul marino, algo pasado de moda, parece un caballero de fina estampa. Pero hoy, este hombre tiene que expiar una culpa.
Comienza la grabación.
Mariano, sentado en una modesta silla de madera, comienza a hablar con su cansada vista puesta en el objetivo de la cámara web de su ordenador.
“La ciencia de la botánica nos enseña que las plantas —en sus diversas escalas clasificatorias-, a pesar de que presentan las virtudes propias de todo ser vivo, no poseen la capacidad de la locomoción. Al menos, eso estudié en la facultad como un hecho completamente demostrado e indiscutible. Claro está, que el movimiento forma parte de su naturaleza, pues crecen, incluso oscilan poco a poco y, de manera imperceptible para el ojo humano, hacia la luz solar. Abren y cierran los pétalos y sépalos de sus florecillas en las noches, o viceversa según la especie. Y algunas, pueden tener “algo” parecido a contracciones musculares, cuando cierran las hojas transformadas en fauces, y el insecto que quiso probar el sabroso néctar queda atrapado en una especie de celda que hace las veces de órgano digestivo.
Pero fuera de estas excepciones a la regla general, las plantas, los vegetales… ese reino antiquísimo y primigenio de la vida en la tierra, no necesitan moverse para buscar su alimento. Y esto es debido primordialmente a que están en contacto directo y permanente con su fuente de nutrientes. El suelo.
Soy botánico. He estudiado a estos maravillosos y serenos seres vivos, durante más de treinta años. Mis colaboraciones en trabajos de investigación sobre diversas especies raras de las selvas tropicales, ha merecido algún que otro reconocimiento a nivel científico.
(El botánico Mariano Bizancio, para unos segundos su alocución rememorando aquellos tiempos de juventud y éxitos profesionales)
Pero ahora que estoy en el final de mis días, no por vejez o enfermedad, sino porque así lo he decidido, tengo que desvelar el secreto que he guardado durante muchos años: soy culpable de la aniquilación de la especie humana sobre la tierra. Ya no hay vuelta atrás. Podría haber evitado esta situación hace tiempo, pero mi amor por el saber científico me impedía amar a los hombres por encima de cualquier otra consideración.
Todo sucedió en un viaje de investigación por el pacífico. Ponape es el lugar exacto donde hice mi descubrimiento. La expedición no estaba formada por biólogos, sino que era un equipo multidisciplinar con un paleontólogo, un antropólogo, un biólogo marino, un servidor como botánico y un arqueólogo. Nuestra misión era estudiar aquella isla y las colindantes, en todas sus facetas: culturas arcaicas humanas, sus construcciones arqueológicas, fauna y flora actuales y pretéritas. Los ecosistemas del lugar… Aquello costó mucho tiempo, esfuerzo y grandes colaboraciones económicas públicas y privadas. Y eso hicimos.
Pero no todo el conocimiento es un BIEN en sí mismo. Y en aquel alejado e inhóspito archipiélago hice, de manera fortuita y furtiva, un descubrimiento atroz.
Era una mañana veraniega e hicimos una inmersión submarina, pues se decía que había una ciudad antiquísima, sumergida en el océano. Eran puras leyendas, pero como todas ellas, podía haber algo de verdad en esos mitos tribales. Contaban los nativos, que la isla estaba literalmente sobre una ciudad arcaica de roca y metal. Allí habían habitado seres que quizá no tenían linaje con la especie humana, pero que eran inteligentes y que su dominio sobre la tierra se esfumó sin explicación ninguna. Los nativos no pisaban aquella isla, allí no se reproducía la vida humana. Todos habitaban islas cercanas, pero nunca nadie se atrevió a repoblar aquella tierra de nadie. El peso de la maldita leyenda era superior a las ansias expansivas de nuestra especie.
Fue todo un impacto para nuestro equipo científico descubrir que, efectivamente, aquella isla se sostenía o había crecido, por acumulación de materiales orgánicos e inorgánicos a lo largo de milenios, sobre construcciones de metal y de granito que, cual columnas inmensas, sostenían el atolón superior. Por debajo había cuevas y túneles que, deteriorados por la erosión del mar, la sal y el tiempo, parecían naturales pero que examinadas más de cerca, evidenciaban que eran construcciones geométricas perfectamente construidas por una mano inteligente. Aquellas construcciones tenían un diseño estructural con un fin clarísimo: su habitabilidad.
Varios de nosotros nos sumergimos en varias ocasiones por aquellos pasadizos que habían sido la guarida de seres de otro tiempo. En una de aquellas inmersiones, cuando ya íbamos a volver a Europa dado que no se podía mantener económicamente el proyecto, y siendo poco atractivo desde el punto de vista comercial, hice mi última expedición.
Llevaba bombonas de oxígeno para dos horas, y mi compañero Jackes me haría de guía. Él era el verdadero profesional, pues era el biólogo marino. Ambos nos resistíamos a irnos de aquel sorprendente lugar. Creíamos que debía seguir investigándose hasta extraer de sus entrañas sus más escondidos secretos. Y ambos estábamos equivocados. Radicalmente desacertados en nuestra apreciación.
A la media hora ya estábamos los dos solos, sumergidos en aquél atolón cavernoso. Sus habitáculos eran espaciosos, sin embargo, los túneles estrechos entre ellos dificultaban nuestros aparatosos movimientos de submarinistas, obligándonos a ir uno tras otro en fila de a uno. A pesar de no ser especialista en animales, aquello tenía todo el aspecto de una madriguera. La luz iba desapareciendo conforme nos adentrábamos en la guarida, pero teníamos potentes linternas. Con aquellas luces, el aspecto tétrico y aún diríase que terrorífico de túneles y cámaras, se acrecentaba. El fitoplancton rellenaba por completo el espacio acuoso de las oquedades. Las paredes de las cuevas estaban cubiertas por algas y líquenes, sin embargo no observamos rastros de vida animal.
De manera fortuita, rocé una de las paredes en uno de los laterales de la cueva más profunda de todas a las que habíamos conseguido llegar. Aquella pared desprendió sus capas de materiales sedimentados, produciéndose una nube de material denso que se diluía en el agua circundante. Enfocamos con las linternas hacia aquella zona. Debajo de los materiales de desecho flotantes se veía, con dificultad, un material metálico sin corrosión ninguna a pesar de que el agua lo había estado lamiendo quizás durante millones de años. Nos acercamos. Me quedé completamente sorprendido.
Aquello era la puerta de una especie de sarcófago incrustado en la pared de la cueva. Ambos comenzamos a limpiar las paredes con nuestras propias manos. No había solamente una, se podían observar más de cincuenta puertas de habitáculos perfectamente adheridos a los muros de la estancia. Pequeñas bisagras y unos pestillos simples, facilitaban su apertura, cuya dirección era hacia el interior del receptáculo. Con esfuerzo y sin apenas visión, abrimos el primero de ellos. Dentro había un ornamentado cofre. Sus dimensiones eran casi idénticas a las del contenedor de la pared, y estaba encajado casi al milímetro en él. Me parecía casi imposible el poder sacar aquel cofre de allí. Pero Jackes, mirando minuciosamente aquella autentica obra de arquitectura, encontró un pulsador en el lado derecho. Al tocar aquel interruptor la sala se iluminó completamente. Pero lo más impactante de todo fue que, mientras los halógenos repartidos equidistantemente en la cueva la saturaban con luz artificial, el agua comenzaba a evacuarse por los conductos por los que nos habíamos adentrado. Una gran fuerza de succión que no comprendíamos de dónde podía provenir acabó por vaciar la sala. Los dos nos mirábamos estupefactos. Conmocionados, mientras el lento descenso del volumen acuático nos depositaba finalmente en el suelo de la estancia.
Aquello era descomunalmente grande. Lo que habíamos interpretado como una gran cueva submarina era en realidad una gran sala destinada a clasificar aquellos cofres metálicos por todas sus paredes. Parecía que alguien se había tomado muchas molestias por preservar aquel secreto celosamente ocultado, durante milenios, por seres inteligentes. Jackes y yo nos quedamos paralizados ante la asombrosa visión. Sin esperar, nos desprendimos de las escafandras pues queríamos tener libertad de movimientos para inspeccionar todo aquello. No pensábamos en las consecuencias, solo en el descubrimiento.
Entre ambos conseguimos, tras un análisis minucioso de los receptáculos, descubrir un singular mecanismo de extracción de los cofres. En el centro de la cueva-habitación de almacenaje, había, escondido también bajo algunos quilos de material de desecho, una central automatizada del más alto nivel tecnológico. Aquello comenzaba a recordarme a un laboratorio. Jackes pensó lo mismo. Pero de nuevo nuestro afán por comprender lo que era todo aquello se impuso a la prudencia.
Limpiamos aquella centralita. Había una pantalla central, que parecía haber sufrido daños por el agua. La toqué con mis manos. Sorpresivamente aquello comenzó a iluminarse. Al principio nos costó entender su funcionamiento pero era debido a nuestra deformación profesional. Estábamos convencidos de que sería un mecanismo complejo, lleno de algoritmos y fórmulas matemáticas, pero nada más lejos de la realidad. En aquella pantalla táctil, aparecía representada la misma sala, con cada uno de los agujeros soporta cofres debidamente clasificados por color y un nombre. Entonces comprendí. Era un almacén de seres vivos.
Los nombres estaban escritos en un idioma desconocido, y no éramos capaces de descifrar sus reglas semánticas. Dimos una vuelta por la estancia y nos asomamos al túnel por el que nos habíamos adentrado en aquella sala. Ni rastro de agua marina. Volvimos a la torre de control. Después de pensarlo un rato, decidimos tocar uno de los recuadros con un extraño nombre en medio. Era de color marrón claro por lo que dedujimos que no sería un organismo dañino el que tenían preservado en aquel cofre, ya que había una diferencia clara con otros que tenían colores chillones y rojos bermellón. En cualquier idioma los colores chillones indican peligro. Nos dijimos.
Podríamos haber intentado salir a por ayuda, podríamos haber actuado correctamente, siguiendo los protocolos ante un descubrimiento de tal magnitud. Pero tomamos la peor de las alternativas. Le dimos al botón marrón.
Se activó de inmediato un mecanismo automático de extracción de los cofres, de todos los de ese mismo color. Todos fueron depositados en el centro de la sala por unas frágiles e invisibles cintas que salían de los receptáculos. Los cofres tenían inscripciones idénticas, por lo que dedujimos que se trataba del mismo organismo clasificado y documentado por seres inteligentes que ya no existían en la tierra desde hacía, quizá, millones de años. Los sarcófagos tenían forma casi ovoide, pero no dejaban de ser rectangulares a un mismo tiempo…
(Mariano para un minuto su relato pero sigue mirando la cámara. Su rostro, descompuesto con el recuerdo de lo que iba a continuación, era el mismísimo rostro de la decepción y la pena profunda)
Jackes, él fue realmente el que insistió en abrir el cofre número uno. Yo comenzaba a mostrar mi reticencia a seguir desentrañando aquel misterio sin ayuda del equipo e incluso de las autoridades del archipiélago. Algo me decía que aquello podía ser peligroso, pero en ningún momento podría haberme llegado a imaginar lo que sucedería en aquel laboratorio intraterrestre. La excitación que ambos colegas estábamos experimentando nos llevó a equivocar nuestras decisiones. Mi corazón galopaba en mi interior desbocadamente, mi pulso acelerado llegó a más de 160 ppm. Mis manos presentaron un temblor fino, debido al exceso de adrenalina que, desde mis glándulas suprarrenales, comenzaba a fluir en cantidades tóxicas a través de mi flujo sanguíneo. El descubrimiento podría cambiar el campo de la biología de hoy en día, sus paradigmas principales, sus teorías más asentadas y contrastadas.
Me encomendé a Dios. Me santigüé. Jackes me miraba pasmado. Le dije que solo Dios podía conocer lo que allí dentro había escondido con tanto celo. ¿Y si era algo incontrolable? ¿Y si aquello había sido almacenado y olvidado con el fin de hacerlo desaparecer para siempre? Al fin y al cabo, ¿a quién se le ocurre buscar debajo de una isla?
Mi compañero se rió a carcajada limpia de mis locuras, aquella risa retumbó en las paredes del amplio laboratorio. Me entró a mí también la risa, pero a diferencia de Jackes, mi risa era producto del miedo y la excitación.
Juntos nos agachamos frente al primer cofre, un sencillo mecanismo de cierre permitía abrir manualmente aquel sarcófago. Jackes dedujo que algo tan fácil de abrir no podía contener nada potencialmente peligroso. No era congruente. Abrimos el cofre. Era un sarcófago, efectivamente, es decir, un ataúd. Pequeño, pero indudablemente eso era aquello pues dentro había un ser momificado. Aquel ser tenía un aspecto híbrido. Mis conocimientos de botánica me inclinaban a pensar que era una planta mutada. La cosa estaba en perfecto estado de conservación, por lo que le sugerí a Jackes que más que una momia, era un estado de letargo o hibernación, en el que se encontraban aquellos seres.
Lo examinamos de cerca. El ser tenía raíces de colores ocres y tallo grueso con hojas, éstas parecían las de un palmípedo, por lo que no sabía si pertenecía al reino vegetal o al animal. Al final del tallo presentaba un apéndice cefálico alargado, parecido a las cabezas de los caballitos de mar, que estaba equipada con boca repleta de dientes, y ¡ojos! Los párpados del ser estaban cerrados. Calculamos que medía unos 50 cm. Al ser completamente desconocido para nosotros, no sabíamos si se trataba de un individuo adulto o era una cría de la especie.
El impacto emocional para un científico como yo, ante un descubrimiento así, fue bestial. No comprendía nada. Aquello parecía más dormido que otra cosa. La realidad de nuestra situación comenzó a imponerse. Jackes se mostraba asustado. Él sabía más de fauna que yo. Me miró a los ojos y me dijo que aquello era un ser en estado casi embriológico. Por las proporciones calculaba que el adulto podría medir más de dos metros. Parecía un ser en un estado evolutivo intermedio entre planta y animal.
Entonces, no sé muy bien por qué, mi colega comenzó a arrepentirse de haber abierto el ataúd de preservación del ser. Me quería convencer de que seguramente este ser no necesitaba a ningún congénere para multiplicarse. No entendía por qué se ponía de aquella manera, este descubrimiento nos catapultaría a lo más alto de la cúspide científica. Me pidió que dejáramos todo aquello allí y que nos marcháramos.
Pero yo no iba, bajo ningún concepto, a hacer aquello que él me pedía. Cerré el sarcófago, puse el seguro para que no se abriera, y mintiendo y engañando a mi amigo, diciéndole que dejaríamos allí todo aquello, le convencí para que se pusiera el traje de buzo. Nos adentramos en los túneles y a los cincuenta metros aproximadamente aparecía el nivel del agua de nuevo. Ambos nos sumergimos, no nos quedaba mucho oxígeno, el suficiente como para salir a superficie. Hice que Jackes fuera delante de mí. Nos iluminábamos de nuevo con las lámparas. Miré hacia atrás y todavía podía ver el resplandor de la luz de la sala del laboratorio prehistórico. Me volví hacia mi colega, me acerqué desde atrás. Tiré con fuerza de sus bombonas de oxígeno y las desgarré del traje de buzo. Jackes se volvió espantado. Sus ojos abiertos expresaban sorpresa y pánico. Entonces lo agarré del cuello con mi brazo. Murió a los cinco minutos.
Volví. Cogí el sarcófago. Apagué la luz de la sala. Todo quedó en oscuridad total. La sala se volvió a cubrir de agua. Nadie podría sospechar lo que allí abajo se escondía. Mi descubrimiento estaba a salvo del mundo.
El barco estaba en su lugar, esperándonos. Ahora tenía que inventar un plan para escapar de la responsabilidad sobre el asesinato de Jackes, cuyo cuerpo estaba perdido en los túneles infinitos de debajo de la isla misteriosa. Escondí mi tesoro biológico. No se lo diría a nadie. Me lo llevaría conmigo y descubriría de qué se trataba. Una vez que estuviera seguro de lo que era aquel ser, desvelaría el secreto. Pero la victoria sería mía. Y de nadie más.
Por supuesto, la historia que conté coló completamente. Habíamos salido imprudentemente los dos solos a realizar una inspección submarina. Jackes había quedado atrapado, se desgarró el traje, se asfixió intentando salir de las grutas. Yo intenté ayudarle, pero no pude hacer nada. Fui una víctima. Me apartaron de la expedición y me trajeron a casa. Tuve que estar dando testimonio a las autoridades, pero el cuerpo nunca fue hallado. Buzos de las fuerzas armadas entraron por aquellas grutas, pero no encontraron su cuerpo. Sin embargo, girones de su traje y las bombonas de oxígeno fueron recuperadas. Conclusión: depredadores marinos habían dado buena cuenta del cuerpo de Jackes. Caso cerrado. Familia indemnizada.
Una vez en España, en mi propio laboratorio, en mi casa de campo comencé a examinar el cuerpo de la que ya había sido apodada por mí como: Dionaea insidias. Para que se entienda, aquella planta-animal… debía pertenecer a un eslabón perdido en la evolución. Su estructura celular era de vegetal, pero su fisionomía y anatomía estaba a caballo entre los dos reinos. La saqué del sarcófago con sumo cuidado y la puse en una mesa de disección bajo focos de luz potente. Con una gran lupa de aumento la miré de cerca, aquello tenia pelitos por todo el cuerpo excepto en cabeza y hojas. Las raíces eran más bien como patas de un sepíido, del orden de los moluscos cefalópodos, vamos, las sepias. Pero tenía sus estructuras generales organizadas como las plantas y no como un animal. Seguramente era cazador. Y seguramente hacía la fotosíntesis al mismo tiempo. Era, sin duda, el mayor descubrimiento en biología desde Darwin.
Aquel mismo día sucedió la catástrofe. Dionaea despertó de su plácido sueño milenario. Imperceptiblemente tomó color. Sus tonalidades se encendían. El verde de tallo y hojas era más intenso. El ocre de las raíces se oscureció, la cabeza beige se tornó rosada. Pero mi gran sorpresa fue cuando aquello abrió los ojos. El espécimen parecía algo aturdido. ¡Comenzó a mover la raíces y las hojas como estirándose, desentumeciéndose después de un largo periodo de inmovilidad! Me retiré un poco. Me sentía contrariado. ¿La metía en alguna jaula o en una urna? Me senté enfrente a ver qué pasaba. Aquello comenzó a moverse cada vez con mayor brío. ¡Se puso de pie sobre las raíces que ahora tenían todo el aspecto de patas, como las de los ciempiés! Me quedé estupefacto, paralizado por el milagro que mis ojos estaban observando. Dionaea me miró y abrió su boca. Sus dientes eran afilados. Emitió un gruñido desafiante hacia la dirección donde me encontraba. Eran dientes de depredador. Sus hojas eran como las patas de las ocas, con membranas entre una especie de garras o dedos con pinchos al final. Pero sin embargo no habían perdido su aspecto de hoja.
Jackes tenía razón. Aquello podía ser peligroso. Y cuando me levanté para alcanzarlo y meterlo en una de las jaulas para gatos que tenía en mi laboratorio, eso salió corriendo de manera veloz, ágil y rauda. Se escondió entre las estanterías. Miraba con cara de pocos amigos hacia donde yo me encontraba. Me acerqué sigilosamente. Al hacerlo, aquella cosa, se escabulló por debajo de la estantería y se me enredó en el tobillo izquierdo, con sus tentáculos-raíz se agarró con fuerza. Sus hojas-garra me hacían jirones el camal del pantalón vaquero y el calcetín, mientras con sus dientes y sus fauces abiertas de par en par me mordía desgarrándome la carne. El dolor fue tan grande que me caí al suelo. Aquello comió un pedazo de mi carne. Salió corriendo hacia la puerta y, como si además estuviera dotada de una alta inteligencia, salió por la puertecilla del gato. Quise seguir su rastro pero las graves heridas que me había propinado Dionaea insidia me impidieron seguir más allá de cien metros. Aquello ya no se veía por ningún sitio. ¡Se me había escapado!
(Mariano Bizancio respira con dificultad antes de seguir. Ha tomado barbitúricos en grandes cantidades, pronto se dormirá para siempre. Pero todavía le quedan fuerzas para seguir un minuto más su confesión)
El resto es conocido. Un mes después aquel engendro de otro tiempo había crecido hasta alcanzar más de dos metros de envergadura. Había sido capaz de reproducirse en millares de individuos. Las esporas son el medio que utiliza para ello. La tierra ha sido invadida. Los humanos y demás seres vivos somos su alimento. Esta confesión está siendo emitida en directo para todo el mundo.
Yo, Mariano Bizancio Gutiérrez, he acabado con la vida humana en la tierra. Dionaea Insidia es el ser perfecto. Animal, vegetal, hongo… parásito. He descubierto que, cuando no encuentra fuentes de energía proteínicas, este ser sumerge sus patas-raíces en la tierra y mediante la absorción de agua y minerales, realiza la fotosíntesis con sus hojas disponiéndolas hacia el sol. Es capaz de vivir bajo tierra, en cuevas, en el mar.
¡Y éste monstruo de la naturaleza, era catalogado por aquellos seres inteligentes, en su laboratorio de la isla secreta, Ponape, como “poco peligrosos” o eso creí entender yo!
FIN DE LA EMISIÓN.
Se cuenta que el Tomo Oscuro cambia su contenido con el tiempo o según la clase de persona que lo abra entre sus manos. A veces es un manual, otras está en blanco, en unas pocas se lee una maldición que persigue al lector hasta llegar a darle muerte…
Pero, si la persona lo merece, las más de las veces, se encuentra con una inofensiva serie de relatos…