Berto M. nos regala esta espectacular historia de aventuras ambientada en el mundo de la película de 1982 “Conan El Bárbaro”, dirigida por John Milius.
En este relato, el avejentado Subotai, quien ayudó a Conan en el film a vencer a los guerreros de Thulsa Doom, intenta encontrar una manera de salvar el pellejo y sus escasas pero valoradas pertenencias con la promesa de un gran botín a saquear en el palacio de la gran ciudad de Aquilonia.
Contar más es estropearos las divertidas sorpresas que este genial relato encierra…
El relato lo podéis leer completo a continuación, además de poder descargarlo gratis en PDF en esta misma página o desde la plataforma Lektu en varios formatos:
¡Esperamos que sepáis apreciarlo como nosotros, pulperos!
Índice
Ladrón y arquero
Autor:
Berto M.
Ilustración de portada:
Sadako Nightmare
Primera edición:
Mayo 2018
Preludio
La presión sobre su rostro aumentó de forma considerable, y solo se le ocurrió pensar que de un momento a otro su pómulo, encajado en el suelo, estallaría en mil pedazos. Quizá aquello sería la solución. Así, al menos, se estabilizaría el agudo dolor que recorría todo su cuerpo.
Concluyó, sin dudar, que el desmayo del que terminaba de recuperarse, había sido un compañero mucho más agradable que la rodilla de aquel pesado y sudoroso tipo.
Desde aquella posición, del gran salón al que lo habían conducido tan solo podía apreciarse el inicio de una escalinata de mármol pulido, lo bastante ancha para que al menos diez hombres pudieran avanzar en formación. Junto a ella, custodiándola, dos enormes leones mostraban sus lenguas envueltas por retorcidos dientes. Sus ojos, reflejando la luz de la estancia, amenazaban cobrar vida.
Con el único ojo que aún conservaba abierto se propuso averiguar qué podían vigilar aquellas figuras imponentes, pero el leve desplazamiento ocular obtuvo como respuesta un inmediato bufido de su captor, que aumentó de nuevo la presión de su rodilla. Esta vez el hueso se rompió, y las tinieblas lamieron y engulleron su conciencia.
Para cuando despertó, se encontraba sentado sobre el suelo, en el mismo punto de la sala, pero maniatado con firmeza a un gran madero encajado a su espalda. Le costaba respirar y una intensa quemazón acompañaba cada una de sus inspiraciones; al menos seguía vivo. A esta confirmación le siguió la inevitable pregunta; ¿Por qué? ¿Por qué se habían molestado en sacarlo del círculo de la tortura? ¿Qué podían desear de un viejo ladrón para el que la muerte significaba poco más que el ansiado descanso? ¿De alguien que creía haber hollado todos los senderos que la vida había osado proponerle? Así que pensó que solo había una solución posible a todas aquellas preguntas; alguien allí, al final de aquellos escalones, necesitaba respuestas.
De pronto, el sonido de unas botas desplazándose en lo alto devolvió su atención a la sala, justo a tiempo para observar a un hombre emerger de las sombras y descender varios escalones antes de detenerse y preguntar:
—¿Eres tú aquel que ayer osó colarse en el palacio de mi señor? ¿Eres tú quien mató a sus guardias y a las bestias de su jardín? ¿Eres tú aquel que burló sus trampas, y huyó atravesando los muros que creíamos impenetrables? —recitó en letanía, mientras apoyaba la mano izquierda sobre el pomo de su espada envainada.
Al no obtener la respuesta inmediata a la que estaba acostumbrado hizo un alto, mientras se mordisqueaba el labio inferior. Las palabras pugnaban por escapar de aquella oscura caverna, así que de nuevo habló con acritud:
—Está bien. No importa por ahora el nombre con el que cualquier prostituta decidió reclamarte. Ni siquiera resulta importante ahora el motivo de tu intrusión, puesto que es evidente que un ladrón como tú, criado en la ignominia, no reconoce las mínimas normas de la civilización. Pero hay algo que puedo asegurarte que sí vamos a averiguar —siseó enronqueciendo la voz—, y lo único que te mantiene con vida, viejo. Mi señor desea saber… ¿Por qué, por todos los dioses, volviste a entrar en palacio cuando ya habías alcanzado la libertad? ¿Qué te llevó a dar media vuelta y asaltar de nuevo esta casa? ¡Contesta desgraciado!
El viejo abrió el único ojo que aún le era de utilidad y observó el rostro de aquel heraldo de lo desconocido. Todavía respiraba con dificultad, pero había recuperado gran parte de su habitual aplomo. Siempre le ocurría, en cualquier situación, cuando alguien intentaba presionarlo o amenazarlo. Quizá un ladrón no podía ser honorable, pero por alguna extraña razón el oculto orgullo de aquel hombre parecía permanecer intacto.
—Os lo contaré… —apenas susurró. Y escupió con desprecio parte de la sangre y dientes que aún le dificultaban el habla—. Os lo contaré, antes de morir.
I
Como la mayoría de los practicantes de mi oficio sabe muy bien; no es bueno mantenerse parado demasiado tiempo. El movimiento lo es todo. Hoy estoy aquí, y mañana nunca se sabrá. Nos acostumbramos a despertar un día cubiertos por sábanas de seda, y hundidos al siguiente en la más hedionda porqueriza; son gajes del oficio que se compensan la mayoría de las veces. Y no es poco decir que, en mi caso, he sido siempre de aquellos que cuentan más en su haber los amaneceres del primer tipo que los del segundo.
No os entretendré con las banalidades que me llevaron a comenzar esta historia cuando el amanecer de estas tierras me hizo abrir los ojos, hinchados y legañosos, en una de las más abyectas pocilgas que vuestro reino pudo proporcionarme. Así que, podría decirse que todo comenzó cuando, tras lavarme la cara y saciar mi temprana sed en un abrevadero cercano, me dirigí lo más dignamente posible hasta la misma taberna, y la misma mesa mohosa, que no recordaba haber abandonado la noche anterior.
En aquel rincón, se confundían los orines y secreciones nocturnas con el poderoso olor de las hierbas aromáticas que el tabernero colocaba en la chimenea, cada mañana, en lugar de permitir la entrada a la húmeda brisa matinal.
Sin previo aviso, vomité, hasta que la escupidera bajo la mesa rebosó, manchándome las botas. Eso llamó la atención, entre los ronquidos de los parroquianos, y percibí la mirada impúdica del tabernero, recorriendo la estancia hasta detenerse justo sobre la mía. Hizo un gesto de reconocimiento que le devolví de inmediato, a pesar de mi total desconocimiento, y dejó su lugar junto al fuego para dirigirse hasta donde me encontraba. No se molestó en colocar el atizador en el gancho junto a la chimenea, sino que lo mantuvo asido, con firmeza, cuando por fin me habló:
—Veo que has sobrevivido a la noche, viejo —siseó—. Así que cumpliré la segunda parte de nuestro trato. ¿Ves a ese saco de carne desparramado sobre aquella mesa, justo a mi espalda? —dijo, señalando tras su hombro con el dedo pulgar—. Ese hombre tiene tu arco.
Cuando ya parecía resuelto a volver a sus quehaceres, le interrumpí con mi más sincera interrogación:
—¿Cuál era nuestro trato? —escupí con dificultad. No miento al decir que, en este negocio, las preguntas de este tipo suelen ser frecuentes cuando uno tiene cierta edad, aunque tampoco aseguraré que en los viejos tiempos las cosas ocurrieran de muy distinto modo.
El hombre se detuvo en seco y me observó con ligera condescendencia, algo bastante difícil de reconocer entre el gremio de taberneros, antes de volver a inclinarse sobre la mesa y susurrar de nuevo;
—Anoche, cuando llegaste y hablamos, en este mismo lugar, me dijiste que esto podría ocurrir —sonrió—. Así que me ofreciste cierta cantidad de dinero para que, en caso de no sobrevivir, costease la pira funeraria y ofreciera tu cuerpo a los cuatro vientos. Sin embargo, en el caso contrario —continuó—, la segunda parte del trato consistía en recordarte, si se daba el caso, dónde habían ido a parar tus escasas posesiones. —Se puso serio de nuevo—. Por lo tanto; allí está tu arco, y en esa escupidera el dinero que honraría a los cuatro vientos. Y tú y yo, anciano, estamos en paz.
A partir de ese momento, toda mi maltrecha atención se desvió de nuevo hacia el lugar indicado por el dedo grasiento del tabernero.
La oscuridad, que parecía replegarse sobre aquel justo punto de la estancia, solo permitía apreciar las picadas suelas de las botas más enormes que había visto en mi vida. El resto, por la altura a la que se encontraban aquellos pies, debía descansar sobre una mesa oculta en las sombras; así que escupí por última vez y, perseguido por el eco del crujir de mis huesos, me dirigí hacia allí con sigilo.
II
El sigilo es un arte que se transmite en mi profesión de generación en generación, de padres a hijos, de maestros a alumnos, y siempre es una bendición cuando estos conocimientos vienen acompañados de un buen puñado de suerte.
La suerte, el azar… eso sí es importante. La habilidad y la destreza de un buen ladrón pueden medirse de manera muy precisa calculando el volumen de suerte que es capaz de generar, en el momento adecuado. Por supuesto, variables como la edad o la resaca son inalterables, así que toda una compañía de músicos y actores ambulantes en pleno espectáculo podría haber enmudecido presenciando mi actuación de aquella mañana. Lo reconozco; todavía conservo esa pizca de suerte de la que solo los viejos pueden enorgullecerse, y que confirma la propia supervivencia.
Como decía, me moví con disimulo y al segundo paso… tropecé, con lo que creí una nueva escupidera, cayendo de bruces en el inconsistente estómago del desdichado que dormía a mis pies; la sucesión de juramentos, toses y eructos atrajo de nuevo la mirada inquisitiva del tabernero que, tras la barra, observaba muy serio mis movimientos.
¿Era una ligera sonrisa aquello que vi aparecer de nuevo en sus labios agrietados? ¿O era la advertencia descuidada de que aquello que me proponía hacer quedaba por completo bajo mi propia responsabilidad? ¿O tan solo sonreía al imaginar las consecuencias de mi fracaso?
Nunca lo averigüé porque, en cuanto conseguí recuperar de nuevo la verticalidad, corrí como alma que lleva el diablo el resto del trayecto hasta alcanzar las gigantescas botas que eran mi objetivo. Y justo en el momento en que frenaba la carrera, resbalé en el vómito de algún desgraciado y me precipité sobre el durmiente con un agudo y vergonzoso quejido.
Por fortuna, las condiciones del durmiente eran, cuando menos, muy inferiores a las mías, porque de aquel poderoso pecho solo emergió un ronquido poderosísimo, como el desperezo primaveral de un gigantesco oso cavernario. Aunque, sin duda, lo más inquietante fue la ligera brisa provocada por aquel aliento que me llegó directo al rostro, cuando conseguí alzarlo de su pecho. De nuevo sentí las fuerzas flaquear, y a mi conciencia luchando por salir de mi cerebro.
Deslicé mi cuerpo sobre el suyo, imitando los movimientos delicados de una serpiente, procurando mantener la tibia presión de mi torso contra el suyo, como si se tratara de un bebé de proporciones descomunales. La profunda película de grasa y sudor reflejó un sinuoso surco en el pecho de aquel animal que finalizaba a sus pies, donde me encogí recuperando el resuello.
Pensé que aquella resaca iba a traerme demasiados problemas, y ya comenzaba a imponerse la idea de una retirada estratégica, cuando me encontré con lo que buscaba. Justo allí, a mi altura, y frente a mis ojos recién abiertos, reconocí una de las palas de mi arco sobresaliendo del esplendoroso trasero del gigante. Alguien debía haber desmontado la cuerda con la intención de ocultarlo con mayor facilidad, sin pensar que iba a facilitarme justo lo contrario, así que lo tomé y estiré con suavidad. A pesar del terrible peso que lo oprimía, la ennegrecida madera se deslizó con delicadeza liberándose de aquel horrible cautiverio.
Transcurridos los segundos de rigor que acompañan la acción de cualquier cortabolsas, introduje el arco en la parte trasera de mi cinturón, haciéndolo descansar sobre mi espalda, y retrocedí gateando entre las mesas hasta llegar a la puerta del local. Allí me reincorporé, no sin dificultad, y la abrí sin prisas. Antes de cruzarla me volví para observar si alguien más había seguido mis movimientos, pero no encontré nada que confirmara mis dudas a excepción del tabernero. Seguía observándome en silencio, como si dudara entre reprochar mi acción o delatarme de inmediato ante todos aquellos cuerpos caídos.
—Es un buen arco —dije, mientras lo extraía del cinturón—. Espero que no vuelvas a verlo pronto…
III
El sol de la mañana se desperezaba sobre mi rostro cuando escapé de aquella madriguera lúgubre y hedionda. El contraste me obligó a entornar los ojos con rapidez y detenerme unos segundos, lo que me permitió sopesar las diferentes alternativas que se me ofrecían.
A apenas dos jornadas de marcha por el camino principal, se encontraba la ciudad; ese era sin duda el objetivo más apetecible. Una aglomeración de esas características era justo lo que necesitaba para recomponer mi cuerpo resacoso, pero, sobre todo, mi bolsillo. Con toda probabilidad, allí podría encontrar algún servicio que se adaptara a mis capacidades y reunir algunas monedas con las que continuar el viaje.
La segunda opción (que se presentaba como la más segura), era alejarme de la calzada lo máximo posible y atravesar la llanura, serpenteando, sin detenerme más que para buscar sustento u ocultarme de los perros salvajes. En condiciones normales, tardaría el doble de tiempo en alcanzar mi destino, pero el zumbido que aún se ocultaba en lo más recóndito de mi cerebro me indicaba que el trayecto podría alargarse, y endurecerse más de lo debido.
De repente, el chasquido de un látigo me hizo volver a la realidad y vislumbrar una nueva perspectiva. Apenas reconocibles bajo una infinidad de pieles, calderos y cucharones, baúles y cestos de mimbre, comenzaban a moverse cuatro ruedas de madera mohosa que delataban el carro de un buhonero. Era el azar que de nuevo mostraba el camino, y no me atreví a negarle tal consejo. Corrí de puntillas hacia la parte trasera, procurando evitar el posible campo de visión del conductor, acomodé el paso al del carromato y, con un ligero impulso, me colé entre un enorme fardo de pieles mal curtidas, cogí una y, acurrucándome, me envolví con ella. Me transformé en polizón, dispuesto a surcar aquel mar de arena agreste.
No debía haber pasado más de una hora cuando una carcajada corta y seca, como de risa contenida, me despertó de mi ensueño. Desde el pescante, la brisa me regalaba el sonido de una voz grave, aunque tranquila:
—¿Sabes muchacho? No andas muy desencaminado con esas palabras. Si cualquier día te encuentras en esa situación —aconsejó—, acepta el dinero… pero nunca, nunca, cobres a servicio prestado. Insinúa que dividan el pago. Así podrás al menos morir con el estómago lleno… ¡Ja!
Me esforcé por seguir el monólogo liberando cuanto pude las orejas de la cobertura maloliente que me ocultaba. Al fin y al cabo, la información tomada de prestado no llena el estómago, pero muchas veces puede ser un regalo para tus bolsillos.
—Pero no te preocupes demasiado ahora jovencito —continuó aleccionando el de la voz grave—. Yo diría que a partir de hoy se acabaron tus dudas. Has tenido suerte de dar conmigo antes de llegar al cruce de caminos porque soy gente de fiar. Y aunque la fama del buhonero no siempre es la mejor, yo soy único en mi especie y sería incapaz de engañar a nadie que no se lo merezca con creces. De eso puedes estar bien seguro —hizo una pausa solemne, como para dar tiempo a que el otro pensara en sus palabras, y concluyó—. ¡Que los dioses maldigan mis huesos y los conviertan en polvo si creen que miento!
La voz hizo de nuevo una pausa, esta vez más larga que la anterior, como si esperara una respuesta que confirmara sus argumentos. Pero tan solo se escuchó el traqueteo intermitente del carromato sobre los adoquines de la calzada real. Y así pasó un tiempo más que prudencial hasta que noté que una mano inquieta comenzaba a hurgar muy cerca de mi escondrijo. Creí que me habían descubierto, y de ahí el silencio previo a la tormenta, pero los dedos se introdujeron en un saco medio abierto sobre el que descansaba mi espalda extrayendo un objeto sin rebuscar demasiado.
—Observa esta preciosidad —siseó el de la voz grave—. Nunca habrás visto nada igual y no volverás a verlo. Es una pieza única, y muy buscada en lejanas tierras. Hace tiempo prometí cuidarla a alguien a quien apreciaba, y entregarla a quien mereciera continuar con su legado. ¡Ja!, ahora lo veo claro —elevó de nuevo su voz ronca de forma teatral—. Eres tú, chico…con tu alma impetuosa y ese espíritu indomable que reconocí nada más verte. ¿Qué me dices? ¿Serás digno de la conocida “Máscara del hurto” antaño modelada para los más grandes ladrones por los sacerdotes setitas? Es una oportunidad única para un joven de tus posibilidades.
Al contrario de lo esperado, esta vez sí conseguí escuchar la voz del, hasta ahora, enmudecido interlocutor. Sonaba ligera y vibrante como un silbato de juguete, y enseguida deduje que el muchacho no podía tener más de once o doce años.
—Me g… gustaría serlo señor —apuntó con timidez—, pero mi pa…padre dice que aún soy joven, que espere mi mo…momento para ir a la ciudad. Yo…
—¡Este es tu momento muchacho! —interrumpió de forma persuasiva la voz grave— Puede que no vuelva a pasar por aquí en meses. O puede que termine por regalársela a otro con mayor determinación, ahora que lo pienso —De nuevo se hizo un ligero silencio mientras esperaba respuesta. Después, continuó—: Estamos llegando al cruce del Este, muchacho… es tu última oportunidad.
Mientras pronunciaba esas palabras el carromato iba gradualmente reduciendo su velocidad hasta que se detuvo, extendiendo el silencio a nuestro alrededor. Esta vez escuché con claridad la respuesta:
—S…sí, yo la tomaré. No se la dé a ni…ningún otro, por favor.
—¡Ja!, sin duda has hecho lo correcto. Te aseguro que hablarán de ti durante mucho tiempo y la gloria te perseguirá sin descanso. Cree lo que te digo, chico. —El crujido del pescante me informó de que alguien descendía del carro, pero la voz grave lo detuvo—. Solo una cosa inquieta mi corazón, aunque no sé si…, resulta que existe una tradición que cualquier buhonero debe tomarse muy en serio, o todas las maldiciones podrían caer sobre su alma y cuerpo. Es sencilla, pero de gran importancia y dice: «Nunca hagas o recibas regalos puesto que el trueque agrada a los dioses y afianza la justicia»
—Pe… pero, yo… no tengo nada de tal valor, ni m…mi padre tampoco—suplicó el chico.
—¡Ja!, no te preocupes muchacho. Cualquier cosa podría valer. Ahora mismo se me ocurre… esos dos conejos que llevas al cinto podrían servirnos. Sí —pareció convencerse—, es buena idea, quizá eso sea suficiente para cumplir la tradición. Ya ves que apenas te supone perder un poco de tiempo en cazar otros. ¿Qué me dices? ¿Hay trato?
—Bu…bueno, son la comida de hoy pe…pero creo que papá lo entenderá.
—¡Eso es chico! —estalló la voz grave— ¡Este es el muchacho que buscaba! No me equivocaba contigo. ¡Serás grande como nunca hubo otro antes que tú!
Unos pequeños pies golpearon el suelo al lanzarse desde el carromato y supuse que ambos se despidieron con un gesto, puesto que durante un par de minutos el tiro permaneció detenido. Después, el buhonero lanzó los conejos aún sangrantes justo sobre el pellejo que ya me cubría el rostro, y enseguida escuché el pequeño látigo golpear las mulas.
En cuanto se reinició la marcha, a la necesidad de librarme de los conejos se unió una impertinente curiosidad ante lo que acababa de presenciar. Así que liberé una mano del abrazo de las pieles, aparté los cadáveres y no pude evitar acercar con suaves movimientos el saco en el que había hurgado el buhonero: debía haber media docena de extrañas máscaras pintadas a mano. Algunas estaban incompletas, descascarilladas o mohosas. Todas juntas no valían ni un conejo famélico.
Me disponía ya a ocultarme de nuevo, pensando que aquel desalmado me llevaría hasta la ciudad sin saberlo, cuando una pequeña y lejana nube de polvo se dejó ver tras nosotros. Los adoquines de la calzada no podían provocar aquella polvareda, aunque se galopara sobre ellos, así que de inmediato supe de quién se trataba. Sucias monturas y sucios jinetes.
Maldije en silencio al tabernero.
IV
Desde mi escondite podía observar el avance de los jinetes. Por suerte, la ligera brisa que corría en su contra aplacaba el sonido de las monturas, y mi compañero de viaje aún no podía percibir el peligro que nos acechaba. Era el momento de pensar rápido y actuar en consecuencia, puesto que nuestros perseguidores no se caracterizaban por ser hombres de demasiadas palabras. Además, si había perdido mi arco jugando a los dados solo podía significar que les debía mucho, muchísimo más, de lo que una simple borrachera podía hacerles olvidar: de ahí la temprana persecución.
Desarmado como estaba, tenía todas las de perder. Calculé cuatro o cinco perseguidores. «¡Demonios! el grandullón demostraba ser bastante persuasivo teniendo en cuenta lo que se habían bebido durante la noche», pensé. Los suficientes como para no dejar de registrar el viejo carromato porque, y eso era seguro, no debían tener agua, ni alimentos, ni vino para la resaca, y su humor sería el de una jauría de perros.
De repente vislumbré una posibilidad. Me alcé hasta quedar en cuclillas tras el buhonero y le dije:
—¡Eh, tú! —Coloqué la fría pala superior del arco sobre su nuca. Nunca está de más cualquier pequeña ayuda si necesitas que se te escuche—. No muevas ni el pensamiento, y te prometo que salvarás al menos parte del pellejo. Escucha lo más atento que puedas sin detener el carro…, y descuida las presentaciones. No digas ni una palabra.
Noté un ligero respingo en su asiento, pero enseguida se relajó de nuevo y pareció dispuesto a escuchar:
—Tengo un problema que, a partir de ahora, compartiré contigo —dije, mientras aumentaba la presión sobre su nuca, esperando que la punta roma del arco no delatara aún mi desarmada situación—. Están llegando varios hombres con los que voy a intentar hablar. Te aconsejo que tengas la boca cerrada, porque la carga no es lo único que perderás si las cosas no salen como todos queremos. ¿De acuerdo?
—¡Ja!, pues sí que has madrugado, granuja. —Pareció divertirse con la situación—. Por el aroma que me llegaba desde la mañana… calculaba que dormirías el resto de la jornada. O hasta llegar a la ciudad, de haber decidido no molestarte demasiado.
A pesar de la amenaza, su voz continuó sonando grave y enérgica, como si continuara la conversación con el muchacho al que había dejado sin almuerzo. Sin mostrar señal alguna de sorpresa por mi presencia. Era perro viejo el buhonero, pero eso solo podía jugar en mi favor.
—No me impresionas —interrumpí en cuanto pude—, porque te he visto en acción. Así que procura cultivar el silencio, si aún no has olvidado cómo…, y deja que yo les diga lo que quieren escuchar. ¿Podrás hacerlo?
—Podré hacerlo —fue su respuesta—. ¿Necesitas un arma? ¿O será suficiente con ese arco que llevas? —añadió en tono jocoso.
El tipo, desde luego, tenía los arrestos necesarios para salir bien parado del asunto, así que me volví para comprobar la distancia del grandullón y sus amigos: quizá un par de minutos más.
Al observar su figura en la distancia, los recuerdos de la noche anterior parecieron llamar a la puerta de mi conciencia. Unas ligeras pinceladas de memoria se extendieron imparables sobre el lienzo inmaculado de mi resaca: «Soy Rojo-Al, el masticador de cuellos (o eso decía él mientras agitaba los dados con una ligera sonrisa), y no pierdo a los dados desde los 9 años».
La verdad, no recordaba las veces que anoche debía haberle cambiado los dados a ese canalla, pero, una y otra vez, volvían de nuevo con irreconocible tacto, aspecto y, por supuesto, peso. Así que cuando me quedé sin dados a mitad de noche; sentenció el combate el vino especiado y su mayor pesaje.
Ya de vuelta a la realidad, descendí de mi baluarte y avancé unos metros alejándome del carro. Planté con firmeza los pies en el camino, mientras alzaba la mano con suavidad, e indiqué a los desarrapados que se detuvieran, mientras voceaba:
—¡No avancéis ni un paso más! ¡Mantened la distancia y podremos hablar! —Coloqué el arco frente a mí, a modo de bastón, mientras descansaba ambas manos sobre él y arqueaba un poco la espalda—. ¡Alto! —insistí, empezando a temer que me arrollaran como a una alimaña cualquiera.
Los caballos relincharon al tirar de sus riendas, y el sonido empezó a disminuir mientras se colocaban a un ligero trote. Entonces, sin previo aviso, uno de los jinetes espoleó de nuevo a un poderoso castaño y se lanzó directo contra mí, dejando la formación. La boca del tipo espumeaba, secretando odio y babas a partes iguales. Los ojos llorosos parecían a punto de saltar de sus cuencas.
Para mi sorpresa, se detuvo en seco frente a mí y saltó del caballo empuñando una tosca hachuela de mano. Sin mediar palabra, descargó un gran golpe por encima de la cabeza con la intención de ventilar rápido el asunto.
Aproveché su impulso para girar sobre mí mismo, mientras se rozaban nuestras espaldas, y descargar un latigazo con el arco justo en la base del cráneo. O era suficiente, o iba a tener problemas de verdad, pensé. El tipo cayó al suelo con un profundo suspiro y quedó allí, con el rostro hundido en el camino, sumido en sus propios pensamientos. El resto del grupo, detenido ya, nos observaba, con la afeitada cabezota de Rojo-Al brillando en primera línea.
—No le caes muy bien a Casius, viejo tiñoso —sentenció el calvo, mientras golpeaba con suavidad el cuello de su montura—. Debiste pensarlo mejor antes de mearte en sus botas, creo. Pero eso es cosa vuestra, lo nuestro son los negocios. ¿Verdad, sucio? No me gustan los madrugadores, ¿lo sabías?
—Quizá debería haberte limpiado los bolsillos de todos esos dados trucados que llevas, en lugar de recoger lo mío y largarme. Seguro que habría sacado un buen dinero por ellos —añadí, mientras aparecían en su frente y cuello una gran maraña de venas palpitantes—. ¿Dónde está mi daga de plata? Seguro que en el trasero de alguna puta desgraciada. ¿Me equivoco?
—Tengo tu maldito cuchillo de pelar manzanas, no te preocupes. Pienso afeitarte con él ese bigote de foca que llevas. —Enseñaba los dientes, apretados por el enfado—. Y también tengo unos cuantos dados que juraría no haber visto en mi vida… Lo que no tengo, jodido bastardo de una mula, es ese palo que llevas ahí. ¡Dámelo! y es posible que me conforme con partírtelo en la cabeza —finalizó, recuperando algo la calma.
Entonces pareció reparar en el buhonero, porque deslizó su mirada por encima de mi hombro, entornó un poco los ojos, puso la palma de la mano a modo de visera improvisada y dijo:
—¿Y ese? ¿Quién diablos se supone que es?
—Es un nuevo socio que podría sernos de utilidad —me apresuré a decir—, si todavía no os ha contratado nadie… ¿Seguís por libre?
—No parece apreciarte mucho este nuevo camarada… diría que es tan libre como nosotros. —Las carcajadas del resto se unieron a las de Rojo-al—. ¡Traedlo muchachos!
Me volví cuando los caballos pasaron a mi alrededor y me di cuenta de que el canalla no había detenido el carromato en ningún momento, y seguía avanzando por el camino. Los sicarios de Rojo-al rodearon el vehículo y lo acompañaron mientras recorría el camino de vuelta hasta nuestra posición.
Por fin pude ver el rostro del maestro buhonero, renegrido y alargado, permanecía casi oculto bajo una abundante maraña de pelo. Tan solo destacaba una afilada y amenazadora nariz, como de urraca avariciosa, que parecía apuntarnos como una ballesta tensada. O eso debió pensar el calvo pelirrojo porque le preguntó:
—¡Pulgoso!, ¿es que no quieres charlar conmigo? —chilló, mientras se rascaba despreocupado la barba grasienta—. No seas tímido, habla mientras puedas.
—¡No habla tu idioma, idiota! —interrumpí, antes de que el buhonero pudiera siquiera pensar una respuesta. Si quería salir bien parado todo debía pasar por mí, al menos de momento—. Viene del sur, de unas tierras que ni en sueños podrías alcanzar con esa cabezota que tienes… —El buhonero me miró desde el fondo de su hundido rostro, o al menos movió su nariz en mi dirección.
—No creas ni una sola palabra de lo que este polizón te cuenta, sapo grasiento —dijo con tranquilidad. Y juraría que una media sonrisa apareció entre la barba crecida.
Ya empezaba yo a sudar cuando me percaté de que había hablado en perfecto shemita. El canalla aún tenía ganas de seguir con nuestro peligroso juego, por lo que era evidente que temía menos a aquellos desarrapados de lo que yo mismo estaría dispuesto a admitir. Por suerte, Rojo-al nunca había pisado esas tierras ya que su aspecto delataba su ascendencia norteña.
Miré el lugar donde debían estar los ojos del buhonero, todavía dando la espalda al gigante norteño, y pensé que era ahora, o nunca:
—Dime grandullón… ¿Has oído hablar de las Máscaras del hurto?
V
Rojo-al ordenó que saliéramos de la calzada para continuar nuestra conversación lejos de curiosos viajeros o guardias de caminos. O eso dijo, aunque es posible que su pensamiento fuera ocultar con facilidad nuestros cadáveres, si se daba el caso. Con la ayuda de aquellos rufianes arrastramos el carro hasta una arboleda cercana y, mientras los perros del amo cocinaban los conejos en una improvisada fogata, al buhonero y a mí nos ataron a un viejo tronco muerto que usaron también para amarrar los caballos.
Mientras el norteño dirigía a sus camaradas, aproveché para tantear de nuevo al canalla del buhonero porque, hasta ese momento, no estaba facilitando demasiado mi situación. Ni tampoco parecía querer derrumbar mi jugada. Más bien parecía mantenerse a la expectativa. No había dicho ni una palabra más, ni se había resistido; me daba escalofríos su aparente sangre fría.
—Supongo que sabes que es solo cuestión de tiempo que Rojo-al decida registrar a fondo tu tartana —le susurré en shemita—. Y entonces decidirá si tu pellejo sobrepasa el precio de venta de toda esa basura… o terminas siendo un cuello masticado más, tirado en esta cuneta.
—Continúa, ladrón —se limitó a contestar.
—Escucha, necesitamos ofrecer algo de valor, y me temo que no disponemos de nada en estos momentos. Pero tengo una idea que puede funcionar con Rojo-al, si anda con los bolsillos lo bastante vacíos. Así que limítate a mantener el pico cerrado hasta que yo te pregunte, y no intentes escapar —le advertí—, porque entonces moriremos los dos.
Antes de poder continuar, un fogonazo de luz de procedencia incierta me dejó aturdido por completo. Mi cuerpo se derrumbó hacia adelante hasta colgar de los brazos que, a mi espalda, me sujetaban al tronco caído. La boca se me llenó de sangre mientras luchaba por permanecer consciente y, entre toses y gorjeos, me llegó la voz de Casius:
—¡Así podrás recordar a lo que saben tus meados, hijo de una hiena! —gritó mientras se alejaba de nuevo.
—Cerdo bastardo —murmuré comprobando mis dientes—, esta te la haré pagar… muy pronto.
Pasé un minuto escupiendo sangre nueva, roja y brillante, mientras escuchaba al oído la respuesta del buhonero:
—¡Ja!, quizá debería ser yo quien hable con él. Puede que entienda mejor mi shemita que tu balar de boca rota. Aunque admito, que tengo curiosidad por escucharte. Soy muy curioso, incluso en situaciones especiales —explicó, humedeciendo sus labios con la lengua—. Pero prométeme primero que nos dirigirás a la ciudad, porque no puedo tener otro destino; debo llegar allí mañana por la noche.
Accedí con un gesto, cuando por el rabillo del ojo, ahora más vigilante, ví acercarse con paso firme al gigante pelirrojo.
—¿Y bien? ¿Se te han aclarado las ideas con la visita de esa bota? —reía, visiblemente tranquilo, aunque se apresuró a bajar algo la voz cuando se inclinó sobre nosotros— Cuéntame algo por lo que deba mantenerte con vida, y cuéntamelo ya… o dejaré que Casius ponga su bota allí de donde no salen las palabras.
—No será necesario llegar tan lejos, si eres lo bastante listo, grandullón. Por si no lo sabías, ese tipo de máscaras son muy buscadas entre los de mi oficio y un buen ladrón nunca deja pasar la oportunidad de mejorar sus talentos. Tampoco he oído nunca que un buen mercenario, en este caso me refiero a ti, deje escapar un inesperado contrato. ¡Maldita sea!, ni siquiera un mal usurero perdería la oportunidad de cobrar una deuda, ¿no crees? —Rojo-al entornó los ojos con desprecio y temí que allí se acabara todo, pero aguantó el insulto, así que proseguí—: Gracias a mi amigo, tenemos localizada una de esas máscaras, y gracias a mí podremos usarla con garantías, pero necesito de ti y de tus perros para colarme en cierto lugar. Con suerte, recuperarás lo que te debo, y sin suerte solo perderás algo de tiempo.
—Estoy perdiendo ahora mismo todo mi tiempo, y nada me apetece más que masticarte el cuello, viejo podrido ¿Dónde está esa máscara? ¿Cuál es el lugar del que hablas? ¿Y qué me impide ser yo quien haga el trato con este mugriento? O mejor aún, arrancar esa máscara de sus fríos dedos muertos…
—Tiene toda la razón —susurró el buhonero en shemita—. Incluso esta montaña de carne sin cerebro necesita más detalles antes de jugarse el pellejo. Has de jugar más duro, ahora que no está borracho.
—¿Qué dice este desgraciado?
—Dice que te cuente la verdad, así que eso haré si me dejáis seguir hablando… cosa nada fácil ahora mismo —escupí de nuevo una bocanada de sangre y miré amenazador al buhonero.
Por un momento se hizo el silencio y pude continuar.
—Seguro que eres capaz de imaginar los tesoros que acumulan las ciudades sobre las que descansa un gran poder. En tiempos de guerra, las cámaras se vacían, se descerrajan las arcas enjoyadas, se venden los propios cofres completos, o incluso en partes. Hasta las mismas alfombras y cortinas que engalanan los grandes palacios acaban ofreciéndose de saldo en los mercados menos suntuosos. Pero, ahhh… En tiempos de paz la cosa cambia. —Intenté dibujar una mirada evocadora—. El vencedor saquea sin piedad, impone nuevas tasas al comercio retomado, vende los esclavos conseguidos en batalla y despide enormes compañías de mercenarios. Entonces sí, entonces se desempeñan las arcas y arcones, se compran nuevas sedas, se tejen complicadas alfombras y tapices conmemorativos. Y aunque dura poco, esta es la temporada del ladrón, porque en cualquier asalto, aún sin alcanzar el objetivo principal, suele uno poder escabullirse con objetos valiosos.
Vi abrirse poco a poco los ojos de Rojo-al, mientras de soslayo reparaba en el asentir del buhonero con rápidos movimientos de su nariz amenazadora. Había captado su atención, así que debía continuar:
—Aquilonia está por fin en paz. O eso he oído decir. Por eso inicié el viaje contrario al tuyo. Por eso lo hizo también él —Señalé con la cabeza al buhonero—, y lo haría cualquiera que no venda acero como tú. Este hombre buscaba a un ladrón, y tuvo la suerte de toparse conmigo. Yo buscaba un objetivo, y este hombre me ha hecho ver claro que ninguno estará a nuestra altura excepto el más grande: el gran palacio real. ¿Has estado alguna vez allí? —Rojo-al negó con un gesto—. Su leyenda me atrae como al ratón el queso viejo. Y él es la clave, puesto que conoce el uso de las Máscaras del hurto.
—Dijiste que tú usarías la máscara. No has dicho nada de que él la usara, pero sí dijiste que sabía dónde conseguir una. Así que dime piojoso —siseó, escupiendo las palabras muy cerca del rostro del buhonero—. ¿Sabes dónde hay una máscara de esas?
Entonces supe que había mordido el anzuelo. De inmediato el buhonero se giró hacia mí y escuché de nuevo su voz más grave:
—Dile que tú usarás la máscara, porque solo un ladrón real puede hacerlo, pero que seré yo quien la mantenga activa mientras te cuelas en el palacio. No puede hacerse de otro modo porque en realidad han de usarse dos máscaras al mismo tiempo —dijo sin inmutarse. Y de nuevo volvió el tono afable—. ¡Ja!, apuntas muy alto con lo del palacio… Pero supongo que no tienes pensado llegar a ese punto, ¿no?
—Supones bien —contesté enfadado, mientras le contaba a Rojo-al lo que me había dicho, saltándome el último punto.
—De acuerdo —dijo el gigante palmeándose las rodillas e incorporándose de nuevo—. Entonces solo nos faltan las máscaras. ¿No es cierto? —Se volvió al grupo que devoraba los conejos y llamó su atención con un silbido—. ¡Vaciad el carro! ¡Registrad toda esa basura, muchachos!
—No será necesario —repuso el buhonero, de nuevo dirigiéndose a mí—. Llevo las máscaras aquí mismo, ocultas en mis ropajes. Si nos desatan de inmediato se las mostraré de buen grado.
Los ojos del enorme norteño se abrieron aún más que antes, mientras le transmitía aquellas palabras.
—¿Quién demonios ha registrado a estos hombres? ¿Quién los ha atado a ese tronco? ¡Casius!, maldito perro ciego y sordo… ¿Dónde te has metido?
Con la cara partida por el recibimiento de Rojo-al, casi pude notar el odio de Casius arañándome la espalda al cortar las ligaduras. Podía llegar a ser un problema cuando no estuviéramos bajo la protección de su jefe. Claro que, en aquel momento, su jefe aún podía ser el problema.
Con naturalidad el buhonero extrajo dos brillantes máscaras lacadas de la inmensidad de sus ropajes. Eran de un oscuro material, similar al carbón vegetal, pero las incrustaciones y relieves dorados les daban un aspecto ritual que nunca había visto hasta entonces. La factura imitaba con esmero el estilo del reino de las sombras, un reptil allá en el sur, la lejana Stygia.
—¿Y bien? —exclamó Rojo-al, dando una gran palmada y frotándose las manos—. ¡Subid a los caballos! ¡Nos vamos!
VI
Emprendimos de nuevo la marcha rodeados de los jinetes y con el enorme norteño siempre muy cerca del pescante donde nos apretábamos el buhonero y yo. De vez en cuando giraba su brillante cabezota golpeada por el sol y observaba nuestros cuellos, como quien observa el plato que le sirven justo antes de devorarlo.
Estoy acostumbrado a estar rodeado de ese tipo de compañías (son muchos años recorriendo los caminos), pero no conseguía acostumbrarme a la presencia de mi nuevo compañero de engaños. Era un tipo peculiar, como había quedado demostrado, pero algo más perturbaba mis instintos, y no conseguía averiguar si provenía de las siniestras máscaras o de su portador.
Entonces, durante uno de los breves momentos en que Rojo-al se alejó de nosotros para fustigar a sus hombres, su nariz de flecha certera me apuntó de nuevo y, sin apenas mover los labios, me susurró:
—Si planeas huir esta noche no te lo recomiendo. Ya sé que es tentador, y que si se hizo una vez puede volver a hacerse, pero eso no te librará del norteño. Ese pelirrojo es un rescoldo que más vale no soplar cuando hace viento —sentenció—, pero si llegamos a la ciudad podremos seguir con nuestro juego y, con suerte, ganar esta partida.
—Quizá sea un juego para ti —dije mientras me desperezaba, intentando no delatar nuestra conversación—, pero no lo es para mí. Vuelvo a estar desarmado y la deuda con Rojo-al va más allá de lo razonable, así que tan solo he conseguido aplazar lo inevitable —bufé con desprecio—. En cuanto lleguemos a la ciudad no podré negarme a asaltar el palacio.
— ¡Ja!, no debes negarte. Tu única oportunidad es encontrar algo de valor para el norteño, y solo se quedará satisfecho si procede del palacio —dijo mientras se hurgaba la interminable nariz—. ¿Crees que podrás hacerlo?
—Hasta ahora siempre he podido hacerlo —exclamé orgulloso—. Pero no estoy seguro de conseguirlo una vez más. No conozco el palacio, y mucho menos las trampas, los guardias o los hechizos que deben protegerlo —susurré, con un ojo puesto en Rojo-al—. Además, quizá esté demasiado viejo para algo así.
—Aún no estás viejo, solo cansado y resacoso. Si lo desconocido es lo que te preocupa solo puedo decirte que no hay tal. —Elevó una mano de las riendas y comenzó a hurgarse de nuevo uno de los agujeros de su nariz—. Yo conozco por dónde deberías moverte en el interior del complejo. De las trampas y posibles conjuros se encargará la máscara, y de la guardia de las puertas y muros, se ocuparán Rojo-al y su banda de hienas. Si…
— ¡Yo no soy Rojo-al! —le interrumpí, señalándole con el dedo — Y tampoco soy un niño inocente que sueña con gloria…—Con un rápido movimiento le arrebaté las riendas y las sacudí con fuerza sobre las bestias de carga—. Sé que mi tiempo ya pasó, pero aún tengo el seso para saber que tus máscaras parecen buenas… y deben ser una estupenda imitación si tú viajas con ellas: solo que las máscaras del hurto no existen—sentencié—. Si entro allí, será solo gracias a estas manos, y sobre todo a una gran necesidad. Tú en cambio, ¿qué esperas sacar de esto? ¿Por qué no huyes tú, amparado en la noche, salvando así tu propio pellejo? No me gustan los hombres que parecen no tener miedo; son locos que después pasan a muertos demasiado rápido para mi gusto. ¿Eres tú un loco, o el mayor imbécil que he conocido nunca?
—¡Ja!, pareces un tipo sincero cuando hay que serlo. Eso me gusta —susurró, dejando de hurgar y dedicándose a limpiar la recompensa de su trabajo en las mangas de su inacabable túnica—. Pero no intentes engañarme. Tú también esperas sacar algo más que la vida de todo esto, porque nunca has sido un cobarde y las deudas con gente como Rojo-al no te convierten en lacayo de nadie.
—Es posible
—Sí, bueno. Eso importa poco ahora. Te explicaré mi plan para que puedas contárselo al norteño—. Hizo una pausa que me pareció eterna, y volvió a aparecer aquella voz profunda y cavernosa—: Y será mejor que esté más convencido que tú del poder de las máscaras cuando lleguemos a la ciudad.
Al atardecer Rojo-al nos hizo salir de nuevo de la calzada hasta encontrar una gran roca elevada cuyas alturas formaban un refugio con forma de seta silvestre. Allí montamos un improvisado campamento en tanto sus hombres encendían una discreta hoguera.
A continuación, le transmití al enorme pelirrojo el descabellado plan del buhonero:
El primer paso para asaltar el muro exterior que protegía los jardines era distraer a los guardias de las puertas principales, lo suficiente como para atraer también a las posibles rondas nocturnas. Los muchachos de Rojo-al montarían un buen jaleo cerca de alguna de ellas, a ser posible haciendo correr algo de sangre, pero siempre sin abandonar su papel de mercenarios borrachos. Una vez en marcha la distracción, mi papel era escalar el cercado y cruzar los oscuros jardines de palacio, siempre alejado de los senderos principales, hasta lograr introducirme en el edificio.
Si llegaba a este punto, no debía buscar el subsuelo o allanar catacumbas o antiguas criptas de reyes olvidados, aunque pudieran estar repletas de oro. Al contrario, el plan era subir piso tras piso, planta tras planta, terraza tras terraza hasta alcanzar el torreón más elevado del complejo. Allí se sabía que el antiguo monarca había custodiado su extenso harén, dispuesto siempre a cubrir sus necesidades más íntimas. Pero en la actualidad, contaban que el rey era hombre de una sola esposa y que su reina podría competir en belleza y porte con todas las antiguas concubinas juntas. Y allí, en aquellos aposentos, es donde se encontraban los objetos más valiosos de palacio, quizá en joyeros requisados por lejanas tierras. Mucho menos pesadas que el oro y muy fáciles de transportar; las joyas eran el objetivo más deseable.
Mientras, nuestro amigo el buhonero mantendría activada su máscara desde algún lugar seguro que le permitiera la concentración y el posterior trance en el que se sumiría durante el proceso.
Rojo-al escuchó con atención y, tras un gruñido de asentimiento, se me quedó mirando con rostro inalterable y añadió con calma:
—Si intentas engañarme viejo roñoso… juro que te mataré. Y ni el rincón más oscuro del más sucio agujero Hyrkaniano conseguirá ocultarte de mí.
Poco más tarde, tumbado bajo el carromato del buhonero para evitar el rocío, comencé a pensar que mejor hubiera sido no acercarme nunca a aquella maldita taberna, ni jugar a los dados más de la cuenta. Y sobre todo me pregunté cómo los acontecimientos me habían obligado a elegir demasiado a la ligera a mis compañeros de viaje.
Sin duda las intenciones del buhonero eran similares a las mías, pero no podía evitar la sensación de que se servía de mí mucho antes de que la idea de usar las máscaras para aplacar la ira de Rojo-al hubiera pasado siquiera por mi mente. Y lo peor era que mi viejo olfato clamaba a todos los dioses que aquel hombre no era un ladrón como yo, ni tampoco de ninguna otra clase que yo hubiera conocido. Recordé de inmediato la última vez que un leve cosquilleo como el que sentía recorrió mi columna vertebral y me vi de nuevo, como en aquella ocasión, engrilletado como un cordero para ser devorado por los lobos y perros salvajes.
Eché una rápida ojeada a mi alrededor y vi al resto del grupo durmiendo junto a la hoguera. No podía escuchar al encargado de la primera guardia, pero sabía que andaría cerca. Busqué y encontré el sonido de la respiración regular del buhonero que descansaba sobre mí, estirado en el estrecho pescante del carromato. De inmediato tuve la irrefrenable necesidad de huir en ese mismo instante, pero eso solo me conduciría a intentar recuperar mi arco de nuevo. Pensé que antes dejaría que me arrancaran la piel a tiras que permitir que ese puerco de dos metros lo malvendiera, o peor, alimentara el fuego con él solo por diversión. No, lo recuperaría justo antes de saltar el muro y seguiría paso a paso las instrucciones del buhonero. Después me escabulliría con el botín justo en la dirección contraria a lo pactado. No sería la primera vez.
En cuanto al desagradable shemita de nariz fértil; me ocuparía de él más adelante, cuando hubiera terminado nuestro pequeño baile de máscaras…
VII
Cabalgamos toda la jornada siguiente, sin detenernos apenas para reponer algo de fuerzas y beber agua estancada que encontramos en un pequeño humedal cercano al camino. Era evidente que el río navegable estaba cerca, y eché de menos un viaje menos polvoriento que permitiera descansar más a mis huesos doloridos.
Con las primeras luces anaranjadas del ocaso divisamos los muros exteriores de la capital, elevados y resplandecientes de pendones dorados; su visión era sin duda digna de tal viaje y esfuerzos.
Enseguida nos dimos cuenta de que una gran multitud se agolpaba en sus puertas. Centenares de personas, carromatos, rebaños de escandalosas ovejas y piaras de sucios marranos competían por silenciar a animales de todo tipo. El viento nos traía el griterío de los mercaderes, cuyas caravanas colapsaban el tráfico de la entrada, aunque, tras el apresurado viaje, aquella sinfonía de balidos, rebuznos, relinchos y agrias discusiones se nos antojó el más dulce de los cantares.
Todo aquel jaleo podría facilitar la entrada de un pequeño grupo armado sin despertar demasiadas sospechas, claro que, primero, debíamos encontrar la forma de traspasar aquella peliaguda barrera de mercachifles y apostadores. Pero… ¿A qué se debía todo aquel caos? ¿Por qué permanecían aún abiertas las viejas puertas de bronce bruñido?
El gran león yacente que era la capital parecía dispuesto a devorarnos a todos con un bostezo interminable.
Rojo-al se acercó entonces hasta el carro del buhonero con una sonrisa grabada en su rostro. Parecía sentirse afortunado cuando nos dijo:
—Estamos de suerte. El paso seguirá abierto hasta medianoche. Un antiguo conocido que ha acabado en la guardia de la puerta Este dice que, desde el mediodía, solo han estado abiertas dos de las cuatro puertas de la ciudad. Incluso el puerto se ha cerrado a las mercancías. Cualquier otro día nos hubiéramos encontrado el paso cerrado como culo apretado, pero parece que al viejo Rojo-al de nuevo le acompaña la suerte —dijo, soltando una tremenda carcajada.
—Sí, supongo que sí —comenté con desgana—. ¿Crees que podremos entrar? ¿O ese conocido tuyo es también antiguo compañero de dados? —terminé la frase escupiendo con fuerza a los pies de su montura.
—Tienes gracia viejo loco… pero eso no te librará de mi ira si no conseguís hacerme rico.
En ese momento percibí el continuo revolver del buhonero junto a mí, en el estrecho pescante; sin duda se mordía la lengua ante Rojo-al. Al final me susurró que preguntara al norteño por qué el resto de entradas estaban cerradas.
—¡Ni te lo imaginas! —voceó en respuesta Rojo-al—, me dicen que la avanzada del ejército real lleva desde el mediodía entrando en la ciudad. Han copado el resto de puertas y muelles, y por eso han cerrado el acceso. Parece que el rey está a punto de regresar tras reclamar tributo en algunas ciudades de Koth. ¿Os lo creéis? —El gigantón parecía ofendido, mientras aferraba con fuerza su hacha—. No contrató el hacha de Rojo-al porque ahora no se queman las ciudades para cobrar impuestos, sino que se negocia frente a las chimeneas, devorando enormes trozos de carne deshuesada.
Tras escuchar el relato, la nariz del extraño buhonero enrojeció, y sus dientes ocultos rechinaron con fuerza. Parecía contener a duras penas alguna violenta furia interior y, por un momento, quizá percibí algo parecido a la indecisión en su rostro. Pero sus únicas palabras escupidas en shemita con su voz más grave fueron: «Debemos entrar esta misma noche».
Rojo-al galopó de nuevo hacia las puertas, perdiéndose en la multitud, para regresar poco después. Su conocido debía serlo del campo de batalla y no de las mesas de juego, porque nos hizo dividirnos en tres grupos y conseguimos cruzar sin contratiempos ni registros minuciosos.
El norteño, el bueno de Casius, el buhonero y yo, nos encaminamos hacia el complejo administrativo, cruzando los caóticos ensanches de construcciones ruinosas y callejones repletos de meados, sin perder nunca de vista el descomunal palacio al que nos dirigíamos. Al fin encontramos un sitio discreto, que Casius conocía por casualidad, cercano a los muros exteriores del palacio. Allí alquilamos un pequeño establo en el que pasar la noche junto a los animales que traíamos.
Mientras esperábamos la hora convenida en que actuarían los hombres de Rojo-al, el gigante me devolvió mi ligera daga de plata y el viejo arco que tan querido era para mí. Añadí al equipo algunas flechas cedidas por el buhonero y un ligero carcaj de fino cuero, y seleccioné una ligera espada corta, de filo curvo, de entre toda la basura acumulada por el extraño viajero. Como mi vieja costumbre era ahumar las armas antes de jugarme el pellejo en una entrada nocturna, prendí una minúscula llama rodeada de mierda fresca de caballo (un buen truco para evitar un incendio), y la alimenté con pequeñas astillas arrancadas del carromato.
Ante aquella llama parpadeante me di cuenta de que lo único que controlaba de la situación era a mí mismo, y que tan solo los vicios y virtudes adquiridos hasta aquel momento me salvarían o condenarían en aquella última locura. No valía la pena preocuparse; si entraba, aún en contra de mi voluntad, el código obligaba a retirarse luego con alguna ganancia. Pero nunca hasta entonces compartí nada con gente que no hubiera puesto en juego algo más que su tiempo.
Entretanto, el buhonero realizó sus propios preparativos bajo la estrecha mirada de Casius. Extrajo de nuevo las máscaras y las superpuso hasta que parecieron una sola, mientras recitaba un extraño mantra apenas más elevado que una murmuración de alcoba. Bien podría haber estado recitando los nombres de sus mulas, o de toda su familia, porque nadie entendió nada de lo que dijo.
Fue entonces cuando reparé en Rojo-al, en un rincón del establo, alejado de la tenue llama y rodeado de sombras. Sentado sobre el heno sucio se calzaba de nuevo sus botas, apretando con fuerza los cordones de cuero. Después, se levantó dando unos suaves golpes contra el suelo, y se dedicó a quitarse la enorme camisa de mallas que le protegía el pecho, cubierto de cicatrices.
Nuestras miradas se cruzaron y debió leer en mis ojos lo mismo que yo en los suyos, a pesar del juego de sombras que nos envolvía, porque siguió mirándome y sus labios se curvaron en una extraña mueca cuando dijo:
—No esperarías entrar allí solo, ¿verdad? Un viejo resabiado como tú podría pensar en volver a saltar el muro, apenas estuviera dentro, y huir por estas oscuras calles. O peor, ¡malditos sean los que ofenden a Ymir! —dijo, mirando de soslayo al buhonero—. Pudiera ser que huyeras más tarde con el botín, olvidando algunas deudas que tenemos pendientes. Así que he pensado que tú abrirás camino con esa máscara de ahí —concluyó, señalando con el hacha al murmurador—, y yo te cubriré las espaldas mientras haces tu trabajo. ¡Ah!, y no te preocupes por tu amigo —pareció recordar de pronto—. Casius se quedará aquí con él hasta que volvamos.
—Entonces será mejor que te frotes bien la calva —dije, extendiéndole algunas cenizas todavía calientes—. No quiero que la luna anuncie tu cabezota antes siquiera de saltar el primer muro…
VIII
El cielo se mostraba despejado y la luna nos sonreía, descarada, desde su privilegiada situación. No había sido mi intención elegir aquella noche, pero me vi obligado a actuar sin atender a las condiciones mínimas que cualquier ladrón hubiera tenido en cuenta al planear un allanamiento.
Por suerte, una suave brisa se dejaba notar en lo alto, lejos de los callejones viciados de la ciudad, y las nubes originaban cierto juego de luces al ocultar, una y otra vez, la luna. Así que, agazapados tras una solitaria esquina, el norteño y yo esperamos pacientes el momento de saltar el muro exterior.
Pasado un rato, escuchamos en la lejanía el sonido de varias voces que discutían; de las amenazas se pasó a los insultos y, tras un tenso silencio, reconocimos el entrechocar del acero contra el acero. En pocos minutos pudimos oír los gritos de la guardia, y algún silbato, que debía alertar a la ronda.
—Ahora es cuando empieza nuestra parte —susurré a la ominosa presencia apostada a mi espalda.
Me puse la máscara que me había entregado el buhonero y… ¡Cual fue mi sorpresa! Cuando nada, nada en absoluto, ocurrió. El muro permanecía frente a nosotros, tan elegante e inexpugnable como un minuto antes; iba a ser una larga travesía nocturna, pensé, al recordar las pretendidas cualidades frente a las trampas de aquella baratija.
Esperamos a que un gran nubarrón atravesara el hueco donde la luna permanecía vigilante. Un ojo blanco, sin pupila; como muerto. Quizá no queriendo ver la inminente desgracia, pero dispuesto a mostrarla al mundo, si se lo permitíamos. ¿Sería en nosotros, y no en otros muchos en aquella gran ciudad, sobre quien debía recaer aquel terrible mal de ojo? Pronto lo sabríamos…
Cuando estuve seguro de que nos ocultarían las sombras, hice la señal convenida, corrí hasta la base del muro y allí me quedé, en cuclillas, con la espalda pegada a la pared. Al poco me siguió el norteño, que usó mis manos entrelazadas y sus poderosos brazos, para elevarse hasta la parte superior. Desde allí, agarró el arco que yo le tendía y pronto los dos nos dejamos caer en la cara interna del muro.
Al reaparecer la claridad lunar, pudimos ver el contorno de los extensos jardines del palacio, y escuchar el sonido de las fuentes que, con seguridad, debían coronar las glorietas de las que debíamos alejarnos. Al frente, con la base oculta en la distancia, se encontraba el edificio principal. Señalé la dirección a Rojo-al y corrimos hacia los arbustos más cercanos. Desde allí, avanzamos en zigzag, atravesando las líneas de matorrales que cercaban los macizos florales y numerosos árboles frutales, procurando siempre no asomar demasiado el hocico ni los cuartos traseros.
Aún no tenía demasiado claras las cosas con respecto a mi compañero. Rojo-al podía serme muy útil llegado el momento, pero tener a aquel masticador de cuellos pegado a mi espalda no resultaba nada tranquilizador; mi pellejo podía perder su valor en cualquier momento…
Al poco tiempo, mientras nos acercábamos a un claro que tenía la intención de rodear, noté una cálida sensación recorriéndome la mano, como cuando se pisa descalzo un charco cubierto de barro, y la presión hizo hundirse mis dedos en un misterioso elemento: ¡Mierda! Resultó ser mierda. Y mi viejo olfato insinuaba que, quien la dejó allí, no era alimaña de comer hierba.
Rojo-al me dio unos golpecitos impacientes en la espalda porque, sin darme cuenta, me había detenido en seco. Así que seguimos avanzando hasta el borde del claro y allí alcé el puño indicando que nos deteníamos. Observé el terreno despejado y me pareció entrever algunas pisadas diseminadas en la hierba. Y al otro lado, de nuevo, la pequeña cerca de arbustos que ocultaba nuestro avance. Giré el cuello y señalé el claro al norteño, le mostré dos dedos y la dirección a seguir en cuanto las nubes nos hicieran la cobertura.
Llegado el momento, salimos de nuestro escondite juntos, y Rojo-al comenzó la carrera con la cabeza gacha, sujetando el hacha que colgaba de su espalda. Así cruzó los primeros metros, sin notar que yo me había tumbado de nuevo al iniciarse la alfombra de hierba.
Entonces, como si un relámpago iluminara la noche, la luna mostró durante unos instantes la carrera de mi compañero, justo lo suficiente como para confirmar mis sospechas porque, de entre los matorrales, una gigantesca figura surgió a la carrera y, con dos poderosas zancadas, interceptó el corpachón del pelirrojo cayendo ambos al suelo.
Desde mi posición, podía ver los brazos del norteño rodeando al enorme cuadrúpedo, pero el resto de su cuerpo permanecía oculto bajo el animal. Éste, parecía haber atrapado su presa cerrando las mandíbulas entre el hombro y el cuello del mercenario porque dio un par de sacudidas y las piernas de Rojo-al bailaron de un lado para otro. Después se desplazó unos metros, intentando volver a su cubil, y arrastró su trofeo sin demasiadas dificultades hasta el borde del claro. Allí se detuvo, mientras nos envolvían de nuevo las sombras.
De inmediato preparé el arco, incorporándome a medias, e hinqué la rodilla en el suelo, apuntando a la silueta conformada por ambos cuerpos. De nuevo se inició el forcejeo y esta vez pude escuchar el resoplar de Rojo-al, seguido de un ahogado gruñido de esfuerzo. En cambio, la criatura no emitió sonido alguno, como si temiera perder la presa que buscaba afianzar. Así que, con suerte, nadie habría oído todavía el resultado de nuestro encuentro. Una vez terminara con el norteño —decidí—, solo me restaría un buen disparo para abatir dos pájaros de un solo tiro.
En ese momento, las nubes se retiraron por segunda vez y, con el arco en tensión, vi de nuevo aquella combinación de figuras entrelazadas: las piernas del gigante rodeaban el cuerpo de la bestia y sus brazos en tensión envolvían el cuello del animal.
De pronto, las patas del monstruo se afianzaron en la hierba y pareció intentar retirar su enorme melena del abrazo de mi compañero. Cabeceó varias veces, levantando a su presa del suelo y estrellándola, una y otra vez, sobre la tierra húmeda, pero los brazos que lo atrapaban no parecieron vacilar ni un instante. El juego continuó, durante lo que me pareció una eternidad, hasta que los esfuerzos de ambos se ralentizaron, vi doblegarse las patas delanteras del animal, y los dos cayeron con un golpe sordo sobre el claro.
Cuando me hube convencido de que la guardia no se presentaría, disparé una saeta sobre la grupa del animal. Nadie se movió, así que avancé con cautela esperando que todo hubiera acabado para Rojo-al, pero, al inclinarme sobre ambos, pude ver cómo la suerte volvía a darme la espalda.
Con las mandíbulas del animal profundamente cerradas entre el hombro izquierdo y el cuello, el norteño se debatía para liberarse del pesado cuerpo, similar al de un enorme león de las montañas. Sacó el rostro a través de la melena que los ocultaba y escupió un enorme pedazo de carne sanguinolenta para después decir:
—Viejo estúpido, espera a que salga de aquí y tendremos unas palabras—siseó, antes de sacar un puñal con el que empezó a hacer palanca sobre el bocado que le mantenía inmóvil—. Mi suerte esta vez no ha sido la tuya —continuó, mientras señalaba la boca del animal.
¡Era cierto! La suerte, el azar o las malditas nornas habían dispuesto que el mango del hacha, colgado a su espalda, se encajara entre las mandíbulas de la bestia, reduciendo lo suficiente la fuerza de la dentellada como para que el norteño sobreviviera al encuentro.
Por supuesto, el hecho de romper el cuello de aquel espécimen estaba al alcance de muy pocos; algo que no podría decir del mío, una vez liberado Rojo-al.
IX
Cuando consiguió liberarse, ayudé al norteño a arrastrar el cuerpo de la bestia al borde del calvero y lo ocultamos entre los setos. Observé mejor el hocico de lo que hasta entonces creí un enorme león; en realidad no parecía un felino, excepto por las enormes garras retráctiles, sino que su mandíbula correspondía más a la de un perro de presa. El conjunto me recordaba a los guardianes tallados en piedra que protegen algunos templos allí, en Hyrkania, pero jamás había visto uno como aquel.
Mientras, las heridas de Rojo-al sangraban más de lo esperado, así que el gigante comenzó a rellenarlas con tierra húmeda, taponando cada agujero en la carne, sin dejar entrever un solo gesto de dolor.
—¿Qué demonios ha pasado? —casi aulló— ¿No dijiste que esa máscara reconoce el peligro? ¿O es que querías deshacerte de mí, maldita rata? Si…
—Yo nunca he dicho eso —le interrumpí—. Lo dijo el buhonero… o quizá no detecta el peligro sino las trampas y hechizos mágicos —expliqué, intentando desviar el tema de mi presunta traición.
—¿Si? ¿Eso de ahí te parece un suave gatito de compañía? —siseó, viendo que era peligroso mantener el tono de voz. Después señaló el cadáver— ¿Habías visto antes algo así?
—No, nunca —mentí.
—Pues yo sí, aunque siempre esculpidos en piedra. Aquí hay brujería más allá de ese disfraz que te han puesto.
— ¿Insinúas que la máscara no funciona?
—O la máscara no funciona… o juraría que has intentado matarme, viejo —dijo, mientras alargaba la mano hasta mi cuello. Sus ojos relampagueaban de rabia apenas contenida.
—¡Espera! —mascullé, con sus dedos como morcillas rodeando mi tráquea—. ¿Qué gana el buhonero enviándonos al matadero? Si no salimos de aquí con algo valioso le matarás, igual que a mí. Y si no conseguimos salir, tu hombre también lo despachará sin dudar.
La presión del norteño disminuyó, así que pude continuar:
—Eso quiere decir que esto —dije, señalando la máscara—, podría funcionar. Aunque no cuando nosotros queramos, me temo.
El sudor resbalaba por mi frente penetrando en el interior de la máscara mientras Rojo-al decidía si aumentar la presión de nuevo, o liberarme de tan desagradable situación.
Al final retiró la presa y llevó la mano sobre la empuñadura del cuchillo que llevaba al cinto. Su gesto instintivo le daba un aire todavía más amenazador cuando dijo:
—Te aseguro, viejo, que no es mi intención abrir el camino de aquí en adelante. La sangre de un estafador vale poco más que la de un ladrón. Pero tú, con máscara o sin ella, me llevarás hasta las joyas o morirás en el intento.
Dejé entonces de mirar al norteño y calculé nuestras posibilidades de escalada hasta llegar al primer nivel.
Los ojos me escocían tras la madera lacada, por lo que intenté levantar la máscara para secarme el rostro; así me di cuenta de que la ajustada cinta de cuero colgaba, flácida, sobre la nuca. Una creciente ansiedad se apoderó de mí encogiéndome el pecho y, aunque intenté no transmitir las dudas a mi compañero, no pude evitar un aspaviento mientras intentaba arrancármela con ambas manos. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? ¿En qué momento me había vuelto tan descuidado? Mi obsesión por Rojo-al me había hecho olvidar mis dudas sobre el buhonero. Y, por desgracia, subestimar sus capacidades.
Mientras estiraba de la condenada máscara; fue sangre lo que empezó a resbalar por la barbilla y el cuello tensionado. Mis dedos se tiñeron de espeso líquido carmesí, y cientos de aguijones parecieron curvarse para hacer imposible liberar la carne de tan inesperado mordisco. Al final, la sensación de ser succionado por un enorme pez me hizo renunciar, exhausto, a liberarme de aquel nauseabundo contacto. Cuando Rojo-al parecía a punto de hablar le hice de nuevo un gesto rápido, señalando el lugar por el que íbamos a subir, y me moví agazapado en aquella dirección con el miedo fluyendo oculto bajo el perverso artefacto.
Nos detuvimos a una distancia prudencial cercana a la pared del edificio. Mi experiencia y la hierba aplastada cercana al muro, me decía que la ronda aparecería en cualquier momento. Además, tanto el miedo como el esfuerzo comenzaban a agarrotar mis músculos castigados por los años.
Una y otra vez pasaba por mi cabeza la idea de acelerar el paso, terminar aquella incursión lo más pronto posible, y regresar junto al buhonero. Solo mantenía mi temple la idea de volver a enfrentarme a aquella nariz afilada… y tenía claro que podría hacerlo. ¿Por qué el buhonero nos enviaría al matadero? ¿Qué ganaba él, si nunca conseguíamos salir del palacio? ¿Cómo estaba tan seguro de que compartiríamos el botín, una vez estuviera en nuestras manos?
Al menos la sensación de ser absorbido había desaparecido y no volvería a aparecer si evitaba quitarme la máscara. Pero, ¿Para qué diablos necesitaba el shemita que yo llevara la máscara?
Pasados unos minutos escuchamos las pisadas de varios pares de botas y el tintineo de las mallas metálicas que se movían en nuestra dirección, bordeando el muro. Por su rica indumentaria debían ser, por lo menos, la guardia real, pero enseguida se alejaron de nuevo siguiendo el sendero que sus continuos paseos habían dibujado en torno a la construcción.
Salimos de nuestro escondite y tuvimos que correr al descubierto los últimos metros, ocultándonos en el ángulo interno de uno de los contrafuertes que nos serviría de parapeto y punto de apoyo. Tuve que convencer al norteño de que era peligroso usar cuerdas, que en un momento dado pudieran delatarnos (por eso no las llevábamos), y que lo más seguro era utilizar los cuchillos para crear nuestros propios puntos de apoyo. Sin duda yo tenía más experiencia en este tipo de escalada, así que me vi obligado a confiar en las habilidades del norteño para adaptarse al terreno, a pesar de su tamaño.
Por suerte o por desgracia yo abriría el camino lo que, al menos, me ahorraría la fatalidad de esperar el amanecer aplastado bajo su enorme cadáver.
X
Iniciamos el ascenso con energía. Ya no era un edificio de nueva construcción, así que el tiempo y la continua erosión me proporcionaban asideros de confianza; allí donde no los encontré, tuve que clavar la daga, o rascar como un vulgar pájaro carpintero. Cuando conseguí afianzarme a mitad de camino, miré atrás; Rojo-al me seguía de cerca, con el cuchillo entre los dientes. Los ojos clavados en cada uno de mis movimientos.
La primera terraza se encontraba a unos veinte metros de altura y apenas nos faltaba un tercio del camino cuando el viento nos trajo el sonido de una suave música y el murmullo de varias conversaciones. Reduje la marcha, aunque seguimos avanzando. La tensión de la escalada empezaba a causar estragos y corría el riesgo de agarrotarme en cualquier instante, pero no era momento de mostrar debilidad ante mi compañero.
A un par de metros de la cumbre me sorprendió una voz cercana. ¡Estaba allí mismo! Al borde de la terraza y justo sobre mí. Como si nos hubiera estado esperando antes de decidirse a romper la monótona melodía que, hasta entonces, había sido nuestra única acompañante.
—Será solo un momento, Attalus. Parece que hay cierto alboroto junto al muro exterior pero ya debe haberse solucionado. Vigila que todo permanezca tranquilo y yo enviaré a alguien para que puedas volver a la recepción.
—Se hará como dices, Trocero —respondió una segunda voz con seguridad.
—Lamento pedirte labores de centinela en una noche como esta. Ya sé que, en parte, asistir a la celebración es una recompensa más por el deber cumplido. Te has destacado durante la campaña y eso se tendrá en cuenta.
—Solo he cumplido con mi deber, señor Conde. Es lo que desde siempre se me ha enseñado a hacer.
—Y es lo que debes seguir haciendo. Puede que hoy el mismo rey te agradezca tus esfuerzos —continuó—. O recompense a tu nuevo hijo con un futuro puesto aquí en palacio.
El otro taconeó con fuerza, agradeciendo a su manera las palabras de su superior, y escuché alejarse al conde. De nuevo se hizo el silencio en el mirador. Volví a mirar a Rojo-al, que se había detenido justo debajo de mí, y éste asintió, como si aceptara alguna orden que yo hubiera querido darle. Se desplazó en horizontal, con la barriga bien pegada al muro, y ascendió hasta mi altura. Nos miramos a apenas un palmo de distancia y en su enorme boca masticadora de cuellos se dibujó una sonrisa metálica. Continuó subiendo y se colocó al borde del saliente que era nuestro objetivo. Desde allí empezó a silbar una estupenda imitación del canto de la lechuza. Suave primero, pero siniestro y premonitorio de lo que iba a suceder.
En breve apareció el rostro distraído de Attalus, del que apenas pude entrever su extremada juventud. Rojo-al se elevó sobre el borde de piedra hasta casi la cintura, impulsado por uno solo de sus poderosos brazos y, estirando el otro, agarró al joven Attalus de sus largos rizos dorados, para dejarse caer después con todo el peso de su cuerpo. El rostro del joven estalló contra el saliente y una lluvia de dientes sanguinolentos tableteó sobre la superficie de la máscara. Sin darme tiempo a replicar, el norteño agarró el cuerpo del cuello de la camisa y lo lanzó al abismo.
Nadie pudo ver mi expresión de incredulidad cuando Attalus impactó al pie del edificio, justo sobre la senda que acababa de recorrer la guardia. Los huesos sobresalían de las extremidades, como el cadáver de un insecto que se ha acercado demasiado al fuego. Su rostro quedó vuelto de manera antinatural, ocultando todavía la expresión de sorpresa que nuestra aparición había supuesto para él.
Salí de inmediato de mi ensimismamiento y me obligué a escalar con rapidez el trecho que me faltaba al ver que Rojo-al saltaba hasta la terraza, como quien cruza sin permiso un redil de vacas.
Mis pies se posaron en las baldosas bien pulidas de la terraza cuando ya el norteño avanzaba agazapado hacia la entrada. Tan solo unos pesados cortinajes nos separaban de la música. Tras ellos, las siluetas, reunidas en pequeños corrillos, parecían disfrutar de la seguridad de palacio.
Sin más, corrí tras mi compañero y salté sobre sus piernas atrapando ambas extremidades en un desesperado abrazo: «Imbécil, maldito imbécil…», era todo lo que rebotaba en cada rincón de mi cabeza.
Rojo-al se detuvo, descargando su mirada sobre el gusano que se aferraba a aquellos troncos hundidos con firmeza sobre el terreno.
—Idio…ta —susurré entre dientes—. ¿Dónde crees que vas? —Aproveché para levantarme ahora que había captado su atención—. En unos minutos toda la guardia sabrá que estamos dentro. ¿Se te ha ocurrido pensarlo? Ese desgraciado desparramado en el camino será nuestra perdición—. Dije, mientras buscaba desesperado una salida de aquella ratonera.
Justo sobre la arcada de acceso a la recepción se insinuaba un balcón, casi un adorno por sus dimensiones, pero con una ventana que reflejaba la luz interior. Tenía claro que nuestra única posibilidad era seguir subiendo, así que indiqué al norteño que trepara por el lateral del oportuno telón de fondo y nos separamos para iniciar el ascenso.
No nos resultó difícil llegar al improvisado acceso, apenas una repisa a la que parecía imposible encaramarse, aunque resultó más complicado separar las hojas del tragaluz porque las habían sellado con cera. De nuevo la daga hizo su trabajo y volvió por fin a la caña de mi bota. Salté a la obertura y me colé en la fortaleza.
A poco más de un metro de mi cara encontré una pared que conformaba un largo pasillo construido en paralelo al muro exterior. El resplandor que habíamos visto provenía de dos enormes cirios colocados en ambos extremos del corredor que, según me pareció, giraban en ángulo recto adentrándose en el edificio. Por el olor concentrado concluí que debía ser un pasillo oculto, de los que usa la servidumbre para moverse entre las cocinas y los grandes salones de palacio. «El primer golpe de suerte de la noche».
Habíamos perdido por completo la iniciativa y podía notar los minutos que pasaban mordisqueándome el cerebro. En cualquier momento se alzarían voces acaloradas y escucharíamos las maldiciones de la guardia: la aparente calma saltaría por los aires.
Cuando el norteño consiguió entrar (lo que no resultó sencillo) mi olfato había decidido que por la izquierda debía llegarse a las cocinas, así que de inmediato decidí tomar aquel camino. Con suerte, desde allí encontraríamos corredores similares que nos permitieran salir de aquella oportuna ratonera y alcanzar nuestro objetivo. No podíamos seguir escalando a la vista de cualquiera y prefería sin dudar enfrentarme a grasientos cocineros que a cualquiera de los veteranos guardias de la fortaleza. Pero lo único seguro era que cada vez nos adentrábamos más en las entrañas del edificio, y cada metro recorrido aumentaba las dificultades de una retirada temprana.
Avanzamos, y aproveché el momento para desenvainar la espada, aunque sabía que no podría usarla con soltura allí dentro. Medité si el norteño podría siquiera empuñar su hacha, porque podía escuchar con claridad el roce de sus hombros en ambos muros. Aceleramos más el paso, y en cuanto giramos el recodo distinguí una estrecha escalera esperándonos al final del pasillo.
Respiré hondo cuando vi que los peldaños, de una altura considerable, subían casi en vertical. Aunque la sensación de alivio apenas duró unos segundos; los que tardé es ver que unas delgadas piernas descendían en nuestra dirección.
Sin mediar palabra con Rojo-al actué, antes de que pudiera tomar sus propias decisiones. Por lo visto hasta ahora, en ese tipo de situaciones más valía no dejar improvisar a mi compañero, al menos mientras necesitáramos información de nuestra situación y no la muerte prematura de nadie.
Agarré el pescuezo del criado en cuanto pude ver su rostro, medio oculto por la torre de platos y fuentes que sostenía en una bandeja, y procuré hablarle con calma:
—No grites —susurré, mientras colocaba la punta de la espada bajo su escuálido cuello.
Sin duda estaba acostumbrado a obedecer, porque en ningún momento pareció que pensara en resistirse.
—¿Qué hay ahí arriba? —pregunté, en tanto el norteño llegaba a nuestra altura.
El hombre tardó en reaccionar, más amedrentado por la presencia del norteño que por el arma que amenazaba su garganta.
—Las… las cocinas, señor —se atrevió a decir.
—¿Y cuánta gente hay ahora en esas cocinas? Es ya tarde para seguir cocinando, ¿no crees?
—Señor, el servicio ha terminado… solo quedan los friegaplatos y las limpiadoras.
—¿No hay guardias? —intervino mi compañero.
—No, no señor. Los guardias desaparecen de la cocina en cuanto lo hace la comida.
Rojo-al chasqueó la lengua visiblemente decepcionado. No me molesté en recordarle que de allí, ya no saldríamos sin derramar algo de sangre. Estaba claro que una vez puesta al fuego, la suya hervía durante más tiempo que la de cualquiera. Ya había visto aquello antes en otros hombres, sobre todo entre los pueblos menos civilizados. Es una fórmula de supervivencia que resulta inútil fuera del campo de batalla o al menos muy peligrosa.
—Ya veo…Y ahora piensa con cuidado —continué—, y contesta a una última pregunta. ¿Hay acceso a la torre alta? ¿A los aposentos de las concubinas? —Giré su rostro con la espada para que pudiera ver mis ojos a través de la máscara. De ella goteaba la sangre medio coagulada de Attalus. —Te aseguro que si me mientes, lo sabré —concluí, con la mirada fija en aquel desgraciado.
Poco a poco sus ojos enrojecieron y se hincharon, acusando la falta de parpadeo.
—Ya no hay concubinas, señor —se esforzó en decir—, pero sí hay un pasillo que lleva a la torre, directo a los aposentos de la reina que se instalaron allí. Ya no se usa demasiado, claro… la reina suele salir a almorzar, es una de sus obligaciones.
Parecía a punto de desvanecerse de puro miedo y tenía pocas razones para mentir.
—Está bien, dime cómo llegar y no volverás a vernos.
El pobre diablo se explicó lo mejor que pudo con sencillas palabras, tras lo cual le arrebaté la bandeja de la vajilla y esperé a que Rojo-al entendiera el siguiente paso. El norteño lo dejó seco de un manotazo y el pobre quedó tendido, sobre las escaleras, como una alfombra que preparara nuestra entrada en escena.
Si no había más remedio que cruzar las cocinas, como nos había contado el camarero, tendríamos que hacerlo a la carrera, sin pensar en la inminente cuenta atrás que eso provocaría. Claro que, el cuerpo de Attalus ya había iniciado la suya propia por lo que no valía la pena rumiarlo demasiado.
Al norteño le pareció una idea estupenda, después de todo el trayecto «Sintiéndome como una serpiente que se cuela en una madriguera demasiado estrecha…» dijo, con un suspiro de alivio.
Subimos los escalones con las armas preparadas. Ante nosotros se abrió una gran sala de techos abovedados de decenas de metros de altura. Bajo ellos, innumerables elementos de cocina; braseros, parrillas e infinidad de chimeneas. Todo permanecía encendido aún y, con ayuda del personal en movimiento, la iluminación dibujaba en los muros deformes e inconstantes sombras.
Corrimos en la dirección indicada sin mediar palabra y siempre con Rojo-al ahora un par de pasos atrás, cosa que no me atreví a discutirle.
Los cocineros se apartaban de nosotros y, los que no lo conseguían, salían despedidos de nuestra trayectoria. Aunque al llegar a la salida la cosa cambió, porque de allí emergieron dos guardias de rostro hambriento que quedaron clavados ante nuestra llegada. Con un rápido corte ascendente le abrí el pecho al primero de ellos, para repetir después la diagonal en descenso al detenerme frente a él.
El elegido por Rojo-al recibió un certero golpe con el mango del hacha. Pude escuchar cómo los huesos de su cuello se partían de inmediato, y entrever que se derrumbaba en silencio. El norteño ni siquiera detuvo su carrera así que me esforcé por seguir su ritmo.
Tras el arco de salida el camino comenzó a subir en una ligera cuesta y a ensancharse de manera considerable. En pocos metros me puse a la altura de mi compañero y seguimos así cuando escuchamos los gritos de alarma de los cocineros más atrevidos. Continuamos subiendo sin detenernos, en un trayecto cada vez más vertical.
Nunca suelo improvisar en ninguna de mis incursiones. Ya no, al menos. Soy demasiado viejo para disfrutar de lo inesperado. Pero el buhonero me había engañado bien, obligándome a aceptar su plan, y la máscara seguía firmemente anclada a mi rostro. El escozor había desaparecido, pero no así la sensación de que se aferraba al contorno de mis facciones; como si tuviera la intención de devorar a su portador. Aquel objeto tenía unas cualidades que, sin duda, iban más allá de las explicaciones del buhonero y eso me convertía en un solo tentáculo de alguna abyecta monstruosidad cuya intención última me era desconocida. ¿Ya os había dicho que no me gustan las sorpresas?
XI
De repente los corredores se estabilizaron y el camino se allanó. Aparecieron poco después tapices y panoplias que adornaban los muros, y resultó evidente que salíamos de la zona de la servidumbre adentrándonos de nuevo en el seno de la construcción.
El alboroto había quedado atrás así que frenamos nuestra carrera para volver a una prudencia no demasiado tranquilizadora. A los pocos metros reconocimos estar dentro de la base de una gran torre y distinguimos una nueva y estrecha boca que daba a otra serie de escaleras que subían, enroscándose sobre sí mismas, casi en vertical. En cada rellano encontrábamos pequeñas lámparas de aceite, pero nunca acceso a corredor alguno. Aquello todavía estrechaba más la red que pretendía envolvernos, porque era una trampa, tanto para los que permanecían en el interior como para aquellos desgraciados que osaran adentrarse en la edificación. Una auténtica jaula de oro para proteger la incautada belleza de las concubinas.
Envainé de nuevo la espada, porque su solo peso empezaba a entumecerme el brazo y también mis rodillas suspiraban por un descanso. Poco a poco bajé el ritmo de subida hasta detenerme y aproveché para instruir a Rojo-al:
—Ya puedes imaginarte lo que nos espera arriba —indiqué—, pero aún debemos confiar en el efecto sorpresa. Tranquilo, administra el resuello y mantente alerta. Pero sobre todo, no olvides a qué hemos venido. Llegará el momento en que la lucha no deba terminar con el fin de los enemigos, sino con el resonar de las bolsas llenas. Y si no consigues seguirme cuando eso ocurra, por los cuatro vientos te juro que no volveré la vista atrás. ¿Entendido?
No me pareció que el norteño apreciara mis consejos, quizá por el gesto de asco esculpido en su furibundo rostro, o por el escupitajo que descerrajó a mis pies.
Recorrimos los últimos tramos en perfecta y silenciosa armonía hasta llegar al final de las escaleras. Allí pude asomar rápido el hocico por el último recodo y ver justo lo que esperaba ver. Frente a una puerta situada a la izquierda del pasillo dos hombres montaban guardia a la usanza de los guardias honrados. Ya me entendéis; plantón, mirada firme al frente y mucho silencio. No es como si hubiera un par de borrachos jugando a las cartas. Que a veces los hay. Éstos se mantenían firmes como si en cualquier momento alguien fuera a salir por aquella puerta.
Descolgué el arco de mi espalda y preparé con sumo cuidado dos de las mejores flechas que pude conseguir. Las coloqué en paralelo tensando la cuerda con la primera de ellas y giré de nuevo el recodo, rodilla en tierra.
Estuve a punto de tener la suerte de matar a los dos, porque el primer proyectil casi atravesó el cuello desprotegido del guardia más cercano cuya caída me permitió fijar bien al segundo. A éste, la flecha se le alojó justo debajo de la barbilla ya que, salpicado de sangre, se había girado para ayudar a su compañero. Un suave gorgoteo mezcla de sangre y aire cortó en seco su inminente petición de ayuda.
Por primera vez creí ver que Rojo-al quedaba satisfecho de mis capacidades, pero poco le duró la expresión en el rostro. Escuchábamos ya con claridad las voces de alarma que subían por las escaleras, y el sonido inconfundible de las botas lanzadas a la carrera.
—Yo me adelantaré. Mantén aquí el frente cuanto puedas, —le dije—. Necesito algo de tiempo.
—Está bien, pero cuidado con esfumarte, viejo. No cruces esa puerta o te juro que serás el último en probarla hoy —susurró, mientras con el pulgar comprobaba el filo del hacha.
—Tranquilo grandullón. Aún no tengo claro cómo salir de aquí. Ni contigo ni sin ti —respondí, cuando me deslizaba hasta los cuerpos desparramados de los guardias.
Primero rebusqué entre las ropas de los guardias. Nunca se sabe…, a veces a la mala suerte le pisa los talones la providencia. Pero no fue el caso. Además, me avergonzó comprobar que la puerta, desde el dintel a las jambas, no presentaba ningún tipo de cerradura o pasador a la vista. Tiempo perdido; era inútil buscar una llave.
—¡Rápido viejo! ¡Ya vienen! ¡Y te aseguro que están jodidamente enfadados! —aulló el norteño desde el recodo. Pero ni aquella tensión parecía borrar la media sonrisa bajo su espesa barba.
Dejé el arco a mis pies y me incliné frente a la puerta. Recorrí con los dedos la parte inferior, por la que se colaba algo de luz, y continué siguiendo todo el contorno, a la espera de percibir algún tipo de mecanismo o, al menos, un desperfecto sobre el que poder trabajar mis habilidades.
«¡Eh, tú!». La voz resonó con claridad transportada por el cañón del hueco de las escaleras. «¡Alto a la guardia!». Levanté la vista y allí estaba Rojo-al, acomodando bien los pies. Tan solo dio un paso atrás desde el último escalón y al poco tiempo el hacha subió y bajó con fuerza, como si de un artefacto mecánico se tratara. La sangre empezó enseguida a recubrir las paredes y los propios músculos del norteño, tensos como maromas de barco.
Con su segundo golpe, el sonido del astillar de huesos y los gorgoteos propios de la muerte me devolvieron rápido a la realidad. Seguí palpando cada nudo de la madera, cada variación de la tonalidad, cada punto de unión y por fin encontré lo que buscaba. Apenas una gatera insinuada a mis pies que en otro tiempo habría servido para introducir la comida y mantener alejadas las miradas indiscretas de la servidumbre. Sonreí bajo la máscara. Me arrodillé y acerqué el rostro casi en una reverencia. La trampilla estaba sellada con brea y se resistió a ceder en un primer intento. Sentí entonces un golpe sordo en la posición de Rojo-al y algo metálico golpeó en la pared y avanzó rodando hasta mí. La cabeza del guardia me observó con ojos vidriosos y saltones, como de vaca muerta.
El norteño se había visto obligado a retroceder algunos pasos más y ya podía verse al enemigo agolpándose en el pasillo. Pero estos eran hombres altos, de poderosos brazos y mirada decidida. De sus espaldas colgaban largos capotes de montar, negros como la noche, y las cañas de sus botas altas rebosaban barro y polvo a partes iguales.
Me incorporé y comencé a patear la gatera tan fuerte como pude, una y otra vez, llevado por la desesperación, hasta que oí la madera crujir y se descoyuntó el arreglo. Hurgué en el interior hasta hallar un pasador encajado en el suelo que subí con ansiedad.
Escuché entonces al norteño: «¡Ahí va uno, viejo!», soltó entre bufido y bufido,
Uno de los guerreros había conseguido atravesar el muro de acero del pelirrojo y avanzaba sin dudar hacia mí, despreocupándose de mi compañero. Recogí el arco a mis pies y con elástico movimiento puse la coca en la cuerda y le disparé casi a bocajarro en plena cara. La saeta se incrustó, profunda, en su ojo izquierdo y el cuerpo cayó, deslizándose un par de metros por la fuerza del impulso. Seguí disparando varias veces más sobre los hombros de Rojo-al, incluso a través del arco que conformaban sus piernas abiertas, hasta quedarme sin proyectiles.
Después solté el arco, volví frente a la puerta y tomé carrerilla con la intención de llevármela por delante. Me golpeé el hombro como para animarme y arremetí contra ella con todas las fuerzas que pude reunir. La hoja cedió con estrépito y giró sobre sus propios goznes hasta golpear la pared, mientras yo frenaba la carrera para supervisar la sala y desenvainar la espada. Antes de conseguirlo, un objeto desconocido me golpeó el rostro y caí de bruces. Lo único que consiguió traspasar el umbral fueron mis piernas, porque el resto de mí quedó tendido en el pasillo. Se sucedieron una serie de dolorosos fogonazos que me impedían abrir los ojos y noté la sangre resbalar por el cuero cabelludo hasta alojarse en mis oídos, que silbaban como pájaros cantores.
A mi izquierda, la batalla continuaba y los berridos de Rojo-al ayudaron a alejar de mí la neblina de la inconsciencia. «¿¡Pero qué demonios…!?», fue lo primero que resonó en mi mente, seguido de: «¡La madre que…!».
Estaba totalmente cubierto de restos de cerámica que resbalaron hasta el suelo al incorporarme. Fue la primera y única vez que me alegré de llevar puesta la máscara del buhonero.
Miré al interior. Apenas me dio tiempo a vislumbrar a una mujer que se recomponía tras el lanzamiento. Lucía un vaporoso camisón de gasa ocultando la mínima parte de sus encantos. El resto de ellos, rostro incluido, lo cubría una inacabable melena dorada que enseguida volvió a recolocar con acertado movimiento de cuello. No había al principio miedo en sus ojos, tan solo odio y determinación. Rasgos que derivaron en incredulidad cuando su mirada se cruzó con la mía.
En aquel momento escuché la consabida expresión: «¡Abrid paso al rey!»
XII
De inmediato noté que volvía aquella sensación desconocida. Que la máscara, o el contorno de ésta, se agarraba con firmeza a mi rostro. Y enseguida se inició el intermitente proceso de succión que fue incrementándose sin descanso, una y otra vez, como la contracción imparable de un corazón necesitado de sangre. Cientos de pequeñas agujas parecían surgir de la madera lacada, y se curvaban con ansiedad. Poco a poco, la máscara devoraba sin piedad a su portador.
Intenté arrancarla con ambas manos de manera instintiva y el resto de situación se tornó en frente secundario para mis esfuerzos.
Aun así, cuando el silbido desapareció de mis oídos, escuché de nuevo a Rojo-al que aullaba todo tipo de insultos y maldiciones: ¡Todavía no habéis visto nada malditos bastardos! ¡Colgaré vuestras entrañas de la cola de mi caballo! ¡Os lo juro…! ¿Y tú? ¿Crees que será diferente para ti grandullón? ¡Estás muerto! ¿Me oyes? ¡Muerto!, perro de ojos azules… ¡Muertooo! Y tras eso, me vi introducido en el suave éter del interior de la máscara, flotando en su acuosa esencia a través de la bruma subacuática de la brujería.
Soporté el dolor con los ojos cerrados, apretando los dientes mientras la sangre resbalaba de mis labios mordidos, haciendo rebosar mi garganta.
Si recordara mi nacimiento, sin duda sería esa la sensación que describiría cuando la luz iluminó mis párpados sellados y sentí terreno firme bajo mi cuerpo deslavazado. El silencio, ahora reconocible tras el embotamiento de mis sentidos, me trajo el primer momento de paz en muchas, muchas horas, cosa que agradecí antes de abrir los ojos.
***
Me hallaba de nuevo en el punto de partida; aquel pequeño establo que habíamos alquilado muy cerca del muro exterior. El relincho de uno de los caballos pareció confirmar mi primera impresión. Me hallaba sentado sobre mis piernas flexionadas, justo frente a la llama donde vi por última vez al buhonero recitar entre dientes, como una plañidera cualquiera.
Alcé el rostro del fuego… y allí terminó mi descanso. En lugar de la montura que esperaba encontrar, fue el rostro desencajado de Casius, lo que hallé sin más. Con su apestosa boca escupía: «¡Hijo de mil padres! ¡Lo sabía puto Hyrkaniano!».
Por poco, conseguí esquivar su primera estocada dejándome caer sobre mi espalda, todavía con las piernas encogidas bajo mi cuerpo, y utilicé el impulso para girar sobre mí mismo y encararme, aún agazapado, a aquel desgraciado.
No tenía espada así que, desarmado como estaba, detuve su siguiente golpe descendente cruzando los brazos con fuerza sobre su muñeca. La espada de Casius salió volando por los aires pero de inmediato su mano izquierda se encajó en mi garganta bajo la máscara y el Tileano quedó a horcajadas sobre mi pecho. Con su mano libre golpeaba mis costillas por lo que fui encogiéndome, casi sin quererlo. Empezaba ya a faltarme el aire así que intenté golpear su rostro, pero sus brazos eran más largos y se encontraba fuera de mi alcance. Intenté hacer palanca sobre su codo, pero aquel perro no se andaba con chiquitas y antes que ceder al dolor metió el pulgar de su mano libre a través de los ojos de la máscara. Solté la presa para zafarme, pero pronto noté su uña mugrienta introduciéndose, poco a poco, en el globo ocular superada mi resistencia.
No recuerdo el sonido de mis propios aullidos de dolor, apenas contenidos por la máscara, pero sí recuerdo que busqué, busqué como acto reflejo, cualquier cosa a mi alcance: un puñado de heno, una mierda de caballo, una herradura perdida tanto como mi esperanza. Y sí, alguno de los cuatro vientos trajo hasta mí su presente en forma de ligera empuñadura, muy conocida por mí.
Por el exterior, en abanico, apuñalé al tileano. La daga se introdujo por el oído hasta la empuñadura, como preparándose para abrir un jugoso melón y emitiendo el mismo sonido.
El aire volvió a llegar a mis pulmones solo para recibir con saña todo el peso del sicario sobre mi pecho. De nuevo me quedé sin aliento, y me desmayé.
***
No habría pasado demasiado tiempo cuando abrí de nuevo el ojo porque la pequeña llama seguía iluminando el lugar sin nadie que la alimentara.
El cuerpo de Casius seguía sobre el mío y podía notar el charco de sangre bajo mi espalda. Lo empujé hasta que quedó tendido boca arriba y me incorporé.
Asumí que había perdido la visión de mi ojo izquierdo, si no el propio ojo, aunque la máscara y la inflamación no me permitían comprobarlo. Después observé al tileano, con el mango de la daga de plata sobresaliendo de su cabeza.
No es buena idea ocultar dagas muy pequeñas en la caña de las botas, excepto si piensas que pueden encerrarte, porque en combate cerrado, con frecuencia salen disparadas en las más variadas direcciones, y después se echan en falta… Suerte tuve desde luego de que al voltearme huyendo de Casius, la mía, quedara aún al alcance de mi mano. Si hubiera seguido oculta jamás hubiera podido alcanzarla. La extraje y, tras pensármelo un poco, la introduje entre el cinturón y la ropa.
El ojo comenzaba a palpitarme; señal clara de que empezaban a desentumecerse los músculos y era cuestión de tiempo que comenzara el dolor de verdad.
Con los puños apretados, la visión del buhonero y de cómo me había traído hasta allí era lo que me mantenía en pie, ciego de rabia, sobre aquel charco de líquido carmesí. Creía ver claro lo que no había podido advertir hasta entonces. A aquel desgraciado le daba igual si conseguíamos algún botín, o si nuestras cabezas acababan adornando cualquiera de los pasillos del palacio, o sobre alguna cálida chimenea. Lo que le importaba era que llegáramos al lugar adecuado en el momento preciso. Nada más. El puto shemita quería que llegáramos a los aposentos de la reina antes del regreso del rey, probablemente para garantizar que la propia reina estuviera allí con seguridad. Y no para asegurarse de que estuvieran vacíos, como pensé en un primer momento. ¡No quería ningún objeto, sino a la propia reina! Sin duda lo más valioso de la fortaleza, por supuesto. No tenía más que encontrar a un idiota que se colara allí con la máscara puesta para ser capaz de entrar él mismo y después salir con la reina. Pero, ¿cómo iba a salir de allí aquel imbécil? Con toda la guardia en alerta, sería más fácil entrar que salir, concluí.
Sin darme tiempo a borrar mi cara de estúpido, los colmillos de la máscara se fijaron de nuevo en las heridas ya abiertas de su presa; noté la presión directa sobre cráneo y mandíbula. Engullido como por una serpiente y circulando por un tracto intestinal que me arrastraba a empellones con sus poderosos músculos, ya no me quedaban fuerzas para intentar liberarme. Me dejé llevar como un viejo roedor agotado por los años.
***
Reconocí enseguida el lugar donde abrí el ojo, recién cagado por aquellas entrañas podridas: era el interior de la cámara de la reina. Pero allí no había nadie con vida. Los doseles estaban rasgados, el mobiliario no era más que un montón de leña y astillas todavía humeantes, y de todos los muros resbalaba la sangre, las vísceras aún calientes y la mierda fresca de sus antiguos dueños. El reguero de cuerpos mutilados de aquellos hombres de negro capote me rodeaba por completo, para encaminarse después hasta una gran obertura en el muro exterior que, deduje, debía haber sido un precioso mirador. Tanto el suelo como la baranda habían desaparecido, así que nada impedía a una ligera brisa colarse en la estancia.
De repente recordé el arco. ¡No podía dejarlo allí como no podía hacerlo en ningún otro sitio! Me dirigí a la puerta pero no pude encontrarlo donde lo había dejado.
La carnicería del pasillo poco tenía que envidiar a lo que había visto dentro. Allí los cuerpos conformaban un improvisado túmulo de carne y huesos sobre el que descansaban los restos de Rojo-al. No encontré su cabeza por ninguna parte.
No es que fuera a echar de menos ninguna de las razones que me unían a él, pero la satisfacción de su rostro en la batalla me recordaba tiempos lejanos, no siempre mejores, en los que la juventud todavía corría rauda por mis venas.
Mientras sopesaba las opciones de mi inminente plan de fuga, la máscara se me desprendió del rostro y cayó frente a mí. La visión de aquel rostro, sin ojos, que me observaba y parecía decir: «¡Ja!», es lo último que recuerdo antes de despertar en los calabozos, cubierto de cadenas.
Postludio
Hubo un minuto de silencio cuando el viejo terminó de narrar su historia.
Sobre la escalera, el hombre que había iniciado el interrogatorio se mesaba los bigotes con fruición, como si fuera a arrancárselos pelo a pelo. Cuando pareció satisfecho comenzó a descender hacia el reo.
La firmeza de sus pasos hacía rebotar el sonido de sus tacones de manera que, por un momento, pareció un ejército lo que se acercaba al viejo y no un solo hombre.
—¿Esperas que crea algo así después de todo lo que has hecho? —sus dientes afilados se mostraban con cada palabra—. ¿Insinúas que no eras tú el enmascarado que asaltó a mi señora e intentó raptarla en sus propios aposentos? Sin duda me tomas por un loco, por un tonto cualquiera. No mereces una muerte rápida…pero la tendrás si a partir de ahora me cuentas la verdad.
El viejo escupió de nuevo, pero no salió nada más de su garganta seca. Tosió hasta faltarle el aire y de nuevo miró en silencio a su interlocutor.
—Admites que estuviste allí, que tu compañero y tú sembrasteis el miedo entre los habitantes y la servidumbre de esta fortaleza. También admites que eres el responsable de la muerte de Attalus —añadió, escupiendo odio con cada palabra—. ¿Esperas que crea que fuisteis engañados por un buhonero, como cualquier muchacho en día de mercado?
—Así que vos sois Trocero —susurró de pronto el Hyrkaniano—. Siento lo de Attalus, no acostumbro a matar sin necesidad. Sigo las reglas del gremio siempre que no contravengan las de mi propia supervivencia… Mi compañero no pensaba lo mismo.
—¡Ah, sí! Tu acompañante. Un hombre interesante supongo, mientras estaba con vida… Ahora su pelada cabeza adorna los muros de este castillo, como lo hará la tuya, en cuanto mi señor lo ordene. —Cambió el gesto hacia la sonrisa forzada—. ¡Aunque no compartirás el honor de que sea mi señor quien la separe de tus hombros! —Por primera vez el viejo pareció dudar—. ¿Dónde está entonces el buhonero? Si es cierto lo que dices; debería haber vuelto a los establos.
—Siendo cierto lo que cuento, estará huyendo de la ciudad. Es probable que se encuentre más allá de sus muros el maldito bastardo. Pero habría que comprobar esos establos. Allí estará el cuerpo de Casius.
—¿Por qué no huiste de inmediato al volver a la cámara de la reina? Ya pudiste ver que allí el buhonero no mostró sus artes comerciales sino otras muy distintas, oscuras e inenarrables. Ese lugar se encuentra contaminado por una podredumbre secular que tardará mucho tiempo en desaparecer. ¿No reconoces a un brujo cuando te sientas a su lado?
—Como ya he dicho, pensaba huir, pero estaba buscando mi arco…
—¿Por qué? ¿Qué tiene de especial ese objeto? —interrumpió Trocero.
—No tiene nada de especial para el resto del mundo. Es especial para mí. Además, no es de buen fario volver de una incursión con menos posesiones de las que se llevaron, ya me entiendes.
—¡Ja, ja, ja! Tienes arrestos, viejo. Eso nadie lo dudaría. Pero no dejas de ser un ladrón, y aquí a los ladrones se les castiga con dureza.
—¡Castiga entonces al ladrón que no robó nada! —estalló el viejo—. Y deja ir al buhonero. No me importa. Mis deudas para con los vivos han quedado saldadas y, si tengo que hacerlo, saldaré las que me quedan con los muertos. ¡No temo a la muerte! —gritó, para susurrar a continuación—; porque he visto al muerto alzarse de nuevo. Y aquello que puede deshacerse no es más que otro enigma de los dioses.
—Quizá sea esa la solución que apacigüe la ira de mi señor —sentenció Trocero.
—¡Apacíguala entonces, y demuestra así tu rancia nobleza envuelta en sedas! Pero siempre recordarás que no fui yo quien causó su ira y que tú mentiste a aquel al que debes servir.
—¿Cuál crees que sería entonces la forma de tranquilizar mi conciencia? —replicó, con un alargamiento de labios quizá similar a una sonrisa.
—La misma que servirá para tranquilizar la mía. Déjame buscar al buhonero…Ayúdame a encontrarle y así servirás bien a tu amo.
—¿Y qué harás cuando encuentres a ese engendro? Te aseguro que no es un hombre fácil de matar —afirmó, ensombreciendo el rostro—. Existen criaturas que siguen y obedecen a ese hombre, que atraviesan muros para matar, destrozar y devorar cuerpos de fieros guerreros. Después, como si nada, vuelan de nuevo en la noche. El estómago lleno de carne fresca. ¿Quieres que una máscara te devore de nuevo medio rostro? ¿O quieres huir? ¿Está eso también en las normas del gremio?
—Yo lo mataré. Encontraré el acero adecuado, el momento preciso y traeré después su cabeza para que la devoren los cuervos de vuestras pajareras. Os lo aseguro.
—No hay nada seguro —replicó el conde—. Tan solo la justicia del rey.
—Dejemos entonces que su justicia sea la mía, que comparta su afrenta conmigo pues los dos hemos sido engañados. Concédeme la oportunidad de acabar aquello que aún me queda pendiente, y que caiga más tarde sobre mí todo el peso de la real orden a la que te debes.
—¿Cómo te llamas, viejo? —preguntó de repente Trocero, recordando que nunca obtuvo respuesta—. ¿Cuál es el nombre por el que se te conoce?
—Mi nombre está tan olvidado como las cenizas de aquellos que alguna vez lo pronunciaron. No te daré mi nombre, pero sí mi palabra —respondió el reo, con la mirada fija en su interlocutor.
—¡Eres terco como una mula, anciano! —escupió el conde bajando los escalones. La mano diestra agarrada a la empuñadura de la espada—. ¡No me convencen tus palabras almibaradas! —sentenció mientras desenvainaba la espada.
—¡Detente Trocero! —La voz, potente y cavernosa, viajó desde las alturas de la escalinata y estalló como un trueno junto a los dos hombres. El ojo del ladrón se ensanchó como si hubiera escuchado a un fantasma susurrarle al oído. Los pasos del conde se detuvieron de inmediato.
Una figura surgió en lo alto, de entre la oscuridad, convirtiendo en nada con su presencia la formidable ferocidad de los leones que debían protegerle. Descendió, mostrando entonces que agarraba un viejo arco con uno de sus poderosos brazos.
—Su nombre es Subotai, ladrón y arquero —Se detuvo al llegar a la altura del conde, tendió el arco hacia el viejo y continuó—: Yo recuerdo tu nombre, hermano. Como recordé este arco en cuanto me lo trajeron. ¡Yo soy Conan, rey! y compartiré contigo tu venganza como tú compartiste la mía.
FIN
Descarga en PDF
Mucho tiempo después de los hechos de Conan El Bárbaro, Subotai, experto arquero y ladrón profesional, natural de Hyrkania, se ve empujado a una peligrosa incursión en el corazón del gobierno de Aquilonia…