Eneele Horst
Iba a morir, atrapado, a oscuras, y entonces, llegó la salvación. ¡Por fin alguien había escuchado mis gritos! ¡Habían venido a socorrerme!
Aquel pensamiento de alivio y gratitud fue sucedido por una súbita sospecha que me impulsó a cuidarme de ponerme en evidencia. Pronto confirmé que mis salvadores no eran tal cosa. Mi rescate había sido una feliz coincidencia; o tal vez, no tan feliz.
En absoluto silencio, quieto, como un cadáver —algo que no me resultó difícil en el estado en que me encontraba—, sólo me permití entreabrir los ojos para ver lo que ocurría a mi alrededor. Vislumbré los muros umbríos de una vieja iglesia, lápidas torcidas y enmohecidas. Y les vi a ellos: un muchacho espigado, un hombre de mediana edad y un anciano de barba gris. El joven se apoyaba, fatigado, en una pala clavada en el suelo; el otro, con su pico al hombro, daba pitadas a su pipa, mientras el viejo —probablemente el sepulturero y guardián de aquel cementerio— iluminaba la escena con un farol, y los tres, de cuando en cuando, intercambiaban murmullos. La voz del que fumaba me resultó familiar, pero no fui capaz de reconocerle, pues no podía distinguir las facciones de sus rostros oscurecidos por el ala de sus sombreros, que al quedar expuestos a la luz de la linterna, se convertían en máscaras grotescas. De cualquier modo, es posible que aun en pleno día no hubiera podido darme cuenta de quién era el hombre cuya voz hacía sonar una campana en la quietud de mi conciencia adormecida, ya que en ese instante apenas tenía noción de mi propia identidad. Sólo algo me resultaba claro: no podía permitir que esos sujetos descubrieran que estaba vivo. Sabía que los de su clase a menudo eran capaces de asesinar por el innoble motivo de prosperar en su negocio. Con más razón lo harían en aquellas peculiares circunstancias… A mí, después de todo, ya me habían dado por muerto. Considerando las molestias que se habían tomado, no dudarían en quitarme la vida para no perder la ganancia que esperaban obtener con mi cuerpo.
Me levantaron del ataúd, me quitaron la mortaja que me cubría y me introdujeron en un saco. Luego del pánico que había sentido mientras me desgañitaba dentro del féretro, creí que la desesperación me invadiría una vez más, pero logré controlarme. Me llevaron hasta lo que deduje sería una carreta, y allí me depositaron con brusquedad. Cuando el vehículo comenzó a traquetear, me atreví a abrir un poco la bolsa y, respirando pausadamente, me tranquilicé del todo. Con el rostro vuelto al vasto, oscuro cielo de aquella noche sin luna, mi cabeza se pobló de viejos recuerdos…
Nací en el condado de Lanark, Escocia, en 1780. Poco después, mi familia emigró a Canadá, y crecí en Montreal, donde mi padre se convirtió en un respetado hombre de negocios cuyos pasos se me conminó a seguir. Sin embargo, pese al buen ejemplo y los sabios consejos de mis parientes, había algo primitivo, indómito, en mi interior, que prevalecía sobre las decentes inquietudes que debían ocupar mi mente por completo. Era una especie de apetito salvaje que, cuando me convertí en un hombre, acabó por apoderarse de mí. Incapaz de concentrarme en las tareas que mi padre dejaba en mis manos cada vez con más frecuencia porque estaba envejeciendo; frustrado por la lucha interna entre la genuina voluntad de hacer lo que se esperaba de mí, y el deseo pujante, inexplicable, que me nublaba la razón—y al que había comenzado ya a ceder—, encontré consuelo en un excesivo consumo de opio; hábito que la intuición me llevó a considerar, por aquel entonces, responsable de mi primera muerte…
Estaba a punto de cumplir treinta años cuando, una mañana gris, desperté en una calle que no fui capaz de identificar, ante la mirada horrorizada de una joven prostituta de cabellos claros. Me había registrado en busca de signos vitales, me dijo, creyéndome ebrio al principio, pero pronto se había convencido, por la rigidez, la palidez y la frialdad de mi cuerpo, de que estaba muerto. No sé cuánto tiempo había permanecido en aquel sitio antes de que la muchacha me encontrara por ventura; tal vez ella misma, o alguien más, me había robado el dinero y el reloj de plata que, recordaba, llevaba encima, pero no me preocupé por ello. Apenas podía recordar cualquier otro detalle de mi existencia previa al curioso episodio; tenía, sin embargo, una vaga impresión de haber hecho cosas terribles, y que las consecuencias de esos actos ignorados habían estado eludiéndome; una voz dentro de mí me decía que estaba a salvo, pero que no sería por mucho tiempo, y de pronto sentí el apremio de poner distancia, una gran distancia, entre mí mismo y todo lo que había sido parte de mi vida hasta aquella mañana. No podía perder un segundo más. De alguna forma, se me había concedido una segunda oportunidad. Sería una persona nueva, enderezaría mi senda.
Me embarqué rumbo a Inglaterra sin pensar en lo que dejaba atrás; desaparecí, literalmente, para todos cuantos me conocían. Con un nuevo nombre, me instalé en la City de Londres, y libré, por algún tiempo, una encarnizada batalla contra los demonios de mi memoria que, fragmento a fragmento, iban reconstruyendo mi pasado. Finalmente, los espectros del ayer dejaron de acosarme. Mi espíritu encontró la anhelada calma; ningún deseo más que el de progresar impulsaba ahora mis acciones. Me interesé por el mercado del aceite, y finalmente me convertí en el comerciante que estaba destinado a ser. Aunque mi carácter se había tornado reservado y melancólico; aunque no deseé cultivar ninguna amistad, ni busqué la compañía permanente de una mujer, y en ocasiones me sentía vacío, era respetado y vivía cómodamente, y durante quince años fui un hombre dichoso.
Fui dichoso, sí, o al menos creí serlo, hasta la fatídica noche en que me desplomé ante la puerta de mi casa, y al volver a abrir los ojos, me encontré dentro de un ataúd, debajo de la tierra. Ni una sola vez en todos esos años había buscado silenciar los reproches de mi conciencia con el opio… ¿Por qué, entonces, después de tanto tiempo, había vuelto a padecer una muerte aparente? Quizás nunca encuentre la respuesta, pero no me quita el sueño.
Cuando la carreta se detuvo por fin, resuelto a seguir representando mi papel de cadáver, volví a cubrirme la cabeza. De nuevo pusieron sus manos sobre mí; de nuevo me encontré en movimiento. Les escuché hacer comentarios groseros en tono de chanza y echarse a reír, mientras mi cuerpo se mecía en sus brazos. De pronto, percibí un descenso, y luego, quietud y silencio. Acostado sobre una dura superficie, dentro del saco, aguardé unos segundos y asomé, nervioso, la cabeza. Estaba solo, en una habitación en penumbras; digo solo porque era allí la única persona viva, pero a decir verdad no me faltaba compañía: en el suelo, cerca de mí, había varios cadáveres envueltos, de diferentes tamaños; cadáveres de adultos y de niños. Por un momento, no supe qué hacer, y en medio de esa vacilación, el nombre me vino a los labios, cogiéndome por sorpresa…
–¡Joseph Redshaw!
La voz que me había sonado familiar; el hombre de mediana edad. Había trabajado para mí hacía algún tiempo, me había robado dinero y había desaparecido… Ahora, sin lugar a dudas, era parte de una pandilla de resurreccionistas. Días atrás, recordé en aquel momento, temprano por la mañana, le había visto, y como me hallaba a bastante distancia, aunque ardía en deseos de ajustar cuentas con él, había decidido dejar pasar el asunto. Joseph Redshaw salía con prisa de un edificio: la escuela del doctor Thomas Ambridge. Las piezas encajaban; debía encontrarme en el sótano de aquella casa.
Me incorporé, dueño de mí mismo una vez más, e inspiré profundamente. No me importaba estar desnudo; no me importaba ya el frío. Apreté los puños y luego distendí los dedos; lo hice varias veces. Relajé los músculos de todo mi cuerpo mientras mi mente se sosegaba. Un cambio se había operado en mí en el instante en que había identificado a aquel ladrón, mi antiguo empleado. De pronto, no comprendía cómo podía haber estado inactivo por tantos años; cómo podía haberse apagado dentro de mi pecho la antigua llama… esa abrasadora sensación que, como ninguna otra, me hacía sentir vivo.
Solté un potente alarido, para alertar a los resurreccionistas, que no podían haber ido muy lejos, o a cualquier persona que anduviera por allí y, sintiendo curiosidad por aquel grito animal, procurara descubrir su origen. Me daba lo mismo quien viniera. Aguardé, ansioso, al abrigo de las sombras.
Fue Joseph quien vino. Al verle aparecer en el sótano, me abalancé sobre él, tomándole desprevenido, y rodeándole el cuello con mis manos, apreté con todas mis fuerzas. El viejo, olvidado placer, hizo que los latidos de mi corazón se aceleraran; mientras asfixiaba al hombre, sonreí, recordando algo que me había dicho aquella prostituta en el Nuevo Mundo. Sus palabras habían sido: «Pensé que él le había matado, señor. Ese sujeto que la policía no puede encontrar». Me había creído una nueva víctima del asesino que había estado estrangulando hombres y mujeres desde hacía un año por aquel tiempo… ¡Yo mismo!
Cuando me aseguré de que el miserable de Joseph Redshaw había exhalado su último aliento, me vestí aprisa con su ropa —me quedó bien, aunque un poco ajustada, pues el hombre era algo más bajo y delgado que yo—, y esperé, suponiendo que el otro ladrón de cuerpos vendría a ver por qué su compañero tardaba tanto en regresar. Así fue, y también le maté. Abandoné el sótano, y una vez en la calle, aspiré complacido el aire de la hora que antecede al alba. Estaba lleno de vigor, lleno de ansias por volver a ver pronto el rostro de la muerte.
El hombre que jamás habría tenido que dejar de ser, por fortuna, había regresado.
Eneele Horst