27 julio, 2024

María Larralde

Este relato está inspirado en la canción del ZZ TOP llamada El Diablo. Grupo este del que soy ferviente fan y al cual pude ver recientemente en RockFest de Barcelona el 5 de Julio de este mismo año, cumpliéndose un sueño que tenía desde la adolescencia. ¡Ver a los Z en directo!

RocKFest Barcelona esperando a ver a ZZ TOP.

Y ahora… ¡que comience la función!

EL DIABLO

EL DIABLO DE MÉXICO

basada en El Diablo de ZZ TOP

Enroscada bajo el sol ardiente del mediodía una serpiente de cascabel percibe una nube de azufre que se dispersa por el ambiente. Su lengua ondula de arriba abajo, inquieta, con movimientos convulsos de excitación. Alza su cabeza plana y poderosa. Sus ojos vidriosos observan algo inusual que la estimula como si se tratara de una apetitosa presa. A lo lejos puede ver nítidamente una figura oscura que se acerca y, transformando su atención por inquietud, como si su vida dependiera de ello, agita su cascabel enérgicamente entre los matorrales del árido desierto. Conforme la extraña figura se acerca, la seducción inicial se transforma en un malestar insondable que el reptil, que no concibe en absoluto el poder que emana de aquello, interpreta como una amenaza mortal. Un temor, un ultimátum que no puede desafiar, un enemigo desconocido que está invadiendo con moléculas químicas su territorio, y saturando sus receptores con partículas desconocidas. Es la primera de cientos de absortos ofidios del áspero erial en despertar del letargo del mediodía. Pero le seguirán otras, muchas otras, como si de una hipnosis colectiva se tratara todas las serpientes, en un radio de kilómetros, inician su ritual de advertencia. El sonido se convierte en un ruido coral ensordecedor a los pocos minutos extendiéndose por kilómetros, alzándose por el aire seco e irrespirable de la planicie.

Sin embargo, un oído lo escucha porque, aunque nadie habita ese árido secarral, ella está oteando desde lejos, desde arriba, desde lo alto de la colina que es la puerta de entrada a su pueblo. La mujer escucha atenta y, de entre el sonido de las miles de serpientes, distingue otro diferente, un sonido que no proviene de animal alguno. Es el tintineo de unas campanillas que se escuchan nítida y rítmicamente. Mira y ve. Escucha y oye. Una mantilla de color oro sobre la que una figura de hombre va montado. Está completamente cubierta de ellas, suenan, suenan las campanitas, repiquetean al compás del trote. La muchacha, con el catalejo en el ojo, puede velas claramente, sin embargo, no puede verlo claramente a él, no distingue las partes de su cuerpo, no todavía. Es entonces cuando le viene a la mente una idea: “es El Diablo de México, es él”. No cabe duda. La sombra que proyecta su caballo sobre el seco suelo del desierto arenoso repleto de piedras, es alargada, negra, densa. Un negro potro cuyo pelaje brilla intensamente con el sol, un animal que parece un hueco en el denso espacio y que se traga la luz del día conforme va avanzando. A la joven mujer le aterra aquella figura sombría recortada en el horizonte que contrasta con el fondo ocre de la tierra y resalta en el azul limpio del cielo. La altura de las montañas la ayudan a ver con precisión la escena del hombre y el caballo trotando pesadamente al compás de una letanía implacable. Desde su posición puede apreciar la figura de hombre y jumento unidos en un solo ser. De repente se da cuenta de que el caballo dirige su solemne figura azabache hacia la dirección en la que ella se encuentra. Se sobresalta. Le parece ver que el espectro mueve lo que debe ser su cabeza hacia ella, como queriendo encontrarla. El jinete, erguido sobre su cabalgadura, realiza un movimiento ondulante que se funde prácticamente con el trote acompasado del animal. Lo curioso para la muchacha es que, tanto caballo como jinete, se confunden. Ella no puede diferenciar dónde empieza uno y acaba el otro. El giro en su dirección los orienta de frente, de cara hacia donde se encuentra. Se dibujan contra el fondo de la escena con mayor claridad, cada vez parecen más grandes, pero no puede saber, aunque intenta escudriñar forzando su vista en algunos momentos, mirando por el anteojo en otros, qué aspecto tienen sus rostros. Ambos parecen no tenerlos. Sin embargo, eso es imposible, se dice a sí misma. La joven piensa que su vista le está jugando una mala pasada. Sus ojos no le permiten distinguir los rasgos ni de hombre ni de animal. Se pregunta qué ser es aquel que se acerca hacia ella. Ahora duda, luego sus temores se reafirman porque conoce la leyenda de El Diablo. Le han contado esa historia. Un cuento terrible que habla de aquel hombre al que llaman El Diablo. Dicen que no tiene rostro y tampoco su caballo. Tiembla. Pero quizá todos esos chismorreos no sean más que retazos deshilvanados de un viejo relato indio al que, hoy en día, no tiene que dar ninguna credibilidad, ninguna posibilidad de veracidad ante la razón de su joven, y poco dado a las supercherías, espíritu. Sin embargo, conforme aquel extraño jinete se aleja del desierto repleto de cascabeles y se acerca a las colinas donde ella vigila asustada, desconcertada, las serpientes dejan de agitar sus colas envolviendo en un silencio mortal el solariego e infernal espacio abierto del páramo. La primera serpiente en detectar al intruso vuelve a sus duermevelas reptilianas, zigzagueando sinuosamente hasta alcanzar una gran piedra bajo la que se protege de la mirada del jinete al que nunca más volverá a ver y, mucho menos, a recordar.

Pero ella lo ve cada vez más y más cerca, parece que cabalga a una velocidad imposible. El sonido del trote infernal hace que retumbe el suelo alrededor de la estela que deja a su paso. Sí, es El Diablo. Ahora está segura hasta el punto de sentir el impulso de correr, correr y avisar a los del pueblo. Una ráfaga permanente de polvo, un torbellino de muerte, una ventisca infernal que se pierde en la inmensidad del desierto mexicano, se proyecta hacia el cielo formando figuras grotescas en el aire. El pequeño poblado de la joven se acerca al diabólico jinete. Es su destino. Él no tiene prisa, va a llegar de igual modo. Sin embargo, invirtiendo toda ley natural, El Diablo hace que las distancias se reduzcan de manera sobrenatural. La joven sabe lo que se cuenta de él. Cuando llegue al pueblo tomará una forma cualquiera de hombre. Le vale cualquier rostro de los anteriores hombres, de cualquiera de los que ha ganado en duelo. Cada una de sus partidas termina de igual modo, pues invencible es su alma e invencible su retorcido juego. Un hombre morirá y él volverá a comenzar su partida de póker. Todos conocen su historia, pero nadie lo ha visto nunca en ese pueblo. Hasta hoy.

La muchacha siente que algo terrible va a ocurrir, impelida por un horror hasta ahora le era desconocido, da media vuelta, monta su caballo y sale a toda prisa pensando en él. Se ha dejado el zurrón con la comida en la cima de la colina donde oteaba y vigilaba por puro placer. No conoce dónde ha nacido la leyenda de El Diablo, pero sabe que vendió su alma al mismísimo Lucifer para ganar siempre en las partidas. En todas. Por eso se repite la maldición. La inmortalidad requiere del pago de almas, eso se dice de él.

Desde el pueblo ya la ven bajar al galope en su caballo blanco. Es ágil y vibra en consonancia con el animal. A pelo, galopa sin descanso para dar la voz de alarma.

“Un jinete que trae la muerte en los ojos se acerca al pueblo: es El Diablo, El Diablo de México.”

Grita tanto que la calle central del pueblo se llena repentinamente de gente. Nadie queda en la barbería, la tienda de Lucio se vacía como un manantial, la pequeña escuela es evacuada de inmediato, hasta la iglesia cierra las puertas, y en la taberna se disponen a colgar el cartel de cerrado. Teresita, la joven vigía, cruza gritando el pueblo entero, lo recorre dos veces, hasta que el oficial la detiene y le pide que baje. Teresita desmonta furibunda, llena de adrenalina, y cuenta a viva voz lo que ha visto. Mirando a los ojos de quién representa la autoridad le dice:

“¡No podrás hacer nada, escóndete!”

Mientras hablan, algo extraño empieza a percibirse en el ambiente, la luz se está apagando, la calle principal está vacía y el resplandor del Sol parece ser absorbido hacia una dirección. Al fondo, en la entrada norte del pueblo, la figura montada aparece tragando la luz de su alrededor, su perfil se difumina haciéndose imposible distinguir nada de él. Las campanitas amenazadoras, imperturbables y monótonas, cantan y cantan confundiendo la razón de los lugareños. Suenan fuertes, suenan, y suenan, y suenan. Bailan y cantan, y suenan a terror.

Solo hay un hombre que no le teme, aunque todavía ni él mismo lo sabe. El joven, pero desaliñado Key está echando su partida matutina aquella mañana de cálido verano. Como todos los días, Key inicia su vida bebiendo el güisqui más barato en la taberna llamada la Tarántula. Un mugriento y corroído cartel de madera marrón oscuro muestra a una terrible tarántula con sus fauces abiertas y con el nombre homónimo en un blanco sucio y desconchado, que seguro fue pintado hace mucho, mucho tiempo. Nunca será restaurado, porque ese cartel lleva allí desde que se asentaron los primeros rancheros. Pero Key no es del pueblo, a pesar de que es un vaquero conocido por estas tierras. A pesar de ser estimado por su gran destreza con las reses, sobre todo, para pasar la frontera sin ser detectado, nadie lo quiere allí, ni siquiera las putas. Es pendenciero y se abandona a los vicios más perversos en cuanto obtiene su ganancia allá en Nuevo México. Desde luego, las reses siempre llegan con él sanas y salvas, y todo el mundo desea contratarlo para tales quehaceres, pero nadie quiere tenerlo rondando o residiendo de forma permanente en su pueblo, en su taberna, con sus mujeres. Cruel, borracho y criminal, adicto al juego y al sexo. Todos piensan que Key va a acabar mal. Lo que gana lo gasta. Todo su dinero lo desperdicia en alcohol, furcias y partidas de póker. Bebe güisqui hasta perder el sentido, fornica con putas hasta caer agotado, y tiene vicios ocultos de hombre desalmado; juega al póker hasta perder todo su dinero; siempre se mete en broncas donde alguien sale malparado, en ocasiones, él mismo, pero tiene suerte. La suerte del malo. Bueno, hasta ahora ha tenido suerte, porque hoy El Diablo se acerca.

Key no debe tener más de veinte primaveras, pero tiene otras tantas cicatrices en el cuerpo: cicatrices de balas, de astas de res, de cuchilladas de enemigos y hasta de uñas de mujer. El azar ha querido que esta mañana Key se encuentre en la Tarántula, en el momento justo, en el pueblo adecuado, en la hora correcta. Las causas que le acercan a su futuro próximo le están echando una partida crucial. Porque El Diablo se acerca, el Diablo ya entra en el pueblo, el Diablo ya llega a la Tarántula. Solo va a por su siguiente víctima, una víctima que lo atrae por su propia maldad. ¿Cuántas almas caben en un solo cuerpo?

La joven que ha dado la voz de alarma huye despavorida cuando, adentrándose en el pueblo, la negra figura de gran sombrero alado, de crueles y perceptibles ojos rojos, da pasos firmes montado en su negro caballo por la calle principal. Comienza a tomar forma, comienza a tener rostro. Pero este es más terrible aún que su anterior forma sin forma. Nadie quiere mirarlo, ni a él ni a su jamelgo del infierno. Los perros, con sus rabos entre los cuartos traseros, aúllan recordando sus tiempos salvajes, esparciendo con sus llantos un terrible ambiente de opresión y desconcierto. Los terribles llantos caninos obligan a más de uno a taparse los oídos. Los pocos niños lloran apretados contra los pechos de las madres, escondidos en las casas. Y, hay que decirlo, hasta los escorpiones salen de debajo de sus piedras para adentrarse en el desierto, despavoridos, para alejarse del pueblo. Los hombres cierran puertas, ventanas y celosías. En esos momentos no quieren ser hombres. Nadie quiere ver al Diablo de México.

La taberna va a cerrar, el tabernero, temblando cual hoja trémula de álamo, grita a todos los clientes que se marchen, pero nadie se atreve a poner un pie afuera. Todos lo saben: el que mire a los ojos de El Diablo lo está desafiando y tiene que jugar. Todos agachan sus cabezas menos Key, que está, como siempre, sentado en la mesa de juego, borracho como una cuba. La furcia rubia de ojos inquietos y breve edad que estaba sentada entre sus piernas abiertas sale corriendo, sube las escaleras y se esconde en la habitación donde minutos antes, ella misma, prestaba sus servicios a Logan, el viejo y enjuto párroco venido del norte.

Todos intuyen que no pueden evitar lo inevitable: que él entre. Si ha venido hasta aquí, va a entrar. El tabernero lo intenta. Se acerca a la puerta, quiere cerrar, incluso con sus clientes dentro. Cuando pase el peligro, ya se marcharán. Key mira alrededor. Los hombres se han levantado, ya nadie juega con él. Es entonces cuando una sombra oscura que parece absorber la luz del sol se proyecta en la puerta. Todos saben quién es. Es él. Y, mientras el tabernero es despedido y lanzado por los aires en un golpe invisible de descomunal fuerza que abre la puerta de par en par, Key recrimina a los hombres que lo hayan dejado solo.

“¿Dónde están todos?”

Se escucha decir al infeliz, que no se entera de que El Diablo quiere jugar su partida. Nadie lo escucha, todos miran hacia el suelo, nadie quiere alzar los ojos, el que lo mire directamente, entra en el juego. Hombres robustos, fuertes; hombres que se han batido en duelos en miles de ocasiones están temblando y se mean de miedo ante el ser ultramundano que acaba de aparecer.

De negro va vestido, negro es su sombrero, negra su camisa y sus pantalones, negro, más negro que la noche su chaleco, negro su cinto y sus pistolas, negras botas con negras espuelas, negra su cara entera, rojos los ojos. Una mueca negra deja entreabierta su negra boca, una lengua roja bífida se puede ver entre unos dientes también negros. Pero nadie lo ve, solo lo huelen, y huele a azufre. Sin duda es él: El Diablo de México.

El tabernero yace con la crisma partida, con sus brazos y piernas flácidos en el suelo de madera sucia, descolorida y carcomida, contra la barra del bar. Descalabrado por el golpe fatal parece muerto, pero ni su hijo se atreve a salir de detrás de la barra. Está hecho un ovillo y se abraza a su escopeta, llorando. El villano recorre con su fulgurante mirada toda la estancia, que parece vacía y sin vida. Un hueco sonido de espectral silencio se apodera repentinamente de todo el lugar. Y, allí, lo ve: el joven lo está mirando. Su sonrisa bobalicona le hace fruncir el ceño. Una insondable voz ronca que parece provenir de todos lados a un mismo tiempo, pero que debe proceder de la garganta de El Diablo, suelta una terrible carcajada tras un, “¿Tú?”, lleno de desprecio por aquel que se atreve a mirarlo.

Key mira alrededor y, viéndose en una situación nueva y estimulante, ante un hombre de otro mundo, se levanta completamente mareado por la melopea y contesta: “¿Tú?”, con sorna y desdén, señalando hacia el vaquero que acaba de matar al tabernero de un solo golpe, sin necesidad de luchar, sin necesidad de usar su arma.

“¿Juegas, entonces?”, agrega El Diablo sin prestar atención a la burla, pues es bien sabido que nadie puede seguir vivo tras la partida. El precio es el alma de su contendiente, así ha sido siempre y siempre así será. 

Key le reprocha que el póker es muy poco divertido si se juega solo entre dos. El Diablo se acerca a la mesa, no parece escucharlo, retira todo lo que hay sobre ella de un solo manotazo y, alzando su pierna y su negra bota de negras espuelas, se sienta en la silla de un extraño salto, como si montara su caballo. Su sombrero sigue fijado en su gran cabeza cadavérica. Key lo mira divertido y se sienta enfrente. El Diablo levanta su cara y fija su mirada en Key.

“Sabes que te juegas el alma, ¿verdad, cretino?”, le dice con voz pausada y profunda. Pero Key lo mira asombrado: “¡Vaya! ¡Así que es verdad! ¡No sabes lo que te admiro! Pero creía que eras solo una leyenda”.  Es su única contestación, mirándolo absorto como si estuviera mirando a una bella mujer.

“¡Juguemos, imbécil!”. Y sacando una negra baraja, reparte.

Key saca una baraja roja y, barajándola con increíble maestría, la coloca a su lado: “Para la siguiente ronda, completa y sin comodines”, le dice prepotente.

El Diablo lo mira curioso. Nunca antes encontró alguien tan alelado que no lo temiera y difícil sería encontrar a alguien tan necio en el futuro. El juego comienza y Key sigue mirando a los ojos del Diablo con intensidad.

“Voy con mi alma”, dice El Diablo. Y, sin saber cómo ni porqué, Key contesta: “Veo”, dándose cuenta de que es una trampa mortal. Las dos que le tocan son tan negras, con los grabados en oro, que Key las recorre con sus dedos como acariciándolas, y mira a su contrincante con ojos maliciosos. “¿Qué coño haces?”, le suelta sin contemplación. El Diablo levanta su rostro de muerte cuya mirada enfurecida hace que las cuencas comiencen a sangrar. Fija su mirada en él, “¡Juega, cretino!” le dice pausada pero inquisitivamente. Pero Key, sigue tocando las cartas extasiado. “Juguemos con mi baraja, no me fío de ti, seguro que está trucada, esta baraja te la han hecho para ti. ¡¿Cómo fiarme?!”, le contesta aguantando la abominable mirada repleta de fulgor y odio. “¡Juega, y calla, o te cierro la boca!”

Pero Key no pretende callar, sobre todo, porque piensa muy en serio que puede y que quiere ganar. Es entonces cuando se propone abrir de nuevo la bocaza. El Diablo lo coge de la mandíbula con su gran garra enfundada en guante negro y le sella el morro apretando tanto su cabeza que casi hace que los huesos estallen. El pico de Key se cierra, sus labios quedan sellados como si un pegamento invisible los hubiera unido, pero el joven no baja la mirada y aguanta el dolor.

Así, mudo, El Diablo le advierte. “Una tontería más y te arranco la puta cabeza.” Y, sin más, sigue el juego. Key mira cómo aquello sigue adelante. El dolor parece hacer mella en su frágil cabeza y, repentinamente, cae sobre el pecho. ¿Se ha desmayado? El Diablo, sorprendido, acerca su cara a la de Key por encima de la mesa, donde las cartas negras, boca arriba, parecen brillar emitiendo luz propia. Entonces, súbitamente, un ronquido descomunal sale de la garganta de Key, pareciendo que se ahoga, pues sellada tiene la boca. El Diablo, abriendo las cuencas de los hundidos ojos, se acerca más y más. El fuego sale en llamaradas calientes, como si fuera sangre, y su lengua aparece serpenteante ante la cara de Key. “¡Estás muerto, cretino!” Pero Key, ahogándose en su propio vómito, despierta inesperadamente. El Diablo le apretuja la cara de nuevo, eliminando el sello de sus labios para que pueda vomitar. Key, aliviado, echa todo el contenido estomacal sobre la mesa, manchando por completo la negra baraja. El ser jamás se ha encontrado con un cretino tan eficiente. Sorprendido por la situación, mira largamente la mesa donde la partida se iba a iniciar. Key sigue echando el vómito durante largo rato, de forma incontenible, hasta la bilis verdosa sale por su sucia boca. Levanta una mano para disculparse. “Lo siento, es la bebida”, contesta, y sugiere que siga el juego llamando al tabernero para que limpie la mesa. Viendo que nadie acude grita: “¿Pero qué clase de servicio es este?”, mostrando una gran indignación. El Diablo lo agarra de la pechera, lo alza, lo zarandea, y con voz tremenda y hueca le increpa: “¡Dejo el juego, no quiero tu alma imbécil! ¡Pero voy a matarte!”. Pero Key ha cogido la pistola de El Diablo en un movimiento imperceptible, pues ladronzuelo fue en su más tierna infancia y alma de ladrón ha tenido siempre desde entonces. Y con una leve mueca sonriente contesta: “¡No me importa morir, pero te vienes conmigo, necio!”, alzando el pistolón le descerraja un tiro que se introduce por la parte inferior de la mandíbula de El Diablo para salir por lo que sería el hueso parietal derecho, si parietal fuera aquello que tiene. Y como solo el arma de El Diablo puede matar al diablo, este, con una furia infernal en la mirada y cara de incredulidad, cae desplomado en medio del suelo de la Tarántula, dando tremendo golpe con su pesado cuerpo a la mesa repleta de vómito del joven Key, saltando por los aires alguna de las patas de madera que golpea en la cabeza a un vaquero escondido detrás del piano. “¡Ay!” Se escucha en el salón. Tras lo que sigue un silencio extraño.

Key se encuentra tirado sobre un gran esqueleto que parece comenzar a bullir desde su interior. Las cuencas de los ojos ahora se ven negras, apagadas, frías. Y tras unos segundos, de nuevo se escucha algo, algo que proviene del interior del cuerpo sin vida de El Diablo. El grotesco cuerpo convulsiona epilépticamente, y Key con él. Una serie de gemidos de dolor comienzan a salir del interior, por todos y cada uno de los poros de aquella cosa deforme y grotesca. Súbitamente, un humo negro fluye y escapa por las fosas nasales, la boca y los ojos muertos de El Diablo. Aullidos, gritos horrendos, gemidos indescriptibles acompañan aquellas estelas de humo negro. Conforme se escapa hacia el exterior del cuerpo, el negro y denso vapor va escindiéndose en pequeñas porciones que forman caras horribles y deformadas. Son las almas que estaban atrapadas, las almas ganadas en cada una de las partidas, las almas en pena. Estas comienzan a moverse por la atmósfera de la taberna. Key mira la escena asombrado, ve como en un sueño todo lo que ocurre a su alrededor, siente que su conciencia se hunde en un vacío oscuro hasta perderse mientras sus ojos observan cómo los vaqueros, las furcias y hasta el hijo del tabernero gritan horrorizados corriendo en todas direcciones, perseguidos por algo negro que se desplaza por la estancia, sobre sus cabezas. Aquellas almas horribles comienzan a perseguirlos. Son millares, incontables y pútridas almas intentando introducirse en los cuerpos de los vivos. Poco a poco los desgraciados van cayendo desplomados al suelo porque esas densidades los asfixian hasta la muerte. Todos y cada uno de los que allí se encuentran están muriendo sin poder defenderse, sin poder luchar, sin poder oponer resistencia… Pero aquellas almas tortuosas no parecen reparar en el joven, al que ignoran por completo, y que repentinamente se alza sobre el suelo mientras el cuerpo de El Diablo se convierte en polvo negro como hollín. Sus ojos comienzan a fulgurar como la fragua de Vulcano. Los gritos de los desdichados atrapados en la taberna se escuchan más allá de los límites del pueblo. Tras unos minutos de terribles lamentos, Teresita, desde su casa, asoma la cabeza por la ventana de la buhardilla donde sus padres la encierran por seguridad todas las noches. Es la única que ve al nuevo Diablo salir de la Tarántula, lo ve echarse al cinto el pistolón y observa incrédula cómo con parsimonia monta el negro y endiablado caballo para salir despacio, a trote lento, pero constante, del pueblo. Una roja baraja se asoma por el pequeño bolsillo derecho del chaleco de aquel ser, que se aleja hasta difuminarse en la distancia del horizonte como una mancha oscura, llevándose toda la negrura y la oscuridad tras él.

En la taberna la Tarántula los cuerpos de los muertos se despiertan poseídos por las malvadas almas que El Diablo coleccionaba en su interior. Salen y recorren las calles, reventando las puertas se introducen en las casas y comen carne humana.

Pero ese pueblo es, hoy en día, un pueblo fantasma. Nadie vive ya allí, y no es probable que nadie, más que el polvo del desierto, el viento y los lamentos de las almas en pena se adentre jamás en él.

Esto es lo que cuentan los que saben, aunque nadie sabe con certeza nada de ese lugar. Es posible que sea cierto porque hubo un tiempo en el que las leyendas eran verdad.

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