Nuestro autor coleguilla Rubén Mesías recupera y comparte con nosotros esta primera entrega de uno de sus pastiches más audaces, una historia de Mazinger Z en el periodo más virulento de la Segunda Guerra Mundial.
A esta parte, por el momento, seguirán dos más que ya tenemos en nuestro poder. ¡Esperamos que lo disfutéis, pulperos!
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EL INVENTO DEL PROFESOR KABUTO
por Rubén Mesías Cornejo
1.Aeródromo de Narimasu, noviembre de 1944.
Aquella tarde el cielo de Tokio parecía tranquilo visto desde la pista del aeródromo militar de Narimasu sobre la cual se encontraban alineados los flamantes cazas Ki-44 del 47 Grupo Aéreo de la Aviación del Ejército Imperial, aquella aparente apacibilidad se reiteraba en las retinas de los tokiotas que aquel día habían acudido, como siempre, a la escuela o a sus puestos de trabajo en las fábricas que todavía nutrían el esfuerzo bélico del imperio nipón en su lucha contra las fuerzas estadounidenses en toda la extensión del Océano Pacífico.
No obstante aquella calma proverbial, más propia de un haiku que de la trágica realidad que impera durante una guerra, se vio interrumpida cuando la plateada silueta de un solitario cuatrimotor estadounidense apareció de repente en medio de esa soporífera tarde y empezó a sobrevolar la ciudad con intenciones seguramente nada sanas.
Entretanto, los operadores de las estaciones de radar que vigilaban el cielo de Tokio habían advertido la presencia del cuatrimotor, y ahora mismo estaban informando a los escuadrones de caza basados en las cercanías para que procedieran a interceptarlo.
La aparición de aquel aparato después de más de dos años y medio de un cielo limpio de aviones enemigos trajo a la memoria de los encargados de la defensa antiaérea de Tokio la inopinada aparición de un escuadrón de bombarderos bimotores de la misma nacionalidad, los cuales si bien no causaron daños serios, se dieron el lujo de lanzar unas cuantas bombas muy cerca del palacio que habitaba el emperador Showa, el divino Hirohito, pero a diferencia de aquellos incursores, el actual volaba a una altura mucho mayor, y eso quería decir que gozaba de mejores prestaciones que aquellos bombarderos medios liderados por el coronel Dolittle.
De pronto aquella mala noticia imprimió un sello de súbita actividad entre los pilotos y el personal de tierra del aeródromo. El Alto Mando había transmitido la orden de interceptar aquel avión intruso, y los pilotos del Grupo corrieron hacia sus aviones y se metieron en sus carlingas para encender motores. Las hélices despertaron de su letargo confiriendo vida y movimiento a los rechonchos aviones de caza que empezaron a carretear lentamente antes de coger el impulso que les permitiría trepar al cielo para cumplir con el cometido que se les había asignado.
A un lado de la pista, el veterano profesor Juzo Kabuto contempló sin decir nada, el trabajoso despegue de los nuevos aviones fabricados por la compañía aeronáutica Nakajima, era una orden superior y nada podía hacer para contradecirla pues a esos uniformados poco les importaba que la mayoría de aquellos pilotos fueran todavía inexpertos en la ardua tarea de abatir aviones enemigos del cielo.
El objetivo puntual era que la misión se cumpliera más allá de las limitaciones que pudieran haber para que el honor militar de las armas imperiales quedara incólume, por eso tan solo atino a proyectar la mirada de sus ojos añosos hacia el cielo para seguir la trayectorias de aquellos cazas de tosco fuselaje tubular en volando en medio de aquel cielo vespertino, entonces los mechones de pelo que todavía sobrevivían en los flancos de su mollera se abatieron sobre sus sienes como si fueran cortinas dotadas de vida propia mientras su mente consideraba la posibilidad de que aquellos cazas tan sobrecargados de blindaje, combustible y munición consiguieran ascender con facilidad los diez kilómetros de nubes y cielo que los separaban de su presa.
Claro que era factible que algunos pilotos, lo más experimentados ( justamente los que más escaseaban en el Arma Aérea del Ejército y de la Marina) lograran forzar las prestaciones del aparato para ponerse a distancia de tiro de aquellos aviones intrusos.
Los Shoki eran verdaderos mastodontes si se los comparaba con los mucho más ágiles Zero y Hayabusa, que antes habían servido en los grupos aéreos de la Marina y el Ejército respectivamente, pero a diferencia de estos no propendían a incendiarse con tanta facilidad después de que las ametralladoras yanquis les abrieran unos cuantos agujeros en el fuselaje, pero dejando de lado este problema , realmente resultaría toda una proeza que los Shoki consiguieran interceptar aquel maldito avión procedente de los aeródromos que los estadounidenses habían logrado capturar en Saipán pues su techo operativo andaba cinco mil metros más abajo que él del avión enemigo, más bien si ésta no llegaba a suceder sería inevitable que los estrategas que dirigían los Grupos Aéreos del Ejército y la Marina basados en suelo metropolitano considerasen aplicar la siniestra doctrina que estaba convirtiendo en bombas humanas a los jóvenes pilotos de la Marina que habían luchado en las aguas de Leyte.
Si esa directriz llegaba a darse transformaría a cualquier caza del arsenal japonés en un ariete volante; y el Alto Mando no se detendría ante nada para conseguir voluntarios: los embriagarían con una mezcla de patriotismo y misticismo, a partes iguales, buscando justificar el sacrificio que cometerían prometiéndoles que se convertirían en seres divinos luego de efectuar una embestida contra algunos de esos superbombarderos que seguramente seguirían la estela del que ahora había irrumpido en medio del cielo tokiota.
Kabuto tenía un nieto estudiando en la universidad, y era casi seguro que terminarían llamándole a filas para que tuviese una muerte gloriosa a ojos del Alto Mando, una posibilidad nada descabellada pues últimamente la doctrina suicida que preconizada por el almirante Onishi había invadido los cerebros de todos los mandos militares tanto del Ejército como de la Marina como una especie de virus derrotista que contradecía mucho el del pensamiento militar del fallecido almirante Yamamoto, cuando era éste quien manejaba la estrategia bélica del Imperio al principio de la guerra contra los yanquis.
Juzo Kabuto siguió con la cara en alto, con la mirada puesta en el cielo aun cuando las ruidosas siluetas de los aviones de caza se hubieran perdido de vista en pos de la huidiza presa que les había encomendado interceptar, en verdad sabía que esos aviones no podrían lograr lo que se esperaba de ellos: eran producto de una tecnología convencional cuyas prestaciones difícilmente podrían equipararse con las de las máquinas estaba poniendo en el cielo para poner al Japón de hinojos.
Más bien su imaginación llenó el cielo con la silueta de una máquina mucho más poderosa en cuanto a armamento y capacidad para resistir el daño que todos los aviones a hélice que pudieran construirse.
Estaba haciendo construir los prototipos en secreto y fuera del Japón y en una zona neutral que los bombarderos estadounidenses no podrían agredir: las posesiones alemanas en China regidas por el príncipe Ludwig Ferdinand, hijo del káiser Wilhelm III en calidad de virrey, todo eso le hizo emitir una sonora carcajada que le convirtió en el centro de la atención del personal de tierra ahora que los cazas habían despegado.
A pesar de eso Kabuto no se reprimió y dejó que su felicidad llegara a su natural conclusión, sin importarle lo que los circunstantes pensaran de él: quizá lo vieran como un viejo excéntrico por reírse a solas, pero era mejor así pues lo que había salido de su mesa de dibujo era una verdadera arma maravillosa capaz de revertir súbitamente el curso de una guerra que desgraciadamente se estaba perdiendo.