—Mamá… ¡tenemos que irnos de esta casa!
La mujer miró a la cara a su hijo un momento. Recostados en su ancha cama de matrimonio, el niño de siete años tenía la redonda mirada perdida en la pared junto a la puerta, tras la cual el largo pasillo recorría la casa en la forma de varios ángulos rectos, y al otro lado del que se hallaba su dormitorio… a donde se negaba a volver para dormir desde hacía tres noches.
La rutina era la misma desde entonces: el pequeño se iba a su habitación a las horas acostumbradas, pero tan pronto como ella se preparaba para dormir, llegaba corriendo, buscando el refugio de su abrazo, diciendo que no podía dormir allí. Que oía golpes y voces desde las paredes. Todos le dieron la misma explicación a aquello: la mudanza.
Tanto su hermana como su viuda madre se habían quedado sin trabajo ni manera alguna de mantener las hipotecas de sus respectivos hogares. Ambas habían sido recibidas en su propia casa con la comprensión absoluta de su marido, quien también había ido viendo cómo en su empresa se despedía a muchos compañeros al tiempo que se añadían turnos intensivos para los que se quedaban… El moderno y ostentoso piso se había quedado muy pequeño para cinco miembros, y con una rápida maniobra de conveniencia económica, había acordado el matrimonio mudarse a una vieja pero amplia casa a muy bajo precio en las afueras, tras lograr vender la vivienda en la ciudad. Un caserón de dos pisos donde cada cual tenía su propia habitación y aún sobraban dormitorios.
Pero el niño no estaba muy contento: se había alejado de sus amigos y del acceso a todo lo interesante que se concentraba en su mismo barrio. Y además, había que reconocer que la zona y la vivienda eran un tanto lúgubres. Los alrededores eran pastos agrestes de arbustos espinosos y árboles salvajes que dejaban caer sus retorcidas y pesadas ramas hacia el suelo envueltas en espesas capas de largas hojas verdes. La casa era, por fuera, una oscura amalgama de recias tablas grises manchadas de liquen verde que parecía estar arrastrándose hacia las ventanas desde el suelo; y por dentro, el exagerado número de ángulos que separaba las habitaciones y las secciones de los pasillos proyectaban, a plena luz del día, extraños polígonos de oscuridad insondable en los lugares más comunes y transitados, pareciendo siempre que uno caminaba escapando de unas sombras que se alargaban o cambiaban de sitio según desde donde luciera el sol… Así que, combinando todos aquellos elementos, a nadie en la familia sorprendía demasiado el pesaroso carácter del niño, y lo asustadizo que se había vuelto. Y aquellas insistentes palabras que repetía a cualquiera de la familia que cruzara con él unas pocas palabras, a cualquier hora: “tenemos que irnos de esta casa”.
Y una noche más, la madre tenía que calmar a su hijo, y permitir que se durmiera abrazado a ella, mientras su marido hacía el intenso turno de noche en su empleo.
—Luke, pequeñín… ¡tienes que volver a dormir solo! En la ciudad nunca tuviste este miedo…
—En la ciudad no se oyen estas cosas, mamá… —respondió el niño, de una manera que la hacía sentirse en un bucle, día tras día.
—¿Qué cosas, hijo? Son los ruidos propios de una casa en el campo… Estas viejas casas de madera crujen, las tablas se mueven, los árboles y plantas cercanos la rozan o golpean con el viento… Pero nada más, Luke.
—¡Pero que os digo que se oyen voces! —protestó el niño agitando a su madre desde la cintura mientras la miraba a la cara. Parecía a punto de ponerse a llorar—. ¡Se oyen golpes y se oyen voces!
—¿Y qué dicen esas voces, hijo? A ver, ¿qué dicen? —preguntó la mujer, cansada del tema.
—No sé… —se quedó dudando el niño, mirando de repente más allá de ella… al recuerdo, o quizá a la imaginación—. ¡No dicen nada, las voces! Respiran, o cuchichean, ¡pero no sé qué dicen!
—Cuchichean, ¿ein? —repuso la madre, haciendo ver por el tono que no le creía.
—Sí… y respiran fuerte, así… —el niño sacó la lengua y empezó a jadear, como un perro acalorado.
—¿Ah, sí? —La madre se le quedó mirando con expresión muy seria, sin creerle pero sintiendo muy extraña aquella representación—. Y los golpes contra la pared… ¿son muy fuertes?
—¡Que no son golpes contra la pared! —se volvió a quejar el niño agitándola de nuevo, y hablando tras los dientes apretados—. Se oyen tras la pared, como las voces… Y suenan como cuando pisas un charquito pequeño de agua…
—¿Un charco de agua?
—Sí, todo el rato, como si alguien pisara un charquito de agua muy rápido todo el rato…
—Luke, mira, todo eso que dices no tiene ningún sentido, ¿sabes? Eso puede ser…
Un golpe seco, como de una tabla grande de madera cayendo en mitad del pasillo, sobresaltó a ambos, haciéndolos agitarse sobre la cama. Ambos se quedaron en silencio unos segundos, abrazados hasta el punto de estar haciéndose daño mutuo. Esperaron, pero nada se oía.
—¡Mamá! —susurró el niño, al sentir que su madre quería separarse de él.
—¡Luke! ¡Habrá que ver quién es! A lo mejor es la abuela, que ha tropezado…
—¡Mamá, que no es la abuela…! —repuso el niño, abrazándola con más fuerza.
Pasos. Pies desnudos de alguien que avanzaba por el pasillo, quizá con la guía de la luz de la habitación donde ellos se encontraban, pues la persona que lo recorría, fuera su hermana o su madre, no se había molestado en encender las luces. No debían recordar muy bien ninguna de las dos dónde se encontraban los interruptores, supuso. Porque a lo largo del muro de la habitación sonaba un roce, como si una mano palpara buscando a tientas algo en la pared al otro lado. Quien quiera que fuera, se acercaba de manera parsimoniosa, casi como temerosa de dar cada paso, o de tropezar con algo más. El hijo se arrebujó contra la cintura de su madre, que se mantenía sentada en el borde de la cama, a punto de ponerse en pie.
—¿Mamá? —llamó ella, esperando ver asomar a la abuela del niño por la puerta entreabierta.
Una mano pequeña, pero demasiado regordeta, se apretó de manera súbita en el canto de la puerta, algo por encima de la altura del pomo. La hoja se vio empujada así hacia dentro mientras una cabeza asomaba.
La mujer se quedó atónita mirando aquella cara. Una pirámide de carne triangular cuya base era una anchísima papada. La adornaba un maquillaje negro de rombos alrededor de la boca y ojos, y dos marañas de pelos anaranjados en lados opuestos de la coronilla. La nariz era una bola de espuma de un rojo oscuro.
—¿Dónde está el niño, señora? —dijo con una voz algo chillona, pero susurrando. Le temblaban los labios y la voz, como si se muriera de miedo—. Estamos hartos de que no duerma en su habitación…
—¡¿Quién es usted?! —gritó la mujer, retirando los pies del suelo, devolviéndolos sobre la cama por puro instinto—. ¡¡Fuera de mi casa, o llamaré a la policía!!
Mientras, el hombre seguía entrando a la habitación, con pasos cortos y vacilantes. Había soltado la puerta y se frotaba las manos ante el pecho, como con timidez. De pronto se detuvo a cierta distancia de la cama, como sin saber qué hacer. Iba descalzo, y le vestía un calzoncillo largo que le quedaba pequeño y una camiseta de tirantes estirajada. Tenía los pies ennegrecidos y manchas de distintos colores apagados por la escasa ropa.
—¡¡Mamá!! —gritó el niño, que acababa de sacar la cabeza de debajo de las sábanas y estaba descubriendo a aquella especie de payaso.
—¡El niño! ¿No puede dormir en su habitación? —insistía el hombre, tartamudeando. El sudor hacía que se le metiera el maquillaje por los ojos, y parecía triste al no dejar de parpadear con los ojos enrojecidos.
Unos pasos apresurados se escucharon por el pasillo. Y la voz de su hermana.
—¡Dana! ¡¿Qué son esos gritos?! ¡¿Estáis bie…?! —su hermana, en ropa interior, se llevó las manos al cuerpo como para cubrir su intimidad al entrar a la habitación y ver al desconocido allí plantado, a unos pocos pasos de la cama. Soltó un corto pero agudo grito, cuando el payaso regordete la miró al oírla llegar.
—¡Sam! ¡Llama a la policía, por Dios! ¡Corre! —le gritó la mujer, empujando a su hijo hacia atrás encima de la cama… hacia ninguna parte.
Su hermana retrocedía hacia el pasillo sin dejar de mirar al payaso cuando una mano grande y larga la asió de la nuca primero y luego del pelo, al sentir el intento de ella por escabullirse. Empujándola así, de nuevo al interior de la habitación, apareció un hombre de espesa melena y barba blancas. El brazo con el que tiraba y manejaba a la joven Sam era una tensa masa de músculo seco. Nada vestía a aquel anciano, que se mostraba delgado pero muy fuerte, toda su anatomía dibujada por surcos entre los apretados tendones. La mujer empezó a gritar sin dejar de darle manotazos a su hijo, a su espalda.
El anciano se volvió a mirarla, mostrándole el perfil de su larga nariz, y la mueca en la que estiraba hacia atrás los labios para mostrar unos amarillentos dientes apretados. Los ojos azules la miraron a los suyos, enarcaron las canosas cejas un momento y, como para demostrarle algo, hizo girar a su hermana a su alrededor, para golpear su cara contra la puerta abierta. Sam se esperó el golpe y se frenó poniendo las manos por delante, pero el hombre desnudo se agarró de inmediato con la mano libre al canto de la puerta y empezó a empujar con violencia su cabeza contra ella una y otra vez. Dana, incapaz de abandonar la cama, donde estaba su hijo, gritaba, viendo cómo la puerta y la cara de su hermana se hacían añicos al mismo tiempo. El payaso regordete se frotaba las manos mirando la escena como nervioso, mientras sus calzoncillos sucios se abultaban de manera evidente.
—¡Mamá! ¡Mamá! —gritaba el pequeño Luke a su espalda, con la cara roja y lagrimeando.
La rabia y la voz de su hijo la hicieron reaccionar. Se puso en pie como una fiera, y usando el colchón de trampolín saltó hacia el viejo desnudo que maltrataba a su hermana. Mientras tanto gritaba.
—¡Corre, Luke, corre! ¡Llama a papá! ¡¡Llama a la policíaaaa…!! —rugía, tirándose contra el hombre y colgándose de su cuello.
Le intentó morder en la cara, y al no verse capaz de ello se tiró a su oreja izquierda. Le pareció que el niño salía correteando por detrás de ellos, esquivando al gordo payaso que había hecho un burdo intento, poco decidido, por interceptarle.
El anciano rugió, y por un momento se sacudió con tal fuerza que ella sintió sus piernas dar vueltas por el aire. Por fin la cogió de la cintura y tiró de ella. La levantó. Le hacía daño y ella se soltó, dejando de morder. El viejo la lanzó como sin esfuerzo contra el lado de la mesita de noche junto a la cama. Ella sintió que todo su cuerpo estallaba en calambres con el golpe, y al quedar derrumbada le parecía que su propio peso era imposible de soportar en pie. Jadeó, sin aire, arqueando la espalda, tirada de costado en el suelo.
El anciano se llevó la mano al lóbulo de la oreja. Lo tenía aplastado, y sangraba sin parar.
—¡Serás zorra, mujer…! —gruñó.
El pequeño Luke corría por el pasillo. Los pies descalzos patinaban por el suelo de linóleo, dándole la impresión de que cada apresurado paso que daba a la carrera le hacía retroceder un poco. Cayó de rodillas al girar sin detenerse en la primera esquina, golpeándose el hombro contra la pared. Se incorporó de inmediato y reanudó la carrera al tiempo que otro fuerte sonido de tablas se producía tras él. Se asustó y gritó, aún llorando, corriendo sin volverse a mirar. Un sonido se arrastraba detrás de él. Le daba alcance. Sonaba como dos pares de pies desnudos. Muy rápido. Ya casi alcanzaba las escaleras hacia el piso de abajo, hacia la puerta de la calle…
Se le encogió el corazón de terror cuando una forma oscura le cubrió en la penumbra. Se detuvo al ser adelantado por aquella cosa, que había pasado por encima de él, cuatro largas extremidades sosteniendo aquel pequeño y redondo cuerpo emplumado, negro… Se quedó sin aliento, contemplándolo.
La cosa se detuvo a su vez ante él, se puso a dos patas y se volvió con lentitud. La silueta parecía de pronto la de un hombre encorvado, que se mantenía en cuclillas para evitar darse con la cabeza en el techo, de tan largas como eran sus piernas… Las otras dos patas, que en verdad eran sus brazos, se retorcieron, flexionando los codos, para poder volverse con cierta comodidad hacia él. Al final de las mangas negras de su ropa se alargaban unas manitas enanas en comparación, pero totalmente funcionales, que se abrían y cerraban como aquejadas de convulsiones. Al terminar de girarse, el ser le mostró una cara inmóvil de porcelana blanca, que mostraba una gran sonrisa sin dientes, de rojos labios. En el fondo de la oscuridad de los agujeros para los ojos brillaban dos luces, ansiosas. La calva cabeza que asomaba por detrás llevaba, cerca de la coronilla y torcida a un lado, una miniatura de chistera negra, sujeta por una delgada gomita.
—¡Noooo…! —crujió una voz espantosa tras la máscara, retorciendo los brazos ante sí, como si estuviera aguantándose alguna clase de necesidad.
Luke se le quedó mirando a todo ello, mientras seguía llorando. Las largas perneras y mangas que cubrían sus estrechas extremidades, las plumas sobre su pequeño y retorcido cuerpo… El ser aún se agitaba ante él, cerrándole el paso, mientras su visión borrosa de lágrimas se volvía como lejana. El pasillo y el ser emplumado se alejaban de él sin moverse. Y de pronto Luke no supo nada más.
Se despertó despacio, traído de vuelta por la voz de su madre. Gritaba. Una sensación horrible venía acompañada de la percepción de un olor nauseabundo. Se le pegaba como algo físico a la cara. A través de las fosas nasales, le impregnaba las amígdalas, y hasta el paladar. Abrió los ojos y miró en derredor. Su madre, su tía y su abuela, estas dos últimas con las caras ensangrentadas, e inconscientes, estaban sentadas en una línea a su derecha, en viejas sillas de madera, atadas a los respaldos como lo estaba él. Su madre gritaba hacia delante, donde se encontraban de pie el viejo canoso, el payaso regordete y el ser emplumado, acuclillado y encorvado para no golpearse con el bajo techo de la angosta y oscura sala maloliente.
—¡Mi marido volverá en cualquier momento! —estaba gritando su madre cuando recuperó del todo la consciencia.
—¿Quieres decir este de aquí…? —inquirió el anciano desnudo con una sonrisa torcida, apartándose a un lado.
Tras él, en una mesa pequeña a cuyo extremo se hallaba un cepo para brazos y cabeza, se encontraba tendido el cuerpo de su padre. Sin duda era su camisa. La cabeza que colgaba enganchada en el cepo estaba destrozada, la mitad derecha de su cara ensangrentada y como hundida a golpes. Su madre gritó de pura angustia, como nunca había oído a nada ni nadie hacerlo antes. El anciano se rió en su cara, abriendo mucho la boca e inclinándose hacia ella.
—¡Si os gusta cómo ha quedado la cara, tendríais que ver el otro lado! —le espetó, en un rugido—. Y ahora… ¡el puñetero niño!
La cosa emplumada de la careta pateó el suelo con su desnudo pie derecho, como celebrándolo, y simuló un par de graznidos.
La mujer se volvió a mirar a su hijo.
—¡Te dije que teníamos que irnos de esta casa! —dijo él, en un sollozo.
Y, ante su impotente mirada, la cosa emplumada se cernió sobre él.
FIN
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Un niño le cuenta a su madre que no se siente del todo cómodo en la nueva casa…