Los extraterrestres son una constante en la literatura de ciencia ficción. Hoy, amigos pulperos, os traemos un relato de María Larralde en el que este tema tan frecuente adquiere una nueva dimensión. Marcos es nuestro protagonista. Y el Señor Green es… ¡descubridlo vosotros mismos!
Y ahora… ¡Que comience la función!
EL SEÑOR GREEN
I
Hay rostros inquietantes. Uno no sabe a ciencia cierta por qué al mirarlos el corazón se empequeñece e incluso una especie de congoja se apodera del alma. Pero así sucede. A todos, a todos sin excepción posible, nos ha ocurrido que al mirar a una determinada persona entrevemos algún resquicio de su pasado evolutivo, un toque animalesco en sus rasgos, una especie de mueca burlesca, grotesca, espeluznante y, aunque quieras negarlo, esa impresión inicial queda como un rumor que imposibilita cualquier otra consideración más amable sobre el sujeto.
El Señor Green era un hombre más parecido a una bestia que a una persona. Así es. Yo dudaba seriamente de su condición humana e incluso su voz se acercaba, a mi entender, más bien a los gruñidos de un puerco que al habla propia de nuestra adelantada especie. La inquietud que siempre, desde que se mudó a nuestro vecindario, me producía su rostro, solo era comparable al terror que sentí al ver “Alien, el octavo pasajero”, por primera vez, con diez años. Todo el mundo, al menos todo el mundo de mi mundo infantil, la había visto menos yo. Le insistí tanto a mi padre que me la compró en DVD. La veía una y otra vez en el salón, con la disconformidad de mi protectora madre que pensaba y expresaba sus pensamientos de desaprobación con un:
—Eres demasiado pequeño para ver eso, luego vas a soñar con el monstruo ese… —y aderezaba la queja con un… —¡Uff, qué cosa más fea, por Dios! ¿Pero qué tira por la boca? Menuda bobada de película. ¡Cuántas tonterías os meten en la cabeza!
Y se marchaba del salón, donde yo seguía mirando la pantalla a la espera de Alien y de su saliva ácida con entusiasmo, emoción y terror, mezclados con una sensación placentera de ansiedad. A decir verdad, nunca tomé como posible el hecho de que existieran realmente los extraterrestres. Para mí, era tan fantástico todo eso como el lobo feroz, los vampiros o los Reyes Magos. Pero todo cambió cuando el Señor Green apareció en mi vida. Claro está que su forma humana, y su apariencia de persona ocupada en sus quehaceres, amable y cortés, distaba mucho de esa imagen de tipos de cabezas obloides cuyos ojos de insecto en cabezas nacaradas forman los prototipos de la memoria colectiva sobre los aliens. Pero este individuo, el Señor Green, era un alien.
El Señor Green llevaba un par de años viviendo justo enfrente de nosotros, antes de que la desgracia cambiara nuestra vida para siempre. Su salón tenía un pequeño mirador, no teníamos balcón en casi ninguno de los pisos de aquel barrio y, ese mirador, daba directamente a mi habitación.
Casas al borde de la asfixia por falta de espacio. Qué intereses había detrás de quien hubiera construido aquellos edificios de tan mala manera todavía, aún hoy, me lo pregunto, pues una sola y distinta disposición arquitectónica hubiera bastado para evitar la tragedia. La distancia entre ambos edificios era muy corta, unos 20 metros, por lo que si encendía la luz podía observarlo perfectamente; eso, si mi extraño vecino dejaba las cortinas abiertas, ¿por el calor?, o para que le pudiera ver, porque parecía disfrutar de mis espionajes, que dejaron de ser secretos mucho antes de que ni yo mismo fuera consciente de ello.
Me pasé muchas noches espiando a aquel peculiar sujeto. Primero, con mis prismáticos. Unos prismáticos que me regaló mi tío, el hermano de mi padre. Fue en mi anterior cumpleaños. Y a pesar de que eran de juguete, eran perfectos para ver a esa distancia cualquier cosa visible.
Todo fue por casualidad. Creo.
El Señor Green era mi vecino. Yo vivía con mi madre y un hermano menor al que le llevaba tres años, tras enviudar. Mi padre había sido taxista y, aunque poca, nos había quedado una pensión suficiente para vivir modestamente. Mi casa era una cueva sombría, oscura y triste. Es lo que recuerdo de aquella época. Aún hoy tengo la sensación de estar a en ocasiones allí, en aquella casa, en mi habitación de niño solitario y abandonado.
Así me sentía. Abandonado. Mi padre se murió. Mi madre se deprimió ¿Por qué se empeñan en tener hijos? Muchos hombres no están dispuestos a seguir adelante con todas las consecuencias. Ahora, todo me queda lejano. Ya todo eso da igual, a tantos cientos de kilómetros, nada de aquello es relevante en estos momentos.
Nunca negué o escondí el miedo que tenía hacia ese hombre recién llegado. Sin embargo, sentía tanta curiosidad que desde que le vi por primera vez dirigí mis juegos detectivescos hacia él. Fue algo natural. Era, inicialmente, divertido hasta que comencé a rumiar en mis pensamientos aquella idea extraña: el Señor Green no era humano.
Primero fue una broma que gasté a mi hermano, pero después y, sobre todo, desde aquel día esa idea comenzó a carcomer mis pensamientos y fantasías infantiles.
Mientras mi padre vivió, y desde que tuve uso de razón sobre los orígenes extraterrestres del Señor Green, siempre expresé mi temor sobre él, pero mi padre me explicaba que las personas pueden tener variadas facciones y que algunos humanos son realmente feos e incluso horribles, pero que es solamente una apariencia:
—La fealdad —decía mi padre—, está en el alma y eso, hijo, no se ve. No te fijes en el exterior de nadie sino en su interior, hijo.
“Hijo, hijo, hijo ¡Hijo!”
No paraba de repetir esas tonterías y esa dichosa palabreja sin saber, sin reconocer, que yo veía lo que él era incapaz de ver porque cada uno interpreta cómo cree que es la realidad. Mi padre era un imbécil. No me parezco en nada a él. Siempre fui un niño inteligente, avanzado para mi edad. Se me dio bien la lectura leyendo con soltura desde los cuatro años. Así que me dediqué a leer precozmente muchos libros de toda índole. Lo que pillara por casa. Y mi madre, antes de la muerte del viejo, leía mucho y de casi todos los géneros. Le encantaba el policíaco, pero no dejaba de lado el género romántico. Sin embargo, odiaba la Ciencia Ficción.
“¿Qué sabrás tú? Ese hombre no es humano ¡No lo es!”
Esto pensé para mis adentros, ante aquella tonta apreciación de mi padre; nunca estuve de acuerdo con él, era un pusilánime. Nunca se paraba a pensar dos segundos sobre lo que le estabas diciendo. No le interesaba mi vida, no le interesaba yo. Algunas discusiones se producían por su tozudez e ignorancia congénita, pero si había algo en lo que destacaba era en ignorar los sentimientos y necesidades de su familia. Él iba a la suya, y a la suya se fue al otro barrio.
Pero en aquella ocasión me enfadó su falta de atención y su precipitación en realizar respuestas “tranquilizadoras” para hacerse el listillo, como hacen siempre los padres, que creen que deben conseguir que sus hijos crean lo mismo que ellos. Lo principal era negar los problemas, para de esa forma seguir con sus rutinas.
— El alma no se ve, ¡hijo!
—¡Se ve o, al menos, yo sí la veo!
—Lo que tú digas, hijo.
—¡Me da igual, sé que nadie va a creerme nunca! Pero, ¿y si consigo pruebas?
—¿Pruebas? ¿Y cómo las conseguirás, hijo?
— No sé, no sé…
Me marché de su lado y jamás le saqué el tema de nuevo. Supongo que pensó que era fruto de mi mente infantil. Como hacen siempre los adultos, niegan siempre que pase algo hasta que es demasiado tarde. Pero, a mí, su explicación no me convenció, era infantil, más que yo mismo, claro, y decidí no decirle nunca nada más sobre el vecino, porque acabaría pensando que su primogénito era un chico temeroso y débil, y eso le hubiera servido para mofarse de mí durante algún que otro tiempo. Él quería hijos obedientes, sumisos, que agacharan la cabeza ante todo lo que decía o hacía… Aunque no supiera nada de ellos. Mi padre no entendía que yo lo que estaba viendo era el alma del Señor Green. Pero también la suya: murió de sífilis. Creo que no veía su propia alma, y desperdició su poco tiempo libre en burdeles de caminos perdidos en los extrarradios de la ciudad. Nunca jugó con sus hijos. No tengo recuerdos de él abrazándome, besándome, preguntándome: “¿qué tal estás hijo?” El hombre que quería que sus hijos fueran dignos, ¡murió de sífilis! Ocultó su enfermedad y eso le mató. Cobarde, eso es lo que fue. Ese es mi recuerdo.
Mi madre estaba de acuerdo en que aquel tipo era horrible y no quería que nos relacionáramos con él, “por si acaso”, pero al morir papá, dejó de prestar atención al mundo que la rodeaba y fue sumiéndose en una depresión, encerrándose en sí misma y en la oscura casa que nos vio nacer. Sabía que la muerte de su marido obedecía a una falta de prudencia por su parte y eso la mantenía indignada hacia él. Creo que, después de muerto, fue cuando realmente tomó conciencia de todo el daño que le había ocasionado y, por ello, lo odió. El odio la mataba. Andaba murmurando de aquí para allá, de una habitación a otra. Yo ya tenía doce años, pero mi hermano era demasiado inocente para entender que ella había muerto con él. Nos habían abandonado, ambos.
Mi hermano pensaba que, realmente, el Señor Green era un híbrido entre cerdo y humano, aunque esto me lo decía como para cachondearse de mí. A mí, más bien, me parecía que su aspecto se aproximaba a un león de mar. Me convencí de que definitivamente se trataba de un ser de otro mundo cuando una noche, un mes antes de que todo ocurriera, observando desde mi ventana su habitación, unas luces azuladas parecían volar por la estancia dando vueltas y vueltas alrededor de aquel ser de forma humanoide pero que, a mi entender, estaba claro que no lo era. Yo veía, con mis prismáticos, una sombra con formas redondeadas cuyo apéndice craneal se parecía al de un ser amorfo y poco definido cuando miraba a través de la ventana, pero cuando miraba a vista descubierta, aparecía el soporte físico habitualmente horripilante, pero humano, del Señor Green. Repetí aquella operación muchas veces. A simple vista, humano, con prismáticos, amorfo. Pero, en ambos casos, el aura del Señor Green era oscura. No llegaba a ser negra, pero sí oscura.
El día en que ocurrieron los hechos había decidido poner fin a todas aquellas especulaciones. Era por la tarde, casi las siete y media. El sol daba oblicuamente sobre su ventana yéndose en el cenit hacia el oeste. Su casa estaba orientada de manera que al atardecer los rayos pegaban fuertemente sobre su salón. Sin embargo, mi casa estaba justo construida de forma opuesta. El sol me daba plenamente por la mañana. Así que al atardecer gozaba de un poco de penumbras y, ese día, mi raro vecino, había echado las cortinas y bajado a mitad la persiana para evitar ser descubierto.
Con mi cámara digital, último regalo de mi madre por mi doceavo cumpleaños, hice unas cuantas fotos a escondidas del Señor Green. La primera de ellas fue desde mi habitación y la forma que apareció, a lo lejos, rodeada de luces claramente azules y rojas, no podría definirse claramente. Yo, detrás de los visillos color azul, creía estar refugiado. Sacaba la cámara enfocando con mi brazo y divisando su figura a través de la pantalla. Pero el flash se disparó. La imagen que se veía claramente era una especie de bulto informe, que no tenía cara o, al menos, no podía distinguirse en la fotografía y que tampoco tenía extremidades diferenciadas. Al mirar con mis ojos, veía esa cara y esos movimientos animalizados, pero nada de eso apareció en la cámara ¿Qué era lo que estaba fotografiando? Eché otra fotografía, por si la primera estaba distorsionada por algún efecto óptico, pero me asusté al observar que aquella cosa informe se había movido hacia la ventana abierta, como habiéndome descubierto, y bajó la persiana de manera brusca ¿Enfadado, agresivo? ¿Cómo se lo habría tomado? Supe que me había visto.
Me asusté. Me agaché bajo la ventana de mi habitación y empecé a pensar qué consecuencias podía tener el haber descubierto su verdadera identidad de alienígena. Porque yo estaba seguro, sabía que era un ser de otro mundo y me había dado cuenta. Comencé a pensar que vendría a por mí. Sabía que vendría a por mí. Mi corazón palpitaba a todo trapo, una especie de angustia comenzó a invadir mi mente y seguí escondido bajo la ventana de mi habitación por si andaba mirando por los agujeritos de su persiana. Así estuve un rato. Agachado y gateando, salí de mi habitación. Todo estaba en tinieblas. Mi madre andaba en la cocina. Me levanté despacio en el pequeño pasillo que da al salón desde el que se divisaba la cocina justo enfrente de la puerta que cerraba el pasillo de las habitaciones. Era la única luz encendida en esos momentos. Se escuchaba a mi madre trajinar, estaba preparando algo de cenar. Pero no olía a nada. Seguramente nos daría lo mismo de siempre, unos bocadillos insípidos de jamón york.
Enfrente, un poco más atrás, mi hermano jugaba en su habitación con su consola. Se podía pasar horas así, se evadía por completo de todo. Yo no quería molestarle con esta terrorífica revelación que acababa de hacer porque, aunque él tampoco me creía, era muy sensible. Quizá le iba a asustar sin motivo alguno. Miré de nuevo hacia la cocina, mamá seguía allí. Su sombra aparecía a intervalos sobre la luz que lamía el salón y me quedé algo traspuesto al intuir una deformidad en ella que me dio un susto terrible. Pero eran cosas mías, eran cosas mías, de eso estaba seguro en aquel momento. El miedo estaba apoderándose de mi mente.
De repente, llamaron a la puerta. Mi corazón dio un vuelco y me dolía un poco el pecho… ¡Estaba perdido, venía a por mí! Volví adentro. Cerré la puerta de mi habitación con pestillo. Volvieron a llamar al timbre, insistían, a pesar de ser las nueve de la noche, hora en la que tanto mi madre como nosotros nos preparábamos para cenar y dormir.
Encerrado en la habitación, comencé a sudar profusamente. ¡No podía creerlo! Algo parecido una opresión invadió mi pecho de nuevo. Me hacía pis. Escuché las pisadas cansadas de mi madre que se acercaban al vestíbulo donde se encontraba la puerta de la calle de mi casa. Se paró y miró por la mirilla. Titubeó unos segundos ¡Y abrió, abrió la puerta! ¡No podía creer que estuviera pasando! ¡Nunca abría la puerta a esas horas a nadie desde que papá murió! Era una medida de seguridad básica —según ella misma nos había explicado a mi hermano y a mí— que nos evitaría muchos problemas. No debíamos abrir la puerta a nadie, fuera conocido o desconocido, a partir de las nueve o diez de la noche ¿Por qué no cumplía ella misma con sus propias normas? ¿Por qué hacen eso todos los adultos?
Inmediatamente, la gutural voz del Señor Green se dejó escuchar, grave y gangosa:
—Gnas gnsches gseñorra… —gruñó.
—Buenas noches Señor Green, ¿en qué puedo ayudarle? —¡gruño!
—Gsé, gque nog ges mogmengto… perrgo qurgria dgarle el pgesagme porg la muerte
del Segñorg Marggtinez —roncó.
— ¡Oh!, bueno sí, hace unos meses que se nos fue y yo… — ¡siseó!
El tipo entró en mi casa y, con él, un olor a pocilga que lo impregnó todo. Poco a poco el ambiente empezó a apestar a pescado podrido, pero ella parecía estar tan contenta, como si nada de aquello la impresionara, como si el Señor Green fuera un tipo agradable y de lo más normal. Daba auténtica repugnancia ese fétido aroma. Miré todo el tiempo por la puerta entreabierta de mi habitación, sin hacer ruido. Veía enfrente mía, perfecta y nítidamente, la escena de ambos. Se sentaron un momento en el sofá y conversaron trivialmente hasta que mi madre le ofreció algo de beber y comer ¡Era la maldita hora de cenar! Ella se levantó y, dejando al tipo solo en el salón, husmeando a su antojo todo lo que pudo, se fue a la cocina a seguir preparando la dichosa cena.
Se escuchaba claramente a mi madre en la cocina y, podía oír la respiración lenta y dificultosa, como de gordo asmático, del Señor Green. Se encontraba sentado en un sofá de dos plazas dispuesto en la parte de enfrente del salón que daba justo al distribuidor de nuestras habitaciones, la mía quedaba a la izquierda de un pequeño pasillo oscuro.
Mi madre le preparó una taza de té, yo abrí la puerta despacito. Desde allí lo podía observar, sentado junto a mi madre, con aquella voz horrible hablando tranquilamente… no entendía nada de lo que estaba ocurriendo. Aquello no tenía sentido, salí al pasillo.
Mi hermano estaba escuchando música infantil y jugando en su habitación, en frente de la mía, y no parecía haber oído nada. Salí a escondidas de la habitación. De nuevo, a pesar de que el miedo hacía que mis músculos estuvieran agarrotados. Con mi cámara de fotos volví a sacarle una instantánea, el flash llamó la atención del Señor Green que, con su cara de morsa terriblemente descompuesta, se levantó para dirigirse hacia mí. Yo giré sobre mis pasos y corriendo me metí en la habitación, cerré la puerta con pestillo y sobre mi cama miré la nueva imagen del tipo aquel.
II
—Espero tener tiempo y espacio suficiente. Ya… ¡ya! ¿Qué queréis decir? No vengáis. ¡No!… Bueno, entonces esperad unos meses. Si no lo consigo, os doy mi permiso ¡No quiero que os pongáis en peligro! De acuerdo… ¡Esperad un momento! ¡Me están espiando! ¿Pero qué… quién es? Un momento, enseguida os informo.
(piii …piii …piii …piii …)
Había visto algo. Un breve resplandor llamó su atención y cortó su llamada. No es que estuviera asustado. No. Solo quería saber quién estaba husmeando y por qué. Nadie le conocía allí, de eso estaba seguro. La habitación estaba en penumbras, eso le aseguraba una torpe visión al fisgón de enfrente, y además si se descubría el pastel, su pastel, se marcharía de la ciudad de inmediato. Solo tenía que realizar una llamada, y un nuevo piso franco estaría a su disposición de inmediato.
Green, se acercó a la ventana del piso que daba hacia la casa de Marcos. Un flash luminoso le hizo prestar atención hacia aquel lugar. Nadie se había percatado de su presencia en Northsweed. A pesar de que él era un tipo horrendo, las gentes de los barrios modestos son permisivas y tolerantes. La degradación física entre ellos es mucho más habitual que entre capas sociales altas o medias donde el aspecto físico y los estándares de belleza son intolerantes, a no ser que seas un artista. Si eres un artista puedes ser horrible. Y Green era eso, un hombre horrendo, que olía a sudor de días, cuya boca parecía un agujero algo deforme y mal colocado con dientes alineados perfectamente pero que carecían de morfología distintiva, todos iguales y pequeñitos; cuya nariz había quedado a medio hacer en alguna fase fetal; cuya gordura rebasaba siempre los pantalones y a un cinturón demasiado estrecho que resbalaba haciendo que careciera de funcionalidad, y que era ocultado por varios kilos de grasas abdominales.
Con parsimonia, el conocido como Señor Green, se acercó a bajar la persiana del salón. Reconocía la cara de ese niño y había entablado alguna conversación ocasional con su familia. El padre, fallecido meses atrás, era de su agrado. Un hombre amable. Una vez coincidieron en el supermercado. Fue cuando Green acababa de llegar al barrio, de eso hacía casi dos años, y el Señor Sánchez le dejó pasar en la fila de la cajera. Lo recordaba bien. La memoria de Green era excelente. Incluso recordaba acontecimientos de su más tierna infancia cuando su madre le mantenía seguro en su vientre. Ambos hombres conversaron de trivialidades. Green pagó su bandeja de casquería, único producto de compra, y amablemente se despidió del amable vecino. El padre de Marcos se hizo una idea del Señor Green: un hombre solo, sería recién divorciado, comprando casquería, ¿tenía un perro?; aunque no lo había visto pasear a ninguno o quizá no se había fijado, al fin y al cabo, él siempre estaba fuera y no podía estar pendiente de las vidas de los demás. Al llegar a casa ese pensamiento fugaz de curiosidad por la vida de Green se había esfumado por completo y esa fue una de las pocas veces que coincidieron ambos hombres.
Un coche patrulla se deslizaba a poca velocidad, justo debajo de ambos edificios, por el callejón estrecho en el que un camello pasaba papelinas a un par de prostitutas. Un alboroto de luces y carreras furtivas le llamó la atención unos segundos. Le asqueaba la degradación humana. Pero de inmediato volvió su cara porcina hacia la casa del vecinito que mostraba tanto interés por él. Soltó un:
—¡Asco de humanos! Siempre la policía molestando en el callejón —Mientras sus pensamientos se detenían unos segundos ante el parpadeo lumínico de la sirena policíaca y se reubicaban de inmediato sobre el crío entrometido.
Estaba allí, Green notaba su presencia, pero se había escondido. Se quedó pensativo y por un instante procuró no darle importancia, pero al ver la cabecita del niño asomar de nuevo y escabullirse después, comenzó a plantearse si no sería aquello un verdadero problema.
—Es un niño. Seguramente está jugando a ser poli o detective—pensó en voz audible— pero no puedo dejarlo así… Su madre debe saberlo, quizá me meta en un lío, pero debe dejar de husmear, creo que… ¡Bueno, iré a saludar a esa pobre mujer! Le diré lo que pasa con su hijo, es la mejor manera de acabar con esto. Es hora de que comience la función.
El Señor Green, pesadamente, arrastró su gordo y seboso cuerpo porcino hasta la puerta de su casa, se puso una chaqueta color marrón sobre su polo beige de marca indeterminada, se cubrió la cabeza pelada al tres con una gorra negra cuyo desatino estético rompía con rotundidad el poco aire de hombre serio y adulto que le permitiría ofrecer su edad, si no fuera por el pésimo mal gusto en combinación de prendas. Echó una mirada atrás repasando el salón de su casa como queriendo mantener en su memoria lo que allí hubiera: el salón estaba vacío; la casa completamente hueca, sin mobiliario.
Cerró su puerta asegurando las vueltas de la cerradura de blindaje, a pesar de que en un rato estaría de vuelta, el Señor Green nunca salía sin cerrar echando cerrojos. ¿Qué era lo que con tanta aprehensión guardaba en aquella casa vacía?
III
Creí que golpearía la puerta o que mi madre, enfadada, me llamaría a gritos para reprender mi comportamiento, pero el silencio más absoluto se apoderó de la casa. Aquella fotografía no dejaba dudas sobre la verdadera naturaleza de aquella cosa que se hacía pasar por humano y que, durante tanto tiempo, habíamos creído que era nuestro vecino. El señor Green no tenía forma humana, era algo informe y oscuro, algo indefinido, aunque con un contorno claro. Su aspecto amorfo daba repulsión. Era de un color parduzco sin llegar a negro y no había nada que indicara que tuviera tronco, cabeza y extremidades, como cualquier animal terrícola. Supe que aquellas suposiciones mías eran reales.
Asustado por lo que aquel monstruo pudiera hacer puse la oreja en la puerta. Intentaba escuchar lo que ocurría al otro lado. Pero nada, absolutamente nada se escuchaba afuera. Entonces me di cuenta de que aquel ser había hecho algo atroz, seguramente había acabado con mi madre y mi hermano, y asustado grité:
— ¡¡Mamáaaa!!, ¡¡John!!…
Grité hasta quedarme afónico, gritando y llorando a un mismo tiempo, pero no me atrevía a abrir la puerta. La imagen de mi padre se apoderó de mí. ¿Qué pensaría de mí? ¿Era un cobarde? Con esa idea en la cabeza y temblando de miedo, entre abrí la puerta. Todo estaba oscuro. Nada se escuchaba, pero el asqueroso hedor permanecía impregnado en las paredes de la casa. Al poner un pie afuera, quedé pegado en algo pringoso. Retrocedí, sentí terror al comprobar que las luces de la casa no funcionaban. Pensé, en un instante, en volver a mi habitación y dejar pasar las horas hasta que amaneciera o gritar por la ventana para que alguien me ayudara. Pero no hubo tiempo para decidir, pues desde la habitación de mi hermano se escuchaba un sonido extraño que me hizo reaccionar.
Me acerqué con cuidado, al entrar pude ver en la oscuridad de la habitación un cuerpo, el de mi hermano, y sobre él una masa gelatinosa que parecía estar asimilándolo o devorándolo, o comiéndolo… entonces corrí, corrí hacia la calle, corrí escaleras abajo, tropecé con un peatón y me caí al suelo. Aquel hombre alto y desgarbado me insultó:
— ¡Mira por dónde vas, imbécil!
Yo solo miraba hacia mi casa, hacia el tercer piso donde aquella cosa se estaba comiendo a mi madre y mi hermano. Pero mi cuerpo no me respondía. Y entonces me di cuenta, ¡me había dejado la cámara arriba! La única prueba de su existencia. Cuando pude recuperarme un poco me dirigí a una comisaría, la más cercana, la que todos conocíamos coma “La Comisaría”, y me expliqué. A todos les pareció que les tomaba el pelo, pero dado que era un menor, un par de agentes me acompañaron a mi casa. Yo me conformé, porque pensé que de esta manera comprobarían mi historia.
Al llegar, la puerta estaba cerrada. Los agentes llamaron, y mi madre abrió la puerta. Junto a ella estaba mi hermano.
— ¡Señora, ¿es este su hijo?!
— ¡Agy, hijgo mígo que sgusto nogs ghas dagdo! —dijo aquella cosa con cara animalizada que se hacía pasar por mi madre.
— ¡Este chaval se inventa historias muy raras, debería llevarlo al médico!
— ¡Nog sge pregocugpe segñor agente, esg que eggstá enfermo y ga vecges piengsa cosas graras, y desgde que mugrió mig magrido lo egstá pasando realgmente malg… pasgen!
Yo me negaba a entrar con esos dos seres repugnantes, esos dos duplicados extraños de mi madre y hermano. Sabía que el siguiente era yo. Sabía que me engullirían y me transformarían en uno de ellos. No podía quedarme allí, pero tampoco podía dejar las pruebas, así que de repente me hice el dócil y pedí irme a descansar. Entré y me escabullí hacia mi habitación. Cogí la cámara y las fotografías, volví a salir y entonces fotografié a mi hermano y mi madre que todavía andaban de cháchara con los policías.
Enseñé las instantáneas a los agentes, ambos se miraron, sus rostros parecieron palidecer y pensé que se habían dado cuenta… ¡habían visto aquellas deformidades! Yo, mientras, preguntaba gritando a mi madre:
— ¡¿Dónde está el Señor Green, ¿eh?!¿Ven como huelen? ¡No son ni mi madre, ni mi hermano! ¿Dónde está, ¡ein!?
Comencé a buscarle por toda la casa. Miré desde mi habitación hacia su casa y allí la luz indicaba que el Señor Green estaba ya de vuelta en su guarida. Comencé a gritarle, él ni se inmutó. Nadie salió a la ventana, nadie se asomó. Los dos policías, mi madre y mi hermano miraban desde la entrada de la puerta de mi habitación y se miraban entre ellos estupefactos. Los agentes, al verme en aquel estado, decidieron llevarme a urgencias.
Mi madre y mi hermano se quedaron en la salita de espera mientras los dos policías se marcharon sin prestarme la menor atención. Un psiquiatra comenzó con un interrogatorio que duró unos cuarenta minutos. Me pincharon algo. Yo le decía que mi madre y mi hermano habían sido suplantados por el Señor Green, que era extraterrestre.
Pero se notaba que aquel hombre no me creía. Nadie me creyó.
Les dijeron que necesitaba reponerme y que me ingresaban durante unos días que se hicieron meses. Me medicaron todo ese tiempo, el Risperdal me dejaba medio muerto. Me retuvieron hasta que aprendí a mentir, a decirles lo que deseaban escuchar para que me dieran el alta médica por remisión de síntomas psicóticos. Y así sucedió. Me devolvieron a mi madre, a esa cosa que era ahora mi madre, que parecía la misma a simple vista pero que yo detectaba por ese olor, esa mirada, ese lenguaje propio o diferente. Tenía que salvarme, me escapé de ella sin llegar siquiera a casa. Me marché a todo correr y me metí por una trampilla a las cloacas de la ciudad. Tenía que ponerme a salvo de Green, porque el Señor Green volvería a por mí: yo le había descubierto. Pero el problema grave fue la invasión progresiva, lenta pero inexorablemente. Una invasión silenciosa que había comenzado con el Señor Green, mi vecino. Supe que todo estaba perdido cuando toda la ciudad comenzó a oler, a hablar, y a parecerse al Señor Green.
Desde entonces vivo aquí abajo, en las cloacas, recluido con ratas, cucarachas y otros como yo, otros que ven, huelen, escuchan, perciben y sienten que la ciudad ha sido invadida, lenta pero inexorablemente por ellos.