29 marzo, 2024

Rafael Blasco López y Ángela Sahagún Bonet, conocida como Mamá Molotov, nos presentan en esta ocasión su dedicado homenaje al autor Charles Bukowsky, demostrando un talento y profundidad en sus textos de los que no podemos más que sentir orgullo y complicidad.

Desde mi punto de vista, Bukowsky no era más que un intelectual poco dado al trabajo y falto de la inspiración que le profesan quienes le adoran, un hombre que habría hecho su agosto en la antigua Grecia dándoselas de filósofo, qué duda me cabe. Pero es inspirador ver cómo inspira, a su vez, a autores claramente superiores, que por otro lado vienen a reivindicar, aquí, esa furia salvaje de libertad contra la represión que tan necesaria es siempre y que tan poco se profesa en estos días.

Es cierto que el homenajeado poco tiene que ver con el personaje que se ha construido hasta la fama en base a sus ficciones lacónicas y premeditadamente sórdidas, pero existe un trasfondo de visceral rebeldía contra todo lo establecido del que sus lectores parecen impregnarse al seguir la simple y vacua línea de su literatura, que algunos dirían se presenta limpia para funcionar como un espejo, por el que uno se fija más en el reflejo que en la realidad tácita y banal del objeto en sí.

Como dijo Bukowsky, hoy, más que nunca, no existe Dios, sino que pugnan por regir los demonios; no existe paz, sino una guerra, silente por la connivencia de los medios; y quizá haya amor, pero quién lo diría, toda vez que se promulgan distancias y políticas sociales que buscan devaluar la vida en pos de una falsa misericordia y seguridad. Lo que ocurre en España, y en buena parte de Europa, de cobardes es negarlo, huele ya como un calcetín en cuyo interior no deja de depositar una y otra vez su simiente rancia un anciano solitario que consume con avidez pornografía infantil.

Y es un soplo de aire fresco encontrar autores que, como nosotros, no quieren adentrarse dócilmente en esa oscuridad malsana, colmada de fauces abiertas, que no dejan de decirnos que es la buena noche. Que nos inspiran a pensar que la figura del poeta maldito sirve de revulsivo, y que no es sino un recordatorio de que la idea de Dios vive en la voluntad de cualquiera que luche lo más mínimo por mejorar la vida de la demás; que la idea de la paz no es sino un ideal, como tal inalcanzable, que va contra la naturaleza misma, y que asumir una paz segura por evitar todo conflicto no sería otra cosa que una perversión de la auténtica benevolencia, que siempre ha de enfrentar el mal; y lo más importante de todo: que para que exista amor debe uno trabajar, al menos en alguna medida, para hacerse digno de ser amado, y no caer en el perezoso y falso nihilismo del personaje ficticio con el que se vestía Bukowsky, entidad en cuya piel no ha vivido nunca y cuya existencia, él, no habría sido capaz de soportar ni un solo día.

Es un orgullo y un honor presentar, sin más, estos textos dedicados a un hombre que, en estos tiempos (y solo si su editor se lo hubiera permitido), creo que podría haber escrito:

“No me asegures que estás sentado,

cuando lo que te veo es enculado”

Y ahora… ¡que comience la función!

La imaginación humea en mi cocina, los sueños se funden con el olor de las alubias y recito sus poemas para huir de mi vida tan absurdamente banal y aburrida.

Bukowski  tuvo dos Lindas en su vida. La primera le enseñó a hacer el amor a las mujeres; la segunda se aprovechó de los conocimientos adquiridos. Yo siempre quise que me encontrara acodada en la barra del Frolic Room y se enamorara perdidamente de mí. Hubiera acariciado su gato bizco y sin cola con la misma ternura que a él y, quizás, hubiéramos escrito juntos, “La historia de un duro hijo de puta”. Hoy he seguido su consejo de poner mis sentimientos por escrito.

“Esto es bastante importante
poner tus sentimientos por escrito
es mejor que afeitarte
o cocinar alubias con ajo
es lo poco que podemos hacer
este pequeño coraje del conocimiento
y también está, por supuesto
la locura y el terror
de saber
que alguna parte de ti
es como un reloj
al que no puede dársele cuerda
otra vez,
una vez que se para.”

“Pero ahora hay un tic-tac bajo tu camisa.”

La camisa arrugada, manchada del sudor de la cocina, con el olor acre del verano pegajoso y las manos estropeadas por el estropajo… Pero ese tictac te lleva por encima de los tejados, de la mierda de las palomas, de los humos de las chimeneas y de los llantos de los niños. Ese tictac te rompe el pecho llamando al hombre que amas, buscándolo bajo los bancos del parque, levantando las alcantarillas; rompiendo los cristales de la puerta del bar donde habita, donde bebe el hastío en un vaso de vino, con la música estridente de una máquina tragaperras y la mirada perdida en aquella mujer que no lleva tu camisa.


“y revuelves las alubias con una cuchara”

La cuchara penetra en la cazuela, abriendo camino como tus manos en los botones de mi camisa. Buscando mi alma para arrancarla como esos hechiceros indios que arrancan el corazón con sus garras. El caldo rojo de las alubias se convierte en mi sangre, que burbujea buscándote, recorriendo los mil caminos de las venas que quieren atarte, como lianas, a mi vientre y al gemido de mi garganta.

“un amor muerto, un amor que partió,
otro amor…”

Mi camisa huele a cadáver, a flores secas, a wáter de estación, a metro en hora punta, a cansancio y a desesperación. El olor de la muerte y del olvido penetra en mi esqueleto, busca en la cuenca vacía de mis ojos y se expande por mi cerebro que sabe que te has ido, por el hediondo mar, hasta las costas más lejanas que encuentres, huyendo de mi calor abandonado. El aire gélido de la noche alborota tu pelo enmarañado y penetra en tu nariz que olfatea nuevos amores, nuevos orgasmos en la nada. Mientras yo, en la cocina, me acurruco en un rincón, bajo los ojos y lloro tu silencio sonoro. Pero me levanto y sigo  cocinando.

“¡ah!, tantos amores como alubias
sí, cuéntalos ahora
triste, triste
tus sentimientos hirviendo sobre la llama
trágate esto.”

Sí, pienso resignada, tendrás que tragarte que estás enamorada hasta el vértigo de un genio. Que la primera vez que leíste sus palabras supiste que no había nada que hacer. Tienes el sueño cargado con su sombra, la sombra de un ser sin carne ya, poeta maldito y tierno que ha calado en tu alma… ¡Pobre muchacha anciana que no sabe que envejeció, porque le desea cada vez que lee sus poemas! Poemas tiznados de mugre que han vencido a la muerte sin oler a rosas, sin deshojar margaritas o hablar de lindos amaneceres en la montaña.

Los amaneceres de mi amor están preñados de nauseas, de borracheras nocturnas, de gente que destila amargura con la boca seca. Los animales de la noche le guardan, merodean alrededor del genio y cantan melodías desafinadas por el alcohol y la locura… Y yo sólo quiero mecerle en mi pecho, cantar una nana que amaine su dolor, darle una aspirina y desenredar con mis dedos sus cabellos.

“Ella me gustaba.

Era bueno tener un sitio dónde ir

Cuando las cosas iban mal.”

Me conformo con eso, con saber que le gusto y abrigarle el insomnio en las noches de invierno. Mi pobre poeta quieto en la niebla helada de la muerte y la locura, deja que te abrace y te meza en mi cuna. La cuna que tú, carpintero de letras, has clavado en mi mente con tus palabras. Deja que pula esa cuna que se mece en la sordidez de “este mundo donde la confusión es Dios”. Deja que baje del autobús contigo, que huela tu sudor y la sangre de tus animales muertos, que beba a morro contigo esa cerveza mañanera y te arranque el cigarro de la boca, para fumarlo mientras recitamos a dúo tu poema:

“Después del matadero,
Doblando la esquina,
Había una cantina
Donde me sentaba y veía caer el sol
A través de la ventana,
Una ventana que daba a un sitio
Lleno de hierbas altas y secas.
Nunca me duchaba con los muchachos
En la fábrica
Después de trabajar
Así que olía a sudor y
Sangre.
El olor a sudor disminuye después
De un rato
Pero el olor a sangre empieza a fulminar
Y ganar fuerza.
Fumaba cigarrillos y tomaba cerveza
Hasta que me sentía lo suficientemente bien
Como para subirme al bus
Con las almas de todos los animales muertos
Que viajaban conmigo;
Las cabezas volteaban discretamente
Las mujeres se levantaban
Y se alejaban de mí.
Cuando bajaba del bus
Sólo tenía que caminar una cuadra
y subir una escalera para llegar
A mi cuarto donde prendería la radio
Y encendería un cigarro
Y a nadie le importaría nada más de mí.”

Déjame que me importe, poeta, que escuche contigo la radio mientras busco con desesperación tu pájaro azul. 

“Hay un pájaro azul en mi corazón que
quiere salir
pero soy duro con él,
le digo quédate ahí dentro, no voy
a permitir que nadie
te vea.”

Lo encontraré mientras estés tan borracho que ni notes que lo he cogido en mis manos, y que lo he acariciado mientras apuraba el whisky que quedaba en tu vaso. En un rincón de la habitación besaré ese secreto antes que lo descubran las putas y los camareros. Los dependientes de ultramarinos no me dan miedo, sé que nunca dejarán que les roce sus alas. Romperé tu pacto secreto y le dejaré cantar mientras lloras como sólo tú sabes llorar. Luego blasfemaremos juntos y seguiremos bebiendo, hasta perder el conocimiento, mientras en la ciudad bailan las ratas.

Sabremos vomitar y reírnos mientras deshacemos  tu cama, ya que, ahí afuera, no hay ningún dios, ni paz, ni amor. Y lo sabremos mientras escuchamos el camión de la basura en el silencio de la noche. Volveremos a brindar por el misterio de que la humanidad siga viva a pesar de la mierda que se acumula en sus calles, en sus casas y en sus corazones. Hay que alzar el vaso por los hombres que, día a día, se afanan por despejar los detritos de la raza humana. Con sus monos chapoteando en la miseria que le llega hasta las trancas.

Con la resaca a cuestas, la nieve en las pestañas, te juro que no olvidaré las aceras, las putas, la traición, el gusano en la manzana, los bares, las cárceles y los suicidios de los amantes que he contemplado agarrada a tu mano, tambaleándonos juntos bajo las farolas. No me mires así, sé que no es cierto, pero sería hermoso haberlo vivido y poder decir contigo:

“la manera de terminar un poema
como este
es quedarse de pronto
callado”

En silencio, pues, te montaré en mis sueños a horcajadas, y aprisionaré tus caderas con mis piernas para sentir el calor de tu sexo bajo mis bragas. Mientras, en mi cocina, burbujean las alubias con los sueños y, en la alcoba, la rutina se esconde bajo las sábanas.

Bajo el influjo de una luna de poetas locos en California, sonaba la rítmica melodía de la pala cada vez que se hincaba en la hierba primero y luego en la tierra una y otra vez. 

Metralla sudaba por todos sus poros en el rancho Palos Verdes. Sus kilos de más y los últimos excesos con el alcohol contribuían a ello; su bigote parecía una sardina remojada tratando de escapar de su rostro. 

Iluminado por las linternas de Sofía Matagatos y Longino Tinto, de vez en cuando lanzaba una mirada suplicante, buscando el indulto que no llegaba. En lugar del perdón y la absolución de su pena, solo obtenía las dos sonrisas más crueles y cínicas que vio en su vida. Los ojos felinos de la bella Sofía despedían un brillo especial en la hermosura de su afilado rostro; el rizo de un mechón tan negro como la noche, bailaba junto a la comisura de sus labios, agitado a veces por la leve brisa de septiembre, otras por el insinuante baile de cadera con el que disfrutaba de la escena. 

Longino dio un trago a la lata de cerveza que sostenía en la mano que no alumbraba, luego soltó un sonoro eructo que rompió la paz nocturna de la forma más grosera. 

—¡Eso cabrón, tú encima anímame! —protestó Metralla ante el soez comportamiento. 

—¡Vas y te jodes! ¡No haber apostado! —respondió Longino impune, esgrimiendo una sonrisa en su redonda cara y rascándose la barriga por debajo de su camisa. 

Sofía interrumpió la conversación de manera brusca. 

—¡Quieres darte prisa en cavar! ¡Así no vamos a terminar nunca! ¡Y tú, Longino, no lo entretengas o no lo va a sacar! Encima vas a tono ya y no son ni las doce. 

—Solo han sido dos chupitos de licor de mora y esta cerveza… ¿o eran dos? Da igual. Además, tú te estás fumando un peta vegano de la risa. —Se defendió Longino. 

Metralla les rogó desde el ya más que incipiente foso. 

—¿No vais a tener piedad de mí? 

Sofía y Longino respondieron a dúo con rotundidad. “Nooooooooo”.

De nada sirvió una nueva súplica. 

—Menos mal que en la lápida pone, “no lo intentes”. 

Sofía señaló la zona cavada y le ordenó con una fina y dulce voz que bien parecía una serpiente del averno. 

—Primer puesto, aquí la que habla, el oro, se salva y bebe gratis. Segundo clasificado, o sea, Longino, la plata, paga las copas. ¿Quién nos queda? ¡A ver, a ver…! ¡Ah, sí! Tercer clasificado en el certamen de relatos de Historias Pulp, el aquí presente, Metralla. O lo que es lo mismo, el cobre, cava y desentierra. Ese era el trato, los cuatro nos íbamos de copas. ¡Ñi! ¡Ñi! —exclamó con su onomatopeya clásica de la película “Psicosis” y expresión retorcida. 

 —Mierda de concursos literarios… ¿Por qué tuve que apostar a que ganaba el jodido certamen? Solo a este par de putos locos se les ocurrió semejante aberración. 

Metralla se limpió el sudor de la frente con el antebrazo y rogó de nuevo a sus amigos desde la ya profunda cavidad. 

—¿No podemos parar, aunque sea solo un rato? 

Sofía y Longino gritaron a la par con desesperación. “Caaaaaaaaaaaaaava”. 

La pala retomó su función entre risas socarronas. Sofía lanzó lejos la colilla de su porro impulsándola con su dedo anular; sacó del bolsillo su teléfono móvil y comenzó a grabar la ardua tarea. 

—¡Qué morbosa eres, Sofi! ¿Tanto te pone esto como para grabarlo? —preguntó Longino tras apurar la cerveza. 

—No es morbo, es para mandárselo a María y Elmer, ya sabes, los que dirigen la página 

“Historias Pulp” y el concurso que acabas de perder —respondió satisfecha y tapando su rostro para evitar la carcajada. 

Metralla retomo la actividad sin lograr que Sofía pudiera contenerse. 

—¡Ja, ja, ja, ja! ¡Qué me meo! —repetía tratando en vano de reprimir la risa. 

El choque de la pala contra madera interrumpió la risa de Sofía. 

—Pues parece que ya he terminado. Longino, acerca la silla de ruedas, las tablas y el pegamento del coche. 

Longino caminó hasta el Lincoln descapotable y regresó con lo solicitado, una silla, dos maderos clavados en forma de cruz  adaptados como una letra “L” a la silla y un bote de pegamento instantáneo industrial. 

Tras el clásico chirriar de las bisagras, Metralla fue pasando los restos óseos. Cuando terminó, ascendió para ayudar a Longino a pegar los huesos a la cruz de madera. 

Tras varios minutos en los que el mortal puzle no les encajaba, ya que confundían tibias con peronés y femorales, Sofía estalló histérica. 

—¿Pero es posible que no sepáis montar un puto esqueleto? ¡Apartad zoquetes! 

—Claro, como tú trabajas en un hospital, ¡así cualquiera! —Le recriminó Metralla. 

—Si no llevarais la tajada que lleváis, ya lo habríais montado —contrarrestó la mujer. 

Sofía arrancó el bote de pegamento de las manos de Longino y comenzó a armar el esqueleto, hasta que se dio cuenta que Metralla había estirado el hueso del dedo anular y encogido el resto, formando una clara “peineta”. 

—¿No te estarás pasando un poco, Metralla? —preguntó ella un tanto sorprendida. 

—¿Crees que él pensaba de otra manera? —respondió contundente. 

—¡Al coche! —exigió Longino evitando así la bronca que se avecinaba. 

El esqueleto pegado sobre los tablones de madera, y los tres amigos, se dirigieron al descapotable que tenían aparcado a unos metros. 

Solo algunas miradas intrigantes despertaban atención, al resto de conductores y paseantes, los restos del cadáver cuando avanzaban por la avenida Long Beach. Unos raperos devolvieron la peineta al difunto al detenerse en un semáforo en rojo, pero nada tenía de extraño que un esqueleto paseara por Los Ángeles. 

Sofía conducía orgullosa y extasiada cual fin de una intensa relación sexual, la brisa marina arrastraba lo imposible del desafío, agitando sus cabellos como bandera de un triunfo sobrenatural. Copiloto de Sofía, Metralla, más relajado, dejaba escapar su mente sin importar su destino, con la alegría de la incógnita de lo venidero. Longino bebía su cerveza perdida de cuenta. Abrió otra lata y la pegó con el pegamento al pasajero óseo, en la mano que no insultaba con su dedo. Interrumpía su deleite del paisaje para piropear a golpe de verso a toda mujer de talla XL y exuberantes curvas que veía por la acera, brindando con el esqueleto al chocar lata contra lata, lanzando un fuerte grito cada vez que veía una talla cien de pecho. 

Se acercaron a Hollywood, tratando de hacer su particular camino, no de Santiago, pero sí de la diversas “catedrales” que visitaba su desenterrado. Frolic Room estaba mucho más que a reventar esa noche, al igual que Frank Grill y el Liquor Store. Desistieron de entrar en el Pink Elephant Liquor cuando vieron cómo una redada policial cacheaba a diversos detenidos. Acordaron entonces que el primer lugar sería un bar elegido al azar, en cualquier momento de la noche podrían revivir la ruta estudiada. 

El vehículo se detuvo en un callejón oscuro en el que la vida honrada parecía haber desertado hacía décadas, frente a la puerta del establecimiento cuyo luminoso solo parpadeaba dos de las tres letras de la palabra “bar”.  

—Aquí mismo, chicos. Ya sabes Longino, ahora pide en inglés y procura no desmadrar mucho —exigió Sofía con cautela. 

Ambos amigos rumiaron una especie de afirmación ininteligible. 

Los tres descendieron del descapotable y sacaron, no sin las correspondientes complicaciones de espacio, la silla con el esqueleto. 

En el trayecto desde la acera hasta la puerta del local, solo un par de miradas furtivas 

enfocaron al particular “cuarteto”. No había nada de extraño en que un cadáver fuera a tomar unas copas en Los Ángeles, algunos incluso solicitaron un selfie. 

Metralla empujó la puerta del establecimiento y la sujetó después para que entrase Sofía primero, seguida de Longino empujando la silla. 

No estaba muy concurrido: apenas una docena de borrachos entremezclados con algún delincuente de poca monta y diversos estafadores, charlatanes de sus desgracias y náufragos de la vida encallados en la barra del bar. El establecimiento, decorado como el clásico bar de madera de caoba antiguo, parecía una competición de desorden, polvo acumulado y vasos opacos por la falta de limpieza; en los escasos cincuenta metros cuadrados, una docena de mesas redondas soportaban restos de bebidas junto a algunos cuerpos desintegrados de mente, dispuestos a caer al suelo en cualquier momento. Varias fotos colgaban de las paredes, posiblemente de algún famoso del pasado, la acumulación de sustancias, entre ellas grasa de diversas tonalidades, impedía saber la identidad de la mayoría. Un supuesto camarero tuerto y calvo, silabeaba cierta canción mientras secaba una copa con un mugriento trapo que colgaba de su delantal; un trozo de tela que bien podría ser un mapamundi por sus manchas y colores entremezclados. 

El cuarteto avanzó hasta el mostrador con ciertas reservas, Longino intentó pedir al camarero sin conseguirlo, ya que se le adelantó. 

El barman palideció dando la sensación de que en cualquier momento podía desmayarse; en lugar de eso, lanzó un grito ahogado y habló tartamudeando después. 

—¡Dios mío…! ¡Es…es…! ¡Es usted, Charles Bukowski! ¡Mi mejor cliente!  

El camarero alzó la palma de su mano hacia Longino, esta vez con cara de ofendido. 

—Por favor, guarden su dinero, están invitados…o mejor, ¡todo el local está invitado a una ronda! 

Los clientes se arremolinaron en masa junto a la barra mientras el camarero servía sin parar. El bullicio ensordeció la apatía del bar, todos conocían al fallecido y cada cual contaba una anécdota referente a él. 

Las puertas del bar se abrieron con violencia. Dos policías entraron gritando con sus armas en la mano. 

—¡Alto, Policía! ¡Qué todo el mundo permanezca en su sitio con las manos a la vista! 

La entrada de los representantes de la ley supuso un corte de digestión para la mayoría, muchos ya tiraban por los rincones diversos elementos psicotrópicos en forma de polvo o pastillas. 

Los uniformados avanzaron hasta la silla con el esqueleto; el más alto miró a la calavera con sorpresa, luego respiró aliviado. 

—¡Joder, Charles, podías haber avisado que eras tú! Lo siento, no te había reconocido. 

Teníamos un aviso de un trío que caminaba con un cadáver. 

El agente golpeó la tabla tratando de dar un amistoso golpe a la espalda de su conocido. Del puño cerrado de la calavera, cayeron sobre la barra dos monedas de oro; el camarero gritó de nuevo. 

—¡Eh, amigos, Charles paga esta ronda! 

El rugido de júbilo salió descontrolado y a compás por todos los clientes. Sofía, Longino y Metralla, esgrimían ya una sonrisa de efectos destilados a tono con la mayoría. Otra vez rodaron las historias, de sexo, poemas y, sobre todo, de cerveza y amistad. 

Los policías se marcharon para continuar su ronda sin que nadie se percatara de la siguiente entrada en el local. Usando un bastón, una anciana de rostro bondadoso, cuyos cabellos eran una pelea entre espuma de mar y un río de lava pelirrojo, se abrió paso con su apoyo golpeando a quién se interfería en su camino hasta los restos mortales, a los que habló a la ausencia de sus ojos. 

—¿Otra vez has caído en la bebida, Charles? 

Metralla pensó en la posibilidad de que alguien hubiera puesto un ácido en su bebida al ver sonreír a la calavera. 

Longino codeó a Sofía, preguntando en voz baja. 

—¿Y esta señora, quién es? 

Sofía le respondió con un susurro a duras penas, entre el asombro y la admiración. 

—Es Linda King, su segunda esposa. 

Después de varias malas caras, la anciana habló en un tono más resignado. 

—Está bien, nunca vas a cambiar por más que insista. ¡Camarero, otra ronda por favor! 

Un alcohólico profundo intentó aconsejar a Linda desde lo más profundo de su corazón. 

—Señora, ¿no cree que a su edad puede sentarle mal? 

Linda King respondió exasperada señalando al esqueleto. 

—Mira, hijo, yo enseñé a este jodido a hacer un buen cunnilingus. Sus mejores letras nacieron conmigo, ¡así que no me digas lo que me va a sentar bien o mal! 

Entre el tumulto escandaloso de recuerdos, nadie se dio cuenta tampoco de los cinco mendigos que se infiltraron cerca de la silla. Uno de ellos se acercó más para hablarle con alegría. 

—¡Eh, amigo, cuanto tiempo! Todavía recuerdo la última vez que nos juntamos y el billete que me diste. Hoy no se ha dado nada mal, la gente estaba generosa, así que esta ronda la pago yo. ¡Camarero! 

Las copas corrieron por encima de la barra, brindando una y otra vez, todos entre cánticos y alguna rima que otra; alguien propuso una poety slam que poco tardó en contar numerosos declamadores. 

Los efectos del alcohol no tardaron en hacerse notar. Uno de los mendigos tropezó en su vaivén con la silla, haciéndola girar sobre sí misma. El dedo anular del esqueleto señaló la puerta de salida. Linda King golpeó el mostrador con su bastón. 

—¡Charles quiere un recorrido por la avenida Long Beach! 

Un rugido afirmativo movilizó a todo el personal. Con Linda King a la cabeza, Longino empujaba la silla escoltado por sus dos amigos y acompañado por todo el séquito alcoholizado. 

Apenas llegaron a la avenida, el homenajeado fue reconocido por un poeta que recitaba a cambio de unas monedas en la calle. 

—¡Charles, que alegría! Sigo siendo un gran admirador suyo. Esto no puede quedar así, usted tiene infinidad de seguidores a los que voy a llamar y se unirán a esta marcha poética. 

Todavía con el móvil en la mano, apareció una horda de poetas que ya dificultaban el tráfico, además de unirse curiosos, antisistema y diferentes grupos de marginados sociales. En cada manzana, se adherían centenares de artistas de todo tipo; cantantes, pintores, mimos y hasta los primeros iniciados en el mundo del grafiti. Emotivo hasta el llanto fue el aplauso de un grupo de carteros uniformados que hizo un pasillo triunfal vitoreando al popular escritor al enterarse de su regreso. 

La comitiva, con su santo a la cabeza, alcanzó tintes de manifestación multitudinaria en su primer kilómetro. Cada cien metros paraba y un voluntario recitaba un poema en honor del “regresado”. 

 Hubo un momento crítico, debido al estado de ebriedad, varios integrantes de la procesión casi caen a una zanja en la que se reparaba una tubería de gas. Uno de los obreros protestó airadamente hasta que reconoció al poeta.  

—¡Por Dios Charles, tenga cuidado! ¡Podría haberse caído! Aún recuerdo su declamación contra el mundo laboral. Tiene razón, yo tampoco entiendo cómo puedo levantarme a las cinco, comer, cagar e irme a hacer montañas de dinero para otro tipo. La realidad social es innegable, ¡y no me siento agradecido! 

Dudó unos instantes el trabajador, pero también se unió a la marcha seguido de sus compañeros. El tráfico quedó cortado poco después; nadie sabía la causa, pero la mayoría se unía a lo que consideraban un acto de desacato contra el sistema desde cualquier punto de vista. La prensa tardó muy poco en aparecer, varias cámaras grababan desde diferentes ángulos, pero no se permitió una entrevista al protagonista principal. “No lo molesten, solo recita”, recomendaron algunos indigentes, cosa que se cumplió a rajatabla ante las amenazadoras botellas rotas. 

Desde el cielo, el foco potente de un helicóptero alumbró al poeta y la cabecera antes de que un megáfono lo ordenara detenerse. 

—¡Charles Bukowski, detenga esta manifestación no autorizada y disuélvanse! 

Mientras todos los componentes del séquito abucheaban la voz de las alturas, diez furgones policiales cortaron su paso. Se produjo un silencio de varios segundos; nadie supo si fue realidad o fruto de la catarsis colectiva. Bajo el foco del helicóptero voló un enorme pájaro azul; un tanga de mujer colgaba de su pico, sus garras sujetaban una lata de cerveza. La voz de Charles Bukowski atronó el cielo con la primera estrofa de su poema. 

Hay un pájaro azul en mi corazón, que quiere salir, pero soy duro con él, le digo quédate ahí dentro, no voy a permitir que nadie te vea. 

La tregua se difuminó con el vuelo de un primer botellazo que se estampó hecho añicos en el capó de un vehículo policial. Como si del banderazo de salida se tratara, estalló una batalla campal que duró hasta el amanecer. Durante la lucha, ardieron vehículos y contenedores hasta iluminar el cielo, los escaparates rotos se esparcían como un mar de cristal por toda la avenida. Hubo cientos de detenidos y heridos, las ambulancias trabajaron sin descanso hasta el alba.  

Sofía, Metralla y Longino, fueron expulsados del país tras un juicio en el que fueron condenados a pagar trescientos mil dólares por los disturbios. 

Nunca más se supo de los restos de Bukowski. Un mendigo juraba haber visto cómo su dedo anular rompía el escudo protector de un agente de la ley, otros afirmaban que volvió solo a su tumba. 

Todavía hay quien atestigua que, si paseas por la avenida Long Beach, puedes escuchar al eco recitar los versos del poeta con el sonido del mar como música de fondo. Porque Bukowski, vive; en la cerveza, en el verso, profanando la mente hasta el orgasmo de toda mujer que se acerque a su rima y en la negación del falso bienestar como estado costumbrista del individuo domado.

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