6 diciembre, 2024
eL ÚLTIMO TRITON PORTADA DOS

Uno de los relatos más queridos y enaltecidos por su propio autor, El último Tritón. Y, no es porque queramos alardear, pero estamos seguros de que Guillermo del Toro quedaría más que encantado con este relato submarino y apocalíptico, si se dignase a leerlo.

Y ahora… ¡que comience El último Tritón!

 

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El ÚLTIMO TRITÓN

Esto es lo que sucedió.

Las mentes de sus congéneres se desplomaron sobre él, mientras se impulsaba con poderosos balanceos de su cola y potentes y largas brazadas de sus brazos, surcados de finas aletas… Mientras palmeaba desesperado, empujando con las duras membranas de entre sus dedos todo el agua que se empeñaba en poner entre sí mismo y el cataclismo: una marea densa y corrosiva de un mejunje anaranjado que se había desplomado desde las muy lejanas alturas del lecho marino superior, y que se había derramado, con un peso propio del metal, sobre los aledaños del reino de Ruminae, la ciudad y mundo de su especie inmortal.

 

En las afueras, sí, había caído, matando a miles de las hembras de tan pequeño tamaño y de tan humanizados torsos, Sirenas que jugaban salvajes entre ellas y contra otras criaturas de la fauna abisal, dando allí rienda suelta a su locura natural, que tanto, tanto tiempo atrás, había buscado en la raza del hombre su más ansiada presa. Así había sido, hasta que los Tritones las subyugaron, separando de sus mentes esa idea instintiva de que sus semejantes con piernas de la superficie debían morir, reflejos absurdos y débiles de ellas mismas, como eran.

Ah, pero el cataclismo no se había detenido ahí.

La masa anaranjada siguió cayendo desde allí arriba, como si fuera infinita, y mientras las Sirenas y otros seres del mar se deshacían agónicos entre su sustancia, el peso de lo que caía empujó lo primero que había caído, y pronto las Torres Limítrofes De Las Ardientes Burbujas vieron apagado su vetusto fulgor esmeralda con el súbito oleaje, que las barrió como algas sueltas. Las mentes débiles de las Sirenas, que con su grito de horror y dolor unánime habían alarmado telepáticamente a los Tritones, no les preparó para la fuerza y velocidad con que esa corrosión se cernió sobre sus palacios. Algunos de los 247 Inmortales se organizó con otros y mostró una resistencia de telequinesia que por un tiempo separó la masa de ácido a su alrededor, mientras veían cómo echaban abajo sus palacios de roca, árboles marinos y coral, estructuras que llevaban allí eras completas, desde muy poco después del inicio de la vida. Los focos de resistencia, tan lejanos unos de otros como incapaces de reunirse atravesando la marea, acabaron por rendirse de mera debilidad, y sucumbieron, pues nadando a ninguna parte podían llegar al quedar presos en las burbujas que formaban sus voluntades, burbujas cuyos techos iban haciéndose más pesados a cada momento, e inmersos en una atmósfera de agua marina que rápidamente se envenenaba con el ácido que la rodeaba. Otros ni siquiera tuvieron tiempo de escapar; algunos tuvieron tiempo, pero ni lo intentaron. Y otros fueron capaces de lanzarse a una carrera de natación por su supervivencia.

Pero nadie, nadie lo había logrado. Sólo él, Rakna Lo Sinur, aún se sacudía con furia más allá de las Torres Limítrofes del otro lado de la ciudad, mientras la cosa ácida le perseguía, ultimando la destrucción de toda su civilización, engullendo y desprendiendo del fondo marino enormes pedazos de roca que sobresalían, llenando con lentitud pero escrúpulo cada cueva, grieta o pequeño recoveco que encontrara. No tenía dónde refugiarse, sólo nadar, nadar hacia delante sin detenerse. Y, como se decía al principio, las mentes de sus iguales, las otras 246, fueron llenándole una a una de sus propios padecimientos, sentimientos, sensaciones, conocimiento, y… ¡poder!

Así fue: Rakna Lo Sinur, tras unos instantes de debatirse, luchando por mantenerse individual al llenarse de todas esas almas, recuperó su dominio y asió toda la energía que sobre él se había diseminado desde las almas muertas de los Tritones, y con ello abrió un túnel de telequinesia. Allí, en las profundidades que ahora le eran totalmente negras e invisibles sin los faros de Ruminae, el Tritón separó en dos las aguas a su alrededor primero, y luego ante sí mismo. Con su nuevo poder se mantuvo suspendido en el vacío, y se lanzó en levitación a través del túnel hacia delante, dejando rápidamente muy atrás la masa corrosiva, que seguía avanzando con la desventaja de ir empujando el mar.

¿Qué había pasado? ¿De dónde salía semejante residuo, y por qué? Rakna Lo Sinur sentía que la inesperada locura le llenaba de ira. No entendía quién ni cómo, pero el disparate de tanta muerte y destrucción sólo era capaz de entenderlo si era un ataque premeditado. ¿Alguna de las otras razas Inmortales? Tiempo atrás, en los amaneceres de la raza del hombre, cuyos individuos eran descendientes a partes iguales de todos los Inmortales, y mientras cada raza Inmortal instruía a su facción a su modo de entender el mundo, se habían sucedido cruentas guerras, luchas de milenios en las que el genocidio del hombre y el asesinato de cientos de inmortales se habían ido sucediendo. Hasta que, en un dramático conflicto que por poco no había separado el mundo en dos, los hombres de la fortaleza sumergible de Atlántida, auspiciados por los Tritones, y los de la ciudad espacial Viajero Del Éter, apoyados por el Portador de Luz y sus Brillos, habían acabado con sus naciones mutuamente durante lo que se conoció después entre Inmortales como el Choque De Relatividades. El destrozo y sus efectos se propagaron por la propia Tierra y parte del espacio de tal manera, que desde ese momento toda raza Inmortal depuso toda intención de conflicto, pues aterrados quedaron del alcance de su poder en manos del hombre.

Pero claro, todo eso había sido decenas de milenios antes. ¿Era posible que un viejo rencor hubiera provocado la muerte de toda su raza? Tenía que averiguarlo.

Y… esto es lo que sucedió.

Rakna Lo Sinur abrió el mar verticalmente, desde el fondo hasta la superficie. Un sumidero circular de decenas de kilómetros que se abría con la fuerza repulsiva de su mente. Y se alzó, dirigió sus ojos negros y brillantes hacia arriba, ciego aún en aquellas oscuras profundidades, alcanzando poco a poco a ver algo de luz según ascendía. Pero… Algo estaba mal.

A esas horas, la luz del día debería estar haciendo brillar la superficie del océano que, en esas regiones, tenía que extenderse miles de kilómetros en todas direcciones. Pero en lugar de eso, a duras penas unos recovecos abiertos aleatoriamente a lo largo y ancho de una enorme sombra dejaban pasar una luz rojiza y mortecina, como si el sol estuviera sufriendo una suerte de extraño ocaso en un imposible horizonte en mitad del cielo. Al acercarse más, creyó saber que hacia lo que se estaba dirigiendo era algún tipo de superficie artificial. ¿Un gigantesco navío?

Dejó de empujar el mar, que llenó brutalmente de nuevo el hueco que había creado, y nadó veloz junto al techo metálico, examinándolo. No comprendía cómo, pero la superficie de algún modo se movía como una lenta y densa capa de diminutos y repugnantes insectos, y parecía crecer por sí misma en aquellos bordes que eran los agujeros que aún dejaban pasar la luz. Formaban, sus pequeñísimas partes, un manto denso de varios metros de grosor, sólo posible con un número infinito de esas pequeñas criaturas metálicas sujetándose entre sí y creando nuevas a partir de pequeños pedazos de material que traían otras desde largas cadenas. Eran como insectos mecánicos, pero sin ojos, antenas o alas, sólo pequeños cilios del tamaño de un meñique humano que se movían y trabajaban manoseándose entre ellos con los pelitos retráctiles que salpicaban sus superficies por entero. En su vida de Inmortal había visto, antes del Choque De Relatividades, toda clase de ingenios mecánicos, algunos de los cuales su raza de Tritones había creado expresamente para el hombre y las Guerras Inmortales. Pero aquellos seres, provistos de tal cualidad de vida, realmente sobrepasaban con mucho los límites de su imaginación. ¿Máquinas vivientes? ¿Podía ser posible? Evolución artificial que imitaba la natural…

No lo creía. Y se decidió. Con cierto presentimiento de tragedia, se dio impulso fuertemente con su cola hacia el fondo durante un momento, y acto seguido ascendió directamente contra uno de los agujeros entre la superficie de insectos. La luz roja de más allá del agua hacía verse la superficie como un mar de sangre. Pero, furioso, arreció el impulso y se estrelló contra ella.

Y… esto… es lo que sucedió.

Rakna Lo Sinur salió despedido del agua varias decenas de metros, causando a su alrededor una auténtica explosión de vapor y salpicadura que incluso sacudió levemente la recia capa de pequeñas máquinas. Y lo primero que vio fue el aspecto del cielo. El color rojo pertenecía a las alturas, sí. Pero desde luego que su origen no era el sol. Aquello que iluminaba ahora el mundo no era luz solar. Otro mar, pero este de eternas nubes indivisibles y de textura y color pétreos, refulgía en distintas distancias con el brillo rojo de gigantescos hornos cuyos fuegos estaban vueltos hacia el mar. Mecanismos circulares de turbinas azules los mantenían suspendidos en el cielo mientras los recipientes, grandes como ciudades pequeñas, derramaban el ácido ardiente, que desde allí brillaba como magma antes de tocar el mar, momento en que levantaban auténticos géiseres de vapor, tan grandes como sistemas de montañas.

El último Tritón enloqueció de furia. No era un ataque a su raza, era sin duda una agresión de nivel planetario. La muerte de todas las criaturas marinas es lo que parecía buscar ese despropósito, que se repetía interminable mirara hacia donde mirara, tan lejos como llegaba el horizonte, una vez y otra, separándose la masa de mecánicos insectos kilómetros entre sí para permitir los crueles vertidos.

Pero acertó a bajar la vista, casi en el instante mismo en que el agua que había saltado con él caía a su alrededor y dejaba ver más. Se mantuvo en levitación usando sus poderes, y miró directamente a los ojos a la locura. Pues allí abajo, trabajando dentro y alrededor de extrañas máquinas de ocho patas, encontró hinchadas criaturas humanoides, pero no sabía si eran hombres. Los ojos brillaban rojos tras cristales que tenían clavados en las caras, y sus cuerpos desnudos eran abultadas bolsas pálidas y flácidas recorridas de maquinaria que se fundía con su carne y que no cejaba de sacudirse como inmersa en el frenesí de complicados sistemas de engranajes internos. Los lugares que debían ser alojo para la boca y nariz estaban llenos de gruesos tubos que sustituían los dientes y huesos de las mandíbulas y el tabique nasal. Rakna Lo Sinur, de puro horror, se empeñó en explorar la mente del monstruo más cercano. Y en verdad era un hombre, pensaba como tal, pero no con una sola voz. Hablaba a la vez que otros hombres, y algunos hablaban con él, como él. Todo dentro de su sola mente. Le dolió y tuvo que salir, pero no sin antes saber muy claramente lo que pensaban de él, el último Tritón.

En la mente del hombre máquina, Rakna se vio a sí mismo, suspendido sobre los hombres y sus vehículos, que se movían todos a lo largo del suelo de insectos. Allí levitaba su ser, con sus treinta metros de envergadura desde la cabeza a la cola, totalmente erguido en el aire como lo haría un humano sobre sus piernas. Y supo que le veían como un monstruo, al distinguir, sobre los hombros que culminaban su cerúleo y brillante torso, la cabeza sin orejas ni nariz, pero con ojos negros como los de un tiburón, y la gran boca sin labios pero llena de pequeños dientes afilados, muy parecida a la de sus compañeros abisales del desaparecido fondo del mar…

Y… esto… es… lo que sucedió.

Que un hombre, más lejos, desde lo alto de una de las máquinas de ocho patas, empezó a gritar. Pues este hombre, pese a las cualidades mecánicas compartidas con los demás, no tenía la cara colmada de conducciones, sino que sólo la parte superior de su cabeza estaba provista de metal. Tenía boca, pero ahí terminaban sus facciones, plegándosele la carne sobre una suerte de cúpula plateada que era la mitad superior de su cabeza. Pero de algún modo veía, pese a todo, o quizá lo hacía a través de los ojos de los demás, usando esas mentes compartidas.

— ¿A qué estáis esperando? ¡Ya me estáis matando ese monstruo, vamos, abrid fuego, todos, todos, TODOOOOS! —Rugió el hombre, sacudiéndose de pura ira, derramándosele de entre los dientes denso aceite oscuro que de algún lugar en su interior esputaba—. ¡MUERTEEEE!

Enseguida, Rakna Lo Sinur se vio alcanzado por una lluvia infranqueable de pesados proyectiles y haces de luz azulada. Apenas había tenido tiempo de detenerlos a cierta distancia de sí mismo usando la telequinesia, y acto seguido pasó a la acción.

Se izó hacia el cielo, dejando tras de sí una estela de detonaciones que no llegaban a tocarle, y voló veloz, fijando su atención en las armas más próximas y pesadas. Las máquinas arácnidas eran una suerte de tanques, y sus morteros soltaban fuego explosivo de repetición sin apenas pausa. Como mejor opción mantuvo su escudo mental mientras sobrevolaba las arañas de metal negro y las partía en dos con fieros manotazos. La sola potencia de sus músculos y proporción bastaban para hundir las corazas de las máquinas, pero sus garras, además, se hundían en ellas como lo hacían en agua. Chispas rojas saltaban por todas partes, mientras sobrevolaba de una a otra de las grandes máquinas, arrancándose con desequilibrado frenesí en la destrucción, abriendo algunas de par en par bajo su mirada, y aplastando a los tripulantes del interior bajo sus poderosos puños. Luego asía a los hombres máquina de alrededor en montones de tres o cinco en un puño y los aplastaba, saliéndosele de entre los dedos una desagradable mezcla de entrañas, piezas, óleo y sangre. Esparcía con los restos de hombres y vehículos un segundo manto sobre la calzada extendida por los insectos.

El combate se recrudeció cuando más ejércitos de hombres máquina llegaban a la carrera atropellada desde la distancia, acompañados de más numerosas arañas mecánicas.

— ¡Muerte, muerte, muerte! —Gritaba enloquecido aquella especie de jefe o general, subido en lo alto del lomo de la lejana araña— ¡Maldita sea, traed a los Simios! ¡TRAED LOS SIMIOS, LOS SIMIOOOOS!

Loco de indignación y sed de venganza, Rakna Lo Sinur extendió la garra invisible de su poder y retorció hacia el cielo las patas de la araña del dirigente. Éstas se torcieron y resquebrajaron hasta el punto de que se cerraban ya alrededor de su lomo, y de pronto se partió también el cuerpo mecánico de la araña. Y todo ello, patas y cuerpo, se doblaron de manera imposible ante los ojos de todos los hombres máquina, que, siendo capaces aún de sentir estupor, detuvieron el combate y miraron. Miraron cómo todo eso envolvía y aplastaba a su comandante, cerrando sus agudos gritos de furia en la forma de unos ahogados quejidos en los que ya ni se molestaba el hombre en pronunciar palabras.

La bola de chatarra se comprimió como lo haría una hoja de papel entre los dedos, pero sin que nada la sujetara, allí mismo, en el aire, entre el ejército inmóvil de hombres mecánicos, y de pronto cayó al suelo viviente con un sonido sordo y seco. Cansado del esfuerzo mental, Rakna Lo Sinur exploró de nuevo la mente de un hombre cualquiera, y allí oyó de nuevo el rumor de todos ellos:

“Ha matado al Pretor Ruddenskjrik/ La lucha debe continuar/Hay que matarlo/Los Simios podrán con él/Sí/Los Simios/Fuego/Debemos disparar/Abrir fuego/Ahora/Tiempo/Vienen los Simios”

El cansancio le dejó indefenso en el momento de la reanudación de los disparos, y varias heridas se abrieron a lo largo de su torso sin escamas. Por el contrario, su cola soportó mejor el fuego de energía y aprovechó esa ventaja para retorcerse en el aire y barrer decenas de soldados de un coletazo, y a docenas más de otro. Sentía que el poder de las almas de sus hermanos Tritones le abandonaba. Su concentración ya casi no bastaba para hacerle levitar. Sólo quería matar a cuantos pudiera de esos seres degenerados. Arrasar con todos ellos, si la vida le duraba lo suficiente… Pero… Si miraba hacia el horizonte, al infinito hacia el que se extendía el suelo artificial y viviente sobre el mar natural y cada vez más inerte, los hombres máquina se repetían eternamente haciéndose cada vez más numerosos a su alrededor, buscando unir fuerzas en los disparos que salían de sus pesados cañones de energía.

Rakna Lo Sinur no podía levitar más, y avanzó a ninguna parte reptando sobre su cola y usando los brazos para impulsarse, saltando de cuando en cuando y aplastando a grupos enteros de artilleros, volcando a golpes de hombro y manotazos las arañas tanque, lanzando cuerpos unos sobre otros como quien coge unos meros guijarros. Las heridas ya traspasaban en muchas partes la gruesa carne musculosa, y sangraban. Pero el dolor sólo acrecentaba la rabia. Porque si perdía paulatinamente la energía de los Tritones, no así sus recuerdos y dolor en el momento de la muerte, y esas amargas sensaciones impulsaban su lucha. Pero, de pronto, un rítmico sonido, varios en realidad, atrajeron su atención. Y su asombro ante esa suerte de truenos que sacudían con sus golpes el suelo artificial bajo su cuerpo, aún creció más ante la algarabía de celebración de los hombres máquina que un segundo antes le estaban combatiendo con una total falta de miedo. Todos alzaban los brazos y sacudían sus infames cuerpos abultados, mientras un rumor o gemido salía de sus interiores, como simulando una voz de alegría. Sonaban como miles de angustiados bebés que se estuvieran ahogando, a pesar de todo, como si esa forma degenerada de los seres humanos no supiera ni darle el sonido que se merece a la alegría, de tan pervertida que ya estaba su naturaleza.

Alzó la mirada de entre esa muchedumbre y vio lo que celebraban. La llegada de los Simios. Grandes máquinas bípedas, tan negras como las arañas, y seguramente también tripuladas, que se alzaban decenas de metros sobre patas articuladas de tres dedos. Sus cuerpos eran la simple forma de una amplia esfera sobre la que se situaba otra un cuarto más pequeña, y la masa gruesa, larga y tremendamente recargada de los brazos realmente les hacían parecer unos gorilas gigantes. Las monstruosidades mecánicas no esperaron a encontrarse con él en batalla y lanzaron, desde los electrodos unidos a sus pinzas prensiles, largos haces de energía roja. Rakna Lo Sinur sintió calambres a lo largo de todo su ser y se retorció a trompicones sobre los hombres, matando a buena cantidad de ellos sin proponérselo siquiera, mientras las máquinas se cernían sobre él disparando relámpagos escarlata. Siguieron acercándose sin darle cuartel, primero dos, luego cinco, al final seis de ellas. Y entonces entre todas alargaron sus grandes y potentes pinzas de carga y cada cual cogió una extremidad o aleta del cuerpo del Tritón. Y tiraron, y tiraron. Cada máquina en una dirección. Y al tiempo todos los hombres abrieron fuego. Y la carne y el hueso y la entraña y, por extensión, el alma de Rakna Lo Sinur, se partieron todos en mil pedazos.

Y él, al final, se maldijo a sí mismo y a todas las razas de Inmortales, allá donde estuvieran, al comprender que ellos, todos, habían dado forma y propiciado la perpetuación de la especie del hombre. Porque, pese a ausentarse de su historia y retirar todo poder Inmortal de su conocimiento, el hombre había desarrollado poderes nuevos, y más terribles. Y el hombre había tomado el lugar de la Muerte en el universo.

Y… esto… es… lo… que sucedió.

FIN

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El Último Tritón

El último miembro de una especie ancestral se resiste a la aniquilación…

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