5 diciembre, 2024
portada el guardián de los cielos de yamato

 

Hoy os presentamos la tercera y última entrega de la ucronía sobre la Segunda Guerra Mundial que Rubén Mesías Cornejo ideó utilizando como figura principal al famoso robot tripulado Mazinger Z.

Os recordamos que podéis encontrar las tres entregas para leer en esta página, en la cual además podréis encontrar muchos otros de sus relatos para leer online o descargar como PDF.

¡Esperamos que sepáis disfrutarlo, pulperos!

El guardián de los cielos de Yamato

 

11 de marzo de 1945:  Mazinger está listo para defender a la patria.

La llamada del megáfono resonó potente en todo el ámbito de la base, obligando a  Koji Kabuto a abrir los ojos para salir del estado de meditación en que estaba inmerso; se encontraba dentro de un templo, cuyas paredes se encontraban totalmente cubiertas por nutridas hileras de monolitos de aspecto rectangular y condición resplandeciente que representaban a cada de uno de los cientos de jóvenes pilotos que ahora ya eran héroes por el hecho de haber inmolado su vida embistiendo cualquiera de aquellos gigantescos bombarderos cuatrimotores, que el infame general Curtis Le May enviaba a diario  sobre las ciudades del archipiélago nipón con el avieso propósito de reducir a cenizas las ciudades y las vidas de los hombres, mujeres y niños que pasaban su existencia dentro de aquellas casas hechas de madera y papel construidas sobre las comarcas de la isla de Honshu.

A Koji no le cabía duda de que aquel hombre de raza caucásica era un verdadero demonio, como  también lo eran los tipos que tripulaban esos formidables colosos de metal de morro acristalado y equipado con una docena de ametralladoras defensivas , cuyo fuselaje estaba decorado  con los cuerpos de sonrientes y curvilíneas mujeres desnudas, que tenían la misión de arrojar cientos de bombas incendiarias sobre las ciudades y fábricas del Japón, partiendo desde las pistas de aterrizaje de Isley Field, allá en  Saipán, antiguo territorio nipón ahora en manos estadounidenses.

De ese modo, tan inhumano y cruel, aquel demoniaco general de aviación pretendía aterrorizar y poner de hinojos al pueblo japonés, para hacerle padecer todos los horrores de la guerra en sus propias carnes, al igual que los soldados del Imperio  que tenían la orden de luchar hasta dar su último aliento para desangrar al enemigo que se dedicaba a tomar por asalto las fortalezas insulares del perímetro defensivo concebido por el difunto almirante Yamamoto para proteger a su amado Japón del contraataque enemigo, y que se había ido reduciendo más y más conforme transcurría la guerra.

La situación realmente era desesperada, y ahora las mentes pensantes de la Fuerza Aérea del Ejército Imperial también consideraban que la estrategia de los ataques suicidas, preconizada por el gordo y corpulento almirante Onishi, era el único modo de frenar la abrumadora superioridad bélica del enemigo.

Ya no se trataba de ganar la guerra, sino simplemente de prolongar la lucha para demostrarle a los yanquis que sería muy difícil vencer la voluntad de resistir de los soldados del Sol Naciente.

Koji recorrió con la mirada aquellas hileras de monolitos fúnebres, aunque resplandecientes homenajeándolos con su respetuoso silencio, era un hecho que todos esos jóvenes habían muerto para salvaguardar el trono del Tenno, el divino Hirohito, y el sagrado suelo de las islas patrias que, ahora más que nunca, corrían el riesgo de ser holladas por las botas de los soldados estadounidenses.

Ellos estaban muertos, sus espíritus se habían dispersado “fragantes por los cielos de Yamato” como había escrito uno de esos valientes antes de estrellar su avión contra un bombardero estadounidense, y a pesar de todo el enemigo seguía oprimiendo con su maligno dogal la vida cotidiana de los japoneses que ahora miraban al cielo como la fuente de todas sus tribulaciones.

En efecto, el Japón estaba casi rodeado, pero no tenía la menor intención de rendirse, pues esto hubiera sido una carga insoportable para el orgullo de la nación. Afortunadamente, la desesperación no había   nublado la visión de todas las mentes creativas del Imperio, y hubo quien pensó en una solución menos costosa en vidas humanas más efectiva, que las Fuerzas de Ataque Especiales, no eran la mejor respuesta al problema planteado por la desfavorable coyuntura bélica.

Aquella mente fértil estaba encerrada en el cuerpo de un hombre anciano, pero patriota que había puesto sus conocimientos científicos al servicio de una iniciativa realmente insólita y singular que buscaba demostrar a los estadounidenses que el Japón todavía era capaz de construir un arma más destructiva que todas las bombas incendiarias que los B-29 estaban arrojando sobre el suelo de la metrópoli.

Y precisamente hoy Koji Kabuto, y un grupo de pilotos seleccionados entre los mejores pilotos de caza japoneses que habían sobrevivido a las arduas peripecias de las batallas aéreas  sobre las islas y selvas del Pacífico, entrarían en combate para poner a prueba por vez primera las fabulosas armas que conformaban la panoplia bélica del prodigioso robot de combate que el profesor Juzo Kabuto, abuelo de Koji y de su  hermano menor Shiro ( que también se preparaba para participar en la acción en una base cercana), había diseñado para salvar al Japón de la ignominia de capitular sin condiciones ante el poderío militar estadounidense.

El anciano Juzo no quería que los jóvenes japoneses, entre quienes se contaban sus nietos, continuara sacrificándose con tanta abnegación, aunque sin mayor sentido en aras de una estrategia heroica pero claramente derrotista que los inducía a morir prometiéndoles la eterna condición de héroes en calidad de premio por su proeza.

No, los que debían morir eran otros, los asesinos que estaban a los mandos de los B-29, los que llevaban a efecto las directrices de aquel estratega cruel que manejaba los hilos de esa destrucción sistemática que estaban sufriendo las ciudades japonesas por obra   de esos enormes aviones que esparcían sus malditas bombas, volando a baja altura para optimizar su puntería, aunque corrieran el riesgo de ser acribillados por los proyectiles que rabiosamente escupía la artillería antiaérea.

Con una discreta genuflexión Koji se despidió de todos aquellos héroes muertos, para encaminarse hacia la salida del templo, dispuesto a acudir al llamado del megáfono, a sumergirse de lleno dentro de aquella terrible realidad con todas las ganas de hacer mucho para revertirla.

De hecho, apenas puso el pie fuera del templo su mirada se encontró con un panorama ciertamente futurista, pues las pistas del aeródromo, anexo al templo, se hallaban ocupadas por unos aviones de caza de morro redondeado, erizado por las antenas de un radar de búsqueda, y  cuyo fuselaje recordaba en todo el aspecto de un tiburón, amén de estar sostenido por un tren de aterrizaje triciclo y ser propulsado por un par de los novísimos motores a reacción dispuestos debajo de unas alas ligeramente aflechadas.

Sin duda parecía que se había dado un salto en el tiempo, pues en todo el aeródromo no había el menor rastro de los Kawasaki Ki-45 Toryu, los bimotores de caza nocturna, propulsados a hélice, habituales en el arsenal de aviones del Ejército Imperial, pues aquellos aparatos que contemplaba eran los últimos hijos de la conspicua inventiva de Willy Messerschmitt: los Me-262.

Justo en este instante, los pilotos que ya instalados dentro de las cabinas habían encendido los motores otorgando el hálito de la vida a sus máquinas, entonces los reactores emitieron su rugido y los aviones iniciaron el lento carreteo que precede al despegue. Poco a poco, la escuadrilla entera ascendió a los cielos pues se tenía previsto que estos cazas, de fabricación alemana, pero tripulados por los mejores ases japoneses escoltarían al poderoso robot de combate durante su primera salida de combate.

Era el momento de correr hacia la carlinga del pílder, para ponerlo en vuelo y colocarse en medio de la cabeza del gigantesco robot; esta noche Mazinger cobraría vida y haría conocer algo más que el miedo a los hombres que manejaban aquellas máquinas que tanto sufrimiento estaban causando entre la población no combatiente, pues se sabía enteramente capaz de   borrar del cielo la estampa de los bombarderos enemigos.

Koji se metió dentro de la cabina, vestido con un vistoso y futurista traje de vuelo, y accionó los controles que pusieron en marcha las hélices del pilder, entonces éstas empezaron a girar haciendo que la máquina se elevase como un delicado insecto metálico por encima de una piscina de aguas quietas que pronto dejaron de serlo para convertirse en dos caídas de agua que vaciaron el contenido de la misma con suma rapidez.

Pronto, algo empezó a emerger lentamente de la boca del silo que la capa de agua ocultaba, poco a poco la maciza suelta de Mazinger, hecha de japanium  y repartida a lo largo de diecisiete metros de altura ascendió majestuosamente como una estatua colosal en medio de la noche, y los reflectores de la base apuntaron a ese lugar para indicar a Koji el lugar exacto donde debía empezar el descenso.

La cabeza de hueca del Mazinger (el dios-demonio del profesor Kabuto) estaba abajo, esperando hacer contacto con el pilder que le otorgaría la vida, Koji maniobró con la precisión que brinda la práctica constante, plegó las alas del pilder y encajo el mismo en la cavidad reservada para él dentro de aquella ciclópea estructura.

La conexión está hecha: ahora Mazinger y Koji se hallan entrelazados, como si fueran partes del mismo cuerpo, y están listos para compartir su destino fuera este glorioso o infausto.

Los ojos romboides de Mazinger lanzaron destellos de fuego en la oscuridad, mientras alzaba los puños como un bravo púgil preparado para la pugna; solo después de este alarde Mazinger desplegó sus alas retractiles, y esperó el impulso que le daría la catapulta para impulsarse rumbo a ese oscuro cielo donde lo aguardaba la escolta de reactores que le acompañarían durante su primer ataque contra los bombarderos cuya presencia ya ha sido detectada por los radares amigos.

  1. Medianoche del 11 al 12 de marzo de 1945: los B-29 se quiebran sobre el cielo de Nagoya.

Mi nombre es Curtis Emerson Le May, soy el líder del poderoso Vigésimo Mando de Bombardeo, me considero un ganador y quiero ganar esta guerra a toda costa.

Por eso dispuse que los Superfortress fueran eximidos de todo blindaje y protección que limitase su alcance y capacidad de carga para convertirlos en los peones de brega que arrasaran la endeble arquitectura de las urbes donde moran estos seres de ojos rasgados y modos extraños cuyos gobernantes pensaron que podían disputarle a América su predominio sobre las vastedades del Pacífico.

Claro está en que hemos pagado un pequeño precio por nuestra osadía de atacar a baja cota para afinar la precisión de los bombardeos, y algunos B-29 han sido abatidos por la defensa japonesa, pero la cuarta parte de Tokio ardió como una pira funeraria la noche del 10 de marzo.

Y ahora mi deseo es que no solo Tokio se convierta en una hoguera plena, también quiero que los habitantes de Nagoya, Osaka y Kobe conozcan en sus propias carnes el infierno que padecen sus soldados cuando son alcanzados por las lenguas de fuego que escupe un lanzallamas, así sabrán que la guerra es cruel y quizá puedan presionar a su gobierno para que se rinda y haga cesar tantos sufrimientos.

Hoy es 11 de marzo, y es el turno de que Nagoya se vea “tan brillante como cuando sale el sol”, según el eufemístico estilo para decir las cosas que usan los locutores de Radio Tokio, pese al éxito de la misión de ayer, los tripulantes tienen miedo de que sus bombarderos poco protegidos sean derribados, para infundirles confianza a todos, y acallar a los que dicen que voy a enviarlos a una muerte segura, he decidido participar en la misión para demostrarles que no deben temer nada.

Voy a bordo del Thumper, un bombardero invicto que esta noche tendrá el honor de ser unos de los primeros en arrojar sus bombas sobre las áreas urbanas de Nagoya, para señalar el objetivo al resto de aviones que conforman la oleada de ataque.

A través del visor Nagoya parece un manto de sombras bordado de luces, el avión ralentiza su marcha y abre las compuertas de su bodega de bombas; todo presagia que allá abajo los incendios florecerán como una primavera ardiente. Hasta el momento no hay el menor rastro de cazas enemigos, lo cual parece un buen augurio para nuestra misión.

En eso el haz de un reflector atrapa con su luz a uno de los bombarderos que vuela delante del Thumper, el avión inicia una maniobra de evasión para salirse del cono luminoso que lo ha puesto en evidencia, pero el reflector lo persigue con tesón y vuelve a moldear su plateada figura en medio de la oscuridad.

Entonces, ocurre algo inaudito, y la imprecisa silueta de un puño (o de algo que se le asemeja) atraviesa de abajo hacia arriba, a una velocidad insospechada, el fuselaje del bombardero partiéndolo literalmente en dos: la estructura tubular del aparato estalla y se desintegra en cuestión de segundos convertido en una ruina ardiente que se precipita velozmente hacia la tierra.

No hay sobrevivientes, ningún tripulante ha tenido tiempo suficiente para saltar en paracaídas, la peor de las muertes los ha alcanzado de súbito, sin advertirles siquiera.

Aquella cosa, o puño o lo que diablos sea, va propulsado por un par de cohetes, lo sé porque puedo distinguir claramente las llamaradas que emiten sus toberas en medio de la noche.

El puño continuo su periplo destructor, ahora se dirige contra el morro de un bombardero que ahora está evacuando su mortífera carga sobre Nagoya. El avión se encuentra en su momento más vulnerable y no tiene oportunidad de efectuar ninguna maniobra evasiva; el puño colisiona contra el morro acristalado, y penetra como un ariete en el interior del avión arrasando con todo lo que encuentra de proa a popa, saliendo limpiamente a través de la torreta de cola.

Las alas se desprenden del fuselaje ya deshecho, configurando una especie de uve que rápidamente pierde aquel aspecto de letra, mientras caen inertes hacía abajo, eso sí con los motores funcionando a plena potencia, y las hélices todavía girando como si pudieran seguir propulsando a una máquina que ya no existe.

El piloto de otro bombardero de la formación, rompe el riguroso silencio de la radio para informarnos, con voz nerviosa, que ha visto aparecer la cara de una “enorme criatura metálica de aspecto humanoide”

—“Y ahora esa cosa me está mirando con furia, quiere amedrentarme. Sus ojos despiden un relámpago de luz. La temperatura aumenta.  Siento calor ¡maldita sea! ¡estoy ardiendo!”

Su voz se convierte en un alarido, y la noche vuelve a iluminarse con una nueva explosión.

Todo esto me parece inaudito, es como si me dijeran que Superman hubiera cambiado de bando y nos estuviera atacando, pero de sobra sé que el kriptoniano no existe, y que seguramente los japoneses han puesto en el aire algunos aviones a reacción, de esos que según se sabe está desarrollando el Reich alemán.

Es lo único que se me ocurre para explicar qué está diezmando a mis bombarderos, pero lo que está fuera de toda duda es que los japoneses han puesto en vuelo un arma totalmente insólita que va más allá de la imaginación de cualquiera de nuestros proyectistas.

Doy la orden de abortar la misión. Hay que regresar a Saipán sanos y salvos.

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El guardián de los cielos de Yamato

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