9 diciembre, 2024
portada olor a muerto

Primer día del año 2019, y con la entrada del nuevo año, os traemos el relato Olor a muerto de María Larralde. Un relato seleccionado en la Antología de cuentos Peluches Insanos de la Revista Aeternum.

Podéis escucharlo en el audiorrelato con voz de su propia autora, María larralde. Podéis leerlo, pues lo tenéis disponible aquí mismo. Pero también podéis descargarlo en LEKTU junto al resto de la Antología con otros cuentos sobre peluches de lo más insanos y macabros.

Y ahora… ¡que comience la función!

 

Olor a muerto

Cuando el hedor se hizo insoportable para Mauro, el vecino de abajo, se decidió a subir a ver qué ocurría en la casa del viejo Polnareff. Durante unos minutos llamó al timbre. Después, golpeó insistentemente la puerta con los nudillos. Y terminó, en pocos segundos, golpeando la madera y dando voces al unísono. Los demás vecinos, pocos, porque el edificio de cuatro plantas de las afueras de Moscú llevaba años prácticamente deshabitado, se asomaron y volvieron a sus fríos hogares casi al instante. No merecía la pena preocuparse por el viejo. Seguramente estaba muerto.  

Poco después la policía se presentaba en el descansillo del segundo piso. Pero Polnareff no contestaba y el olor a “muerto” parecía esparcirse sigilosamente por debajo de la puerta carcomida de madera mohosa.

Todos sabían que el viejo estaba muerto, no había duda. Con más de 90 años, era lo normal. Pero no se escuchaba a su gato, Pierre. El gato encerrado debía estar maullando por el hambre. Aunque Mauro apuntó a la posibilidad de que se estuviera comiendo a su dueño.

“Ya se sabe, los gatos no quieren de verdad a nadie”, comentó por lo bajo, sin darle demasiada importancia.  Los dos policías se miraron. No había duda, el viejo debía estar muerto, al menos, una semana para oler así. Y llamaron a los bomberos.

Desde el punto de vista de Mauro, los bomberos tardaron demasiado en llegar. Mauro tenía muy claro que, en los barrios de las afueras, los servicios a los ciudadanos eran pésimos.

“Nada que ver con el centro. Allí sí gastan, para los turistas”, resopló al policía mientras encendía un pitillo.

Mauro era uruguayo, pero emigró. Con casi 70 años en la chepa, era un hombre vital. Su vecino, el viejo Polnareff, era un tipo de hocico torcido, poco amable, desaliñado, de pelo canoso y abundante, a pesar de la edad. De rasgos caucásicos indudables, en el rostro y en el alma, sus recias costumbres le ayudaron a llegar a viejo. A Mauro nunca le gustó pero, a veces, lo saludaba en el rellano de la escalera, para ser educado.

Polnareff salía poco y hacía como dos meses que nadie lo veía bajar a comprar o a dar un paseo solitario por la avenida que quedaba detrás del edificio.

Pero lo normal es que se escucharan ruidos en la casa del viejo, sobre todo, por la noche. Así que Mauro no se preocupó hasta que comenzó a sentir un hedor insoportable, sobre todo, por las noches. De esto hacía como máximo tres noches, según contó a la policía mientras esperaban a los bomberos, y no se decidió a subir hasta que relacionó el mal olor con el silencio sepulcral en piso del viejo, y con su posible fallecimiento. Veinte minutos después la puerta estaba abierta de par en par. La cerradura reventada, y el marco un tanto descuajeringado.

Un médico llegaba cinco minutos más tarde dispuesto a firmar el fallecimiento. La policía entró primero, ya se sabe, por si las moscas. Y encontraron millones de ellas pegadas de una forma extraña al cuerpo del viejo.

Polnareff se encontraba en la cama de su habitación, completamente a oscuras. Era tal el nauseabundo olor que rezumaba de la habitación que tuvieron que pedir mascarillas para poder entrar. La casa, polvorienta, con un suelo de pavimento descascarillado por el tiempo, era bastante grande. Demasiado para un solo hombre. El ambiente era opresivo y los policías se adentraron despacio, dando pasos comedidos, casi discretos. Y, una vez en el umbral de la puerta de la oscura habitación, uno de ellos buscó a tientas el interruptor de la luz. Estaba bastante alto. Era una casa antigua, de techos altos, innecesariamente altos. Y todos los interruptores tenían esa misma disposición.

Al encenderse, la única bombilla pendiente de un cable, ofreció, bajo una amarilla y apagada luz, un espectáculo horrendo. Ambos se echaron atrás, el viejo estaba sepultado por millones de moscas. Tieso, y con el vientre reventado, moscas y gusanos se paseaban campantes por todo el cadáver. Cuando se acercaron, las moscas salieron volando en desbandada provocando una neblina y un zumbido imposibles de soportar. Se pegaban al cuerpo de los policías. Mijaíl, el más joven, salió dando pequeños saltos hacia atrás, aterrorizado, quitándose a “las cojoneras” de encima con estúpidos aspavientos de brazos y manos, y con los ojos inyectados en lágrimas por los deseos contenidos de vomitar.

Petrof aguantó el tirón y, dada su experiencia, se decidió a subir la persiana, abrir la ventana y esperar a que parte del batallón de insectos voladores se marchara a comer otras mierdas por la ciudad.

Salió un momento a ver cómo estaba su compañero. El salón se había llenado de moscas. Las moscas salían por la puerta del inmueble llegando hasta el último piso, mareadas aún por la orgía y el festín desenfrenados de los días pasados en casa del viejo Polnareff.

El médico dispuso que no entraría hasta que la cosa estuviera algo más despejada porque su función no era limpiar muertos. Ambos, Mijaíl y Petrof, se miraron asqueados. Siempre les tocaba la peor parte. Y entraron de nuevo no sin antes reforzar, con dos mascarillas más, sus bocas y sus narices.

Había más bichos. Dentro y fuera del cuerpo. Bichos desconocidos, insectos parecidos a cucarachas, pero de menor tamaño. El viejo estaba con las cuencas de los ojos vacías, mirando con su cuello extendido rígidamente, hacia la parte del cabezal de la estrecha cama. Por su boca seca y entreabierta salían y entraban moscas, gusanos y bichos indeterminados. Sus brazos, sobre el pecho, parecían agarrar algo con fuerza. Mijaíl y Petrof se acercaron aún más, apartando los insectos voladores como podían. Un interés algo macabro comenzó a invadir sus mentes. ¿Qué era aquello que se veía debajo de sus manos huesudas momificadas? Era algo peludo y marrón, parecía un animal. ¡No podía ser, no podía ser el gato! A no ser que el viejo se hubiera suicidado y hubiera matado al minino para llevárselo junto a él.

El médico asomó su estampa, debidamente ataviado. Petrof, volviéndose hacia él, le dijo:

―Ya sabemos dónde está el gato. Está muerto sobre su pecho. El tipo debió envenenarlo.

―¡Uff, un caso de suicidio! ¡Esto es más complicado, más complicado…! ―Se acercaba dando pequeños pasos con su maletín.

Observó al muerto por encima, sin acercarse demasiado. Los otros dos se miraban desesperados.

―¡Mmmm, eso no es un gato! Parece ser que está incrustado en su cuerpo. Pero no es un gato. ―Y se acercó con sus guantes de látex reforzados.

Las manos de Polnareff estaban rígidas y agarraban tenazmente al osito de peluche marrón, cuya mitad inferior se encontraba introducida en el cuerpo del viejo.

El médico lo asió de la cabeza peluda de orejitas redondas y, entonces, apareció ante todos. Un profundo agujero reseco en el cuerpo de Polnareff. Le faltaba gran parte del tórax y del estómago. Al cogerlo se llevó tras de sí, pegada en el cuerpo del oso de peluche, gran parte de piel y la carne del viejo.

El oso, colgando de las manos del médico, tenía sus fauces abiertas. Unos dientes grandes, amarillentos y desproporcionados, le asomaban de la boca enorme. Los ojos casi no se le veían, pequeños, negros y hundidos en el tejido mojado de sangre reseca del viejo, por toda la cabeza. Trozos de tripas y carne podrida asomaban por aquel agujero, pendían algunos trozos, otros cayeron al momento mismo de despegarlo del cuerpo inerte.

―Alguien ha rellenado este osito… ―Comentó el doctor con ojos de asombro mientras con el peluche aún en la mano, colgando y lleno de carne humana, se volvía hacia los policías que no salían de su asombro.

―¿Asesinato? ―Dijo Petrof perplejo, acercándose un poco al médico.

De repente un grito les interrumpió. Era la voz de Mauro.

El infeliz había entrado sigilosamente y se había puesto a fisgonear. Encontró al gato. Alguien lo había devorado. Enmedio de una de las habitaciones pequeñas del fondo estaba el cadáver. Su vientre había sido desgarrado hasta el fondo. El animal debía estar muerto desde hacía días.

Mijaíl acudió rápido, asustado, aterrado y con su arma a punto, por si las moscas. Todo el asunto olía mal. ¿Qué coño había pasado en esa casa?

Mauro estaba ante el cadáver del gato desollado. Llorando.

―¡Esto, esto… ¿quién haría algo así?! ―Se volvió hacia Mijaíl que, pasmado ante tanta locura, creyó perder la cabeza.

―¡No me jodas, joder…! Esto es raro de cojones.

Mijaíl fué hacia la habitación donde yacía el viejo. Petrof, y el médico, estaban examinando el cadáver. El osito había sido depositado en una silla de madera que estaba colocada junto a la ventana.

De repente, mientras los otros dos seguían inspeccionando el cadáver del viejo Polnareff, vió cómo el osito movía su cabeza bruscamente hacia él, fijando su malévola mirada en sus ojos a la vez que su gran boca repleta de dientes, con carne del viejo colgando, sonreía cruelmente. El oso se incorporó y, de un gran salto que requería de una gran agilidad, desapareció por la ventana.

Petrof y el médico se volvieron hacia Mijaíl cuando éste, pálido y con los ojos en blanco, cayó desplomado cuan largo era en el suelo sucio y roto de la habitación de Polnareff, produciendo un sonido sordo y duro al darse con la cabeza, a plomo, en el cabezal de madera trasero de la cama.  

Mientras, en la calle, un niño de tan solo 5 años, creyó ver un osito de peluche escalando la fachada y perdiéndose por el tejado. Pero ¿quién cree a un niño?

 

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