27 julio, 2024

Como última crónica antes del desarrollo de un libro que compilará todas ellas, Roberto Martínez, nuestro compañero profesor de literatura infantil en los Altos de Cazucá, en Colombia, nos relata en esta ocasión los devaneos por entrevistar a un peligroso criminal.

¡Esperamos que lo disfrutéis, pulperos!

UN REPORTAJE PARA ESCRIBIR UNA CRÓNICA

por Roberto Martínez

Las calles de Irak, al parecer son como los Altos de Cazucá donde uno no se fatiga de numerar los cadáveres. Es como observar a los muertos arder en las zarcillas ardientes; consumiéndose con el aliño de los chorizos en los fogones de las vendedoras de arepas; desde muy temprano en la mañana y al culminar la noche;  es una cremación gratuita, para que sus familiares no gasten dinero en el difunto por los altos costo de la funeraria.

Yo cerré los ojos por  un instante, atrapándome un silencio eterno. Al despertar contemplé el rostro de un joven parecido a un hombre de cincuenta años; atropellado por el pegante que inhalaba en una bolsa de plástico. El joven, habla incoherencia algo distante a su realidad. Ese es el espejo de cantidades de jóvenes que transitan las calles en los Altos de Cazucá; como la muerte de sus dioses incrustados en su piel en forma de tatuajes. Un disparo de la limpieza social los mata. No es señalar al joven como delincuente, ni aumentar el pie de fuerza policial, mucho menos utilizar vías de violencia para contrarrestar a estas personas que vienen siendo víctimas de las drogas alucinógenas; por causas de antecedentes de violencia intrafamiliar; falta de afecto; traumas de la separación del padre o la madre por diferentes causas. Hay que revisar y diagnosticar, como se viene deteriorando la salud mental de la población en los Altos de Cazucá.   

Un miércoles catorce de febrero en el año dos mil catorce, me encontraba atrapado entre una nube de tierra levantada por la brisa; bajo un inclemente sol a las dos de la tarde frente a la panadería “La Buena” en el barrio La Isla. Estaban estacionados varios carros esperando a los pasajeros que se dirigirán para Tres Esquinas; otros carros regresaban. Yo tenía una pesadez en mi cabeza, de mi cuerpo brotaba mucho sudor; era el inicio de la investigación de una crónica en las calles de Cazucá. Es como aquella canción.

—Por la esquina del viejo barrio lo vi pasar. Con el tumbado que tienen los guapos al caminar….

En esos días, las horas eran caliente, no por el fuerte verano, era por las casualidades de muchos asesinatos entre jíbaros, cuentas de cobros a consumidores, y niños integrantes de cuadrillas ajusticiados por delatores. En las calles de Los Altos de Cazucá, han sucedidos en una noche asesinatos de forma violenta y en una gran escala numérica; comparando con los combates del ejército contra los grupos armados; es como un espejismo de dudas, cuando caminas cerro adentro entre los muertos desaparecen en la impunidad.

“Las manos siempre en los bolsillos de su gabán. Pa que no sepan en cuál de ellas lleva el puñal. Usa un sombrero de alas anchas de medio lado, y zapatillas por si hay problemas salir volado, Lentes oscuros Pa que no sepan qué está mirando. Y un diente de oro que cuando ríe se ve brillando”.

Vi venir, de pronto una pareja de dos niñas de facciones paisas, desapareciéndose, y apareciéndose entre paredes de tierra flotantes. Varios policías las observaban disimuladamente; sonaba una música de una cantina de un segundo piso. Las niñas, se percataron de los policías, se abrieron rápidamente hacia la izquierda; un hombre gordo con actitudes de jíbaro de etnia indígena nerviosamente se escondió tras de un kiosco donde venden café en las madrugadas. La brisa arrastraba fuertemente cántaros de arena, el sol solo dejaba ver a una distancia corta; en fracciones de segundo apareció una camioneta venía despacio de los lados de Tres Esquinas. Un hombre joven, alto, flaco, se bajó de la camioneta con un carriel; observando para varios lados.

“Como a tres cuadras de esa esquina una mujer. Va recorriendo la acera entera por quinta vez, y en un zaguán entra y seda un trago para olvidar. Que el día está flojo y no hay clientes Pa trabajar”.

La gente, transitaba rápidamente, otros se confundían entre las olas de tierras, las dos niñas desaparecieron entre las olas de tierra velozmente. El gordo, observaba para varios lados fingiendo una sonrisa de victoria; pero apestaba de los nervios; seguía escondido tras el kiosco. Unos hombres, afrocolombianos escuchaban música.

—Déjame un beso que me dure hasta el lunes, para llenar el silencio, déjame un beso, para quererte, para soñarte. Hay no me digas que te tengo que olvidar hasta el lunes. Déjame un beso que me dure hasta el lunes.

Los afro colombianos, observaban el movimiento desde la terraza del segundo piso de la cantina; un ruido extravagante de una moto que venía de Tres Esquinas sacudió a los transeúntes. Los policías, tímidamente se pararon en la mitad de la calle; desenfundaron sus armas de la capucha. El hombre, del carriel entró a la panadería.

—Un carro pasa muy despacito por la avenida. No tiene marca pero tos saben que es policía, Pedro Navaja las manos siempre dentro el gabán.

Jóvenes en gavillas, consumidores, bajaban corriendo por la casa parroquial, al darse cuenta de la mala atmósfera, se devolvieron “al trote mar”; el gordo, (jíbaro) que estaba escondido tras el kiosco había hecho varias llamadas por celular; los policías pararon al conductor de la moto; lo registraron, le quitaron un maletín de la parrilla de la moto; lo esposaron y lo metieron en la panadería. El hombre del carriel salió disimuladamente con una mirada acusadora y fatigada de ver para varios lados.

El sol, y las tempestades de tierras eran desesperantes, como si sellaran los ojos de los hombres afro colombiano que campaneaban la zona desde el balcón escuchando música y refrescándose con cervezas. De pronto pude ver las dos paisas acompañando a un hombre de semblante amarillo con su cuerpo tembloroso caminando rápidamente; confundiéndose entre los tumultos de arena. Sonaron cuatro disparos, por los lados del barrio El Oasis, tres policías, corrieron con arma en mano, dos se quedaron con el gordo de la moto. El gordo (jíbaro) que estaba detrás del kiosco salió recostado entre las paredes de la panadería; que está al frente de la panadería la buena. El gordo jíbaro, se confundió entre la gente corriendo para un lado, y para otro lado entre la avalancha de arena.

—Mira y sonríe y el diente de oro vuelve a brillar. Mientras camina pasa la vista de esquina a esquina, no se ve un alma está desierta toa la avenida, cuando de pronto esa mujer sale del zaguán, y Pedro Navaja aprieta un puño dentro el gabán.    

La camioneta regresaba entre los límites del barrio El Arroyo, y El Progreso. E l hombre flaco del carriel se embarcó en la camioneta; los afro colombianos se desaparecieron, la música dejó de sonar; los dos policía, y el gordo de la moto que estaba esposado se esfumaron por acto de magia. Las niñas paisa, que estaban con el hombre pálido se embarcaron rápidamente en un carro para Tres Esquinas. Ya eran las dos y quince de la tarde, comenzaba a desaparecer los rayos del sol; los clientes de los negocios comenzaron a salir de los remolinos de arenas flotantes; los cuatros disparos fue una falsa alarma. Como si el silencio estuviera escuchando el ruido de una mosca placenteramente para no deprimirse.

—Mira pa un lado, mira pal otro lado y no ve a nadie. Y a la carrera cruza la calle, y mientras tanto en la otra acera va esa mujer, refunfuñando pues no hizo peso con que comer. Mientras camina del viejo abrigo saca un revolver esa mujer.

El gordo jíbaro, quizás había dado la orden por celular para distraer los policías, el tiempo volvió a la normalidad del Juanito Alimaña, de los jíbaros, los vendedores de las drogas, y los cuadrantes de policías haciendo ronda. Era como si la misma rutina de la “violencia” en las calles dejara pasar un tumulto de  mariposas negras volando; frente las miradas de los transeúntes pronosticándoles malos presentimientos.

—Iba a guardarlo en su cartera pa que no estorbe. Un 38 Smith and Weston del especial, que carga un Stmd Pá que la libre de todo mal.

Jóvenes en pandilla, pasaron a las dos y veinte de la tarde, saludando en coro celestiales con sus Cristos al revés. Todos al mismo tiempo a unos parches que estaban parados frente a un internet.

—Que, piro, gonorreas.

—Y Pedro navaja puñal en mano, le fue pa encima. El diente de oro iba alumbrando toa la avenida. (La hizo fácil), mientras reía el puñal le hundía sin compasión, cuando de pronto sonó un disparo como un cañón.

Otro joven calzando unas zapatillas negras chiveadas (de imitación), una pantaloneta de color rojo, de seda hasta las rodillas, una gorra de color amarillo, escuchando música con unos audífonos, una camiseta de manga larga, y en cima del suéter, otra franelilla de manga corta. El joven, venía caminando y bailando, desprevenido, cantando la música que escuchaba de sus audífonos, sin darse cuenta que al frente venían los jóvenes pandilleros, que lo rastreaban a legua, por ser miembro de otra pandilla.

—Y Pedro Navaja cayó en la acera mientras veía, a esa mujer de revólver en mano y de muerte, herida a él le decía. Yo que pensaba hoy no es mi día estoy salá, pero Pedro Navaja tu estas peor no estás en ná.

El joven, vestía una franelilla de color negro con un letrero en blanco, que decía Chicago, para mi estaba cagado o paralizado por el miedo; cuando observó a los de la otra pandilla en patota. El joven, salió corriendo cerro arriba gritando: “gonorreas”, y se devolvía gritando, “gonorreas, pa las que sea”, y seguía corriendo gritando, “piros pa las que seas ñeros, y se devolvía gritando gonorreas pa, las que sea”.

—Y créeme gente que aun que aunque no hubo ruido nadie salió. No hubo curiosos, no hubo preguntas, nadie lloró. Solo un borracho con los dos muertos se tropezó. Cogió el revólver, el puñal, los peso y se marchó, y tropezando, se fue cantando desafinado. El coro que aquí les traje y da el mensaje de mi canción.

Coro:

—La vida te da sorpresa, sorpresa, sorpresa te da la vida, ¡Hay Dios! (Bis)  La, Ala, la, la…… Like to live in América.

El gordo jíbaro, bonachón, soñador de una fantasía extravagante sin pasar al plano enfermizo sexual. El gordo, era un ruiseñor de la narrativa típica, como del machismo costeño, moldeando la belleza de cualquier mujer con sus palabras; y de manera inesperada le canta a capela canciones. Tenía una obesidad tan exagerada, como las mujeres de Botero. Respiraba con dificultad, cuando sea amarraba los cordones de sus zapatos con una dificultades respiratorias, dejaba descansar la masa de músculo y grasa de su cuerpo entre sus piernas por unos segundos. A mi causaba una desesperación y una angustia, no sabía si había quedado muerto por un infarto. El gordo, a los pocos minutos se levantaba lentamente maldiciendo su gordura.

Él se me quedaba observando, con una sonrisa de vergüenza, que terminaba rompiéndola cuando me repetía siempre el mismo comentario, para no sentirse inútil.

—Cada mujer que le hago el amor, en media hora le provoco doscientos sesenta y seis orgasmos, que solo quede entre nosotros.

Este gordo, imbécil, terminó convenciéndome que los gordos no eran inútiles. Fue un día de parranda en el barrio La Isla, cuando el licor sella un pacto espontáneo con cualquier Juanito Alimaña. El gordo jíbaro, expendedor de drogas ilícitas, además se caracterizaba por su astucia, su crueldad con sus enemigos, y competencia. Escuchándose en los corredores de los barrios, que no tenía compasión, ni un poco de humanidad con sus enemigos; supuestamente los comentarios. El gordo, había asesinado varias personas y jóvenes, algunos de estos asesinatos, para no dejar evidencia después de matarlos los quemaba dentro de sus ranchos.

El gordo malo, supuestamente estuvo involucrado  en otras de las muertes escalofriantes, cuando apareció un joven muerto de puñaladas y con una estaca de madera incrustada en su cuerpo. En los Altos de Cazucá los asesinatos se han caracterizados violentos, desmembramientos, son muertes por personas que tienen un alto grado de deterioro de su salud mental, desde una infancia marcada por factores violentos no superados.  

El gordo, con su jugada y astucia del día anterior, que le hizo a las autoridades, se convirtió rápidamente en una leyenda en cada hogar de los barrios La Isla, El Progreso y El Oasis. Me provocó insomnio esa noche, me preguntaba y repasaba cada minuto hasta la madrugada que me sorprendió la conducta de este asesino en serie y traficante de droga; que estaba apoderándose del mercado de la droga en estos barrios. Yo muy temprano agarré un dinero que tenía para montar un negocio.

—Que como así que como así como fue ¡aja!. Que como así que como así como fue ¡aja!.

Me aferré a una fuerza de mi interior de mi alma, pensando en mis abuelos que habían muerto. Mis abuelos me habían enseñado contar historias de la época de la violencia liberal y de los conservadores; era el momento de demostrarles a mis abuelos que tenía que escribir esta violencia del narcotráfico en las calles en los Altos de Cazucá. Al pensar en el gordo traficante de drogas, me causaba pánico.

—Que como así que como así como fue ¡aja!. Que como así que como así como fue ¡aja!.   

Muy, temprano, me paré en la esquina a observar  al gordo jíbaro, yo temblaba, la garganta la tenía reseca, no sabía si quedarme, o huir, como si el susto anestesiara los movimientos de mi cuerpo; cuando vi al gordo frente a mi humanidad a escasos treinta centímetros; me provocó un cambio de color en mi semblante, no, sé, si, lo salude con la vista, o con una voz opaca en un timbre bajo y dudoso.

—Como así ¡aja! Como fue ¡aja!

Pensé, en ese instante, de estar delante de un asesino en serie, desconfiado, podía olfatear a leguas cualquier visaje, como si la muerte y la vida era tan importante para él. El gordo pasó por mi lado. Yo Salí, para el supermercado, compre un litro de aguardiente y un paquete de cigarros, era como un instinto de conservar mi vida, me paré de nuevo en una de las esquina, en un poste de la luz, puse la botella de aguardiente en el suelo antes de tomarme un trago, para pasar desapercibido.

—Como así ¡aja¡. Como fue ¡aja¡……

El gordo, un depredador de la vida, un carroñero del bajo mundo, que sobrevivía de las miradas de sus campaneros, de sus milicias, de sus informantes que cuidaban cada uno de sus movimientos; para no caer infraganti con la ley o de sus adversarios. De los habitantes con sus miradas silenciosas que le tenían el ojo puesto de cada una de sus andanzas de su modo operando. El gordo se le acercaban uno, dos, tres, personas hablaban con él rápidamente, cada tres minutos.

—Como así ¡aja!. Como fue ¡aja…!

Las huevas, se me encogieron en el solo pensar de uno convivir, como vecino, de verlo caminar las calles de una actitud solapada, de un asesino en serie como el gordo. Para los niños y adolescentes es como un súper héroe  sacado de una revista de cómic de Cazucá; es irónico describirlo de esa manera a los asesinos que transitan las calles de nuestra comunidad, de esquivar un saludo, una conversación o una propuesta mal habida.

—Como así ¡aja¡. Como fue ¡aja¡   

Yo, había escuchado la noche anterior, que el gordo había montado esos falsos positivos con la complicidad de algunos policías, y sus milicias para distraer la ley; para entrar una droga por los lados de quintares al barrio El progreso. El gordo se me desapareció, me tomé un trago, encendí un cigarro, tomé otro trago relajando mi miedo, al poco rato el gordo, apareció con tres policía, uno de color, entraron a una de las panadería, le ofreció unas maltas, conversaron rápidamente.

—¡Ras tas, tas tas!

El gordo, salió con rapidez de desconfianza mirando para varios lados, pero yo lo observaba tranquilo, pidió una cerveza en la cigarrería, prendió un cigarro conversando con el dueño. El gordo, le brindó una cerveza a uno de los líderes comunitarios que estaba tomado con otros hombres; dialogó un rato con ellos; el gordo, volteó su cuerpo ágilmente a una distancia de pocos metros, hasta quedar de frente conmigo; a una distancia de doce metros, me agache del susto, temblando me tomé un trago, me clavó su vista. Yo no sé la quite.

— Dice: ¡ras tas tas, tas tas!

Para mí, era como si yo estuviera preso en el patio de los asesinos en serie, de los enfermos sexuales de mirar arlos sin ofenderlos; de un gesto de mi cuerpo que no rompa su cordura, para que no me agreda violentamente; es como un horror de angustias. De observar a un hombre que le dispara en la calle a un perro cuando le ladra; un hombre enano desgarro con un cuchillo la barriga de una mujer en una esquina en las horas de la noche; un transeúnte de un disparo mata a un hombre afro en la puerta de una cantina.

—Dice: ¡ras tas tas, tas¡

Asi es el gordo, quien yo tenía que escribirle la crónica, de un sicópata, de convivir a pocos metros de su vida delincuencial; pensaba que yo era un morboso o el resto de los habitantes de estos barrios de socializar con este asesino. Cualquier imprudencia de mi parte seria asesinado por él o por sus subalternos; yo tenía mucho escalofrío una desesperación insaciable de no querer morir; superar los instintos de la vida y escapar de esa esquina cuando el gordo me miro nuevamente.

—¡Ras… tas… tas, tas… tas!  

Mi cuerpo, lo sorprendió un fuerte frío, el gordo bajó su vista, sentí que había sido un triunfo de poder retar telepáticamente a un asesino cuando su vista se sintió sumisa por mi presencia. Me tome uno, dos y tres trago, como símbolo de victoria. Los policías, salieron de la panadería caminando hacia mí; el policía de color me retó con su mirada mirándome fijamente. Yo agarre la botella rápidamente y tome cinco tragos a la vez; el policía de color me saludo de una forma como si fuera sospechoso.

—Dice: ¡ras tas tas, tas tas!

El rostro de mi cara temblaba, la piel de mis dos  manos sudaban, mi vista no sabía dónde estacionarla, encendí otro cigarro y me tomé otro trago, miré al gordo, al indio, que conversaba por celular. Los policías, desaparecieron paso; una camioneta de la policía despacio; observaron al gordo, lo saludaron disimuladamente; el gordo, de nuevo continuó conversando por celular. Dos jóvenes en una moto lo interceptaron le dieron un dinero, y se marcharon en la moto velozmente.

—Dice: ¡ras tas tas, tas tas¡

En pocos minutos, salían siete policía con dos jóvenes esposados con dos bolsa de basura grande llenas de drogas, en una calle del barrio El Progreso, (La calle en el año 97 donde dos líderes dividieron el barrio Entre el barrio El Progreso y La Isla; en tiempos de lluvias de muertes anunciadas, la calle donde comienza los dos barrios, adonde terminan los dos barrios en sus fronteras donde empiezan las narraciones de las memorias colectivas de unos de los barrios de los Altos de Cazucá);  donde el gordo, tenía encaletada la droga. Los policía, le entregaron a los jóvenes y la droga a unos civiles que llegaron en una camioneta que desapareció por acto de magia. Como el gordo en una moto que lo había recogido, delante la presencia de muchas miradas silenciosas.

—Dice: ¡ras tas, tas¡

En esos días, la situación era tensa, supuestamente el comentario en los barrios. El gordo, estaba acorralado, desesperado por los asesinatos en serie, la quema de las casa de algunos expendedores. Mire la botella de aguardiente, me percate que había ingerido más de medio litro, me entraron unos nervios, sudaba, temblaba desesperadamente; como alucinando que el gordo me tenía en la mira, o algunos de sus socios. No era frecuente que yo en esos dos días estaba parado y rondando por su territorio.

—Esto es un juego de palabras…

Me tomé un trago, me tomé un trago, un paisano se acercó saludándome por detrás de mi espalda, brinque del susto. Yo creía que era la hora del gordo de cuestionarme, sentí tanto miedo; el paisano se sonrió y me dijo.

—Marica, están pagando por la vida del gordo.

Yo disimule, entre el miedo, le dije,”te tomas un trago”, él me respondió,”clarinete,la demora me perjudica”, no sentamos en un corredor a tomar, conversamos en voz alta de nuestra tierra, y nos fuimos para una cantina a escuchar vallenato. Se me había olvidado el miedo, ya no estaba pillado por el gordo, ni por sus sabuesos, ni por los policías corruptos y, por el silencio de los vecinos, todo ese suceso del gordo había quedado en el olvido del silencio. Y más aún cuando la gente solo nos miraba en su silencio, el interés de escuchar la voz extravagante de un paisano hablando física mierda de nuestra tierra, sentí que había pasado como desapercibido.

Después de tremenda rasca, comencé a escribir la crónica del gordo, pero sentía algo en mí que no la terminé de escribir. El gordo, todavía estaba vivo peleando su territorio. Bajé a las diez de la mañana a comprar media cajetilla de cigarros. Un niño venía corriendo pregonando que habían matado al gordo, que vendía bazuco en el barrio La Isla; en un internet de un balazo en la frente. No tuve fuerza para ir a ver el asesinato del gordo. De un hombre que asesinó a muchos por mantener su negocio de la droga, del empoderamiento de un territorio en tierra de nadie. Una comunidad situada en la última frontera entre el cielo y el infierno, terminé de escribir mi crónica.

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Un reportaje para escribir una crónica

Crónicas sobre los Altos de Cazucá y sus gentes. En esta ocasión, el autor, Roberto Martínez, relata sus dificultades para entrevistar a un reconocido criminal.

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