24 noviembre, 2024
Ténebrum Daniel Canals Flores

¿Os gusta la literatura de terror?

Os recomendamos esta nueva obra de Daniel Canals Flores, en ella vais a poder encontrar una recopilación de historias tenebrosas, de relatos de horror que, os aseguramos, va a sorprenderos.

 

Esta increíble portada es obra de María Larralde, y es un reflejo del terror de los relatos que el libro contiene…

Para ir abriendo boca os mostramos una pequeña muestra de uno de los relatos que más nos han impactado a los miembros de Historias Pulp, y que viene recogido en este recopilatorio de los tenebroso…

Además, os dejamos los enlaces de LEKTU, Amazon y Smashwords para los que os atreváis a adentraros en esta oscura lectura.

Prólogo

Ténebrum es un recopilatorio de historias de miedo, terror y suspense que recoge, en sus textos, la evolución del autor dentro de este género literario. Algunos de ellos han sido ya publicados, en diversas antologías y colaboraciones literarias, algunas de ellas de carácter internacional.

El primer relato, El extraordinario caso de Susan Malcolm, fue creado ex profeso para la antología titulada “El Filo de ELA” en una colaboración solidaria, de varios escritores, con la Fundación Miquel Valls de Barcelona, que lucha contra esta terrible enfermedad.

También se incluyen, entre otros, los textos:

Manos arriba, publicado por la Revista Vaulderie en su antología titulada “Resurrection Party”.

El sótano y La playa, ambos textos publicados por la Revista Literaria Ibídem, de México.

Modelos forzados, seleccionado por la Revista Fantastique en su antología “Ritos paganos”.

Como siempre, no puedo dejar de expresar mi eterno agradecimiento a Historias Pulp por su constante apoyo y sus geniales portadas.

Daniel Canals Flores

El extraordinario caso de Susan Malcolm

Invierno en casa de los Malcolm                         

Un frío viento recorría el barrio de Georgetown aquella mañana. Los tímidos rayos de sol otoñales entraban, tamizados través de los visillos, en casa de los Malcolm, creando una atmósfera extraña en el comedor. Las sombras de los diversos aparatos médicos acumulados allí creaban formas grotescas que dotaban a la estancia de un aspecto anormal. El estado anímico de los presentes, así como el fuerte y pesado aroma químico que flotaba en el aire, acababan de completar la sensación de estar en un ambiente irreal y surrealista en todo aquel que entraba en esa triste morada.

John Malcolm Weick, el joven científico condecorado por la prestigiosa Sociedad Reina Victoria debido a su eminente trayectoria, estaba sumido en la desesperación más absoluta. Susan, su tierna y adorable esposa, llevaba varias semanas postrada en una mecedora sin apenas poder moverse.

La enfermedad que la aquejaba era de origen desconocido en aquel tiempo y, aun siendo tratada por los mejores especialistas… no presentaba mejoría alguna. Todo había comenzado unos meses atrás, cuando empezó a sentir un agotamiento esporádico que la obligaba a descansar a menudo. Cada vez con más frecuencia. Al final, habían tenido que contratar a la señora Murton, una haitiana de edad indefinida, para ayudar en las labores de la casa y atender a Susan.

La señora Murton, negra como el tizón, fue recomendada directamente por uno de los científicos colega de John, de Oxford. La criada había cuidado con esmero a una anciana dama de la alta sociedad británica fallecida un tiempo atrás.

John, profundamente preocupado por su esposa, realizó un llamamiento a los mejores especialistas del país sin reparar en gastos. No es que la situación del joven matrimonio fuese muy boyante, pero sus amistades y conocidos aportaron su grano de arena… Todos, menos la familia de ella, que estaba encabezada por el tirano, déspota e irascible sir Arthur Müller, su padre. Este siempre había manifestado su oposición respecto al noviazgo y luego a la boda de ambos.

Los doctores alternaban los distintos tratamientos sin éxito. Probaban pequeñas dosis de todos los medicamentos conocidos, incluido el láudano. Nada de todo aquello hacía mella en su cada vez más debilitado organismo. Ni siquiera lograban frenar un ápice el avance imparable de la degeneración muscular que la afectaba en casi la mitad de su cuerpo. Los músculos de la paciente no respondían o lo hacían con una leve intensidad a los estímulos eléctricos de los diversos aparatos que trajeron exprofeso y que se amontonaban en el comedor a medida que se iban descartando. John Malcolm observaba, consternado e impotente, como todos los intentos acababan fracasando. La mirada de su amada esposa iba apagándose, perdiendo su habitual brillo.

Aquel brillo en esos preciosos ojos azules fue el detonante de su enamoramiento instantáneo un par de años atrás… Verla ahora en esas lamentables condiciones, oyendo sus continuos gritos tras las descargas eléctricas, asistiéndola en los desvanecimientos provocados por la infinidad de sustancias químicas que le suministraban, sumados a su propio descuido personal y a la falta de sueño, provocaron el siguiente fatal episodio en aquella desdichada familia… John Malcolm Weick empezó a volverse loco.

Dejó de comer, no se afeitaba y solo le interesaba saber si aparecía algún mínimo asomo de mejoría. Se violentaba y perdía la paciencia con los médicos y los trataba de inútiles a medida que pasaba el tiempo. Escribió a Francia, concretamente al neurólogo Jean Martín Charcot, por recomendación de uno de ellos, describiéndole los síntomas observados. Pero la respuesta obtenida por el eminente miembro de la Académie de Médecine hizo disminuir aún más la poca esperanza que tenía. La estimación aproximada de vida que podía esperar para su esposa era de uno a cinco años, como máximo, y todo en función de cómo evolucionase la enfermedad y de la fecha de la aparición de la misma. Susan había contraído la ELA o esclerosis lateral amiotrófica.

A medida que la degeneración avanzaba, John despachó de malas maneras a los doctores y, hundido en una profunda depresión, empezó a consumir ingentes cantidades de láudano. Al final, solo toleraba la presencia de la señora Murton. Esta se limitaba a atender las labores y a observar con sus amarillentos e hipnóticos ojos cómo se iba apagando aquella joven. Susan hacía tiempo que había dejado de hablar y la criada era la única que podía llegar a comprender sus deseos y necesidades únicamente con la mirada.

Al final, aquel invierno, Susan dejó de comer y después… de respirar. Falleció de una insuficiencia respiratoria en el último estadio de la terrible enfermedad.

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