En esta ocasión os presentamos una curiosa y sugerente historia desarrollada por María Larralde a modo de cuento clásico, y que siendo una mera fantasía bien podría darse en la realidad…
¡Esperamos que lo disfrutéis, pulperos!
Índice
El Chocolatero
Hace mucho, mucho, pero que mucho tiempo, tanto como para que los recuerdos de la historia que os voy a contar sean auténticos saltos en el tiempo o esbozos de la memoria de antepasados que, saltando oralmente de recuerdo en recuerdo entre generaciones, hayan llegado hasta mí en forma de evocación personal sin haberla escuchado de boca de quienes la vivieron realmente. Hace mucho, mucho tiempo, como decía, ocurrió una historia digna de ser contada. Porque no todas lo son.
No sé a ciencia cierta cuándo ocurrió, solamente sé que ocurrió. Se habla de ello aun hoy en día, y mi madre me contó esta historia como a ella se la contaba la suya, y a ella la suya y así hasta el infinito de las sombras del pasado de nuestra familia.
Cuando ese tiempo era el tiempo presente y los hombres de mi pueblo que vivían en su apacible lugar del mundo sin saber nada del resto, sufrieron la invasión de unos temibles guerreros.
Ejércitos bien organizados con un líder bien armado dispusieron de todos los bienes y de las mujeres, y como eran asesinos despiadados mataron a los niños, a todos los hijos de mis antepasados.
Por lo agradable de la zona, por el sol, por la comida y por las bellas mujeres, esos sádicos guerreros se quedaron asentados en el valle y el pueblo del que os hablo. Eran nómadas y, en realidad, no se quedarían más que unos meses o años, todo dependía de sus necesidades de descanso.
Los hombres, mis antepasados, habían luchado, pero no podían combatir y salir victoriosos sin armas, sin entrenamiento, sin capacidad organizativa, sin estrategia militar.
Eso es lo malo de ser un pueblo pacífico, acabarás desapareciendo por la ley del más fuerte. Los bárbaros siempre pueden más.
Pero aconteció que en ese pueblo había un hombre singular. No era un guerrero espectacular, era un viejo del lugar. Un hombre que había recorrido mundo y a las américas viajó en su juventud. De allí vino siendo cocinero, pues eso hacía en los barcos, cocinar. Era, el Chocolatero, un anciano peculiar. Así le llamaron desde que de las américas volvió con el delicioso maná desde el otro lado del gran océano.
El Chocolatero hacía chocolate para todos sus paisanos, pero nunca para los extranjeros, era un manjar que no quería compartir con los foráneos. Nunca debía salir de allí el misterio que guardaba en su receta traída desde el más allá. Por eso jamás la escribió, nunca enumeró sus pasos y solamente él sabía prepararlo. Solo él sabía darle ese toque especial. Nadie sabía cómo lo hacía, nadie, a pesar de ver cocinar ese cacao áspero y amargo, podía conseguir el mismo sabor que El Chocolatero.
Junto a los hombres de mi aldea aguardaba el momento de contraatacar pero el tiempo pasaba y los hombres, los pocos que quedaban, no atacaban pues no estaban preparados con armas para una poderosa batalla. Los del norte, los guerreros, eran muchos, fuertes, armados hasta los dientes y sin penas en el alma, cosa que da mucha ventaja.
El Chocolatero sabía que aquellos salvajes no se quedarían para siempre pero se apropiarían del pueblo y fecundarían a las mujeres. Lo había visto en sus viajes, lo había hecho él mismo. Pero claro, ahora en su pueblo, no era lo mismo.
Los niños engendrados nacerían con cabelleras rubias y ojos claros, serían bastardos del norte, imponentes y altaneros, se quedarían a sembrar las tierras y las hembras destruyendo a la antigua raza de los pacíficos hombres de estas comarcas. Y ya todo cambiaría porque la guerra se lleva en los genes o eso, El Chocolatero, creía.
El Chocolatero supo qué hacer pero necesitaba la ayuda de una mujer, explicó su plan a los demás.
Y una tarde, mientras Miranda, asustada, se alejaba de la aldea para ver si veía a su amado marido, traspasando los límites que los del norte impusieron a las subyugadas, se encontró al Chocolatero agazapado tras unas matas.
—¡Hola, Miranda! Haz como si caminaras distraída mientras te hablo, soy yo, El Chocolatero.
—¡Oh, Chocolatero! ¡Bien sabe Dios lo que estamos pasando ahí abajo en el pueblo! ¡Esos bárbaros nos atan, nos violan a diario, nos dan los trabajos pesados, nos amenazan y todas estamos muertas en vida pues a los niños colgaron y rajaron sus panzas! ¿Dónde estáis escondidos? ¿Por qué no hacéis nada? ¿Dónde está mi marido? ¿Puede mirarme acaso a la cara?
—¡No penes Miranda! Vamos a libraros de tales alimañas pero no tenemos armas. ¡Nadie vendrá en nuestra ayuda, nadie, ni siquiera Dios nos ama! Sé como acabar con los guerreros sanguinarios que han venido del norte para traer el espanto, el odio y la rabia. Pero debes ayudarme, debéis todas ser valientes y seguir mis órdenes a rajatabla.
—Así será, pero dime, ¿cómo nos libraremos de estas bestias? —contestó la mujer incrédula y apenada.
—¿Comen vuestras viandas? —preguntó él, como si de lo anterior no hubiera escuchado nada.
—¡Oh, sí, sí, comen como patanes, son glotones, ávidos y voraces! —dijo ella emocionada recordando alguna imagen de los últimos manjares devorados.
—¡Bien, vente mañana por la noche con algunas mujeres de la aldea, prepara unas ollas pequeñas para llevarte el chocolate por mí cocinado, y ofrecedles este manjar de madrugada! —contestó el otro bien agazapado.
—¿No será demasiado arriesgado? Estos hombres parecen no dormir, creo que presienten que en algún momento volveréis a vengaros —musitó la mujer, preocupada.
—No temas, salid de madrugada, ¡en algún momento descansarán esas bestias desalmadas! —le contestó el viejo, dándose la vuelta sin un, ¡adiós!, ni nada.
—¡Mira que sois cobardes! ¡Vaticino que esto no servirá de nada! ¿Me escuchas Chocolatero? —dijo ella, bajito, pero enfadada.
Pero, El Chocolatero, se había escabullido sin escuchar las últimas palabras de Miranda. Estaba entusiasmado con su estrategia, y sin pensar que ninguna cosa se la estropeara, fue hacia la cueva donde los hombres de su aldea le aguardaban. Contó sus planes, dijo que había visto y hablado con Miranda. El marido, rojo de rabia, se retorcía entre sus palabras, sin saber qué hacer o decir. Pues, El Chocolatero, les dijo:
—¡Debemos actuar de madrugada! Ellas les darán a esos bestias la chocolatada y creo que morirán sin que tengamos que hacer nada. Pero aún así, bajaremos y los acuchillaremos mientras duermen agarrados a vuestras enamoradas. ¡Pagarán, pagarán esos hombres sin alma!
Los pocos hombres que quedaban, asustados y somnolientos, no le dijeron nada. Simplemente asintieron y esperaron a la siguiente jornada. La estrategia estaba ya preparada y El Chocolatero, hombre de mundo y hombre de raza, que había traído ese manjar para deleite de sus camaradas, ahora lo usaría como una auténtica arma.
Llegó el día, su brebaje El Chocolatero preparaba, con esmero, con paciencia, para que nada fallara y con veneno de un Tejo terminó la pócima que salvaría a aquellas pobres mujeres de sus crueles captores para devolverlas a sus mansos, pacíficos y desolados maridos.
Llegó la noche y el momento acordado, y unas cuantas mujeres aparecieron junto a Miranda. Las semanas habían pasado, solo unas cuantas semanas, y los maridos de las que allí acudieron percibieron a sus mujeres bellas y fuertes, tristes y resignadas.
Uno de ellos, no el de Miranda, abrazó a su compañera del alma. Ella, con su pequeña olla en la mano, dispuesta a que el chocolate le dispensaran, estaba tensa, emocionalmente alejada, rara. Pero al sentir el roce de su marido, el candor, el olor que su cuerpo exhalaba, una lágrima fría recorrió la mejilla de la desgraciada.
—¡Vamos, dejaos ahora de chiquilladas! Está en juego la supervivencia de la aldea, del pueblo entero. Si nos descubren nos apuñalan, nos machacan, esos bárbaros sin alma. ¡Id, id, id y dadles este brebaje en el desayuno, al alba! En cuanto amanezca, con cuchillos afilados les rajáis las gargantas. Asomaremos enseguida, y ayudaremos en esta hazaña.
Prácticamente los hombres callaban, las mujeres los miraban asombradas, el Chocolatero las arengaba para que se marcharan. Todos se disolvieron en la oscuridad, cada uno a su lugar.
Muy temprano por la mañana, cuando los hombres estimaron que los bárbaros ya habían, con el manjar envenenado, sus panzas llenado, acudieron prestos, armados con cuchillos afilados.
Uno a uno al entrar al pueblo fueron degollados. Frente a ellos, las mujeres miraban sin compasión. Los hombres rudos del norte, dieron muerte a los maridos de las pobres infelices.
Miranda miró a los ojos del que antaño fuera su amor. Al hombre que, indefenso, desarmado, acobardado, había visto morir desgarrados a sus cuatro hijos.
Ahora ella, burlona, quizá loca, quizá de nuevo enamorada, se agarraba a los brazos del guerrero despiadado que mataba a su marido arrancando sus entrañas.
Y desde entonces los niños de este lugar somos rubios de ojos claros, de temperamento aguerrido y entrenados en armas que nos confieren un gran poder en las batallas.
Porque no se puede querer tener todo, sin hacer nada.
FIN