21 abril, 2025
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Infección, por Elmer Ruddenskjrik, en iVoox

El silencio a aquellas horas del incipiente amanecer, en pleno otoño, imbuía de un siniestro presentimiento a Bravo, el más alto de los dos soldados dispuestos por el regidor de Peñaranda de Duero para escoltar al pastor Pascual, ese pequeño, enjuto y sombrío hombre que se movía como un espectro bajo su largo y negro hábito de monje, unos pasos por delante. Trataba en vano de buscar alguna mirada de complicidad en su compañero Suero, quien no hacía más que recolocarse con su mano izquierda el arrugado birrete, que le quedaba muy grande, sin perder por ello ni un momento de vista al sacerdote. Ya avanzaban sobre el puente de piedra que cruzaba el río Arandilla, con la densidad de las encinas oscureciendo el resplandor rojizo del cielo sobre ellos, y Bravo miró por encima del hombro hacia las apretadas casitas del pueblo, guarecidas desde el cerro de más al norte por el majestuoso castillo que había mandado construir Fernán González, abuelo del que en ese momento era señor de aquellas tierras, Sancho García, el Conde de Castilla y Monzón.

Cuando volvió la vista al frente, se le erizaron los cabellos al distinguir el leve brillo de un ojo del sacerdote Pascual, quien había torcido la cerviz a su vez para mirar sobre su hombro derecho, no tenía claro si hacia el pueblo, como él mismo acababa de hacer, o si escrutándole a él. Quizá se había apercibido de su extraño nerviosismo.

—Sáltame al ojo que, de seguro por la vuestra ocupación de celosos centinelas del castillo, no estáis de andar allende el pueblo… —Se oyó de pronto, cuando Pascual ya había vuelto su cara al frente.

La rasposa voz del clérigo, quien, tuviera los años que tuviera, parecía haber vivido el doble por lo arrugado de su piel, había llegado a los oídos de los dos escoltas como el repentino crujir de huesos bajo sus pies, haciéndolos sacudirse en un humillante respingo del que, con cierto alivio, se supieron mutuos confidentes. 

—Perdónenos la nuestra zozobra, padre. Es que sabemos ya a quién buscamos —explicó Suero, dejando atónito a Bravo, pues él no sabía de qué hablaba—. A ese árabe con el que llevan unos pocos años haciendo alguno que otro trato nuestros pueblerinos. Un rezagado mercader musulmán que se dice que mora en un recodo seco más allá de la ribera del río, pasando inadvertido de alguna forma cuando fueron expulsados de aquí los suyos…

—Vuestra parroquia lleva tiempo enviando misivas al arzobispado relatando arduos pleitos de algunos de sus fieles, o de conocidos de ellos…. —El clérigo detuvo su avance y se volvió hacia los soldados, que se detuvieron a su vez, manteniendo las distancias, sus humildes cotas de malla susurrando con la inercia de sus movimientos. A la sombra de los árboles y bajo la negra capucha, el rostro del tal Pascual era apenas un bosquejo de líneas negras sobre una superficie cenicienta entre las que refulgían los dos pequeños e inquisitivos brillos de su mirar—. Al parecer, muchos han sido tentados con lo exótico y esotérico de sus maneras. Y no es de extrañar que este tipo de hombre se quedara rezagado, pues no ha de ser bien recibido ni entre los suyos…

Bravo se quedó un momento inmóvil, aturdido por aquello de lo que estaban hablando y la peculiar gravedad con la que el sacerdote se había explicado con tan parcas palabras. Una voz lenta, profunda, como generada más en el estómago que en la garganta, pero arrastrada como la pezuña de un perro arañando la madera de una puerta. Aunque el sacerdote y Suero ya seguían andando, él les imitó rezagado un par de pasos, convencido de que si había algo allí de mal agüero, eso era el mismo Pascual. 

Ya habían pasado el puente de piedra y, a pesar de que el enjuto sacerdote parecía saber hacia dónde se dirigía, pues ya tanteaba el húmedo campo hacia el oeste, Suero se apresuró a indicarle, con una actitud pronta y solícita que a Bravo le resultó incómoda.

—¡Padre Pascual! Como le decía, tengo oído que el mercader mora en una especie de guarida en un profundo meandro del río, por ese lado. 

Bravo nunca había oído de ninguno de esos asuntos, ni de nadie que se ocultara en madrigueras cerca del río. Esas escuetas revelaciones estaban horadando la calma acostumbrada de sus días rutinarios de una forma que apenas reconocía, aunque seguía unida a su alma como el acero de una buena espada a su empuñadura: la incierta sospecha infantil de que hay horrores inimaginables prosperando y esperando en los lugares oscuros y normalmente intransitados, incluso en los del familiar hogar. ¿Cómo podía pasar todo eso en su tranquilo Peñaranda y no saber nada?

—Haceos a la idea, mozos, de que este no es un simple mercader —explicaba Pascual, caminando con dificultad por el húmedo terreno próximo al caudal del estrecho río. Sus cortas y escuálidas piernas, aunque protegidas por altos borceguíes de cuero como los de los guardias del castillo, vacilaban al clavarse hasta los gemelos y volver a liberarse del fango entre los hierbajos, mientras que Suero y Bravo caminaban con cierta soltura dejándole su espacio—. Por lo que he podido leer, tengo la certeza de que este árabe es una suerte de hechicero. Con suerte, será apenas un curandero que habrá sabido sugestionar a las más ingenuas de vuestras gentes… Pero, por lo que sé, lo dudo. Lo dudo, y mucho…

—No es un simple curandero —casi susurró Suero, concentrado en el suelo que pisaba, a la derecha de Pascual—. Un tío mío me ha contado que uno de sus vecinos fue a pedirle ayuda con uno de sus hijos, y no se sabe en qué quedó la cosa, pero el hombre ha dejado de hablar y de faenar. Solo yace en cama o sentado, como soñando despierto, y rumiando aun con la boca vacía, y haciendo sonidos sin decir nada…

—Esa es cosa de la que preocuparse, sin duda. Convendría que más adelante me llevaras a visitar a este pobre hombre del que hablas —terció Pascual, deteniéndose con precario equilibrio, las piernas muy abiertas en el barro húmedo, mirando directamente a Suero y señalándole con un dedo—. Los enemigos del Señor actúan así, abriendo grietas de invisible horror en lo cotidiano de los hombres…

—¿Los enemigos del Señor? —interrumpió Bravo, recibiendo una curiosa mirada de Suero. Pascual, en cambio, parecía inmerso de nuevo en el afanoso caminar—. Estamos hablando del Diablo y sus siervos, entonces.

Al manifestar con palabras aquello que asumía sugerido desde que empezaran la conversación, Bravo sintió que el sudor de entre sus ropajes se volvía frío durante varios segundos. 

—¿Qué otra cosa, si no? —replicó con tranquilidad Pascual, sin dejar de andar.

—Es decir, que un árabe astuto molesta a nuestras gentes, y mandan desde no se sabe dónde a un sacerdote. —Empezó a argumentar Bravo, creyendo que haría más cabal el asunto—. Eso, en vez de mandarnos a nosotros a despacharlo. Si con tan solo vernos a nosotros aparecer, pondría tierra de por medio. Ese y cualquier infiel… No suelen mostrar los dientes sin el resto de la piara detrás.

Suero se encogió de hombros como dando por válida su observación, pero enseguida carraspeó Pascual de una forma significativa, como presto a aleccionar a un alumno.

—Si la naturaleza de sus acciones es la que parece, el problema no es el hombre en sí. Podríais cortarle la cabeza y los problemas perdurarían. Por eso he sido enviado. Lo más seguro es que nuestro Señor Jesucristo haya de mediar en esto, hijos míos.

El sol despuntó en ese momento en el horizonte, bañando a los tres hombres en un diáfano velo de pronta e inesperada tibieza, dada la estación. Bravo miró por encima del hombro al sentir en la nuca la cálida luz, y se vio fugazmente cegado. Volvió a mirar hacia delante, hacia la espalda del sacerdote Pascual, encorvado en su inspección del suelo embarrado.

—Han pasado ya más de mil años de la muerte de Cristo en la cruz. ¿Cómo creer que queda de aquello algún poder? —Bravo hablaba con cierta compunción disimulada, pues trataba de convencerse de que no había nada de preternatural o sobrenatural en lo que estaban tratando—. ¿Cómo creer siquiera que nada de todo eso pueda haber sido cierto? Es imposible saber qué habrá de verdad en todo lo que sabemos de aquel entonces…

—Es todo verdad —dijo Pascual lentamente, como destilando paciencia—. Lo que está escrito en la Biblia no es otra cosa que el testimonio de los implicados en aquellos acontecimientos.

—Que alguien sostenga algo como verdad no significa que lo sea. Todo el mundo puede mentir —replicó Bravo, encontrando súbitamente su pie derecho encostrado en una hendidura en el barro. Tuvo que tirar con fuerza para liberarse, casi perdiendo el equilibrio.

—Lo atestiguado por las personas es lo que sirve, al fin, para documentar todo suceso —explicó Pascual, sin dejar de andar fatigosamente—. ¿Creéis que os han enviado conmigo para protegerme, o para tomar algún partido en este asunto? El arzobispado solicitó a vuestro señor un par de testigos, y me habéis sido adjudicados a tal fin. ¿Tomaríais por falso vuestro propio testimonio? —Pascual al fin se volvió y miró a los dos jóvenes soldados, señalando a uno y a otro de forma inquisitiva con el índice de su mano diestra—. Hay que tenerse a uno mismo en la mejor consideración, diciendo siempre la verdad pese a cualesquiera que sean las consecuencias. Solo así podremos creer que los demás también lo hacen.

Pascual clavó particularmente sus pequeños ojos brillantes en la mirada de Bravo, quien no tuvo ganas de añadir más. El sacerdote se volvió y siguió andando en silencio. Solo se oía la particular manera de crujir de la tierra húmeda al ser pisada por los tres hombres y el leve roce de los hierbajos contra sus ropajes. A cierta distancia, a su derecha, el río resplandecía bajo el sol naciente, silencioso como plateado mercurio patinando sobre una mesa ligeramente inclinada. Encontraron, al poco, que el terreno descendía en un profundo barranco, desprovisto de vegetación. Pascual fue el primero en detenerse al borde, aunque Suero y Bravo compartieron su estupor al contemplarlo.

Allí abajo no es que en verdad no creciera vegetación, sino que toda estaba aplastada por su propio peso, seca y medio podrida como lo estarían las hojas de los árboles caducos al final del otoño. Sin embargo, aquello no tenía el agradable olor seco y dulce de las hojas caídas. Hedía de una forma que se pegaba al paladar, con tintes de carne podrida. El fondo parecía húmedo, y era difícil decir si era agua del río que llegaba a filtrarse a través de la tierra o si aquello era una excreción proveniente de más a la derecha, donde un agujero grande y oscuro horadaba el meandro hacia el sur.

—Aquí ha de ser… —asumió Suero, en verdad turbado—. Aunque pareciera más la guarida de un animal. No parece lugar para que nadie viva, no digamos ya para venir a mercadear cualquier asunto…

—Esto parece deshabitado. ¿Qué puede haber ahí dentro, si no alguna rabiosa alimaña? —Bravo trataba de aliviar el hedor bajo su nariz haciendo aspaviento con una mano mientras hablaba.

—Es aquí. —Pascual, dicho esto, empezó a arrastrar los pies por el inclinado barrizal, más dejándose caer que realmente andando hasta las humedades del fondo. 

Su hábito se empapó de barro y se sembró de hojarasca podrida hasta la altura de sus muslos. Suero y Bravo se miraron, reacios a bajar. El pudor les decidió a no buscar una zona más practicable y bajar al fin por el mismo sitio que el sacerdote, pues este, lento pero decidido, se acercaba ya al gran agujero. Inclinaba la cerviz anticipando el cruzar de su umbral. 

—¡Espérese, padre! ¡Déjenos ir por delante! —Suero, tratando de no perder pie por el encharcado suelo, había desenvainado su espada corta y se apresuraba a alcanzarlo—. Mire que si lo que hay dentro es un jabalí…

—Nada de eso. Prestad atentos oídos. Hay un farfullo, desde luego, y es de hombre. 

Pascual hizo un teatral gesto de ahuecarse la mano alrededor de la oreja y girar la cabeza. Mientras, Bravo se reunía con ellos con paso lento y vacilante. La guarida era una abertura irregular en la tierra con un diámetro que le llegaba a la altura de los hombros al bajito Pascual, y sin embargo le parecía más y más grande y oscura según se aproximaba. De alguna forma, a pesar de que las proporciones entre hueco y hombres no se alteraban, el agujero se abría cada vez más, ocupando toda su visión, sin dejar límites en su campo visual para aquel lienzo negro, con los desprevenidos Pascual y Suero en su centro. La maraña de hierbajos que se repartían por la abertura, largos, húmedos y retorcidos, le parecían los colmillos de una descomunal sanguijuela.

—Ningún hombre debería entrar aquí. —Suero observaba el inescrutable interior—. ¿A este lugar vienen los del pueblo? ¿Buscando qué clase de trato?

—No es necesaria una gran imaginación para discernirlo… —Le respondió Pascual, echándole una mano al hombro, como para su consuelo. Y mirando a Bravo significativamente, añadió—: Manos a la obra. Mantened envainadas las espadas y quedaos a mis espaldas. Tan solo mirad y escuchad, nadie os pide más.

Inquieto, dudando como nunca en su vida, Suero, al fin, guardó su espada. Se ajustó una vez más el birrete y se aprestó a seguir al interior a Pascual. Bravo, suspirando largamente y tomando aire como si fuera a sumergirse en un estanque, se inclinó y se metió en el agujero.

La oscuridad los envolvió, así como el hedor. Sus pisadas sonaban húmedas, pues el centro del paso, por el suelo, servía de desagüe. Al poco de casi reptar en cuclillas por la madriguera, los tres hombres distinguieron con claridad una suerte de discurso en lengua árabe. Las palabras eran rápidas, desprovistas por completo de las musicales inflexiones habituales en aquella lengua algo líquida, y sonaban desesperadas. Al avanzar más y más, tanto Suero como Bravo apreciaron que no era desesperación lo que había en aquel clamor. Era más bien una visceral rabia. 

Alguna luz empezó a distinguirse tras un pronunciado recodo. Suero, más cerca del sacerdote, distinguió que este se removía el hábito y empuñaba en su mano derecha un grueso crucifijo. Al ver esto, el pecho se le hinchó de una inesperada emoción que no supo identificar con claridad. Pascual lo alzó ante sí mientras se erguía al llegar a una suerte de estancia circular que se abría también en altura. Enseguida, Bravo y Suero pasaron también, quedando ambos a la guarda del umbral, y sin atreverse a dar un paso más. Pascual avanzó, hasta llegar a ponerse delante del fuego de un hornillo de piedras sobre el que hervía un pequeño puchero, entre cuyas burbujas se veían aflorar esporádicamente distintos tipos de vísceras animales. 

Más allá, dándoles la espalda, una forma envuelta en una túnica anaranjada, adornada con complicados ribetes dorados y de intrincadas espirales entrelazadas, parecía absorta en la contemplación de un altar de madera engalanado en sus alrededores por decenas de velas encendidas y consumidas a destiempo. De su garganta venía aquella furiosa letanía. Y como si los hubiera estado esperando, sacudió los hombros para luego extender los brazos junto a su posición sentado en el suelo, empezando a arrastrarse así para volverse hacia ellos. Con cierto escrúpulo, Bravo y Suero apreciaron que el hombre tenía su túnica enrollada y atada sobre las formas de los muñones irregulares de sus desaparecidas piernas. El tullido no cesó en ningún momento su verborrea, haciéndola, empero, más estentórea al observar a los tres recién llegados y clavar en último término, iracundo, su saltona mirada de ensanchadas pupilas negras sobre el sacerdote Pascual. Su rostro era una apergaminada amalgama de arrugas que apenas se dejaba ver entre los densos rulos de espesa barba canosa y de cabellos blancos que se derramaban en salvajes cascadas desde los límites de su torcido turbante. Lo que sí mostraba, como regocijado, eran sus amarillentos y escasos dientes, torcidos desde las líneas de ennegrecidas y purulentas encías. Su lengua materna, si es que se trataba de eso, sonaba desde la estridencia de su voz especialmente irreconocible para los tres cristianos. 

En cambio, Pascual, sí acertaba a distinguir, en aquel visceral denuedo de discurso, la cadencia dispar de una peculiar palabra: Shaitán.

—Crux sacra sit mihi lux —empezó a recitar con su voz imbuida de una energía insólita para los oídos de Bravo y Suero, el grueso crucifijo de madera alzado en su mano diestra, con la efigie de Cristo crucificado enfrentada al salvaje gesto del árabe—. Non draco sit mihi dux. Vade retro Satana.

El brujo convirtió sus rabiosas declamaciones en un altísimo rugido por un momento, y el caldero al fuego estalló arrojando sobre la mano del sacerdote un grueso chorro del infecto mejunje ardiendo. Tanto Suero como Bravo se taparon el rostro y gritaron de auténtico espanto por el prodigio, mas siguieron oyendo, inflexible, la voz del padre Pascual. Y al mirarle, vieron que su mano herida por la quemadura aún sostenía firme, inmóvil, el crucifijo. 

—Nunquam suade mihi vana. —El sacerdote arrojaba con autoridad las palabras, ignorando el humo y las llagas abiertas en su piel como si la mano no fuera suya—. Sunt mala quae libas. Ipse venena bibas.

El brujo tullido pareció encogerse un momento antes de volver a rugir sus palabras de ignominia e invocación, pero su rencorosa rabia las convertía apenas en alaridos en nada parecidos a los de un hombre. Pascual, en cambio, recitó de nuevo, con la misma tranquilidad y autoridad, su oración en latín. Una, dos, cinco veces. Luego, más de diez. Y durante aquel enfrentamiento de voluntades que trascendían las de los dos ancianos, las velas titilaron y llamearon como al son de sombras de cosas invisibles que se movían alrededor, el pequeño caldero se agitó sobre las pequeñas llamas amenazando con derramarse entero de un momento a otro por los suelos, y volutas de olores fétidos sorprendieron desagradablemente a los dos soldados mientras eran testigos de las insolentes amenazas paganas del brujo y las solemnes preces de Pascual. Y, como perdiendo su energía vital, el árabe, poco a poco, empezó a callar.

Primero empezó a hacer imperceptibles pausas, como desaforado o sin saliva que gastar. Luego, empezó a apartar el rostro de Pascual y su cruz, como si una luz como la del sol directo le hiriera los ojos. Aún trataba de resistirse, y la agitación de la madriguera pareció concentrarse alrededor de su cuerpo, agitando más que nada sus ropas y la luz de las velas a sus espaldas, junto al impío altar. Mas terminó por empezar a derrumbarse, dejándose caer sobre su costado izquierdo y rodando un poco hasta terminar por retorcerse, arqueando la espalda y tensando las manos hacia algún asidero inalcanzable e invisible a su alrededor. Gruñó, escupió saliva densa, verdaderos espumarajos. Y, al fin, terminó por espirar largamente, hasta quedar inmóvil, como si una voluntad se rindiera y lo abandonara por completo, como se hace con una coraza de combate ya inútil por oxidada y doblada por los golpes. 

Más allá de su cuerpo derrumbado, el altar mostraba la ignominia de una cabeza de carnero descarnada y, aun así, podrida. Pequeñas fuentes de entrañas sanguinolentas adornaban los estantes bajo el cráneo, rebosadas de sangre negra y apestosa, el origen de la densidad y hediondez del rastro que supuraba hasta el meandro del río. Pascual, acercándose a comprobar el estado del árabe en un primer momento, se acercó luego a confortar a los aturdidos Suero y Bravo, exhortándolos no sin insistencia a empezar a moverse para volver al exterior. Los tres necesitaban con urgencia aire fresco. 

No ya salidos de la madriguera, sino que bien alejados de la putrefacción que la rodeaba, Bravo fue capaz al fin de expresar sus dudas ante lo vivido, sus pulmones aliviados y revivificados por el fresco céfiro de la mañana.

—Padre Pascual… ¿Qué es lo que hemos visto? ¿Cómo describiremos lo vivido?

—Pues tal como lo has visto, que es tal como ha sido, hijo mío —repuso Pascual, poniéndole la mano izquierda en el hombro. La derecha, herida de quemaduras, se la había envuelto en un viejo paño, y procuraba no hacer ademanes con ella—. Si necesitas una certeza de lo vivido, piensa en el misterio del pecado original descrito en la Biblia: la especie del hombre está herida desde su origen, y dicha herida, muchas veces, conmuta a infección. Lo que habéis visto esta mañana no es más que la providencial oportunidad de extirpar la pus. Pero antes de todo esto me has hecho pensar en algo. Que llegará el día en que los hombres creerán tan lejana en el tiempo la verdad de Cristo que ya no serán capaces de creer los unos en los otros. Y de una herida infectada se habrá pasado por completo a carne muerta. Y… ¿Quién sabe?. Quizá entonces no quede nada que Dios pueda salvar.

FIN

6 de enero, 2025

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