19 marzo, 2024

Si hay una escritora que siempre nos sorprende estad seguros que responde al nombre de  Elena Beatriz Viterbo. No hay forma de escapar a su embrujo. Como en anteriores ocasiones es este un relato imposible de olvidar tanto por su originalidad como por su gran aportación intelectual. Estamos realmente agradecidos a esta escritora por regalarnos estos retazos de maravillas. Y sin más… ¡que comience la función!

Saturno, el devorador

Mi hijo. No sé en qué momento comencé a odiarlo. O tal vez sí. Es cierto que me decepcionaba su fragilidad, su andar torpe, su llanto casi femenino, los ojos rasgados, bovinos, su lengua, ese apéndice hinchado que a duras penas le cabía dentro de la boca. Esa suerte de babosa que a veces, cuando dormía de costado, se escapaba, sinuosa, y se descolgaba hasta descansar sobre la almohada. Ya nació raro, pero su madre, como todas, enseguida lo estrujó entre sus pechos inflamados de leche y oliéndolo lo reconoció como suyo. No sucedió así conmigo, que lo alejé casi al instante. Con el tiempo lo toleré y me acostumbré a su presencia. Hubo momentos en que casi lo quise, pero fueron fugaces. Mi querida Rosalie, avezada como todas las madres, detectó esa repulsión, pero la confundió con un sentimiento común que sufren los padres primerizos: los celos. Y así me lo hizo notar, transmitiéndomelo con dulces palabras. Pero no, lo que se gestaba dentro de mí no tenía nada que ver con los celos. Era otra cosa, algo para lo que no existía nombre.

 Pasaron los años y no conseguí quererlo. Por el contrario: cuanto más tiempo pasaba, la sospecha de que aquel niño no podía ser de mi sangre se hacía más firme. Ocupaba las horas buscando comprender lo aberrante de mi proceder, pero entre mis libros no encontré más que historias que hablaban sobre monstruos como yo. Goya. Deslicé los dedos, hipnotizado, sobre la faz brutal de Saturno; luego sobre la masa sanguinolenta que era el hijo devorado. Mis ojos quedaron anclados en la figura avejentada del caníbal, y de la misma manera que él se erguía con las piernas medio hundidas en la negrura levantando el hijo hacia la boca, así de esa forma me hundía yo más en mis pensamientos espantosos. Mi melancolía aumentó cuando leí, después,  la historia de Medea, hacedora y portadora del mal, demoníaca Medea enamorada de Jasón, que mató a sus hijos con el único fin de hacerle daño a él. Las manos de la madre derramando su propia sangre, desoyendo su latido, que era también el de ella.

 ¿Cómo podía desear la muerte al producto de mi propia carne y de mi sangre? Si era una prolongación de mí ser, si allí donde yo ya no estuviera él ocuparía mi lugar. Aturdido, cerré los ojos para frotar los párpados; necesitaba borrar aquellas horribles visiones. Solo un momento…

 Cuando los abrí de nuevo, en lo que a mí me parecieron segundos, no reconocí mi entorno. Estaba oscuro y me hallaba en un cubículo circular, herméticamente acristalado. Palpé los cristales buscando la forma de abrirlos, pero no di con clavija,  maneta, o mecanismo alguno; a medida que pasaba el tiempo me iba quedando sin aire, así que los golpeé, furioso. Algún dispositivo tuve que apretar porque, de pronto, los portones se abrieron expulsando una especie de niebla y de zumbido extraño. El aire entró por fin, salobre, pero lo respiré con ansia. La certeza de que debía estar cerca el mar me indujo a asomar el cuerpo. ¡Estaba en lo cierto! La altura era considerable, vertiginosa. Confundido, miré a mi alrededor buscando una salida, pero no encontré nada que me lo pareciera. También la bóveda era acristalada. Al final todos los indicios me gritaban que me encontraba en la cúpula de un faro. Pero, ¿dónde estaba la lámpara de señalización? ¿O la sirena? Aquello era una completa locura. ¿Y la entrada de acceso hasta la corona de la torre? Me arrodillé y comencé a palpar el suelo centímetro a centímetro. ¡Sí! ¡Allí estaba! Había una imperceptible hendidura, la seguí con las yemas de los dedos y vi que formaba un cuadrado ¡Una trampilla! Pero por mucho que lo intenté no logré abrirla. Registré mis bolsillos; tenía una pequeña navaja de montaña y sopesé que tal vez haciendo palanca… ¡Nada! Entonces supuse que solo se abría desde abajo.

 Me incorporé, desalentado. Aquello era una prisión. ¡Sin duda debía ser solo un mal sueño! Estaba seguro que de que en cualquier momento mi esposa entraría con una taza de té humeante y me acariciaría el hombro para despertarme.

 La mañana llegó por fin y el paisaje se presentó nublado y extraño, pero revelador. Todo el tiempo había estado en lo cierto: era un faro. Con cuidado me asomé de nuevo y lo que vi me cortó la respiración: la torre emergía del fondo. Una gran mole metálica, un titán de hierro. ¿Cuántos metros más habría abajo? ¿Y qué sentido tenía que no se entrase desde tierra? ¿Qué utilidad se le daba si carecía de luces para avisar a los barcos de la llegada a la costa?

 En todo caso era el lugar idóneo para lanzar un cuerpo. El mar lo tragaría con su boca golosa y el cadáver se perdería mecido en mareas. Por un momento vi ese gran apéndice bajo el agua, libre del encierro de los labios, flotante, como una culebra de mar.

 ¡Otra vez! ¿Pero qué diablos me ocurría? ¿Qué tipo de pensamientos horribles volvían a anidar en mi mente? Me arrodillé desconsolado.  Ese cuerpo, ese cuerpecito que yo lanzaba de manera inconsciente, era el de mi propio hijo. Y en el mismo instante de pensarlo ya lo había visto caer y cómo era engullido por las fauces de aquel mar grisáceo. Ahora la certeza de que todo aquel episodio era un sueño se mezclaba con mi ruindad ignominiosa. ¿Qué ocurriría cuando despertara? ¿Y si me mantenía en aquella postura asesina? No, eso no debía pasar. Recordé a Saturno y me cubrí el rostro con las manos. En ese justo momento decidí acabar con mi vida. Si solo era un sueño despertaría dando un gran respingo y allí estaría mi dulce esposa para calmar mi angustia suicida.

Me lancé al vacío y caí y caí durante mucho tiempo y, al chocar contra las aguas heladas, sentí una especie de placer indescriptible.

 —Querido —susurró mi esposa zarandeándome con extrema suavidad—, mi amor: ¿qué te ocurre? ¿Qué son esas cosas que dices? Tranquilízate.

 Miré la estancia, confuso.  El fuego ardía en el  hogar proporcionando un suave resplandor a la habitación; en una esquina vi a mi hijo, boquiabierto y babeante,  ensimismado en el vuelo espiral de una mosca;  Rosalie me contemplaba ansiosa y en un arrebato le tomé las manos, besándolas con arrepentimiento. Ella sonrió intuyendo que había sufrido una pesadilla y me acarició el rostro sin preguntar. Durante la cena miré el reloj varias veces. No me da vergüenza confesar que sentía miedo de la llegada del sueño. Como me encontraba tan alterado le supliqué que durmiese en la alcoba del pequeño. Ella me miró con preocupación, pero tomando una vela se marchó con el niño de la mano.

 Por la mañana, solo para distraer mi mente torturada, decidí  dar un paseo por los bosques que circundaban la casa. Atravesé por entre los abedules frondosos, despreciando los senderos habilitados para el paseo, y, sin darme cuenta, llegué hasta una gruta desconocida por mí hasta aquel momento. La prudencia me aconsejó no atravesar aquella oscuridad, pero mi natural curiosidad me animó a investigar. Como no llevaba ningún tipo de iluminación me limité a revisar el vestíbulo de la cueva. Más allá de mis ojos todo se presentaba negro. El miedo a una caída agudizó mis sentidos y tomé la precaución de andar muy despacio, para detectar terreno firme. Como el terreno mohoso se ablandó aún más, intuí que más abajo debía de haber un pasadizo acuoso. De pronto mi pie quedó suspendido en el aire y, asustado, retrocedí. Busqué, a ciegas, algo para arrojar, y encontrando una piedra de considerable tamaño la lancé para averiguar la magnitud de la caída, pero solo la escuché rodar durante todo el tiempo que me permitió el oído. Luego nada. Determiné que era una pendiente inacabable. ¿Pero qué habría abajo? ¿Qué oscuridad? ¿Qué latidos? En ese momento me sentí hermanado con aquel lugar insano.

 Como mi rostro se veía pálido en los días posteriores, Rosalie me comunicó su intención de enviar al pequeño a pasar una temporada con unos tíos suyos, para ocuparse de mí sin distracción alguna. Yo la miré, advirtiendo en el fondo de sus ojos negros la desconfianza que iba creciendo en su pecho materno, pero no repliqué. Por otra parte, la visión del pequeño me perturbaba aún más en aquellos días extraños, y pensé que  aquel impasse sería un gran remedio.

 De forma desafortunada esos planes no pudieron llevarse a cabo, pues poco después llegó la triste noticia del repentino deceso de la tía. Mi esposa, afligida, me anunció que partiría enseguida para asistir al sepelio y dada la solemnidad del suceso no me pude negar a dejarla ir. Así fue como me quedé solo con el pequeño. Con todas mis fuerzas me propuse apiadarme de él y le hablé como si de un hombrecito se tratara. Incluso le prometí, con palabras muy sencillas que él pudiese entender, realizar una excursión para reforzar nuestros lazos deteriorados. El pobre niño sonrió exultante  e intentando demostrar su contento, acercó su boquita a  mi mejilla, que yo presté luchando contra la repugnancia que me inspiraba aquella apertura salivosa.

 Partimos por la mañana, con los primeros rayos de sol. Caminando de mi mano, el chiquillo miraba con arrobo las tiernas flores húmedas de rocío, la majestuosa gracilidad de las mariposas. Con su lengua deforme emitía chasquidos de alegría y a veces se soltaba de mí para corretear feliz tras las libélulas. Yo lo observaba frío, distante. No sé en qué momento mis pasos me llevaron hasta la cueva. En cierto momento el niño pareció cansado, pero mi alma no se apiadó, por el contrario, lo aprisioné con fuerza y tiré de él desoyendo sus lamentos disconformes. No me fue difícil encontrar la boca de la gruta. Pero algo había cambiado en el entorno. A los lados de la boca pequeños riachuelos de agua entraban dentro de la cueva.

 De pronto la mañana se oscureció y a lo lejos se oyó el estallido de un trueno. Si la lluvia arreciaba el agua entraría a raudales dentro de la cueva. No sé por qué no desistí de la empresa, el caso es que desdeñando la tormenta, tomé la mano de mi hijo y estiré de él. Chillaba disgustado y lo miré con desprecio. Si sus ojos acuosos, carentes de inteligencia, me hubieran inspirado piedad, habría dado la vuelta, pero en lugar de eso me enfurecieron de una forma inaudita; comencé a tiritar de odio y, ciego, no recordé la gran pendiente y resbalamos. Durante mucho tiempo no hicimos más que bajar; a veces de manera recta, otras en espiral. Por fin se hizo terreno llano y me levanté dolorido. No tenía nada roto. ¿Cuánto habíamos bajado?

 No existen palabras para explicar aquel paisaje onírico, y durante un momento no pude hacer otra cosa que contener mis lágrimas, así de hermoso era aquel lugar. Los techos lucían de un marrón verdoso, nacarado, rosa y azul en otras zonas, y estaban adornados por una suerte de  formaciones largas y talladas por el agua y por el tiempo; hermosas columnas de piedra de maneras caprichosas se levantaban del suelo. El agua era verde, cristalina, y bajo ella unos brillos iridiscentes me hicieron soñar con la posibilidad de piedras preciosas. El aire era húmedo, el viento rugía en determinadas oquedades y hacía mucho frío. Me incorporé buscando al pequeño; se había soltado de mi mano tiempo atrás. Lo encontré desvanecido. Su cuerpo estaba magullado y sangraba por las palmas de las manos. Intuí que intentó frenar la bajada en algún instante, llevado por el pánico infantil.

 No me conmoví, lo agarré de la ropa y lo arrastré conmigo a inspeccionar el terreno. En las paredes de la gruta vi múltiples entradas pequeñas por las que un hombre podía caminar erguido. ¿Hacia dónde llevarían? ¿Qué habría al final de esos pasadizos? Caminamos por ellos durante bastante tiempo, desafiando la humedad hasta llegar a otra  galería aún más grande, grande como una catedral, hermosísima e iluminada. De pronto el paisaje cambió y vi la mano del hombre en mitad de aquel milagro subterráneo. Miles de lucecillas de todos los colores salían de una mole tubular, redonda y metálica, de unos cuarenta pies de ancho, anclada en medio de aquellas aguas verdosas y transparentes.

 Busqué la mirada de mi hijo ansiando encontrar una chispa de admiración ante semejante prodigio de la naturaleza, o de curiosidad o de asombro, pero me topé con sus ojos, ignorantes, groseros en su imbecilidad.  Sin ningún remordimiento, lo cargué sin esfuerzo y caminé entre aquellas aguas un tanto ácidas. Las luces de aquella mole me atraían, no podía pensar más que en entrar y averiguar qué era, que hacía allí, con qué fin.

 Me abracé a sus paredes buscando alguna hendidura u oquedad que me permitiese acceder a su interior y, sin saber bien qué hice, se abrió de pronto una puerta que antes no vi. Un humo extraño lo envolvió todo. A través de él, del mismo modo que las estrellas se abren paso en la bóveda más oscura, cientos de lucecitas parpadeaban de forma sincopada y no solo titilaban, sino que emitían unos agudos pitidos. Entonces la puerta se cerró a nuestras espaldas y el humo se disipó, por lo que intuí que tal vez tuviese algún tipo de relación con el mecanismo de la puerta.

 Mi turbación iba en aumento, pues ya en el interior y observando todos aquellos paneles, mandos y clavijas, tampoco alcancé a discernir qué era aquel lugar, con qué propósito se había construido. Quién lo había edificado. Con qué objeto. Tal vez se tratase de algún experimento del gobierno, algo secreto. Importante. En el suelo metálico vi una trampilla señalada con una simbología desconocida. ¿Qué habría abajo? ¿A dónde conduciría? Tal vez a una gruta aún más hermosa que las anteriores. Tan absorto estaba que no me di cuenta de la desaparición de mi hijo. La puerta de la trampilla estaba levantada y temí lo peor. Si el engendro  había caído por ella no podría hacer nada por ayudarlo. ¡Pero alto ahí! Había unas escaleras pegadas a la pared y decidí bajar a investigar. En ese nuevo nivel no tuve que adecuar la vista: estaba muy iluminado. ¡Pero cómo! ¿Quiénes eran aquellos seres altos que se movían como hormigas laboriosas? ¡Había tantos! A simple vista parecían repugnantes de todo punto. ¡Un momento! ¡Mi hijo! ¿Qué hacía entre ellos? ¿Y por qué motivo lo trataban con tanta veneración?

 Debía investigar toda aquella locura. Me toqué la frente: no tenía fiebre. Pero tal vez estaba soñando de nuevo, como en aquella visita a ese faro extraño. ¿Y si no fue un sueño? En cierta ocasión leí sobre los viajes dimensionales; sí, extrañas historias que nunca creí. No daba crédito a todo lo que veían mis ojos: aquella fortificación metálica era inmensa, ciclópea, mis ojos no divisaban el final. Hasta donde me llegaba la vista aquella especie de nave constaba de cinco brazos o enormes pasillos. Deduje que tenía la forma de una estrella. Uno de los brazos era el gran tronco de hierro por el que penetramos mi hijo y yo. Y era obvio, observando la largura de los demás, que era alto. ¡El faro! Ese peculiar faro era uno de los brazos de esta fortificación. ¿Con qué objeto? ¿Vigilancia exterior?

 Tan abstraído estaba, tan profundamente impresionado por el hallazgo, que no me percaté que uno de aquellos seres se acercaba a mí, y por la expresión de su asquerosa faz, no albergaba buenas intenciones. Tuve miedo y quise correr, pero una especie de chillido salió de aquella boca gelatinosa y el resto de seres me rodeó emitiendo los mismos sonidos. Eran fabulosos, altos, al menos dos metros y medio, cabeza grande, los párpados volteados hacia fuera. La lengua grande, hinchada, la piel algo amarillenta, de un amarillo verdoso. Piel de enfermo, piel de… ¡Un momento! Entre aquellos seres se acercaba mi hijo, protegido por los flancos. Caminaba majestuoso, seguro de sí mismo, confiado. Sonreía, sonreía con una suerte de mueca retorcida. Su lengua emitía los mismos chasquidos que los otros, y de vez en cuando aquellos seres agachaban sus testas enormes para escucharlo, asintiendo.

 —¿Quiénes sois? ¿De dónde venís? ¿Qué queréis de mí? —chillé, amparándome en la pared, abrazándome a mí mismo. Estaba aterrorizado.

 Mi hijo me señaló y la turba se abalanzó sobre mí, reduciéndome. Cuando desperté sentí un gran dolor de cabeza, pero no tenía sangre por ningún lado. Sí notaba, en cambio,  escozor en el pecho. Levanté la ropa y tenía una quemadura extraña en forma de triángulo. No reconocí el entorno, pero me pareció estar de nuevo en el primer edificio circular, por el que penetré al comienzo. ¡El faro! Recordé que había una apertura en el suelo, aunque no logré abrirla. ¡Debía subir hasta la cúpula! Allí podría gritar hasta que alguien viniera a auxiliarme. Toqué las paredes y no me fue difícil hallar una hendidura. Al lado había una especie de pulsador circular y lo apreté. Una puerta se abrió lateral dejando a la vista una especie de elevador. ¡Con él accedería hasta la torre! Ya dentro observé ciertos símbolos ininteligibles para mí y de forma aleatoria pulsé uno de ellos para ver qué sucedía. El aparato se puso en marcha y subí durante mucho rato. Cuando paró, la puerta se abrió de nuevo, humeante.

 Ojalá hubiese muerto en aquel justo momento, para ahorrarle a mis ojos el escenario que se ofrecía delante de mí. Aquel lugar… aquel recinto donde paró el elevador era… ¡Era una especie de despensa! Un lugar para guardar y secar las viandas. Docenas de seres humanos, incautos como yo, se almacenaban en tanques individuales, uno sobre el otro, convenientemente cerrados, herméticos. A algunos la muerte los había encontrado golpeando los cristales y aún conservaban el rictus desencajado del último estertor. Los ojos desorbitados, la boca abierta, la úvula expuesta. El agua de los tanques turbia. Pequeños animalillos flotaban alrededor, como parásitos aprovechados: gusanos.

 Otros, mutilados ya y dispuestos para el secado, colgaban de una suerte de ganchos, secos, desangrados, rígidos. Unos colgaban  de la garganta, otros por las ingles, otros por el ano. Quise gritar, pero no salió nada de mi boca, tal era mi terror. ¿Qué era aquel espanto? ¿Quiénes eran aquellos miserables? ¿De qué dimensión o pesadilla habían salido? Mojé mis pantalones y caí de rodillas llorando de miedo. ¡Pronto! ¡Debía subir hasta la cúpula! Desesperado, comencé a tantear el techo buscando la trampilla que desde arriba no pude abrir. ¡Sí! ¡Allí estaba! Pero se hallaba tan alta que no podía acceder a ella, así que empujé uno de aquellos tanques y me subí en lo alto. ¡Ya llegaba! Empujé y golpeé con todas mis fuerzas ignorando la sangre y el dolor y la trampilla se abrió de mi lado ofreciéndome una suerte de escalerillas. ¡Libre! Era libre por fin. Desde arriba gritaría, gritaría con todas mis fuerzas, algún barco pasaría por allí y me rescataría. Estaba seguro de ello.

 Una vez arriba caí al suelo, desmayado. Un tiempo indefinible más tarde, cuando por fin desperté, noté una presencia en el rincón. Estaba muy oscuro. Ni una estrella, ni la luna para ofrecerme un poco de luz. La presencia se iba acercando muy poco a poco, arrastrando sus pasos, hasta que por fin pude distinguir de quién se trataba. ¡Era mi hijo! ¡Venía a salvarme! ¡Él, al que tanto daño infligí y tanto desprecié! Mi pequeño. Por fin había entendido yo lo que todo padre sabe sin necesidad de enseñanza: que hay que amar con el corazón, no con los ojos. Y así se lo grité, llorando y abriéndole mis brazos: ¡Hijo mío, ven a mí!

 Pero el chiquillo se paró de pronto, sacó su lengua deforme y la movió de manera pendular, emitiendo unos ruidos extraños que nunca le oí. Luego extrajo de sus nuevos ropajes un artilugio alargado de punta piramidal y lo  alzó, mostrándolo. Al verlo no pude por más que acariciar la quemadura  abdominal que aquel aparato demoníaco me había ocasionado, con el único fin de inmovilizarme y adormecerme. A continuación, con sus deditos gordezuelos, me señaló los portones del faro.

 Lo entendí. Sí. Me daba a elegir. O me precipitaba a través de los ventanales o acabaría dentro de uno de aquellos frascos para ser conservado y devorado en algún momento por aquellos seres venidos de otro mundo, o no, tal vez pertenecientes a este. Tal vez desde tiempos inmemoriales. En ese momento recordé a Saturno, el devorador y miré los grandes portones acristalados.

 

 

 

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