UNA RESEÑA DE MARÍA LARRALDE

Esta obra, Frankenstein o El moderno Prometeo tiene tantas ideas inmersas entre sus letras que en una sola reseña es casi imposible lograr extraerlas todas. Sin embargo, intentaré hacerlo ordenadamente. Desgranando cada una de ellas de forma cronológica, conforme las encuentre durante la lectura. Por tanto, comenzaré por el breve prólogo. Un prólogo que desvela en muy pocas palabras la compleja y excepcional personalidad de esta escritora. En él se inscribe su declaración de intenciones y se esconden sus verdaderas ideas. En él la autora expresa claramente su apuesta por una concepción moderna de novela, dejando de lado el romanticismo propio de su momento histórico, dado que en el primer párrafo cita a Erasmo Darwin y sus trabajos en fisiología y anatomía como base para fundamentar la trama principal de su historia. Esto significa la incorporación de una novedad, una incorporación revolucionaria de la temática científica dentro de la literatura; y, sin embargo, propone a un mismo tiempo un conjunto de temas realmente esenciales y tradicionales, a saber: el amor, la familia, la amistad, la idea de hombre moderno, la idea de ciencia, la idea de Bien, la idea de humanidad… incorporando, entretejida entre todas ellas una personal expresión de queja, o grito callado, por la injusticia a la que las mujeres son sometidas en sus relaciones sociales, sobre todo, en sus relaciones con los hombres. Este rasgo distintivo, reivindicativo, pero ahogado, de ninguna forma existía en la novela romántica y gótica. La idea de la ética de los individuos frente a la moral social es otro de los grandes temas de la obra de Shelly. Pero, personalmente, aunque esta novela se enmarca en la Ciencia Ficción, prácticamente está considerada la primera del género, incorpora este importante hilo conductor o tema central, aunque no sustantivo, de la novela de Frankenstein. Es más bien un vehículo para plantear una crítica al prototipo de hombre que predomina en la nueva sociedad. Un hombre que deja de creer en Dios para pasar a ser él mismo un pequeño y caprichoso diosecillo falto de amor por su criatura, y por sus semejantes que, por supuesto, para él no son dioses.