“Un compañero ejemplar” es el resultado de mi intento de participar en el concurso de los “Malditositos” organizado por la Revista Aeternum. El primer relato de los que leeréis a continuación fue el primero que escribí, y el que consideré el mejor para participar. Los dos siguientes se me ocurrió hacerlos pensando en si podría superarme a mí mismo, y para completar tres historias ambientadas en épocas diferentes de la humanidad: pasado, futuro y presente.
Los relatos (y audiorrelatos) están presentados en el orden en que los creé. Supongo que cada cual tendrá su favorito, ¡pero esperamos que los disfrutéis todos, pulperos!
Y ahora… ¡que comience la función!
Índice
UN COMPAÑERO EJEMPLAR
(versión medieval)
Hacía tres días, por lo menos, que permanecía encerrada en la estrecha celda circular, colgada a medio camino del suelo, al final de la gruesa cadena sostenida por una resistente pero vieja polea desde lo alto de la fachada sobre la puerta principal del castillo. Una vez al día, a muy distintas horas, a veces cuando ya lo deseaba, otras cuando se había dejado llevar por un sueño intranquilo e incómodo, la izaban hasta lo alto de la muralla. Allí, soldados armados con picas de palos doblados por décadas de uso, cansados y negligentes, hacían siempre oídos sordos a sus cada vez más cansadas súplicas, y le entregaban un cuenco medio lleno de leche agria y muy aguada, junto a un trozo de miga de pan duro medio sumergido.
Se despertó cuando el sol del mediodía le daba de pleno en los ojos. Un frío inusual para esas horas, intenso y penetrante, la había hecho arrebujarse en sí misma mientras dormía, y se encontró que los jirones retorcidos del harapo a que había quedado reducido su camisón blanco se agitaban sobre la pálida piel de sus pantorrillas por efecto de su tiritar. Su primer impulso había sido gritar, mover las piernas y darse manotazos, convencida de que eran gusanos ávidos de su carne trémula. Enseguida se percató de la realidad. Sin embargo, acababa de llevarse una sorpresa, pues al agitar los pies con el frenesí de la repugnancia y con la desorientación propia del despertar repentino, no se había golpeado las plantas contra el duro metal de las barras de la estrecha celda vertical. En su lugar había dado con algo blando, consistente, cálido y de tacto suave. Miró por encima de su costado, con la sien derecha aún apretada incómodamente contra el metal.
Ligeramente doblado, como formando una curva alrededor de sus pies desnudos, había un oso de peluche. Con sus ojos hechos de botones, su morro chato rematado con una gruesa bola de terciopelo negro, sus extremidades informes e inofensivas. Lo más extraño era que parecía nuevo. Recién tejido, hecho a mano con una delicadeza excepcional y totalmente limpio.
A veces, a lo largo de aquellos tres días allí colgada, había temido estar volviéndose loca; al pasar sed en las peores horas de sol; un vértigo insoportable al caer la noche y llegar a zarandearla, en la oscuridad, el frío y fuerte viento que llegaba desde la cercana costa; y, muy especialmente, al dormir poco y mal, enroscada como podía sobre el estrecho círculo del suelo de la celda, o estirando las extremidades en incómodas posturas por entre los estrechos espacios de las rejas, pasando siempre calor o frío, y tosiendo y llorando con la garganta seca en los momentos de aturdida vigilia. Pero encontrarse con aquel objeto para niños allí dentro era lo último que esperaba. Extrañada, lo empujó un poco más con uno de sus pies, apreciando el agradable tacto. Estaba ahí de verdad, y era demasiado grande como para que nunca lo hubiera visto antes. ¿Lo habrían metido dentro mientras dormía? ¿Era aquello una especie de broma? ¿O el gesto retorcidamente misericordioso de alguno de los soldados? Apartó los pies y trató de sentarse frente al oso, arqueando las piernas como si las fuera a cruzar, pero sin llegar a hacerlo: los calambres no se lo permitían.
Tan pronto como había apartado los pies, el peluche, tan alto como ella allí sentada, parecía haber suspirado, quizá al hincharse su interior del aire que ella le habría sacado al patearlo. Pero enseguida alzó la cabeza.
—Holita —le dijo con una voz alegre, alzando ligeramente su bracito derecho.
Espantada, se puso en pie de forma torpe, arrastrando los talones desnudos contra el áspero fondo de metal y agarrándose con fuerza a los barrotes, gritando y abriendo mucho los ojos. La jaula que era en realidad aquella celda empezó a balancearse ligeramente, y a girar con pereza.
—¡Tranquila, tranquiiiila! —el osito, apretado contra su lado de la celda, sostenido en pie sobre sus redondas extremidades inferiores, empezó a subir y bajar lentamente sus bracitos. Su voz era grave, cálida y relajada—. Tranquila, moza, que ya no tienes nada que temer.
—¿¡Qué dices!? —gritó ella, segura de que había perdido la cabeza—. ¿¡Qué es esto, qué es estoooo…!?
—Que te calmes, mujer, no me grites, que estamos muy cerca —trató de mediar el osito, aprovechando que ella tenía la garganta seca y que había perdido el aliento muy rápido—. No tienes nada que temer. Se acabó, ¿entiendes? C’est fini.
—¡¿Qué?! ¡¿Qué se acabó?! —preguntó, tratando de no desmayarse de debilidad, sujetándose a las rejas de la celda como a la borda de un bote en altamar.
—Pues… ¡todo, moza! Todo acabó, se acabó. No sufrirás más. Estás muerta ya.
—¡¿Qué?! —exclamó ella, abriendo mucho los ojos.
—¿Solo dices eso o es un dialecto muy simplista de tu tierra? —rezongó el oso, haciendo ademán de cruzar sus cortos y rechonchos bracitos de peluche, sin éxito—. Te lo explicaré de una vez: digamos que soy tu ángel de la guarda, y que me han provisto de este enternecedor aspecto para hacerte más fácil la transición al deseado cielo.
—¡¿Estoy muerta!? — exclamó ella, dejando que los dedos de las manos resbalaran sobre la dura y filosa superficie de los barrotes, hasta volver a quedar sentada delante del oso. Repitió en voz más baja, mirando fijamente al osito, tratando de comprender:— ¿Estoy muerta?
—De seguro que sorda sí —volvió a quejarse el oso, esta vez poniendo los bracitos en jarras, meneando la gorda cabeza—. Supongo que llevas aquí más tiempo del que creías, y has pasado a mejor vida. ¿Las buenas noticias? Ya no habrá más dolor ni preocupaciones. Estoy aquí como representación de los jefazos de arriba, ya sabes… —el osito se tocó el morro dos veces inclinándose hacia delante, en gesto de perspicacia—. Lo cual significa que siempre has sido una buena chica. ¿Qué mejor compañero para llevarte al cielo que un bonito osito de peluche?
—No… No sé… yo… —tartamudeó ella, incrédula, soltando silenciosas pero gruesas lágrimas de auténtica pena.
—¿Qué pasa? Algún asunto pendiente, ¿no? —inquirió el osito, con cierto deje de impaciencia en la voz. Alzó ambos bracitos y empezó a moverlos en círculos hacia él, como pequeñas olas que arrastraran las palabras—. No sé si puedo hacer alguna cosa, pero si no me cuentas de qué se trata, sí que no…
—¡Mi marido! ¡El Conde Alcansáias! —lo interrumpió ella, casi sin voz de desesperación—. ¡Me secuestraron para que revelara dónde se esconde con lo que queda de su ejército! ¡Necesito saber que se encuentra bien, antes de desaparecer…!
—¡Calma, calma! Mira, puedo llevarte volando a verlo en un momento, pero como no me digas a dónde tenemos que ir, pues no…!
—¡Al oeste de aquí! ¡En el bosque, junto al manantial de Sofilancos! ¡Vamos, por favor…!
—¡Sí, sí! —repuso el oso, abriendo los brazos y acercándose a ella.
Cuando ella se había decidido a hacer lo mismo para fundirse en un abrazo presumiblemente mágico con él, el osito movió muy rápido su bracito izquierdo y le soltó un tremendo golpe en la mandíbula que le hizo rebotar la cabeza contra las verjas de la celda. La mujer había quedado inconsciente en el acto.
—¡Eh, subidme ya, piltrafos! ¡Esto ya está! —gritó el osito, poniéndose los bracitos alrededor del morro.
La gruesa cadena empezó a ser recogida desde lo alto de la muralla. Cuando estuvo arriba, los soldados hicieron girar el soporte de la celda para alcanzar a abrir la portezuela y dejar salir al oso de peluche por su propio pie. Enseguida la volvieron a cerrar para hacer descender la celda hasta el mismo sitio, con la joven mujer inconsciente.
El osito empezó a convulsionarse, y a rasgarse ante algunos de los soldados, que lo miraban divertido. De entre la piel marrón y la densa espuma blanca apareció un enano de piel pálida y sudorosa, con enorme y fea cara enrojecida por el sofoco.
—¡Casi me ahogo ahí dentro! —bufó el hombrecillo.
—¿Te lo has pasado bien, pequeño Ruddenskjrik? —preguntó con ironía uno de los soldados.
—¡Sí, ríete, capullín! —se quejó el enano, mostrándole el dedo medio de una mano—. ¡Ya consigue el bufón del Rey la información que sus soldados y torturadores no pueden! En cuanto a esa mala puta… tiene suerte de que nuestro señor me permite vaciar las criadillas cuando quiero y como quiero, ¡porque hubiera sido la primera en probar la verga de un peluche!
Mientras todos estallaban en carcajadas ante la cruel ocurrencia, el pequeño bufón terminó de desembarazarse del caluroso traje confeccionado a medida, y partió, orgulloso y desnudo, a darle la crucial información al Rey.
UN COMPAÑERO EJEMPLAR
(versión futurista)
Una fuerte racha de viento se levantó desde la superficie del contaminado lago que bordeaba con paso pesado, cansado. Cerrándose el ruidoso plástico dorado de protección solar, que también servía de recarga de las baterías de sus armas y linternas, el hombre trató de reconfortarse, echando un rápido vistazo alrededor y disfrutando del silencio… de la extrema quietud del páramo, agitado el polvo sobre los restos de cristal y metal esparcidos. El claro tintineo, que llegó a sus oídos en cuanto terminó de ajustar el plástico que le cubría de pies a cabeza, le resultaba agradable, casi musical. A pesar de la tecnología que había recuperado, no tenía ningún medio de reproducción de música, analógico ni digital, y tampoco era de las afortunadas personas que sabían silbar, aunque fuera de una forma tenue y débil. Solo le quedaba el clásico tarareo de algunas viejas bandas sonoras como única manera de buscar inspiración para mantener el ánimo. Así que, aquel breve, tenue y aleatorio sonido le producía sensaciones evocadoras.
Había salido en cuanto había empezado a caer el sol desde el mediodía. Necesitaba la luz para recargar las dos pesadas baterías que llevaba bajo los hombros. En su refugio, necesitaba energía para cocinar lo poco que tenía y para usar las herramientas y las armas, si se diera la necesidad. Aprovechaba que salía a recuperar cosas para recargar las baterías conectadas a la pantalla solar flexible que también le protegía de los rayos ultravioleta que traspasaban la maltratada atmósfera.
No sabía qué buscaba en esa ocasión. Era habitual que, cada vez que salía del refugio, fuera por verdadera necesidad, yendo a buscar algo muy concreto que solía saber por dónde encontrar. Sin embargo, aquella salida había sido motivada por un impulso, la necesidad de salir del estrecho zulo bajo tierra, iluminado con la fría luz de los LED blancos. No buscaba nada, deambulaba sin rumbo por el páramo, oliendo el aire libre con sabor a cobre, escuchando el ocasional rumor del viento, contemplando el sol de la tarde ondular en su reflejo vaporoso de la aceitosa agua del lago. Sus botas, enterrándose a cada paso hasta el tobillo en aquel polvo de textura y brillo metálicos, que era a lo que había quedado reducida la humanidad.
Nada quedaba de la muy añorada hegemonía de la raza del hombre. Las máquinas pensantes, que habían pasado a llamarse “Óxidos” cuando los humanos trataron de combatirlas con agentes químicos corrosivos, habían lanzado un ataque a la desesperada para rematar la faena antes de que sus envenenadas carcasas terminaran por desintegrarse por efecto de la oxidación acelerada: bombas de metralla férrica molecular se lanzaron contra lo que quedaba de la civilización, y seres vivos, edificios y toda clase de cosas habían quedado convertidas en polvo, como pasadas por una licuadora gigante. Los Óxidos terminaron por desaparecer unos pocos meses después, junto con toda su amenazante parafernalia científica. Y si, como él, alguien más había sobrevivido en algún otro lugar, se enfrentaría a una existencia solitaria y monótona, sostenida por la vaga esperanza de un reencuentro con otras personas.
Pensando en estas cosas fue como se desplazó hasta la zona de los montones más grandes e inestables de escombros de edificios: lo que quedaba de las estructuras más altas y resistentes de la ciudad volatilizada.
Avanzó a saltos sobre el laberinto de cascotes, dejándose llevar por un sentido de la aventura algo infantil, divirtiéndose incluso, hasta que una buena pieza de fachada de hormigón recorrida de grietas se partió en pedazos y cedió bajo sus pies.
Afortunadamente, los gruesos restos descansaban sobre el mismo mar de polvo de hierro que todo lo demás en aquel páramo que se abría hasta el horizonte en todas direcciones, así que no tuvo aquello mayores consecuencias que una rodilla torcida ligeramente, y algo de polvo colado por la parte superior de sus botas y entre los pliegues de su capa de plástico bañado con el finísimo perfil dorado fotorreceptor. Pero sí que se llevó una auténtica sorpresa, inimaginable: medio enterrada en aquella arena que poco antes se encontraba tapada por la sección de fachada, asomaba la cabeza de un auténtico osito de peluche. La oreja y el ojo de botón derechos, junto a buena parte del morro más claro, con su bola de terciopelo negro, al final, como nariz.
Incrédulo, alargó la mano enguantada para cogerlo de la oreja con un pellizco de pulgar e índice. El peluche salió sin resistencia de entre el polvo, si bien había tenido que hacer un esfuerzo mayor del esperado: parecía más pesado de lo debido, seguramente al haberse filtrado cierta cantidad de las partículas microscópicas que conformaban el residuo férrico que reinaba por doquier.
Lo atrajo hacia sí y lo sopesó con ambas manos, meneándolo y palmeándolo para tratar de hacer que saliera la arenilla metálica. El osito tenía la longitud de uno de sus antebrazos, con extremidades pequeñas y blandas, y una cabeza grande como dos puños juntos. Estaba en perfecto estado, ni una costura abierta. Lo giró para examinarlo. Incluso parecía recién terminado y enviado desde su fábrica.
-¡Bueno! Parece que acabo de encontrar un compañero ejemplar para el Fin del Mundo -acabó por decir el hombre, mirando al inexpresivo osito directamente a los botones que eran los ojos-. Callado, obediente, que come poco y que gusta de escuchar. ¿Quieres ser mi amigo?
La pregunta era una broma, pero tan pronto la hizo se dio cuenta de que esperaba ansioso una respuesta. El silencio que siguió, con el peluche inerte entre sus dedos, le puso los pelos de punta. La tristeza que le embargó era de tal magnitud que estaba a punto de entrar en estado de pánico, y de estallar en un espantoso grito de terror ante la realidad de su situación.
Anulando de golpe toda parte reflexiva de su ser, dejó caer los brazos, sin soltar el peluche, y se dirigió hacia el refugio. Había sabido contenerse, pero se acercaba a su límite: la más ridícula de las cosas le afectaba en formas y a niveles que no podía prever, y empezaba a estar convencido de que, en un impulso incontrolable, acabaría antes o después con una de sus armas de energía metida en la boca para dispararla sin dudar un instante.
Llegó a su refugio cuando el sol tocaba el inalcanzable horizonte. Abrió la escotilla batiente lo justo para entrar y que no se colara dentro mucho polvo, y la cerró enseguida mientras bajaba las estrechas escaleras. Era como vivir en el sótano de una casa de jardín, pero con todo el espacio distribuido en la forma de un largo pasillo de dos cuerpos de ancho, ocupado por estanterías, maquinaria para el soporte vital y el filtrado del aire, y algunas estrechas mesas, a ambos lados. En una de las mesas junto a las escaleras de entrada, sobre las herramientas desperdigadas con las que reparaba o modificaba diversos chismes, dejó el osito de peluche, decidido a ir hasta la cocina del fondo del refugio.
Se encontraba de muy mal humor. Más que ninguna otra vez, ansiaba prepararse lo mejor que tuviera para comer y saborearlo como si fuera lo último que hiciera. Necesitaba encontrarle el sabor a la vida esa que llevaba, y no tenía nada mejor para ello que una buena cena.
Estaba inmerso en el control del vapor de la comida de sobre, olisqueando y anticipando el sencillo pero muy especiado sabor, cuando un sonido le sobresaltó. No sabía dónde había sido: en el zulo, los sonidos parecían iguales desde el extremo como a dos pasos. Se movió hasta la maquinaria cercana, comprobando que todo fuera bien y no hubiera empezado a chisporrotear algún circuito viejo. El sonido se repitió a su derecha, y vio a la entrada del refugio, desde casi diez metros, que una de sus pequeñas herramientas rodaba por el suelo, hasta chocar con otra ya tirada.
Empezó a avanzar hacia allí, mientras una vertiginosa sensación de estar perdiendo la cabeza se apoderaba de él hasta casi sumirlo en un inapropiado estado de shock. De pronto lo veía todo como al final de un túnel de cristal esmerilado, y el aire no parecía suficiente.
No había dado ni cinco pasos cuando el peluche cayó al suelo con rotundidad, como arrojado por alguien furioso. Lo raro fue que, a pesar de ser un peluche, no rebotó. Cayó pesadamente y ahí se quedó. El hombre se quedó paralizado, con la vista borrosa, salpicada de motas blancas que no dejaban de bailar, enturbiándole la vista. Con un pitido lejano pero insistente saturándole los oídos. Le recorría toda la piel un desagradable sudor frío. Tambaleándose, apoyándose en los cercanos perfiles de todo lo que atestaba el estrecho zulo, siguió acercándose al peluche. Cuando ya estaba casi encima de él, apoyado con las manos para no caerse de debilidad, miró hacia la mesa donde lo había dejado. Nada. Salvo las dos herramientas tiradas junto al osito, todo estaba igual. Miró de nuevo al osito, y se aterrorizó al ver en su redondo vientre claro dos intensas luces rojas. La piel del osito se abrió de forma simétrica en espacios muy cercanos a sus cuatro extremidades, y de los agujeros surgieron largas y afiladas patas articuladas de robot. El vientre explotó en espuma de peluche hacia él, mostrando, bajo los característicos ojos rojos de los Óxidos, una monstruosa boca de cepo metálica, al fondo de la cual rodaban, haciendo un insoportable chirrido mecánico, varias líneas de cuchillas circulares romas, como potentes muelas de plata. El chisme pegó un rápido salto con sus cuatro patas, zarandeándose el cuerpo del osito a su alrededor en su viaje hacia la cara del hombre. Lo esquivó por poco, y empezó a volverse para huir, pero las piernas le fallaron.
Cayó cuan largo era de costado. Alzó el brazo derecho hacia la máquina asesina, tratando en vano de detenerla. El osito saltó de nuevo hacia él, acertando la boca de su vientre a morderle la mano. El hombre gritó de dolor, pero no quedó ahí la cosa. La máquina se zarandeaba y empujaba con sus patas sin dejar de morder una y otra vez con irresistible fuerza metálica, mientras las cuchillas trituradoras de su interior machacaban la carne y los huesecillos de la mano sin esfuerzo. Enseguida, la espalda del osito se abrió derramando afilados trozos de falanges machacados, junto a la carne triturada, sanguinolenta.
El hombre olvidó la breve incógnita del absurdo de aquella máquina asesina, nada oxidada, oculta dentro de un peluche. Se desmayó de dolor al llegarle los mordiscos a la médula de los huesos cúbito y radio.
Sin embargo, la máquina, con el oso empapado de sangre a su alrededor, siguió avanzando, mordiendo y triturando.
En el exterior, mientras el sol acababa de desaparecer en el horizonte, una ráfaga de viento removió el polvo sobre la escotilla, arrancándole un lúgubre tintineo.
UN COMPAÑERO EJEMPLAR
(versión contemporánea)
Como actor profesional y escritor aficionado, guardo en mi memoria una anécdota que, por curiosa y aterradoramente sugerente, no me queda más remedio que exorcizar, tratando, si es posible, de encontrarle algún sentido al arrojarla mediante palabras sobre estas hojas.
Hace cosa de unos meses, a mediados de este año 2019, recibí la invitación de un adinerado productor europeo, un hombre que había alcanzado la fama como uno de los mejores y más experimentados mentalistas, y promotor de las obras de teatro más audaces, de corte fundamentalmente underground. Supuse que se habría fijado en mí por mi último trabajo a principios de año, en el que había interpretado por unas pocas semanas haciendo una sustitución que, irónicamente, había resultado ser mi trabajo más conocido y reconocido. Lógicamente, cuando me llegó la carta a mi dirección y leí su nombre, enseguida me puse nervioso, y empecé a buscar información sobre él en Internet: el mentalista Ruddenskjrik, un hombre que se decía que ya había vivido más de doscientos años, cambiando de nombre, pasando por varias identidades a lo largo de su eterno éxodo de todos aquellos territorios donde, se decía, siempre había acabado por ser perseguido por sus ideas radicales o aberrantes, o bajo acusación de practicar brujería u otra clase de artes impías. Todo eso parecían los típicos bulos que se inventan en redes sociales para denostar o crear una imagen de misticismo alrededor de alguien, y con lo que me quedé fue con la información de que tenía pasta, que financiaba representaciones que se salían de los circuitos convencionales y más populares, y que estaba interesado en darme trabajo. Las condiciones adecuadas para resultar de mi interés.
Cogiendo un taxi que me atreví a pedir pensando en que conseguiría, a cambio, un papel para meses y meses, me planté delante de la vivienda a las afueras que, al parecer, había adquirido hacía algo más de diez años: una mansión, ni muy grande ni pequeña, y que tenía muy poco de especial. Era como una casa prefabricada, blanca, de esas diseñadas para ser parte de una serie de adosados en las colinas de alguna zona calurosa para turistas extranjeros, pero sin nada cerca que no fueran algunos matojos secos y guijarros amontonados. Al acercarme a la puerta, y siendo ya pasada la hora convenida de la invitación, me abrió la puerta al llamar una suerte de viejo mayordomo, que me recibió pronunciando mi apellido tras un solemne “señor” al que no estoy nada acostumbrado, todo ello con un acento extranjero y viscoso, que no supe identificar. Me dijo que el Maestro (así lo llamó él, con un tono de irónica grandilocuencia) me esperaba en la sala de lectura, al fondo, todo recto, tras unas cortinas rojas aterciopeladas, muy teatral todo. No hizo amago de acompañarme, y desapareció por un lado murmurándome algo de sus quehaceres en la cocina. Mientras, yo ya había empezado a dar pasos hacia el muro de pesadas cortinas, como a unos diez metros.
No soy alguien especialmente impresionable, pero el repentino silencio, propiciado por el modo en que la densa moqueta parda del suelo absorbía el sonido de mis pies al caminar, y la penumbra que no parecían poder disipar las amplias ventanas desde los lejanos muros de las habitaciones, cuyas puertas estaban abiertas a ambos lados del pasillo, provocaron en mí una inquieta expectación. Casi como si, al abrir las cortinas, fuera a encontrarme de golpe con una ruidosa orgía de personas enmascaradas y cubiertas apenas por capas satinadas, como en la peli esa de Eyes Wide Shut. Sin embargo, cuando mi mano nerviosa cerró sus trémulos dedos en torno al pliegue de una de las cortinas para apartarla, mi decepción no conoció límites: pues, obviamente, no había al otro lado nada de aquello que mi calenturienta mente había sugerido: solo la forma de un hombre delgado de espaldas a mí, con la cabeza baja, como contemplando las llamas de su gran chimenea de estilo clásico. Era principios de verano, y el calor contenido por la puerta de cortinas me golpeó en la cara de tal forma que casi rompo a llorar. Me contuve y pasé al interior.
—Hola… ¿señor Ruddenskjrik? —me atreví a decir, imaginándome cómo se pronunciaría, sin tener idea de la procedencia del apellido y su sonoridad.
—¡Excelente pronunciación de mi nombre, señor Cascamatriz! —me reconoció el Maestro, volviéndose con pesadez.
A la luz de las llamas me pareció que su piel era muy pálida, y bien vidriosos los ojos. Apenas los movía al ir a poner su mirada sobre mí, y me figuré que unas invisibles cataratas se los habrían vuelto prácticamente inútiles, y que de ahí la predominante falta de luz en aquella sala y toda la casa: no la necesitaba.
—¡Oh, ya ve! —dije, sin saber qué otra cosa decir en realidad, y desdeñando mi acierto con ambas manos—. Supongo que su invitación se debe a que ha visto mi obra con Juan Echanove…
—¿Como dice? —se inclinó el Maestro Ruddenskjrik, sin moverse de junto la chimenea. Su encorvada silueta parecía a punto de cernirse sobre mí, a pesar de encontrarse a cierta distancia. O quizá simplemente se iba a derrumbar.
—La obra “Rojo”, con Juan Echanove. También es el director. Mi interpretación se debió a que se puso enfermo casi un mes Ricardo Gómez. Ya sabe, el niño, ya crecidito, de “Cuéntame cómo pasó”, la serie esa chusca de Televisión Española. —Me di cuenta de que mi verborrea debía estar aturdiendo a la enjuta figura, tensa hasta el tembleque, de aquel anciano vestido con pesado albornoz de ricachón. Pero tenía que soltar el detalle más importante:—. Eso sí, crítica y público coincidieron en que yo lo hice mucho mejor. Hasta el propio Echanove, un día, me dijo…
—No he visto tal obra, señor Cascamatriz… —me interrumpió el viejo. Para ser un supuesto hombre de mundo, me pareció muy maleducado—. Tengo a mi servicio a personas que echan el ojo a gente como usted, ¿sabe?
—¡Ah, pues felicíteles de mi parte, por saber lo que es bueno! —Quise bromear, pero lo dije demasiado serio, incluso ansioso—. Aún he de acumular experiencia, pero soy un actor con tablas, desde luego, y…
—No necesito un actor, señor Cascamatriz —me volvió a interrumpir, con aquella voz profunda, casi un susurro, que por alguna acústica extraña rebotaba por la habitación para llegarme a los oídos desde detrás.
—Bueno… también se me da muy bien escribir. Tengo en el horno un par de novelas, y si necesita adaptar una obra, yo… —traté de venderme cuanto antes, sin darme cuenta de que me habían hecho llamar para darme un trabajo sí o sí.
—Nada de eso, señor Cascamatriz… Lo que necesito, es un compañero ejemplar —terminó por decir, empezando a avanzar hacia mí.
Sus pasos eran lentos, y casi torpes. Pero temblaba de tal forma, su respiración se había vuelto tan agitada, que no cabía duda de lo que pasaba. Había oído historias de ricachones, como José Luis Moreno, que hacían llamar a jóvenes promesas de la farándula, como yo, para darles zambomba. La idea que el viejo tenía que tener en mente me espantó, y retrocedí enseguida.
—¡Oiga, no sé qué se piensa usted, pero yo no…! —En lugar de retroceder hacia las cortinas me golpeé con un estante bastante alto a mis espaldas, y algo cayó al suelo delante de mí, montando un estruendo que me hizo callar.
El viejo, de inmediato, se desplomó a su vez ante mí, y ahí se quedó.
—¿Oiga? —Le llamé, pensando que quizá un trozo de aquel objeto estrellado hubiera salido despedido hacia él y le hubiera herido—. ¿Maestro? ¿Señor?
Iba a avanzar, pero pisé algo viscoso. Aparté a un lado las cercanas cortinas de la entrada, y la escasa luz de fuera me mostró los restos de tela de un osito de peluche, reventado por las extremidades y la cabeza, con una buena cantidad de vísceras, que parecían humanas, derramadas, aplastadas contra el suelo por el impacto. Estaban frescas. Me acerqué enseguida al viejo, pensando que alguna alimaña guarra se había metido en el peluche, y que le convenía saberlo. Traté de darle la vuelta, pero me encontré con una efigie seca, dura y macerada, casi como si fuera cera. Sus ojos eran falsos, como los ojos de los peluches, y tras la boca entreabierta no había lengua ni dientes. Era piel y hueso, prácticamente. Apenas pesaba, como si no tuviera entrañas. Volví a mirar los restos del peluche, de donde seguían resbalando tripas, que aún se agitaban activas, moribundas, tras el impacto.
Me puse en pie muy despacio sin dejar de vigilar los dos proyectos de cuerpo, y recorrí el pasillo hasta la salida procurando no hacer ruido alguno que perturbara los quehaceres del mayordomo en la cocina. No sé qué se estaba cociendo con el Maestro Ruddenskjrik, pero algo me dice que, si de verdad está muerto, mejor que mejor.
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Una joven mujer se halla suspendida a la intemperie en una celda… Su destino está sellado, ¿o no?
Un hombre se enfrenta a la incertidumbre de una existencia en singular…
Esta es la historia de lo más curioso y perturbador que me ha ocurrido en mi carrera como actor…