27 abril, 2024

Ante esta propuesta de Pedro Quintana hemos quedado maravillados, relamiéndonos de gusto y placer por lo escatológico culinario.

Deciros que debéis leer este relato, es poca cosa, porque debéis coméroslo. No otra cosa merece por su ingenio, por su riqueza y nutritiva prosa, y porque es una propuesta atrevida sin esquilmar, en momento alguno, de atributos soeces e indecentes al relato más hediondo de todos los tiempos.

La Pastelería de doña Amparo

por Pedro Quintana

 

Doña Amparo, cuarentona y con unos bien distribuidos kilos de más, no desaprovechaba ocasión para alardear de su preferencia por lo escatológico. De manera que nadie se extrañó al recibir la invitación a la apertura de su nuevo negocio, una pastelería especializada en dulces con formas de excrementos.

Para amigos y conocidos, acceder a su establecimiento fue como visitar un museo en el que abundaban muestras del mundano cagar. Neveras expositoras, vitrinas y mostradores, lucían tartas que, con hojaldre, bizcocho, nata, mantequilla  y chocolate, recreaban anos por los que asomaban zurullos, escupideras llenas de heces y pequeñas deposiciones a modo de delicatessen. Tampoco faltaban coprolitos, algunos de tamaño acorde al intestino del Tyrannosaurus rex, excusándose por la falta de una muestra del Patagotitan mayorum, al no disponer de suficiente espacio en el local.

En un lugar predominante del salón, un frigorífico especialmente diseñado para tal fin, exponía reproducciones de ñordos espectaculares. Entre ellos destacaban los atribuidos al gran Gengis Kan, el despiadado Tiberio, el aterrador Papa Inocencio VIII y los de una  famosa santa, que por cierto era el de mayor calibre.

Su marido, Lonut Herdaponme, al que le cambió el nombre por Josemi para darse el gusto de llamarlo Jose-Miherda-ponme. Se encargó de repartir, en bandeja primorosamente ornada, suculentos manjares con forma de truño. Los gestos de asco se trocaban por el de asombro al probarlos, aún así, había quien se resistía al ver semejantes porquerías en boca ajena.

Doña amparo prometió inmortalizar el evento con una sorpresa final. Algunos asistentes, castigados por aquello de que la comida entra por los ojos, aguardaron expectantes al tiempo que contenían las ganas de vomitar, no porque supieran mal las boñigas, sino por la perfección detallista de las mismas, que en nada diferían del original y engañaban al cerebro haciéndoles percibir, entre el aroma de los zampabollos, milhojas y alfajores, los efluvios de tan repugnantes formas. Todos, sin embargo, coincidían en que eran extraordinarios ejemplos de arte en la repostería.

—Me temo, por la expresión de sus caras, que no terminan de apreciar tu iniciativa— le susurró al oído, Otelo Quitas de Abajo, amante ocasional de Amparo.

—¿Estás seguro? A mí me engorda la envidia de la gente, mañana estaré en boca de medio pueblo mientras el otro medio, escucha. La curiosidad y el morbo harán el resto.

—¡Eres genial, asquerosa mía!

—¿Asquerosa?

—Deliciosa, sutilmente asquerosa. No voy a contarte ahora lo que me gustan los frutos de tu soberano pandero…

—Amparo, nos faltan peorreas —apuntó Josemi, acercándose a la esposa, al ver que se agotaba su versión de los famosos buñuelos de viento.

—Ahí lo tienes, Otelo, pondrán caritas de asco, pero tragan como cerdos… Pues reparte los mousse, me da que no se atreven con ellos.

—¡Por qué será que no me sorprende!

—A mí tampoco, Josemi Herdaponme, están muy logrados y me barrunto que los parroquianos piensan que son lo que parecen.

La gastronómica velada continuó regada con licores especialmente elaborados para la ocasión, entre los que destacaba uno de tinte amarillo intenso que precisamente no era de limón. Así pasaron un par de horas sin que nadie se privase de visitar el excusado en el que, sobre las flechas que advertían a damas y caballeros, se leía en letras mayúsculas: Descarga sin cuidado.

Al llegar el momento anunciado por la excéntrica señora, unos empleados, acosados por el revuelo y la expectación de los presentes, montaron un pequeño estrado visible desde casi cualquier ángulo de la pastelería. Doña Amparo se subió encima y comenzó a hablar tras reclamar silencio:

—Una de las cosas que más unen es el placer, y el primero de todos es el que satisface una necesidad. El yantar, según la humanidad ha ido evolucionando, no solo se encarga de aplacar el hambre, si no que también, de procurar deleite. Hoy en día elaboramos, combinamos y aderezamos alimentos para saciar las exigencias de nuestro cada vez más refinado paladar. ¡Y qué decir del defecar, consecuencia directa de lo anterior! Los jugos gástricos dan comienzo a un proceso químico que convierte manjares en restos fecales. Boca y culo conforman un círculo perfecto no solo en el nutrir, también en el fornicar. ¡Cuántos de los presentes, sin importar su sexo, los utilizamos para calmar íntimas y carnales pasiones! —Acomete una pausa para permitir que fluyan unos murmullos y, con una sonrisa, continúa al diluirse los mismos—: Darle apariencia de excremento a suculentos dulces, permite experimentar fuerzas contrapuestas de nuestra naturaleza selectiva. Ojos, lengua, nariz y labios sometidos a repulsión y deseo en un bocado único.

Doña Amparo coge una yema, que en nada parecía estar hecha de huevo, se la lleva a la boca, la mastica y, con los ojos cerrados, se la traga para chuparse luego los dedos.

—Lo divino y lo terrenal en una armonía tan grotesca como épica. Mirad…

La anfitriona señala a unos colaboradores que, en mesa con ruedas, acercan una portentosa obra esculpida en chocolate de varias texturas y colores. La tarta, que ronda el metro de altura, representa a querubines que, bajando del cielo y a hurtadillas, recogen mierda de los hombres para jugar con ella entre nubes. Lo chocante del tema, junto a la perfección y maestría con que estaba ejecutada, levantaron un espontáneo aplauso entre los asistentes.

—Como final de velada, voy a regalar, a uno de vosotros, este magnífico e irrepetible trabajo: manjar que colma los sentidos y hace reflexionar sobre lo efímera que es la existencia. La vida nos devora con  igual velocidad que nosotros a ella.

Amparo atrapó otra delicatessen, con forma de cagarruta, y la saboreó repitiendo el ritual anterior.

—Somos singulares criaturas que, como este bomboncillo, que ahora deambula en mi interior, terminaremos saliendo por la cloaca que nos reserva la vida… Pero ahora somos nosotros los que tenemos la suerte, puesto que comemos, de poder cagar. Si alguien de los presentes se atreve a subir aquí y hacerlo, esta maravilla es suya. Y no se preocupen, tengo un laxante que en un par de minutos saca lo que tenemos dentro.

El estupor general pasó a sonoras carcajadas, al adivinarse, en la mirada y el rictus de la oradora, que se trataba de una broma.

—Mis queridos, de antemano sabía que sois unos pudorosos reprimidos, si yo estuviera donde vosotros, no lo dudaría en absoluto.

—Yo pago por verlo —aseguró alguien, provocando risas.

Doña Amparo encadenó unos pasos luciendo sus generosas curvas con los brazos en jarra, y continuó.

—Imaginativa yo, dando por hecha la falta de voluntarios y porque no he encontrado a ningún descendiente del famoso gigante patagón, mítico pueblo del que se tuvo referencias allá por el año mil quinientos veinte, y del que se decía que la cabeza de los europeos les llegaba a la cintura, me he traído, desde el centro de África, a este corpulento negro que es el que, de una sentada, más caga en su tribu—. Y señala a una puerta por la que aparece un descomunal hombre de rasgos primitivos que, en taparrabos, sube a la tarima.

Parte de los asistentes se echan hacia atrás, y algunas señoras, libidinosas, aprovechan para colocarse en primera fila.

—Sukuh Lokelé, lleva aguantando las ganas desde ayer por la mañana y, desde que llegó de tan lejanas tierras, ha disfrutado de una copiosa dieta a base de judías con chorizo. Hago un inciso aquí para recalcar que los sudores de su frente no son a consecuencia del calor. Así que aconsejo mantener un margen de seguridad.

Alguna dama tuvo un conato de desmayo, que fue resuelto sin mayor trascendencia. La concurrencia asistía a los acontecimientos con una mezcla de festiva incredulidad e insano interés.

—Los querubines serán entregados a la persona que más se aproxime al peso de la deyección de Sokuh Lokelé.

Los empleados, además de cerciorarse de que los asistentes respetaban el perímetro que la prudencia recomendaba, y proteger con unas telas impermeables el mobiliario y las paredes cercanas, apuntaron, junto al nombre de los concursantes, la estimación que, a ojo de buen cubero, cada uno les daba.

Una calma tensa se apoderó del ambiente cuando el tosco Africano, despojándose de la prenda que lo cubría, se acercó a un barreño y, apartando hacia un lado sus genitales, con lo poco que de ellos le cabía en las manos, se colocó de cuclillas.

Apenas se le notó en la cara el esfuerzo cuando, tras un breve repiqueteo, una explosión echo al suelo, partidos en mil pedazos, los cristales de escaparate y puertas. La deflagración posterior dio con buena parte de los asistentes al acto, llenos de lo que parecía ser mierda, con sus huesos en la calle. Minutos después, doña Amparo contaba a los bomberos que un fogón por cerrar, o una bombona en mal estado, debió provocar el siniestro, pero la mayoría juró, una y otra vez, que el causante fue el puto negro.

Datos de interés sobre el autor:

Pedro Quintana Moreno, autor nacido y que vive en Santa Cruz de Tenerife, participa activamente en el foro “Club de Letras Entre Amigos“.

Tiene escritos algunos relatos cortos,  la mayoría con un cierto toque fantástico, y uno de los cuales podéis leer a continuación en su perfil de facebook.

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La Pastelería de Doña Amparo

Un relato de Pedro Quintana que está para chuparse los dedos.

Doña Amparo, pastelera y mujer afable, tiene un gusto muy refinado y deleita a sus clientes con una jornada gastronómica temática dedicada a la caca.

¿Queréis probar sus pastelillos?

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